Capítulo 59: Amerita un castigo
Mitzuru contempló el cheque por un momento, sí, era la firma de su madre. Y sí, Elizabeth tenía razón en todo, con treinta y cuatro años y once mil kilómetros de distancia, ella seguía tratando de controlarlo.
Sin embargo, Mitzuru tenía prioridades y cuando vio el jarrón de flores en la barra de la cocina, no dudó en meter el papel en él causando que lo arruinase el agua.
—¿Qué haces? —exclamó Elizabeth indignada. Trató de alcanzar su brazo, pero ya no había nada que salvar.
—No lo necesitas—respondió Mitzuru.
—Es fácil decirlo cuando tienes otros cincuenta de esos en el banco.
—No ibas a cobrarlo.
—Podía, ni modo que no tuviera fondos.
—Elizabeth—tomó su cara para hacerla razonar —, no vas a estafar a mi madre.
—¿Cuál estafa? Ella me lo dio.
—A cambio de que termináramos—señaló ofendido.
—¿Puedes culpar a una chica por tener un respaldo?
Él arrojó su cabeza hacia atrás, si rebobinaba un par de minutos, acababa de decirle que era la mujer más maravillosa del mundo. Volvió a verla, con la cara arrugada y la mirada perdida, luego sonrió al comprobar que aún le parecía así.
—Me haré cargo de esto—sus palabras recuperaron la atención de Elizabeth.
Ella lo siguió con la mirada, Mitzuru fue hasta el sofá, se dejó caer en el mismo y se sirvió otra copa de wiski. Elizabeth podía escuchar su propia respiración.
—¿Estas enojado? —se forzó a preguntar.
—Si decía que no—respondió en un tono indescifrable y clavó en ella sus oscuros ojos—, ¿ibas a mudarte de aquí y a dejarme?
—Pues... —jugó con sus dedos—, no dijiste que no.
Mitzuru suspiró como un toro, se bebió el vaso de un trago y sirvió otro. Elizabeth torció los labios, caminó con pasos tambaleantes y se sentó a un lado de él. Como la ignoraba, ella puso la mano sobre la botella.
—Entiéndeme—se justificó—, yo no tengo nada. Si tu madre trae a otra chica y esta vez si te gusta, me podría quedar en la calle.
—Te dije que eso no va a pasar.
—Quieres que confié ciegamente en ti sin prueba alguna. Imagínate que no es así, que no lo eliges, que por alguna circunstancia lejos de tu control tienes un accidente o ella te obliga a alejarte de mí, tu madre me quitaría todo con la mano en la cintura.
—Sí lo entiendo—afirmó viéndola a los ojos, entonces posó su mano en la mejilla de Elizabeth—. Me haré cargo de eso también.
—¿Cómo lo harás?
—Es una sorpresa. Elizabeth—tomó su rostro con las dos manos—, no lo parece, pero estoy agradecido, porque me elegiste. Confía en mí, pronto te demostraré cuánto.
Sin embargo, se sirvió un trago más.
—Sabes que—afirmó Elizabeth jugando con sus dedos—, sí te elegí, ¿no? De no ser así, no te habría mostrado el cheque.
—No es que este dudando de ti ahora.
—Entonces, ¿por qué estas así?, ¿es por tu madre? —Él la miró en silencio—. Sé que es difícil cuando uno se enfada con las madres. Pero, tienes que poner un límite, no puedes dejar que interfiera en nuestras vidas de esta manera.
—Se que tengo que hacerlo, también sé que no debería estar molesto contigo, no puedo evitar estarlo. —Ella agachó la cara y él sonrió con malicia—. Debería castigarte.
—¿Castigarme?, ¿cómo?
—Con dolor.
—¿Dolor? —levantó una ceja—, ¿quieres causarme dolor?
—Dime—posó su mano sobre la mejilla de Elizabeth—, ¿confías en mí, ahora?
