Capítulo 38: Lo correcto
Kiroshi Shikabane nació en el yugo de una familia trabajadora.
En casa, debido a que tanto su madre como su padre trabajaban encarecidamente, salían a sus respectivos empleos antes que él a la escuela y regresaban tan cansados que rara vez se encontraban con él, nadie le prestaba ninguna atención. Ni hablar de los fines de semana pues los dedicaban a dormir, cada cual en su respectiva habitación.
Pero en la escuela, con su animosa personalidad y grata apariencia, sus compañeros lo rodeaban como a una celebridad.
Cuando era niño, siempre lo ponían en la cabeza de los festivales, aunque no supiera bailar y durante el instituto, recibía diarias cartas de amor.
Por supuesto, ser el chico popular afecta notablemente la percepción del mundo de cualquiera y siendo sinceros, Kiroshi terminó siendo uno de esos chicos que perdía el piso por ello.
Como siempre había alguien que hacía las cosas por él, nunca tenía que esforzarse para nada. Si olvidaba el almuerzo, alguna chica linda le compartiría el suyo, si no quería ir a clase porque no tenía ganas, más de una aprovecharía la oportunidad para llevarle los apuntes a su casa y si olvidaba estudiar para el examen, no pasaba nada, su compañera sin duda le dejaría copiarle.
Eso hasta que su compañera fue Ayako. Quien no solo no lo dejó copiar, si no que levantó la mano desde el pupitre.
—Profesor—llamó al maestro—, Shikabane me está copiando—y lo delató.
Así, sin ninguna advertencia, sin ni siquiera darle oportunidad de retractarse.
Kiroshi estaba impactado, no menos que el resto de sus compañeros e incluso su maestro, quien vaciló antes de decirle que tendría que ir a la oficina del director como castigo.
Ayaka Saeda tenía buenas notas, una cara común adornada con redondas mejillas y unas cuadradas gafas rojas, con su cabello largo y su personalidad distante. No levantaba la voz, no rechistaba y nunca se metía en problemas. Debido a ello, se perdía entre la multitud como un extra en una película de la que nunca es ni aspira a ser protagonista.
Y ese día, mientras Kiroshi salía del salón ante las aun incrédulas miradas de sus compañeros, ella era la única que había vuelto su concentración a su examen. No lo veía, a pesar de que todos los demás lo hacían y él en cambio, desde ese día, no pudo dejar de verla.
Por supuesto, cargaba cierto resentimiento hacia su osadía descarada y su falta de empatía.
Resentimiento que no pudo contener dentro de su conciencia por lo que, después de su suspensión y mientras cumplía su castigo que consistía en limpiar el aula tras la hora de salida, él aprovecho la rutina de Ayaka para buscarla en la biblioteca y confrontarla respecto a su fría acusación.
—¿De que estas hablando? —lo cuestionó Ayaka apenas desviando la vista del libro que sostenía en las manos.
—Te lo estoy preguntando—le reclamó Kiroshi—. Si hubieras dicho que te molestaba, yo habría dejado de hacerlo ¿Era necesario llevar las cosas tan lejos?
—Y entonces, ¿Por qué tú no preguntaste si te dejaría copiar?
—Bueno—se rasco la mejilla, en realidad no lo sabía. Nunca se había hecho esa pregunta—, ¿Por qué no?
Ella suspiró con altanero fastidio. Como si en su accionar, lo llamase tonto.
—Shikabane Kiroshi—le preguntó dejando su libro de lado —, tú hiciste algo malo ¿y estas enojado porque tus acciones tuvieron consecuencias?
—Eso no es verdad—se defendió —. Estoy enojado porque tú no ganabas nada con delatarme. No era tu asunto, pudiste solo no decir nada.
—Entonces si te veo robando o asesinando, no debo decir nada porque ¿no es mi asunto?
—Vamos, esa es una comparación exagerada.
—Al contrario. Es el tipo de cosas que terminan sucediendo porque personas como tú se acostumbran a hacer lo que quieren sin preocuparse por las consecuencias. Vi algo incorrecto, alce la voz para detenerlo. No voy a disculparme por eso—tras su declaración, Ayaka se levantó y recogió su mochila—. ¿Quién sabe?, tal vez hasta te enderece el camino en el proceso.
Pronto se acostumbraría a esa forma de ser de Ayaka. El tipo de persona que, sin importar los factores externos o las posibles repercusiones, siempre hacía lo que sabía que era lo correcto. Y en él nació una extraña admiración por eso.
