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Capítulo 30: Cicatrices

"Dios. Soy una zorra" se decía a sí misma Elizabeth al beber el vaso de agua que Mitzuru había llevado para ella.

Era consciente de que no había vuelta atrás en sus acciones, sin embargo, el hueco que sentía en el estómago era mucho más insoportable de lo que sería su culpa al amanecer. Un hueco que solo Mitzuru podía llenar.

Esté permanecía sentado a su lado, esperando pacientemente que ella se calmase. Cuando Elizabeth dejó el vaso en la mesa y le agradeció a Mitzuru, él solo se limitó a asentir. Después de un rato la miro fijamente hasta obligarla a hacer lo mismo y le preguntó:

-¿Ya te sientes mejor?

La genuina preocupación que escuchaba en el tono de su voz terminó por eliminar toda intención en Elizabeth de marcharse.

De todas formas, estaban sentados en la cama de un hotel. Mitzuru la había llevado, dejando a un trabajador de limpieza a cargo, porque estaba harto de ser interrumpido y ella había tenido todo el camino en auto, además del tiempo que tardaron en darles la habitación para arrepentirse.

Tal vez si él hubiera hecho algo malo, como no rentarle una suit con vista a Manhattan o no ordenarle un carrito lleno de dulces y champán para ella, o si no hubiera sido jodidamente perfecto en cada aspecto con ella desde que la conoció, alguna voz en la cabeza de Eli le hubiera dicho que se fuera. Pero ni siquiera hizo el primer movimiento, más bien había dejado que todo fuese voluntad de ella.

Así que, antes de que pudiese decir algo más, ella se abalanzó contra él, ansiosa por degustar otro más de sus besos amargos.

Aquellos besos que la convencían cada vez más de que, él no era de este mundo, y cuando la tomaba la por la cintura pegando su cuerpo a él, Elizabeth sentía que a través de las estrellas la llevaba hasta su mundo.

-¿Quieres que... -trataba de decir Mitzuru-me ponga un...?

La risa de Eli lo interrumpió. Ella se preguntaba si de verdad era un mujeriego. ¿Cómo podía ser siempre tan serio sobre todo?

-No te preocupes por eso-le dijo ella volviendo a sus labios.

Mitzuru se desprendió entonces de su saco y posteriormente de su corbata. Cediendo completamente a su intenciones, ella se abrazó a su cuello y solo se hizo presente el temor a lo inevitable cuando él comenzó a abrir los botones de su vestido.

Después le sostuvo las mejillas, le paso la tela por lo largo de sus brazos mientras los acariciaba. La prenda cayó al suelo, él se separó de sus labios para contemplarla.

Eli buscaba sus ojos, pero él no tenía interés en apartar la vista del torso que tenía en frente. Por lo que Elizabeth le cumplió el deseo que su boca no le susurró y se abrió el brasier ofreciéndole la vista de sus senos al aire.

-Qué hermosa eres. Justo como un ángel-fue lo que clamaron los labios de Mitzuru al deleitarse con la imagen frente a sus ojos, solo para enrojecer las blanquecinas mejillas de la chica.

Él tenía esa sonrisa hipnótica que arrasaba con la voluntad de Eli y aquella mirada afilada que se la devolvía. Una mirada que decía "en serio te deseo".

Tras contemplarla un poco más como si una obra de arte fuera, se inclinó hasta ella y con sumo cuidado, la tomó por la cintura y la recostó en la cama donde comenzó a besar su cuello.

Le puso la mano en la espalda, con sus dedos fríos la atrajo hasta él, ella cerró sus ojos para sentir cada pequeño toque de esa mano al acariciarla y el fino roce de sus labios besando su pecho. Aquellos besos eventualmente se convirtieron en chupetes y ella solo abrió los ojos una vez que ya eran mordidas.

Cada vez que sintió aquella lengua empapar su piel, su sangre se iba acalorando hasta convertirse en lava ardiente. Eli se dejaba hacer y se inundaba en las sensaciones que los movimientos de Mitzuru sobre la corteza del mismo, le provocaban dentro de su cuerpo.

Cuando Mitzuru acaricio el seno frente a su boca y le pellizco el pezón, Elizabeth soltó el primer gemido. Una melodía tan virtuosa a sus oído que solo provocó en él el deseo de chuparle el otro seno.

Pero por la forma en la que ella frotó sus piernas una contra la otra, él entendió que aquel punto en medio de las mismas también requería su atención.

Y es que al ser tocada y degustada de esa forma, Elizabeth se sentía como un tesoro, como la más virtuosa y delicada de las perlas que había que tratar con la fuerza necesaria para comprobar su pureza, pero no tanta para deshacerla.

Mitzuru uso su mano libre para abrirse paso en ella, esta vez tanteando desde su rodilla y pasando por sus muslos para hacerle a un lado las bragas y extender sus caricias hasta los adentros de Elizabeth.

Ella gimió, incluso el aire se sentía caliente, tanto que le había derretido los pulmones y le imposibilitaba la respiración.

Con palabras entrecortadas gimió el nombre de su amante y el timbre de aquella dulce voz hizo que el corazón de Mitzuru enloqueciera.

Lo sentía inmenso, como si le llegase a la garganta.

Cuando el segundo dedo de entró en ella, Elizabeth se supo tan sucia que se vendría ahí mismo si continuaba, pero él no se lo iba a permitir.

Mientras la derretía desde adentro para morderla a su capricho, Mitzuru puso una terrible sonrisa victoriosa en su rostro y le sacó los dedos.

