•Temporada fría•
Disclaimer: Saint Seiya pertenece a Masami Kurumada. Yo sólo estoy jugando con los personajes.
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Oro.
El cabello del forastero es un vívido corte de color, casi demasiado brillante para mirarlo después de medio mes de nieve y rostros sin sangre. Los semblantes de los aldeanos ya no están pálidos, sino teñidos de ira.
Un anciano se para derecho y mira ferozmente a Shaka.
—¿No puedes salvar a un niño? ¿O no te importa?
—No lo haremos —responde Philips en su lugar. La hija del mecánico se aparta de él, horrorizada.
Shaka lo ve buscar en su bolsillo un cigarro, y de repente desea los lugares verdes y tranquilos en el camino lejos del sonido de los pasos humanos.
—¿Por qué? —la voz de un hombre llama amargamente desde la multitud—. ¿Por qué no ir? Ustedes son extraños aquí. La criatura no tendría ningún problema con dos desconocidos. Podrían traer de vuelta a nuestro bebé...
—No tendría sentido —lo interrumpe Shaka—. Si recupero al niño, entonces el Polvo Hambriento reclamaría otro. Y si recupero a ese, otro más ocuparía su lugar en el Valle. ¿Por qué debería salvar un pueblo que está destinado a morir?
Las palabras del rubio son afiladas, pero Philips ve la intención detrás de ellas. La bondad no librará a estas personas del olvido.
Shaka da un paso adelante.
—Su pueblo está acosado por dos peligros —continúa—. Un espíritu encolerizado y un enjambre de criaturas carnívoras. Todavía no he determinado cómo destruir el Polvo y, si bien es mi principal prioridad, sé la forma en que se podría vencer al monstruo de huesos. Para que sea exorcizado —informa—, ciertos secretos deben salir a la luz. Si guardan silencio, sólo se condenan a sí mismos. Entonces, a ustedes se los digo: si desean salvar a su pueblo, trágense su orgullo, descubran sus pecados y díganme qué fue del vendedor de peines enterrado entre los huesos. No hagan que pierda el tiempo. Cada segundo es de vida o muerte.
—Sí —asiente Philips—, hablen de su verdad.
La multitud murmura ansiosamente, pero el más anciano del pueblo inclina la cabeza.
—Muy bien —dice—. Es como fue en la historia del detective. Hace veinte años, un vendedor de peines vino a esta montaña. No sobrevivió a la gran hambruna y le dimos sus huesos al demonio del Valle.
—¿Como murió? —pregunta Shaka.
El mayor hace una mueca.
—Lo matamos.
—Si cada asesinato generara un fantasma resentido, entonces el mundo estaría acabado —dice Shaka, sus labios curvándose. Con desdén, tal vez. O diversión—. Sigue hablando.
—¡Tuvimos que matarlo! ¡No nos dejó otra opción! —gime de repente—. ¡Tú no entiendes! ¡¿Cómo podrías entenderlo?!
—¡Es cierto! —apoya el segundo hijo del carpintero.
—¡Nos moríamos de hambre! ¡No teníamos otra opción! —llora la viuda del viejo granjero.
—Él era una boca más que alimentar —dice el zapatero del pueblo—, cuando ni siquiera podíamos mantener a los nuestros.
—Ninguno de nosotros. Nunca uno de nosotros —asiente la costurera más allá.
—Qué comportamiento tan humano el suyo —observa secamente Shaka—. Enfrentarse a un forastero en tiempos de crisis.
—En aquel entonces no teníamos otra opción —dice una de las mujeres—. Pero eso no significa que no nos arrepintamos de nuestras acciones..
—Muy bien. Ya he oído suficiente —interrumpe.
El hombre de cabellos rubios se pone delante de la multitud como una protección contra el mal, pero de sí mismos.
—El vendedor de peines vino a ustedes como invitado. Lo protegieron durante la larga oscuridad del invierno, pero luego lo cortaron para salvar sus propios estómagos —declara—. Y ahora, veinte años después, recurren a más extraños para protegerse de un monstruo creado a partir de sus acciones.
Los observa con ojos fríos, implacables, carentes de simpatía. Ni siquiera parece humano ahora.
—Éste es su secreto —dice Shaka—. Ésta es su verdad.
Sonríe torvamente en dirección a los habitantes.
—Y sin embargo, tampoco es su culpa. Es la del Polvo. Resultaron presas fáciles para él —luego se da la vuelta, su largo cabello rubio ondeando al viento.
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—Voy contigo —dice Philips—. Voy contigo al Valle.
—Yo también —corrobora Nicole.
