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82.

—82—



Por entre lo encrespado de sus pestañas cosméticas; el dolor hizo presencia y sin esperar cálidas bienvenidas, eufórico se ancló sobrado de experiencia: ellos eran historia añeja.

Tiempo atrás consiguió tocar su puerto y a ella; con dos de sus intentos le bastó para desear no volver a experimentarlo entre sus tierras. Desde entonces, en su vivir no permitía ni se permitiría daños, a la fecha se declaraba imperturbable; ajena a lo común de esos malestares.

Al desconsuelo le tenía prohibido el paso, a las angustias se las sacudía, a lo superfluo del temor lo espantaba a punta de palo. Así hizo con todo lo que alguna vez quiso amedrentarla, por años usó todo tipo de métodos sin pensar en lo que se hacía a diario. Ahora no lograba distinguir porqué, cuando corría a trancar la puerta, tropezaba con su manojo de llaves.

Estancada en el peso de su propia desgracia y sin poder hacer nada que no fuera el convivir y abrazarla, la fórmula perfecta de lo que fue su horizonte se desdibujaba. Desapareciéndole por el rabillo del ojo; lo poco que atesoraba en su corazón se contraía hasta quedar tan mísero que le rehuía de las manos. En lo que contemplaba pedacitos de sí pelear por querer escapar, se asomó la naturaleza cruda de los pesares y ante el más leve de sus roces, su esencia comenzó a disolverse y mientras pedernales y dinamita jugaban de amarse: «Ten, aquí está. Esto es lo que te mereces», sus vertebras cascabeleaban.

Intentando guardarse en las juntas de las grietas escasas partículas de su "érase una vez, Gail"; no quería olvidarse, desvanecer como si nada no le resultaba tarea fácil, pero el estar frente al espejo de las verdades viendo en lo que se convertía le provocaba espasmos y arcadas. En su cabeza, reclamos de «No, eso no soy yo. Esa no puedo ser yo» salían disparados en su contra. Quedando desperdigada como casquillos de balas asesinas y dejando trozos de su traje ensartados en la trinchera, bajo pleno bombardeo aceptó que le urgía dónde guarecer y en lo que buscaba con desespero, la asfixia le avisó que en su mal habido campo de batalla: no moraba ni una piedra que le sirviera de camuflaje.

Aquel llano continuaba límpido porque en su ayer, juraba que no prescindía adolecer. Pensaba que lo débil de sus abriles lo había dejado hace mucho atrás y con esa insignia grabada en la nomenclatura de sus ideas, nunca quiso cursar esa materia que a casi dieciocho, guardaba en su archivo de "pendientes".

—Sigue, no repares en sentimentalismos. Ocúpate en avanzar— solían decirle en esa casa en la que el pan de cada día era jalar del gatillo, el mismo lugar adonde por la volatilidad de su persona, segundos y terceros ganaron buen crédito.

Así creció, así se formó; con sangre fría e insípida circulándole en cada tendón, mas la culpa de su maduración precipitada no recaía solo en otros: ella también había molido trigo de su propia cosecha.

De los grandes tomó lo que pensaba bueno. A ellos les hacía ver y sonar fuertes y quería imitarles porque en su presente remoto: pretendía ser una de ellos. «Un poco de aquí, más de allá y una pizca de ese otro lugar» conjuraba en lo que la obligaban a ser mamá ficticia de finísimas muñecas coleccionables; tiempos de infancia metamórficos, preparación de mamilas endulzadas con hiel amarga, vacunas de sí para saber cómo ser un adulto sin rasparse las rodillas cuando le llegara la hora de intentarlo.

Autodidacta, más adelante se disciplinó en el intrincado arte de emprender vuelo. La anatomía estaba de su lado y contaba con la suficiente altura para ver desde arriba a todos sus contemporáneos; en la cima nunca negó que amaba esos aires y una vez probado lo apetecible de dichas venturas, se propuso mantenerse siempre en lo alto.

Obviando que tal vez debía de entrenar cómo aterrizar sobre sus pies al caer en picada, prefirió aprender a aguantar el hígado cuando el veneno de sus palabras destilaba. Anular aquella vocecita que, cada que hería, adentro suyo se activaba: si requería de importancia no el prepararse para uno de tantos susodichos "días de adolescente", esos que los demás padecían con horror de no saber ni qué hacer con las entrañas.