Como si la chica rara que juntaba la basura mientras caminaba a su casa fuese de hecho la única que estuviera bien y el resto del mundo, que solo pasaba de largo y la dejaba en el suelo, estuviese mal.
Debido a su influencia, el terminó siendo arrastrado por Ayaka como si en ella hubiese encontrado una guía. Alguien que le dijera que hacer y que no, alguien que le indicara cual era la decisión que debía tomar.
Por supuesto, eventualmente se volvieron amigos y tras mucho tiempo jugando videojuegos y viendo series de televisión, Kiroshi notó que quien se había vuelto el ser más importante de su vida era también una chica.
Una chica que con la madurez iba tomando cuerpo de mujer y con la madurez de Kiroshi, él fue adquiriendo deseos de tocar ese cuerpo.
Sus conocidos le decían que era lógico, que ellos dos terminarían por casarse algún día y tal vez por eso, o por la absurda dependencia que él terminó por desarrollar hacia ella fue que la predicción terminó por volverse realidad.
Al principio, eso lo hizo feliz.
Aun no tenía veinticinco años y ya estaba cumpliendo todas las metas que el resto del mundo se preocupaba por cumplir.
Fue a la universidad, se graduó, se casó con su mejor amiga y tuvo con ella su primer hijo. Incluso consiguió un buen empleo en el extranjero para que su familia pudiese vivir una vida cómoda sin que Ayaka tuviese que trabajar así que, los niños nunca se sentirían tan solos como se sintió él.
Aquella sensación que sentía gracias a ella, de absoluta seguridad y calma, tendría que ser a lo que la gente se refiere cuando habla de amor ¿cierto?
Eso pensaba, pero estaba muy equivocado y lo descubrió de la peor manera posible. Cuando conoció a una de esas chicas que sin hacer nada, todo el mundo voltea a verlas.
Tenía el cabello dorado tan brillante como el sol y una sonrisa impoluta, casi celestial.
Kiroshi lo supo en cuanto la vio. Tenía en frente a la protagonista.
En su defensa, él no lo sabía.
No sabía que las flores te pueden nacer dentro del corazón y que incluso puedes sentirlas, una a una brotar.
Ni que el mundo puede detenerse cuando tus ojos se cruzan con un azul tan bello que a penas y puedes soñar.
No sabía que el arte se podía escapar del lienzo, girarse hacia él en un gesto confiado y mostrarle esa destellante sonrisa que dirigía las luces de los reflectores en su dirección.
Haber conocido a Ayaka y pegarse a ella fue tan gradual que no se había dado cuenta en ese momento de que las luces que lo iluminaban a él se habían apagado hacía ya tanto tiempo, ahora ni una pequeña chispa revoloteaba a su alrededor.
Tanto era el peso de las rígidas reglas de Ayaka que, incluso pudo escuchar su voz cuando se acercó a la rubia. Le gritaba que no era correcto cuando le ofreció asistir gratis a su clase y casi pudo ver su gesto acusatorio cuando sonrió tras ver a Elizabeth cruzar la puerta de su salón.
Desde entonces sentía una inexplicable euforia cada vez que se revelaba a su esposa.
Cada vez que cometía un acto "atroz", como Ayaka solía decir, una emoción abrazadora le recorría el cuerpo como un calambre y le dejaba una efímera descarga de dopamina que le recordaba quien era antes de ella. Lo vivo y alegre que se sentía antes de ella.
Se dio cuenta de que, a lo largo de su vida, mientras más se acercaba a ella más le decían que Ayaka le hacía bien, que lo hacía mejor hombre, que era una buena influencia, que era lo correcto.
Sin embargo, nunca se preguntó si, de hecho, él quería ser mejor hombre. Tal vez no lo quería. Tal vez solo quería ser él.
Por eso aparcaba en el lugar azul cada que podía, en la oficina, robaba los almuerzos de los demás, se metía en la fila haciendo como que no se daba cuenta, incluso fumaba tras la biblioteca y tiraba las colillas al suelo cual delincuente público.
Pero sin duda, lo que más satisfacción le daba en el mundo era acercarse más y más a Elizabeth.
En ella estaba el objeto de su deseo, la manifestación física de su pecado, la figura tangible de todo aquello incorrecto, todo aquello que estaba mal dentro de él.
Con Elizabeth era tan fácil. No tenía expectativas ni le exigía nada. Ella era feliz con solo compartir una comida casera y ver una película.
A ella incluso podía contarle que había descubierto un método para pagar solo la mitad de los impuestos o saltarse el voluntariado obligatorio y su única respuesta era reírse.
Decía que era listo, que tenía que enseñarle su sistema para cuando hiciera el servicio social.