—¿Están seguros? —pregunta Shaka, sin menguar el paso—. Saben lo que hace el Polvo. Podría devorarlos vivos. Tampoco puedo prometerles que saldrán ilesos, o que los protegeré. Y en cuanto a la otra criatura, es impredecible. Hasta ahora no ha hecho daño a los forasteros ni a los jóvenes, pero sus reglas son propias para romper.
Nicole pone cara de amargura.
—Alguien tiene que recuperar al bebé cuando se reforme, ¿no? Y los demás son cobardes.
Cada vez que ha tomado un prisionero, el Polvo Hambriento había reconstruido a su cautivo durante la noche posterior a su robo. Una vez restaurado, el diminuto infante estará sin cobijo, sin protección, sin el calor de otro ser humano.
Si no lo alcanzan a tiempo, el niño, llorando solo en la oscuridad, seguramente morirá congelado.
Además, Nicole se había tomado mal la revelación de los secretos de su aldea. Pasará mucho tiempo, piensa Shaka, hasta que pueda mirar a cualquiera de los adultos a los ojos.
—Entonces —dice—, dense prisa.
Por el sendero estrecho y helado, a través de los acantilados de nubes de tormenta, avanzan.
Hay prisa en su andar mientras descienden.
Los árboles deformados por el viento a su alrededor ya han comenzado a desvanecerse en el gris del crepúsculo nublado.
La noche caerá pronto.
Llegan al Valle.
Todavía no hay señales del Polvo, por lo que el detective y la niña se acomodan para esperar su aparición.
Shaka recorre los bordes del lugar, inspeccionando los árboles y las grietas. Se siente un poco mejor, no tan débil después del encuentro con la criatura.
Esta nueva fuerza está inscrita con sangre donada gratuitamente y la promesa de oscuridad abyecta. La forma y la verdad lo han motivado. A fin de cuentas, está hecho de polvo estelar, como todos los seres en este mundo.
...
—Hay algo que me ha estado molestando —comenta Philips al extraño—. ¿Por qué el Polvo de esta montaña ha comenzado a alimentarse de los durmientes en lugar de sólo los muertos? Ninguna de mis investigaciones ha demostrado que uno se haya comportado así antes. Has viajado por los caminos y visto muchas cosas extrañas, estoy seguro. ¿Cuáles son tus pensamientos?
—La explicación es simple —responde él—. Es de vida. No vivo. Pero de la vida.
—Sí. Esa fue una de las primeras cosas que aprendí hace mucho tiempo.
—¿Y qué es la vida —continúa, con voz suave—, sino la misma capacidad de cambiar?
—La habilidad de adaptarse, de sobrevivir —Phillips parece preocupado—. ¿Así que estás diciendo que el Polvo, en lugar de enfrentar el hambre o la extinción, eligió convertirse en algo nuevo?
—En efecto. Tales dificultades fueron las que dividieron a los seres vivos, hace mucho tiempo; todos fuimos de una misma raíz, una vez.
—¿Y hace cuánto tiempo fue eso?
—Contra las edades de la tierra, un mero momento. En la cuenta de los hombres, tal vez más.
Philips levanta una ceja.
—Sabes muchas cosas. Es impresionante.
Shaka gesticula con inocencia fingida y Philips se aleja.
Se le ha dado mucho que reflexionar.
...
El Polvo está bailando. Es hermoso.
Las motas habían salido de debajo de los huesos a la luz de la luna, y ahora se arremolinan, brillando suavemente, como humo y flamas azules.
Nicole no puede soportar mirar, pero aún así hace un esfuerzo. Desde ese ángulo, divisa el trabajo cartilaginoso del Polvo-
-venas y arterias girando hacia afuera como telas de araña. Huesos frágiles que se cristalizan de la nada entre vísceras púrpuras temblorosas, pronto envueltas rápidamente en estandartes destrozados de músculo. Un hongo de piel fría que brota mientras el Polvo lo regurgita, bocado a bocado-
Así va el segundo nacimiento del niño.
...
—Creo que estará bien —dice Philips, colocando otra manta sobre el bebé dormido.
—Gracias a Dios —susurra la niña.
—La respiración y los latidos del corazón son normales. Las extremidades parecen intactas. Más tarde, puedo-
—¿Lo encontraron? ¿Encontraron a mi bebé? —Llama una voz ansiosa. Hay una mujer parada al borde del Valle. Es la hija del mecánico. Tiene barro en el dobladillo de sus pantalones y una peineta de marfil en su cabello.
Los ojos del bebé se abren, y entonces grita de terror.