Contemplar la posibilidad de su fractura no merecía ser enumerado entre sus prioridades y ahora, cuando exactamente eso le sucedía, quería contenerse y también gritar por un poco de ayuda, pero de nuevo surgía otra materia saltada: no sabía cómo se solicitaba la misericordia porque de esa bondad, no era practicante.

Grata e inesperada fue su sorpresa cuando la inercia le dio un leve empujón a su ser subyugándola.

De rodillas y con la cabeza gacha a disposición voluntaria del caldazo, se vio siendo parte del público: esperando por un beso que le acortara lo esbelto de su cuello alargado «A tanto mal, la muerte le sienta bien» pensaba y los parajes de la cobardía y la autocompasión, se la tragaban «Siempre lo dije: esta tierra no es para los débiles y ahora que me toca a mí: sí, ¡que tonta fui!»

Humillándose, apretujando los párpados; ya presentía en los huesos ese golpe final con el que caducaría su maldito sufrimiento y sin embargo, únicamente llegó el tremor del llanto, pero llevaba tanto sin regalarse una lágrima que sus ojos ya desconocían aquel ardor de cuando las gotas se aúnan hasta volverse incontables para desbarrancarse.

Un suspiro seco escapó de su aliento al hacer memoria de que a su incapacidad para llorar, antes de ese día la creía ventajosa. Gozaba al decir que esa parte de su cuerpo poseía un defecto de fábrica y atribuyéndole la gracia a la mal llamada fortaleza que había heredado su madre, siempre pensó que su insensibilidad era el mejor talento que una mujer podría llegar desear: —Se llora cuando te tocan. Yo no lloro porque nada puede tocarme.

De tanto delineador es que se te han tapado los lagrimales— le contradijo esa vez la chica de la que tanto gustaba y ésta, sin querer hablar o saber sobre metáforas: había dado en el centro de la diana con ese único y certero flechazo.

Había demasiadas capas maquillándola, muchísimos disfraces ocultando todas y cada una de las facetas de su fragilidad; sus verdades y su yo real no los mostraba ni así misma y ahora sin saber quién era, desvalida de trucos para engañarse ya solo se tenía a ella y lo que resultaba no cumplía con lo elevado de las exigencias de su estándar.

Por eso, al resquebrajársele los pómulos con el surco salado que se abrió paso por su cutis de porcelana, su quijada se convirtió en un tenebroso e infinito acantilado. Desfigurada por completo, borrando de una vez y para siempre la neutralidad de sus emociones, éstas finalmente se apoderaron de su cuerpo y también de la formación de su persona.

«¿A qué le temes?, ¿por qué lloras?, ¿por qué te quiebras?, ¿por qué no te levantas?, ¿por qué no luchas?, ¿por qué no puedes?, ¿por qué te sometes?» se cuestionaba en su conciencia odiándose, arrancándose la dermis para desollarse y se suponía que aquella acción se limitaba a su imaginario, pero Gail ya no estaba al mando de sus cinco sentidos y en la vida real, sus uñas estaban clavadas buscando cortar su carne.

A punto de sangrar, le interrumpieron la mutilación macabra —¿Qué sucede, por qué lloras?— le preguntó una voz que no era la suya y así se extrajo de su tortura. Se enteró expuesta en un par de brazos que a la terquedad insana de su ego, le incomodaron demasiado.

Gail Hooper rechazó el refugio que él había hecho de su cuerpo para protegerla de ella y de otros. Tras empujarlo, le miró con desprecio y con un rezago de sus impulsos de autosuficiencia, su brazo se edificó y subió muy alto como espuma furiosa.

El silencio que llevaba minutos corriendo en el reloj se cortó cuando una bofetada se detuvo en la mejilla izquierda de Darío Elba.

El eco se propagó por todo el pasillo afuera del aula y a pesar de que el golpe fue extrañamente femenino, éste tuvo buena resonancia para retumbarle en la médula ósea a la agresora, quien diciendo —¡Yo no soy una debilucha como ella, yo no soy ella!— demostraba cuán derruida estaba porque ni de fuerza disponía en la arena de su voz.