—Sí...—dijo con voz queda.
—¿Estás segura?
—Sí—afirmó con fuerza.
—Ve a la cama, entonces.
—¿Me castigarás en la cama?
—¿No quieres?
—Es que...—desvió la vista—eres muy fuerte, a veces, al inicio, me tomaste los brazos o me apretaste la barbilla, eso fue doloroso. Si me castigas en la cama, podrías lastimarme.
—Pero, paré siempre, ¿no? Siempre que lo pediste. —Elizabeth apretó los labios—. Está bien—concedió Mitzuru, depositó su vaso en la mesa—, tomaré un baño y lo resolveremos como personas normales.
—Está bien —asintió Elizabeth. Sus mejillas estaban rojas, todo su cuerpo ardía, su corazón era demasiado grande para su pecho, pero su estómago estaba helado, vacío como un desierto al anochecer—. Dejaré que me castigues si prometes que, pararás en cuanto yo lo pida.
—Lo prometo—ella no lo vio, pero pudo sentir su sonrisa en el tono de su voz.
Con la cabeza gacha y a paso lento, Elizabeth caminó hasta la cama, el peso de la mirada de Mitzuru la acompañó en cada paso, ella se quedó frente al colchón unos segundos.
—¿Quieres que... —se limpió las manos contra las ropas, después se giró a él—me recueste?
—No.
Mitzuru se levantó, sacó una caja negra de su maletín, dejó la caja en la mesa de noche, se puso detrás de Elizabeth, cuando él se acercó, el corazón de ella se detuvo. Los dedos de Mitzuru se posaron sobre el vientre de la chica, el frío de su estómago se le fue desvaneciendo, a su alrededor, el aire se sintió muy cálido. Ella giró su rostro hacia él y recibió su beso, la forma en que su corazón se expandió pareció llenar todo su cuerpo.
"Este sentimiento", pensó Elizabeth, "es amor".
Apenas se distanció un poco de ella, Mitzuru se quitó la corbata.
—Ahora, vas a confiar ciegamente en mí—le mostró la corbata deshecha—, literalmente.
Elizabeth asintió. Le dio mucha pena, tenía ganas de verlo. Claro, lo había visto un rato, pero quería verlo por completo. A ella no le importaban las cicatrices de Mitzuru, o la línea de bello que él tenía en el estómago, tampoco el no homogéneo color de la piel de sus piernas. Amaba cada mancha, cada imperfección nueva que descubría en él, amaba cada pequeño detalle que lo convertía en "él".
Mitzuru le cubrió los ojos con la corbata, le amarró la misma detrás de la cabeza, le removió el cabello del hombro y la besó justo en el punto en el que terminaba su cuello. La recorrió con sus labios y con sus manos bajó los tirantes del vestido que les estorbaba, pronto, el brasier lo siguió. Aquellas manos se convirtieron en la guía de Elizabeth en la oscuridad.
Esas la empujaron a la cama, ella se posicionó en cuclillas sobre la misma. Después la jaló de las muñecas hasta que ella sintió el acero de la cabecera, las muñecas cruzaron uno de los tubos y sintió el cuero del cinturón apretándolas. Elizabeth exhaló un quejido.
—¿Duele? —preguntó Mitzuru.
—Está... muy apretado.
—Pero es soportable, ¿verdad? —Ella asintió —. Te lo dije—él besó sus nudillos—, este es un castigo.
Se acomodó en cuclillas nuevamente, él se subió a la cama y ella pensó que era ridículo estar tan nerviosa cuando ya habían hecho ese tipo de cosas tantas veces. Sin embargo, no hay nada más difícil que explicarle la razón al corazón. Apenas sintió los labios de Mitzuru en su espalda, su pecho se contrajo, el aire denso le estrujó los pulmones, conforme a chupetes iba descendiendo, el aroma de Mitzuru inundó el ambiente.