El extraño mira fijamente a la mujer, torciendo el gesto, su cabello balanceándose suavemente al ritmo de la brisa invernal.
—No podía mantenerme alejada —dice ella—. Tenía que asegurarme de que todavía estuviera vivo...
Alcanza al bebé que llora en brazos de Philips, pero Shaka la toma bruscamente de la muñeca, apartándola de él.
—Vuelve al pueblo —ordena—. El espíritu ha ignorado nuestra presencia, pero eres lo suficientemente mayor como para atraerlo de nuevo.
—Pero yo-
Suena un crujido de huesos. El hombre de cabellos rubios dirige la vista hacia el borde del Valle.
—Por favor, vete —interrumpe Philips, conciliador—. Es por tu propio bien. Prometo que tu hijo estará a salvo.
—Demasiado tarde para eso —dice Shaka de repente—. La criatura ha llegado.
Por un breve y brillante momento, entre un latido y el siguiente, él no entiende.
Hay una sensación en el aire, un leve cosquilleo que puede sentir en cada parte del lugar. Es como una capa de escarcha que cubre su piel
El latido del corazón pasa. Él entiende.
¡Abajo!
Esparciendo fragmentos de huesos aplastados, la criatura brota del suelo cubierta de nieve del Valle como una pesadilla surgiendo de un mar helado. Se estira hacia arriba, su esqueleto podrido exudando una malevolencia nacida de la venganza y el hambre dolorosa.
Philips agarra la muñeca de Nicole, coloca al niño contra su pecho y huyen juntos.
Mirando por encima del hombro, ve al monstruo mirándolo desde lo alto, con los ojos llameantes, juzgando. Entonces dirige la vista hacia el bebé, luego a Nicole y, finalmente, a Shaka.
Sin embargo, no se detiene en él, porque sus ojos se posan en la hija del mecánico, en la peineta de marfil en su cabeza.
La criatura alcanza-
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Las noches se alargan cuando el vendedor de peines llega a la montaña.
Vaga por el pueblo, sin previo aviso, tal como lo ha hecho al final de cada otoño desde que cualquiera puede recordar. Es un anciano, ahora, encorvado y medio sordo.
Los habitantes lo saludan con entusiasmo.
—¿Cuanto tiempo te quedarás? —preguntan mientras lo ayudan a llegar a su alojamiento—. Al menos pasa el invierno con nosotros esta vez. Eres siempre bienvenido aquí.
—No podría imponerme. Me iré de nuevo tan pronto como descanse mis viejos huesos —dice el vendedor de peines, como siempre lo hace.
Para el ojo ignorante, el hombre es de poca importancia.
No es más que una figura marchita con ropa andrajosa, un sombrero de paja y zapatillas viejas, y un abrigo impermeable para protegerse de la lluvia. Lleva un solo paquete cuadrado, repleto de las cosas que cualquier pobre comerciante podría llevar: agujas, herramientas de piedra y metal, hilo, tela, hierbas.
No concuerda con la modernidad del mundo. Sólo un alma estancada.
Su apariencia es tan clara que solo los ladrones más desesperados probablemente lo abordarían en las tierras salvajes sin ley. Ésta, sin embargo, es la intención del vendedor ambulante, porque ha viajado por muchos países y aprendió durante varios años a mantener ocultos sus secretos.
Adornos de piedra tallada, cintas de seda, especias raras, incienso y, por supuesto, peines...
Éstas son las cosas que lleva el vendedor ambulante, también, cosidas en el forro de su abrigo ingeniosamente hecho jirones (pero bien hecho). Vende uno en una ciudad y puede comprar otro y comer durante una semana. Vende dos y podrá comer durante un mes. El vendedor ambulante tiene una lengua tan plateada como una moneda y la astucia para persuadir a otros comerciantes de que compren sus mercancías. Fácilmente podría haber abierto una tienda en la gran ciudad, pero prefiere la tranquila soledad de los bosques.
Y así, en cambio, deambula.
En su segunda noche en el pueblo, el vendedor de peines extiende sus riquezas secretas sobre una manta en la casa del mecánico. Los habitantes exclaman ante el brillo del esmalte, la laca y el nácar, pero son gente pobre y no les gustan las chucherías bonitas que no pueden comer. Las noticias que lleva el vendedor ambulante del mundo exterior (guerra, impuestos y grandes acontecimientos) son de mucho mayor valor, al igual que los suministros mundanos que ofrece el vendedor ambulante en agradecimiento por su estadía.
Aún así, los aldeanos entienden la confianza que tiene en ellos y la atesoran profundamente.