Hablando entre dientes, mascullando arrebatos, maldiciones y venganzas, en el sube y sube del calor de su rabia cayó en cuenta de lo que acababa de hacer y de nuevo, como si fuera un obelisco de arena, volvió a disolverse hasta tocar las uniones del piso de cerámica con la espalda.

«Me he derrumbado» se decía enlagunada en un charquito de su mente. Estando en el suelo y siéndose parte de éste, recapacitaba «Ya no queda nada de mí», pues el credo base de los principios feministas de los que formaba parte: había sido deshonrado con sus infantilidades. «¿Quién soy?, ¿por qué lo maltraté?, Oneida no querrá volver a tomarse rato conmigo y las hermanas del movimiento me cerrarán al puerta en la cara. Perderé todo lo que he hecho en este Colegio» pensaba visualizando su carta de expulsión y también un veredicto a favor de su Profesor Tutor si él llegase a presentar la querella en los tribunales.

Y mientras tanto, Darío continuaba a su lado sin inmutarse.

A pesar de que esa era la primera vez que alguien conseguía lastimarle el rostro, ante la agresión física recibida no iba a presentar ningún tipo de demanda porque cuando aceptó ser Tutor de quince señoritas efervescentes: aceptó también cualquier cosa que viniera de ellas.

De antemano sabía que, por más apurado que estuviera el caldo del estrógeno en su madurez, más de alguna vez le gritarían, que cientos de veces pasarían de largo su autoridad, que en ocasiones quedaría atrapado entre mocos y llantos, que incluso sería objeto de bromas pesadas y en vez de echarse para atrás: así se recordaba día a día lo que es pasar por el camino retorcido de la adolescencia.

Solo viendo y sintiendo, podía ser digno de pararse frente a ellas para atreverse a ser una especie de guía consecuente pues, ser tan único y momentáneo para transformar lo primigenio del ser: a él le parecía fundamental y glorioso aunque fueran períodos inestables.

Por eso comprendía a Gail y a sus acciones. Ella carecía de maldad y su agresión se debía a lo burbujeante de sus años. Con esa razón como verdad, Darío se inclinó para estar a su nivel porque ni uno era más que el otro y él quería enseñárselo, pero Gail otra vez embruteció:

—¡No te necesito, déjame que estoy bien y mejor ve a ver cómo está Leandro. Para eso te busqué, ¿qué esperas? Que te vayas, te lo ordeno!

—Hasta donde recuerdo, ni legal ni amistosamente puedes darme órdenes— replicó Darío delimitando acciones —Y si estamos aquí afuera y no adentro donde ya se saborean tu carroña: es porque estás en fuego cruzado y yo no soy tu enemigo, nosotros somos...

—¡No somos nada. De esas estupideces que Lean te da: de mí jamás la tendrás. Yo por mi cuenta y vos por tu lado!

—Será como quieras— finalizó Darío y se levantó para retirarse.

—¿Y adonde mierda crees que vas?

—A hacer lo que me ordena mi manual de trabajo. Podrás decirme que estás de flores, pero todo tu ser dice lo contrario. Si no quieres que sea yo tu columna de apoyo, entonces debo buscar a tus encargados.

Gail rió con ironía y a duras penas consiguió unir sus manos para dar un aplauso. Ahí estaba de nuevo la semilla de su madre volviendo a echar raíces en el interior de su alma.

—¡Bravo, así que a mí sí me la aplicas correcta y a ella no! Dime, ¿eso le dijiste a la Nina cuando estaba atascada en la enfermería? Sé que te rogó para que no llamaras a su familia, con el cuento de que no quería preocuparlos: vos accediste— atacó Gail con gran ferocidad el yerro de Darío —¿Quieres que te ponga la cara más triste que tengo para comprar tu silencio o prefieres que se haga de noche y que deje evidencias de que me muero por todo el asiento de atrás de tu auto? —remató con saña para lastimarlo. Gail se hizo de los recursos que usaría su madre si se hallara en la posición en la que ella estaba y le dio vuelta de revés a una verdad para beneficiarse.