Las rodillas de Elizabeth flaquearon, Mitzuru la chupó a través de la tela de sus bragas, la succionó con tanta fuerza, como si robara su energía, ella estaba segura de que se caería en cualquier momento. Jaló sus brazos y el cuero del cinturón se le clavó en las muñecas. No era tan soportable, estaba muy apretado.
Por si las mariposas de su estómago no fueran suficientes, se le colaron entre las piernas, su néctar se mezcló con la saliva de Mitzuru, un hilo viscoso le recorrió los muslos hasta que llegó a sus rodillas. Esas bragas cayeron hasta el colchón, a la mitad de sus piernas.
Mitzuru se las dejó ahí, como un instrumento más de su tortura. Y la penetró. Fue repentino y salvaje, la derribó sobre la almohada, ella soltó un grito, con sus manos atadas, no pudo sostenerse y derrapó hasta que su cara casi dio contra la cabecera.
—¿Estas bien? —preguntó la voz de Mitzuru. Su gentil roce se posó sobre la mejilla de Elizabeth—¿Es doloroso?
—Solo...—suspiró—dame un segundo.
Ella respiró profundo, aun lo tenía dentro, quería acostumbrarse a él y a sus ataduras, con todo y el dolor de sus muñecas, no quería, por ningún motivo, dejar de sentirlo.
Elizabeth se apoyó en sus codos y volvió a levantarse. No necesitó decir que estaba lista, Mitzuru la sostuvo de los senos y retomó el ritmo de sus embestidas. El dolor superó su propio limite, en la costumbre, se transformó en placer.
La voz de Mitzuru, el nombre de Elizabeth en sus labios, su aroma, su pasión, incluso su castigo. Todo se sumó y se volvió parte de ella, parte de él, parte del amor que compartían. Y todo explotó en un orgasmo cuyo peso se desbordó en un grito, Eli cayó una vez más y Mitzuru al fin salió de ella.
—Mitzuru—suplicó mientras recuperaba el aliento, él le desató las manos —vuelve a decir que me amas.
La venda cayó de sus ojos y la recibió la más intensa oscuridad en la mirada de Mitzuru.
—Te amo—le dijo con voz firme, tomó sus labios en un beso, ella agradeció tener las manos libres para poder abrazarlo, se aferró a él con fuerza y le pidió al cielo nunca tener que soltarlo.
Mitzuru descendió por su cuello en un camino de besos, se le escapó de los brazos y le llegó al vientre. Removió sus bragas por completo, le abrió las piernas de par y la poseyó una vez más.
Ella jadeó una y otra vez su nombre, quería decirle que lo amaba también que, si se lo permitía, lo amaría siempre y que estaba muy feliz de amarlo, pero todo el placer que su ser no podía contener la ahogaba.
Él se desbordó sobre ella en un clímax compartido, después se tiró a un lado. Elizabeth se sintió abandonada por lo que, de inmediato, se abalanzó sobre él, besó su pecho y solo estuvo tranquila cuando sintió los brazos de su amado rodeándola.
—¿Fue doloroso? —preguntó Mitzuru.
—Mis muñecas y rodillas—contestó apaciguando su corazón—, arden un poco. Creo que, quedaron marcas.
Mitzuru le tomó una mano, la analizó, besó su muñeca enrojecida y dijo:
—Se borrarán para mañana.
—Debo estar muy enamorada de ti, para permitir que hagas esas cosas conmigo.
—¿Enserio? —preguntó altivo. Ella asintió—. Elizabeth. ¿No se sintió ni un poco bien?
Eli se rio con bochorno. Lo miró a los ojos y le sonrió.
—Siempre se siente bien.
Mitzuru la vio un par de segundos, lucía bella cuando se maquillaba, arreglaba el cabello y adornaba su piel con ropa coqueta. Pero cuando su frente relucía empapada de sudor, su cabello era un desastre natural sin un solo bucle en su lugar y su cuerpo estaba expuesto sin ninguna prenda, era ella entonces, la mujer más hermosa que podría existir en este mundo.