Y entonces, una línea se cruzó.
Aquella doble vida que mantenía lo hacía sentir pleno de alguna manera. La mitad del tiempo era el Kiroshi relajado que hacía bromas bobas y dejaba la basura en el cine porque a alguien le pagan para recogerla. Y en cuanto volvía casa, volvía a ser el rígido, el correcto, el que jamás engañaría a su esposa.
Hasta el fatídico día en el que su burbuja reventó.
—Kiroshi Shikabane, ¿te casarías conmigo?
Fueron las palabras que ella dijo y fue como si todo lo golpeara.
Quería decir que sí. Quería ir a su casa y decirle a Ayaka que ya no la amaba, que nunca la amo y hacía mucho tiempo que ya ni siquiera podía soportarla. Que, en realidad, lo tenía harto y que si seguía con ella era solo por sus hijos.
Quería decirle que nunca debieron casarse, que solo tomó esa decisión porque era lo que todos esperaban de él y se terminó convenciendo que "era lo correcto".
Y quería, más que nada quería gritarle que solo tenía que quedarse callada y dejarlo copiar su maldito examen.
Que todos la odiaban en el instituto porque era una engreída que se entrometía en donde nadie la llamaba para acusar a los demás de cosas que ni siquiera le hacían a ella.
"Vete al demonio Ayaka, copiar está muy lejos de compararse con asesinar", o algo como "eres un fastidio, tú y tu estúpida superioridad moral que, solo usas como escudo para fingir que eres quien decide no mezclarse con nadie, cuando la verdad es que nadie soporta estar contigo por lo desagradable y juzgona que eres".
Todo eso quería decirle.
Pero no era culpa de Ayaka.
Porque Ayaka jamás le pidió que la siguiera como un perro faldero, ni que la usase como reemplazo parental solo porque los suyos no tenían tiempo para él.
No le dijo que se casara con ella, ni que tuviera hijos con ella ni que la sacase de su país natal para llevarla a otro donde ni siquiera conocía el idioma para educar a esos niños.
Si solo hubiese sido una persona mejor o una incluso peor.
Si solo tuviese el valor de aceptar su culpa y ser honesto con la mujer había dejado todo, su casa, su familia, su trabajo, todo lo que añoraba en la vida por seguirlo a aquella tierra desconocida.
O si fuese tan desgraciado como para dejarla sola con tres niños que no habían dejado el pañal. Cualquier cosa hubiera sido mejor que lo que sabía que tenía que hacer en ese momento.
Irónicamente, el único momento en el que, finalmente, decidió hacer lo correcto y no lo que quería.
Tal vez nunca amaría a Ayaka tanto como amo a Elizabeth y tal vez nunca volvería a vivir una pasión como la que le provocó la rubia, pero, jamás sería el tipo de padre que lastimaría intencionalmente a sus hijos.
Así que, cuando Elizabeth le dijo que esperaba otro niño, él lo supo.
Que si sentía en su mediocre vida un amor aún más grande que el que sintió por ella y era el amor que le tenía a sus hijos.
Fue por ese amor que al final no pudo lanzarse y ese hecho era la única prueba que tenía de haber tomado la decisión correcta. Porque el amor de Elizabeth lo llevaría al borde de la muerte, pero el amor por esos niños lo traía de vuelta a la vida.
Y solo un mes después, allí estaba.
Parado el muelle esperando por la llegada de Elizabeth.
Una parte de él, temblaba como una sanguijuela, pero no tenía frío.
En el fonde de su corazón, tenía tantas ganas de volver a verla. De ser deslumbrado una vez más por la luz ámbar que emanaba aquella piel, enfocado solo un segundo más por la intensidad sus reflectores. Provocar de nuevo, aunque sea un instante, de aquella sonrisa aperlada, tan virtuosa como la tenue luz que emite la luna.
Cuando finalmente reconoció el ruido de sus tacones se apresuró a encontrarla con la vista, ella llevaba puesto un vestido negro de pronunciado escote, portaba lentes oscuros y un enorme sombrero blanco.
Se veía tan hermosa como en sus recuerdos o incluso más. Ya era más que la tentación consumida de su agonizante alma, era más bien el sueño perdido de un hombre que se ahogaba día con día y lejos de luchar contra la corriente, anhelaba ser hundido por esta hasta su muerte.
Cuando se acercó a él, todos los bellos de sus brazos se erizaron como los de un gato y cuando lo vio a los ojos, su corazón se le infló como un globo que se sentía a reventar cuando ella habló en un tono cruel:
—Vaya, no saltaste.
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