El Doctor Lyon Uberti, su tío, una noche sacó a colación que tenía una nueva paciente. En la plática abarrotada de humo de finas hojas de tabaco, él dijo que a pesar de que su objeto de estudio era una mocosa igual de sencilla que un helado para diabéticos, le parecía tolerable e interesante. Su expediente era tan grueso como el Corán, ahí estaba empapelado que ella sobrevivió a una balacera que la dejó sin sangre, que superó horas y horas en el quirófano mientras la sometían a una operación de alto riesgo, que su corazón se detuvo por unos instantes cuando le cerraron la herida y que si estaba viva: fue porque la reanimaron y para el Neumólogo, su renacer se asemejaba al de Frankenstein.

—Literalmente: la juntaron a pedazos. Está más remendada que saco roto, su cuerpo tiene suturas por dentro y fuera lo cual atrae mi atención porque cuando despertó, al verse no enloqueció— agregó sobre lo acontecido que dejaría sin cuerdas a cualquiera y su paciente, en vez de estar en el manicomio, poseía inteligencia no promedio e increíble amenidad —Será excelente sea cual sea la carrera profesional que escoja. Tiene mucho que dar y demasiado por delante. En estos días, no suele verse mujeres así y menos con la mala suerte que tiene —añadió refiriéndose a esa quien tenía por ojos dos esmeraldas gastadas y todo por haber sufrido una reciente mala praxis.

La pelirroja llevaba días enferma no solo de varicela sino de una crónica neumonía no tratada y de la cual, la enfermera del Colegio donde estudiaba su sobrina era responsable. Las pruebas de laboratorio indicaban que lo que esa mujer de blanco administró a la que ahora era su paciente, alteró su delicado aparato cardíaco y le tendió una trampa de falsa mejoría a su sistema inmunológico y ni siquiera el haberla llevado al hospital de inmediato hubiese resultado efectivo porque no se sabría qué buscar: casi nadie habría atinado al mal que estaba por matarla.

—El sistema respiratorio de la paciente Cassiani Almeida, tarde o temprano sucumbiría de gravedad— expuso a manera de certificar médicamente que del deterioro posterior de la salud de Nina, ese que hizo que acabara ahogándose en su sangre por desprendimiento pleural, no había forma de que hubiera más culpables que no fueran la enfermedad en sí combinada con los medicamentos erróneos y mal indicados —De una neumonía como esa no se sale sin tratarla cuando aparece el primer síntoma y siendo honestos: si yo no intervengo, ya estaría tiesa— finalizó el famoso Doctor en lo que exhalaba el contenido de su pipa cubana.

Pero de tales hechos médicos, el de tristes y apagados ojos grisáceos no tenía idea y sin necesitar de que Gail se lo recriminase, él ya lo hacía en su confesorio desde hace bastante.

—¿Crees que no sé que me equivoqué?— le contestó Darío con la voz imperturbable y ese autocontrol desmedido: a Gail le infundía pánico, sabía que a él le supuraba el espíritu y el alma porque ella había metido las dos manos en heridas abiertas y laceradas —Si, esa vez me preocupé por mantenerle la sonrisa momentánea y no una que le durara por años. Fue por mi mala decisión que se quebró su salud— reconoció Darío sin que le correspondiera —De haber informado a los Cassiani de la precariedad de su estado como debía: ella no habría terminado encerrada en ese hospital. Presa de tubos y cables; no me regocijé nunca de verla y de saber lo que vivió estando así: ¿crees que no cargo con mi cruz a cuestas? ¡Hasta en mis sueños me duele lo que sufrió por mi culpa y te juro que no imaginas cómo me va cuando la veo a diario! Gail, yo soy humano y siento las repercusiones de mis errores, ya me equivoqué una vez y no me gusta ni me sustenta darme dos veces con la misma piedra. Tengo que llamar a tus padres y quieras o no, te guste o no: eso es lo que voy a hacer.

—¡Si es ella la que me tiene como estoy, eres un iluso si piensas que vendrá a juntarme!

—Resulta que a diferencia de muchos de tus compañeros, no sólo tienes mamá— dijo Darío y de uno de sus bolsillos sacó las llaves del salón de clases.

Puso su pañuelo en la mejilla izquierda a modo de no dejar que le vieran lo rojo de su piel por la bofetada y abrió la puerta de la 2-4. Asomando lo mínimo de su persona, llamó —Adler y Lindo, por favor vengan.