Él besó esos labios una vez más. Cuando recuperó el ritmo normal de su respiración, anunció que tenía algo para ella, se estiró para tomar la caja de la mesilla y se la entregó a Elizabeth.
Al levantar la tapa, los ojos de Elizabeth reflejaron la pureza de una gargantilla de oro blanco a al cual le colgaba un diamante con forma de corazón.
—Está cortado de una forma específica—explicó Mitzuru—, si lo pones contra la luz, veras destellos azules en el diamante.
Ella lo levantó con dos dedos y lo posicionó contra la lámpara del techo.
—Es verdad—concedió con una sonrisa que abarcó la mitad de su cara—, es hermoso, pero ¿por qué? —regresó su vista a Mitzuru.
—Porque, dijiste que querías diamantes que comprara pensando en ti. También dijiste que yo arreglé tu corazón roto, por eso vi este y pensé en ti ya que, es un corazón que no se puede romper.
—¿Y los toques de color?
—Es que es así como imagino que se ve tu corazón. Brillante y lleno de color. —Intercambiaron una sonrisa— Lee la tarjeta—señaló a la caja.
Ella la tomó y leyó en voz alta.
—Tú trajiste color a mi vida gris—apenas terminó de leer la nota, comenzó a llorar.
—¿Qué pasa? —le preguntó Mitzuru tomando su mentón. Ella puso el collar en la mesa.
—Mitzuru—aclaró cabizbaja—, yo sé que estas acostumbrado a darle dinero y cosas costosas a tus mujeres.
—Lo dices así y pareciera que son cientas—replicó.
—Yo quiero más que ese corazón —le puso la mano en el pecho—, quiero este.
—Y es tuyo, bonita—declaró para volverla a besar—, completamente tuyo. Lo único que me atrevería a pedirte a cambio es que te quedes aquí, que te quedes conmigo.
—Siempre—afirmó.
—¿Tienes idea del pacto que cellas al decir eso? —preguntó en risas.
—Por supuesto—aseguró con ojos centellantes—, se quién eres y sé que te quiero para mí. Incluso si, tu madre dice que no me necesitas, que puedes ser feliz con cualquiera y que me estas utilizando como a todas las demás. Yo no lo creo.
—¿Por qué no?
Ella le posó la mano en la mejilla y le delineó los labios.
—Porque, unos labios que me besan como los tuyos, son incapaces de mentirme. —Mitzuru no se contuvo más, la abrazó por la cintura y la besó con todo el amor que tenía guardado para ella. —No te gustó Koyuki, aunque pareciera que tu madre la escogió a tu medida.
—¿No podemos solo olvidar eso? —propuso con fastidio.
—No te puede gustar ninguna otra, ¿de acuerdo? Promételo—insistió—, promete que nunca va a encontrar a nadie que te robe de mí, porque yo, soy la única para ti.
Mitzuru le tomó la mano, la posó sobre su pecho para que ella pudiese sentir el latir de su corazón y declaró:
—No soy romántico, tú lo sabes, no escribo poesía, no planeo citas de cuentos de hadas, ni digo cosas que podrían estar en pancartas de Hollywood, no conozco las palabras específicas para hacerte saber lo que siento, así que, solo lo diré directamente: Tú eres la única mujer que me hace sentir esto.
"No existe ni existirá nunca, nadie más. —Con su frente sobre la de ella añadió—. No piensas cosas innecesarias como en si es para siempre o que hará mi madre después, lo que sea, solo confía en esto y lo resolveremos. ¿De acuerdo?
Elizabeth asintió, volvió a dejar que la tomara a besos. Aunque le hubiera gustado que, él también dijera que era para siempre.
Notas de autor: Claro que iban a atar a alguien en algún punto jajajaja espero que hayan disfrutado este capítulo.
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