Los niños de la montaña adoran al buhonero y lo siguen de aquí para allá como una hilera de patitos ruidosos. Se deleita en su compañía y les cuenta historias de lobos y grandes espíritus y la gente sencilla del campo que burla a ambos. Cuando los niños juegan a ser los príncipes y las princesas de sus cuentos, deja que la hija del mecánico (porque ella es la hija del mecánico) elija una peineta de marfil y una cinta de seda roja para llevar en el pelo.
—Asegúrate de devolvérmelos antes de que me vaya, niña —dice el vendedor ambulante.
—Lo haré —promete ella.
...
—¿Por qué no te quedas un poco más?
—Aún me quedan muchos días de viaje antes de llegar al próximo pueblo. El invierno no espera a ningún hombre, ni siquiera a uno tan viejo como yo. Me temo que debo irme.
—Los caminos desde aquí hasta el paso están llenos de barro. Y es probable que llueva de nuevo mañana. Por favor, es sólo un rato más. Su salud también es importante para nosotros.
—Muy bien. Si insiste, aprovecharé aún más su hospitalidad.
—No es ninguna dificultad. Nos sentimos honrados de tenerlos bajo nuestro techo.
Durante dos días oscuros, el cielo hierve en la más negra furia. La lluvia cae en sábanas incesantes. El viento aúlla como mil bestias heridas. Los relámpagos surcan el aire, y los picos circundantes gritan los ecos del trueno en respuesta.
Cuando un lado de la montaña se desgarra y rueda por los acantilados, llevándose consigo algunas chozas y el camino del valle, el anciano del pueblo se postra ante la iglesia para rogar por la salvación.
Su pueblo no recibe ayuda divina a pesar de su incienso y oraciones. Durante otro largo día y otra larga noche, la tormenta continúa.
El vendedor de peines es viejo, pero sus hombros y su espalda aún son fuertes. Cuando un grupo de hombres desciende por los acantilados para buscar supervivientes entre los escombros del deslizamiento de tierra, el vendedor ambulante se une a ellos. Es él quien encuentra al hijo del carpintero aún respirando entre los escombros de su casa. Es él también quien lleva al niño de regreso al pueblo de arriba y lo entrega en los brazos de su abuelo.
La gente de la montaña también es fuerte. El vendedor ambulante ya puede verlos comenzando a excavar, a reconstruir.
Se necesitará más que una tormenta para romperlos.
Tras la lluvia, llega la nieve.
Es temprano este invierno, antes de lo que nadie puede recordar. Aún así, es una caída suave al principio que no preocupa a los habitantes. Hay casas para reparar y, como el deslizamiento de tierra destruyó uno de sus almacenes comunales, la situación no pinta demasiado bien.
Después de tres días, la carretera del norte está bloqueada por profundos ventisqueros.
Después de cuatro, el camino hacia el sur también es intransitable.
Cuando finalmente el sol se pone, la nieve no se derrite.
Pasa una semana.
Luego un mes.
Y así los, pueblerinos se dan cuenta de que están atrapados en su montaña.
Una locura sobrenatural se apodera de ellos. Es una trampa, una maldición.
Es el Polvo Hambriento.
Con los dedos entumecidos, el vendedor ambulante de peines picotea minuciosamente su exiguo montón de arroz. A ambos lados, otros hombres y mujeres están haciendo lo mismo. Cada pequeño grano debe ser inspeccionado. Los negros y podridos van a un tazón, los blancos y aún comestibles a otro.
La gente aquí está acostumbrada al aislamiento de un invierno duro y normalmente se mantiene bien preparada. La tormenta, sin embargo, ha arruinado gran parte de sus suministros de agua y tierra.
Mientras toma otro lastimoso puñado de arroz para clasificarlo bajo la luz gris de la tarde, el vendedor de peines no puede evitar pensar:
No habrá suficiente.
El solsticio de invierno va y viene, y los aldeanos comienzan a morir de hambre.
Los ancianos y los enfermos son los primeros en morir; sus cuerpos están enterrados en una tumba poco profunda cerca de la carretera del este.
La gente restante de la montaña ahora se mueve poco y habla menos. Los niños son lo peor. Con los ojos hundidos, se acurrucan en los rincones y lloran y lloran.
Los aldeanos vuelven a suplicar ayuda a su Dios. Cuando no los ayuda, destruyen su iglesia y ofrecen sacrificios al demonio del Valle.
Tampoco responde.
...
Paja y corteza de árbol y trozos de cuerda hervida—
Los aldeanos tragan todo lo que pueden para evitar masticar y matar el hambre.