Los estudiantes citados acudieron con prontitud y los restantes cesaron su cuchicheo y aunque muchos se agolparon curiosos para ver, Darío no se los permitió, luego de sacar a quienes buscaba volvió a cerrar la puerta.

—Debo ausentarme por unos minutos y el reglamento dice que no puedo hacer eso mientras tenga una sección masculina y otra femenina en un único salón de clases. Lo que estoy por hacer amerita que me despidan en cuestión de minutos y cualquier otro Tutor en mi posición los despacharía con Miss Aldana para no meterse en problemas. Yo, en cambio: les confío mi cabeza a ustedes dos. Adler, cuide la puerta desde afuera. Sea precavido, vigile. Lindo, le doy la llave y también potestad. Ponga orden y mantenga el control— agregó asignando tareas específicas — Y de lo que están viendo: solicito su reserva en honor al buen juicio que ostenta todo aquel que conoce el concepto de ser caballero —dijo cuando notó que ambos jóvenes tenían la cara llena de estupefacción de ver a Gail desparramada en el suelo.

—Si, Señor— contestaron aquellos dos quitando de inmediato la mirada de la que yacía en el piso. Darío había confiado a Marcelo Adler y a Jeremías Lindo un poco de la situación porque aun cuando se equivocaran cada que ponían el pie: ambos mantenían nobleza en sus obras.

—¡Estás a punto de perderlo todo por hacer lo correcto, es irrisorio que prefieras que te echen y no verla antes que hacerme el favor de dejarme donde estoy!— habló Gail entre asustada y llena de aflicción —Si lo que quieres es librarte de mí, mejor sería que llames a mis abogados. Ella no vendrá.

—No voy a meter a la burocracia y tampoco es a ella a quien voy a llamar.

Y Gail de repente se quedó en silencio porque recordó que tenía papá.

Curiosamente, del árbol genealógico incluso Leandro olvidaba a Leonel Hooper Fauré y tal anulación, no tenía causas precisas en las razones que creían correctas.

Gail y Leandro pensaban que su papá se la pasaba de fiesta en sus viajes de negocios. Eso de que trabajaba meses enteros por el bienestar de la familia comprando franquicias para fortalecer el negocio heredado por generaciones, era mentira: así enmascaraba el hecho de que iba de país en país disfrutando de manjares femeninos a su antojo y esa versión anterior que sonaba a telenovela de horario prime, venía de una misma fuente.

Lo anterior fue lo que Bianca les hizo creer a sus hijos con devoción.

Según los planes orquestados por la que nunca debió ser mamá, si demostraba a medias que el que le dio de su esperma no se preocupaba por sus vástagos: ¿por qué ellos se manifestarían a su favor? Por eso Leandro y Gail cruzaron su infancia con la idea de que la falta de aprecio de Leonel por ellos era recíproca. Papá nunca estaba, mamá sí y agria, venenosa o sin sabor, la leche con la que los consoló no falló en la cuna ni en la fina barra del desayuno: Bianca tenía astucia de sobra y lo que hacía era jugar un sucio mazo de cartas al desplazar a su marido de la ecuación familiar. Contando con que quizás podría enfrentar un divorcio: forzó una brecha en su destino, pero una de las vías se cortó cuando se le salió de curso emancipándose.

Sin contar con Leandro bajo su techo y sin tener el agrado de él ni para compartir un habano, Bianca ya había perdido miles de millones. Su contrato prenupcial rezaba que aquel que tuviera la custodia de los hijos es quien ganaría más a la hora de hacer los dividendos y sabedora de que había errado rotundamente con su primogénito, con Gail no dejaría que sucediera lo mismo: manejaría las riendas de su vida ya fuera que ésta portara credenciales de adulto y sus planes a futuro, uno que veía muy próximo, se fundamentaban en casarla con alguien de gran fortuna que fuera manejable para que ella pudiera seguir ejerciendo control en las tiendas Hoobert y de esta imposición, nadie sería obstáculo.

Ni Leandro y mucho menos Leonel le impedirían hacer de Gail lo que ella quisiera, porque la misma hija bebió gustosa de la copa envenenada que se le había servido en bandeja de plata por más de una década. Así lo demostraba expresando su apreciación sobre su padre.

—¡Buena suerte si logras dar con ese cerdo, a la de menos y está en Nassau restregándose con alguna puta en los muros de Fort Charlotte!— gruñó Gail frente a Lindo y Adler poco antes de que Darío la levantase del piso.