Después le beso justo en medio del pecho, acto seguido, entre besos y lamidas la fue recorriendo hasta llegarle al vientre y en cada beso la consumió. Desde ahí tomó sus bragas con ambas manos y sin vacilación alguna, la despojó de ellas.

Cuando le metió la cara entre sus piernas, Elizabeth sabía lo que iba a hacerle y cuando con la lengua le dibujo los límites de su sexo, ella supo que había firmado su sentencia de muerte. Porque ese hombre, a ese hombre ya no iba a renunciar.

Su boca la devoró con la misma pasión que ella ansiaba que lo hiciera y de sus labios conoció una nueva forma de besar. Que, si la primera era el mismo cielo, aquella fue un renacer completo.

Él succionaba sus adentros y en ellos se llevaba su alma.

Ella gimió su nombre una vez más y hasta le sostuvo el cabello para tratar de advertirle, pero antes de que pudiese hacerlo, explotó ahí mismo dentro de su boca, rozando los límites del paraíso con las yemas de sus dedos.

Él se tomó su néctar como si el regalo de una diosa fuera.

Después se levantó apoyando sus brazos alrededor de ella mientras Eli trataba de tranquilizar los fieros golpes de su pecho.

-Qué egoísta eres, Elizabeth-se quejó él sacándose los pantalones y los boxers-, tenías que esperar un poco más.

No la dejo articular respuesta alguna cuando le tomó las piernas.

Entonces se introdujo en ella causando que esta se retorciera.

Le costaba trabajo entrar por completo, así que soltó un pesado suspiro, después se inclinó a ella para susurrarle:

-Ey, ¿Qué más te calienta?

Tan directo como una flecha. Como siempre, sabía lo que quería y no dudaba en tomarlo.

-Yo también... -respondió Elizabeth a través de sus jadeos -también quiero verte.

Señaló la camisa que Mitzuru aún portaba.

Él solo le acarició la mejilla en respuesta.

-No creo que eso funcione, bonita.

Elizabeth no se lo tomó bien. Le infló las mejillas para mostrarle su molestia. Se levantó como pudo y lo empujó contra el colchón, sacándolo de ella. Mitzuru se arrastró de espaldas hasta quedar sentado en la cama.

Ella se le montó en las caderas con las piernas abiertas, le tomó la cara entre sus manos y le devoró la boca, pese a que su propio sabor se mezclaba con el de los labios de Mitzuru.

Contraria a las negativas recibidas, ella le fue besando el cuello y abriéndole la camisa mientras él le acariciaba la espalda. Elizabeth quería verlo todo, probarlo todo y sentirlo todo.

Quería tomar de Mitzuru cada fibra que completara su ser y quedárselo para sí misma. Dejar marcas en cada rincón de su cuerpo para que quien lo viera, quien se atreviera a verlo supiera que era de ella.

Quería volverse su obsesión y que cuando él se viera, la recordara así, justo así, montada en él, lista para que se fueran juntos hasta los límites del placer que les diera el cuerpo.

Estaba lista para ser suya y le había dejado contemplar todo lo que tenía para ofrecerle. No le parecía para nada justo que él no estuviese de acuerdo en hacer lo mismo.

Pero cuando los botones se acabaron, descubriendo los pectorales del hombre frente a ella, Mitzuru la sostuvo del trasero y la levantó un poco, solo lo suficiente para volver a intentarlo.

Entró en ella por completo y con la velocidad de un rayo la hizo sentir como si una bala le recorriera todo su ser hasta explotarle en la cabeza, Elizabeth podía escuchar el anhelo de su cuerpo por hacer que se moviera.

Sus caderas se tomaron control de sí mismas mientras los gemidos que se le escapaban hacían un eco y volvían a ella entre las paredes de aquella habitación donde el oxígeno no parecía bastar para los dos, Mitzuru le apretaba de los glúteos e intensificaba los movimientos de Eli con la fuerza de sus brazos.

-Dirige tú-le susurro al oído -, déjame ver cómo te gusta.

Ella se perdía a sí misma entre su propio placer y la gallardía de Mitzuru no hacía más que aumentar el insoportable calor que luchaba por apagar.

Tenía que ser un príncipe, aun haciendo cosas pervertidas como esa.

Pero ella estaba lejos de ser una dama, en aquellos momentos, más se parecía una bestia cediendo a sus más oscuros y bajos instintos mientras aquel hombre le seguía el ritmo que le dictaba la lujuria.

Ella se elevó en orgullo cuando comenzó a arrancar también jadeos de él.

Desde entonces se volvió codiciosa. No existía un punto medio en el que se conformara solo con su dinero.

Quería sus labios, su sexo, su pasión, su mente, su cuerpo. Quería esa mirada asesina que llevaba tatuada en el rostro. Quería que sus ojos fueran solo para ella, que nunca viesen a otra mujer, no pensara o anhelara nunca jamás otro cuerpo ni otra voz gimiendo su nombre.

Quería ser la única en el mundo con derecho de tenerlo.

Cuando el líquido caliente de Mitzuru la llenó por dentro, arrastrándola hacia su propio núcleo en un estallido de placer, no pudo contener sus gritos.

Mientras él trataba de regular su respiración, tiro sus brazos al respaldo de la cama, ella aprovechó su distracción para bajarle de una vez por todas la camisa.

Pero cuando al fin lo logró, se encontró con la fatídica imagen de tantas y tan pequeñas cicatrices que, de alguna manera, llegaban a entrelazarse formando una misma que contaba una extensa y turbulenta historia de agonía a lo largo de sus brazos.

La cara de Elizabeth al contemplar la masacre a la que la piel de Mitzuru había sido sometida fue de horror absoluto. Tan absurdamente obvia que él solo pudo sonreír ante ello.

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