Primera lluvia
¿Qué nos trae, a los abandonados,
este tajo del cielo
sobre el cuello indefenso del verano?
Un decaimiento en sombras del estío,
los espejismos traspasando el horizonte hasta diluirse,
la cerviz de las cosas antiguas, inclinada,
retornando a la tierra,
el atardecer como un penoso olvido,
la emergida llanura en fade out,
telón de niebla también cubriendo el corazón.
¿Sobre qué se sostenía el decorado,
la mañana, la luz estival,
los cuerpos inundados,
los océanos hijos de la luna?
No podemos saber si hay unas alas blancas infinitas
o si el lejano fondo pertenece
a la gran bestia negra que nos huye su rostro.
¿Quizá nos dice algo el dulce efluvio del petricor?
Reconocemos el sabor de las mareas,
de la primera madre,
el canto del estiércol en el surco,
extraña podredumbre que transmuta
en la tibieza carnosa de las hojas.
¿Somos eso también en los pulmones?
Esa ascensión inmensa de los suelos
sepultando los bosques y ciudades,
ese humo que desprende la piel, todavía ardiente,
de todos los espíritus del mundo,
se hará, después, parte de nuestra sangre.
Respiramos la tierra.
Como viene del barro de los tiempos
trae un aroma de arcilla,
toda la magia de las metamorfosis
y el espesor del aire que enloquece el olfato
remitiéndonos al sexo y a la muerte.
También aquí hay un triste guión que se repite
por debajo de las voluptuosas sensaciones:
el dueño de los ciclos puede que sea un farsante
o un niño gigantesco que juega con las nubes.
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