Los adolescentes optaron por mantener la mirada fija en la nada. La escena y el contexto de lo que presenciaban para ellos significaba una grave alteración en el carrete de la realidad porque Darío, para controlar semejante pataleta de niña caprichosa; tomó a Gail como si fuera un balón de futbol americano hasta enroscarla a sus costillares. Nunca imaginaron ver a su compañera comportándose como si fuera chiquita de preescolar ni al Profesor Elba lidiando con tal situación.

—Como que atravesamos un fallo en la Ubisoft, ¿si viste lo que yo vi?— preguntó con susurros Adler a Lindo.

—Si, hermano. Alguien nos quiere ver perder el juego, pero no te preocupes. Vos tranquilo y yo nervioso, todo se arregla con papel de aluminio. Te dejo, debo ir a controlar a la manada.

—Oye, allá adentro: no mates a nadie— pidió Adler con una preocupación que tenía su razón de ser.

Jeremías Lindo, solía ser lúgubre.

Gustaba de hablar sobre la muerte, teorizaba de lo que quizás había en el más allá y a veces daba tremendos sustos con pensamientos que le hacían parecer un trastornado. Por eso le tildaban de "Friki" y aunque casi nadie toleraba pasar en su compañía más de lo necesario; Lindo lejos estaba de ser loco. Atormentado desde que vio la luz del mundo, del significado detrás de cada palabra oscura que dejaba ir ese chico de singular melena larga, únicamente quien amaba, Melania Braun, sabía la verdad.

—Bah. Caerán quienes tengan que caer.

—Lindo, por favor— alcanzó a pedir Adler poco antes de que la puerta se le cerrara —Ni modo, que San Ignacio nos ampare. El Profe Darío sabrá lo que hace— dijo santiguándose y luego se apostó no en el umbral de la 2-4 sino en el de la 2-5, su salón de clases, porque su misión era vigilar cada movimiento de una dormida Miss Aldana.

En lo que Adler introducía un espejuelo por debajo de la puerta metálica, Darío continuaba cuesta abajo del Edificio Mayor con una carga de nitroglicerina queriendo estallarle en los flancos, en aquellas escaleras baldías que tenían forma de caracol; Gail seguía forcejeando para que no llamasen a ese "don nadie" que era su padre.

—Sabes que te estás comportando como esas chicas a las que tanto detestas, ¿verdad?

—¡Cállate y dame tu teléfono!

—Gail, piénsalo. De no estar o si no me contesta: la cadena de tus responsables dice explícitamente que debo acudir a quien sigue después de él. El tercero de la lista es Lyon y si tampoco tu tío puede venir; entonces no tengo excusas: debo llamar a tu querido servicio legal— explicó Darío para hacer que se calmara —Para vos, sería asunto arreglado, ¿no?

Al ritmo al que iba, a Darío tardaría una eternidad el conseguir que Gail reaccionara, por eso quiso distraerla haciéndole creer que al final obtendría lo que ansiaba y con lo ofrecido por él, su mecanismo de lógica comenzó a funcionar de nuevo.

Pensó en probabilidades y éstas le dieron un poco de tranquilidad pues que su papá estuviera en el país rallaba lo imposible y que su tío Lyon asomara las narices en el Colegio por ella no sumaba ni el diez por ciento. Todo indicaba que acabaría yéndose con su escolta de representantes como lo deseaba y como ese era su objetivo, no contempló que en esta ocasión las estadísticas no estarían de su parte.


Su Tutor no tuvo necesidad de llamar al Señor Hooper porque al pie de las escaleras y junto al Director Garita: apareció un hombre que asemejaba a un espectro y a Gail, el presenciar a ese ser al que ella consideraba tan nulo como para darlo por muerto; le hizo palidecer hasta caer rendida en los brazos de Darío Elba.


Ese al que ya no podía negar más: era su papá.


—Usted que la buscaba y ella que... Bueno, aquí está usando a su Tutor como ¿apoyo? Creo que esto es algo parecido al servicio exprés— dijo el Director asombrado de ver a Gail con la cara llena de lágrimas y con su uniforme completamente desgarbado. Así no recordaba que fuera la temible hija de Bianca Uberti —Señorita Hooper, ¿se encuentra bien o necesita asistencia médica?— preguntó porque a Gail parecía que los ojos se le iban de las cuencas.