Comen las especias del vendedor ambulante de peines, pero eso solo los enferma. Algunas almas desesperadas intentan comer el arroz negro, pero pronto mueren, con la boca enconada.
El padre de Thatcher respira por última vez en un día sin nubes. Esa noche, el olor de la carne cocinada atrae a decenas de personas a la casa de su hijo. A los que piden se les dan tazones de caldo y trozos de carne asada.
Los aldeanos no pronuncian palabras de condena. Sólo hay supervivencia, ahora.
Todo lo que pueden hacer es orar y esperar.
no mi hijo
Muere una anciana. El pueblo come.
no mi hermano
Dividida entre tantas bocas, vale poco sustento.
Por favor, no mi hija. Ella es muy jóven
El pueblo espera. El pueblo se muere de hambre.
no mi padre
Otro muere. El pueblo vuelve a comer.
no mi madre
Intentan exhumar las tumbas en el camino del este. La tierra es como un ataúd de hielo y no les dará su banquete de cadáveres.
Por favor
El pueblo espera.
perdónenla
El pueblo se muere de hambre.
¡No hay opción!
El pueblo come.
...
El vendedor de peines encuentra nueve granos de arroz atrapados en las costuras de su mochila. Nueve y sólo nueve.
Los cocina en secreto en una choza abandonada. Antes de que termine, es descubierto por la hija del mecánico.
La chica es delgada como un hueso, su piel es tan pálida como la peineta de marfil en su cabello. El vendedor de peines la mira y se le rompe el corazón.
Él le da cada grano.
La hija del mecánico es sólo una niña y no le agradece. Sin embargo, en lugar de comerse su regalo, se escapa a casa y se lo da de comer a su hermano enfermo.
Y así, el destino del vendedor de peines está sellado.
—¿Dónde lo guardas? ¡Cuéntanos ahora!
—¡Vimos el arroz! ¡Estás acaparando comida!
El vendedor de peines se retuerce en el barro helado. Tiene las costillas rotas, la mandíbula rota.
—¡Cómo te atreves! ¡Cada día mi familia muere un poco más, y sin embargo, tú... !
—¿Dónde está?
—Monstruo, ¿cómo pudiste-
—Por favor —hace gárgaras con la boca llena de dolor y sangre—. Yo nunca-
—¡Esto es tu culpa!
—¡Dánoslo!
—¡Trajiste esta maldición a nuestro pueblo!
—¡Tengan piedad! —suplica.
«Ninguno de nosotros. Nunca uno de nosotros».
—¡Demonio!
—¡Fenómeno!
—¡Monstruo!
Caen sobre él.
...
Los aldeanos se retiran a sus casas con la carne del vendedor de peines en sus estómagos. Por la mañana se despertarán hambrientos una vez más.
Una hora antes del atardecer, dos hombres extraños aparecen en el centro del pueblo. Han venido de la ciudad hacia el sur, dicen. Han cavado un camino a través del paso de la montaña.
En sus espaldas hay paquetes llenos de comida. Más de su gente viene detrás de ellos, dicen, todos trayendo comida. Tienen una deuda con este pueblo de los duros inviernos del pasado, y por fin han venido a pagarla.
La gran hambruna ha terminado, y si el pueblo fue salvado por el demonio del Valle de los Huesos, como dice el Anciano, entonces sería una locura negarle todos los restos humanos que reclama como sacrificio.
En consecuencia, cuando entierran los restos del buhonero en el Valle –un solo esqueleto escogido entre miles– entierran con él sus cintas, inciensos y peines. En el pozo, también, vierten su culpa, todas las historias del hombre que nunca les contarán a sus hijos, y las oraciones por su alma que nunca dirán.
Sólo sus recuerdos, para siempre sin voz, permanecerán sin sepultar.
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—Ya veo —dice el extraño—. Cada uno de tus huesos fue enterrado debajo de la tierra, pero tu cuerpo no son sólo tus huesos. La carne que la gente de la montaña te robó y se trajo a sí misma: sangre, piel y vísceras, tú buscas recuperarlas todas. No puedes dejar este valle hasta que hayas recuperado lo que una vez fue tuyo y estés completo. Es por eso que cazas a los aldeanos, pero perdonas a los que son demasiado jóvenes para haber participado en tu devoración.
La expresión del extraño se suaviza un poco.
—Tu arrepentimiento —le dice lentamente—, lo entiendo ahora. Pero, ¿te volverás uno con el Polvo? Fuiste su marioneta, como todos ellos. No puedo permitir que sigas así.
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