—La Señorita ha tenido un problema, no precisamente de salud pero le ha afectado los nervios. Estaba por llamarlo, Señor Hooper. Me alegra mucho verle de nuevo.

—Hola, Darío. También me complace verte— saludó el padre a ese joven que era amigo de su hijo mayor —¿Me permites?— solicitó y pidiendo que le entregara a su hija, en el suelo puso un pequeño bolso de cuero que traía en el hombro.

—¡Puedo por mí misma!— se quejó Gail e intentó ponerse sobre sus pies sin éxito: el cuerpo le temblaba por entero y le faltaba equilibrio. Volvió a meterse entre las costillas de Darío y desde ahí, prensada de él como si fuera una lagartija, dijo —Señor Director: no me apetece ver a este hombre— y señaló a su padre —Le pido que llame a otros para que vengan por mí y me lleven a casa.

—Quisiera ayudarle, pero si tiene algún problema de índole familiar con él: yo no tengo jurisdicción, no soy más que el Director. Además, si mal no recuerdo, su padre también tiene potestad sobre su persona, ¿o gusta que llame a la Señora Uberti y haga una intervención?

—¡No!— dijeron padre e hija a una voz y los severos ojos de Gail se llenaron de desconcierto e incredulidad.

Había perdido la fecha de cuándo fue la última vez que su papá quiso acercársele pues ella siempre le cerraba la puerta que tuviera más cercana justo en la cara. Si lo veía por alguno de los pasillos de la casa, lo esquivaba y cada que él la saludaba: lo dejaba con las palabras en la boca y se iba sin rumbo con tal de ignorarle.

Que ahora se presentara en un momento crucial de su vida, jamás lo esperó y mucho menos el que coincidiera con algo tan intrincado como el no querer confrontarla con su madre.

—Me temo que es mi esposa la responsable de su estado. Me gustaría, si se me permite, hablar con mi hija. Puedo hacerlo frente a ustedes dos, pero preferiría estar a solas.

—Elba y yo salimos sobrando, Señor Hooper— confirmó el Director y Darío asintiendo, recostó a su alumna junto a la pared y luego de estrechar la mano del progenitor de Leandro, se retiró.

Gail Hooper al verse a solas con su padre, deseó con toda gana poder valerse de sus medios y marcharse. Darse a la fuga para extraviarse en algún recoveco del Colegio no estaba mal, salir de su cuerpo sería excelente, pero eso era fantasía y lo otro quedaba fuera de su alcance.

Su envase había colapsado y ya no le obedecía.

—¿Puedo sentarme?— preguntó Leonel sin mando y abarrotado de ansiedad pues no sabía como actuar ante sus hijos.

Había leído cualquier cantidad de libros sobre cómo tratar con adolescentes, pero nada de lo ahí escrito rindió frutos con Leandro y mucho menos con Gail. Consultó con varios terapeutas y consejeros familiares: pero a dichas reuniones solo él acudía. Su familia nunca quiso ser partícipe porque para Bianca, su esposa, el núcleo de su hogar estaba fenomenal.

—Que más da. De todos modos la mitad de este Edificio: te pertenece— dio como respuesta Gail porque los Hooper formaban parte de los más grandes benefactores de la institución.

Mesas, bancas, Erlenmeyers, sofisticado equipo de mecánica, cortinas y hasta paredes enteras tenían incrustadas placas de agradecimiento con el prestigioso apellido Hooper en letras doradas.

—Gracias, pero éstas gradas ya estaban mucho antes de que donáramos la primera bolsa de cemento para la remodelación y de lo que hay acá, a pesar de que salió de las arcas de nuestro patrimonio, nada me pertenece. Todo esto ni siquiera es del Colegio, es de los estudiantes.

Gail miró huraña a su padre. Esa no era la respuesta que anticipaba porque así no contestaría el hombre tosco y de mal corazón que le había pintado su madre. El beneficio de la duda despertó y con la mano llena de temblores, le indicó que podía sentarse.

—Confieso que me da nervios el estar a la par tuya, mas no deja de sentirse bien. Tu Abuela estaría feliz de vernos uno al lado del otro.

—No tienes permiso de nombrarla. Eso, no te lo permito. No te pareces a ella en nada— reclamó Gail. Que él fuera lo que restara de Aída, mas bien le restaba puntos.

—Lo sé— aceptó Leonel —Nunca supe entenderla ni comprenderla, tanto que me incomodaba abrazarla.

—Sus abrazos lo eran todo. Te perdiste de lo mejor del mundo, puedo jurarte que ningún dinero puede equiparar ese grado de afecto y cariño. Ni los mimos de "esas" con las que te confortas: le llegan a los talones al amor de mi Abuelita.

—Nada puede comprar el amor de una madre, Gail. Nada lo supera y nada lo asemeja y yo, lastimosamente, desconozco qué es vivir eso. Nací de Aída y de León, pero ellos no me criaron —contó en referencia a sus progenitores —Lo que soy: lo hicieron tus bisabuelos. Las veces que vi a mis padres se resume a mis graduaciones escolares y siendo transparente: cada que veía a mi mamá, sentía extraño. En aquel tiempo recuerdo bien que ella quería abrirse el pecho y meterme adentro de sí para poder estar conmigo y tales muestras de amor puro, yo no lograba asimilarlas. Mi Abuelo Lisandro, nunca me abrazó ni me arropó al ir a acostarme porque según él: así no se hacen los magnates, con cursilerías no se formaban hombres y con esa "filosofía" arcaica, crecí. Aída era irrepetible, amena e increíblemente amorosa y el estar cerca de ella: a mi me apabullaba. Ella, su ser, sus acciones, su todo: me asustaba.

Gail escuchó con ardor cada palabra que salía de la boca de su papá. Aquella historia se la sabía de memoria porque su abuela se la contó una tarde entre sollozos. Las intenciones de Aída de Hooper al narrarle lo que fue de su vida como mamá cuando entregó por la fuerza a su único hijo, eran que su nieta lograse darle una mínima oportunidad a Leonel en su rol como padre pues él, como hijo, nunca experimentó el calor de un hogar.

A recibir ni a dar amor, Lisandro Hooper no enseñaba, enfrascado en hacer de su nieto Leonel un hombre de éxito: le dio hierro y suelo para corregirlo y cualquier cosa que no fueran valores de mercado y números, quedó vedado en su educación como persona humana.

Por eso Leonel no entendía el amor angustiado de Aída, ese sentimiento no le resultaba familiar a su metódica razón porque él se preocupaba en pensar para sentir en vez de sentir para vivir.

—Le temí a mi mamá por temor al amor verdadero e intentando protegerme: me perdí. Llegué a viejo y creo que aún no sé con exactitud qué es amar, pero no estoy aquí para hablarte de mi pasado. Intentar ablandar tu carácter no me resultará, además que sería bajo de mi parte el aprovecharme de tu estado. No tengo idea de lo que ha sucedido, pero Bianca está muy enojada. Escuché cómo te trató por teléfono y por su mal proceder le he pedido explicaciones y lo único hizo fue decirme que mis dos hijos no sirven para nada. Normalmente es de Leandro de quien se queja, él es la piedra en sus zapatos, vos: el diamante rosa de su caja de joyas. Que se comporte así con tu persona es incongruente, por eso vine y mi única intención es ayudarte de la manera que quieras. Puedo sacarte del Colegio, darte permiso de que vayas a donde te plazca, pero antes: déjame darte esto.

Y del pequeño bolso de cuero, Leonel Hooper sacó algo que sabía que sus dos hijos amaban.

—Puedes acusarme de cometer "burrocuestro" y también de invasión a la propiedad privada porque irrumpí y le di vuelta a toda tu habitación hasta encontrarlo. Perdóname porque te dejé un desorden pero sólo quería servirte de algo y estoy seguro de que este objeto inanimado te hace bien: una vez te vi de lejos y usaste su patita derecha como chupeta y Leandro hace lo mismo con la izquierda y así, con esa acción, de sus ojos he visto desaparecer el miedo y aunque no me lo digas, sé que esa es una de las emociones que ahora te invade y tener miedo no es malo, Gail. El miedo nos recuerda lo pequeños que somos y cuando lo superamos, no es porque el miedo se esfumó: es porque aprendimos a vivir con amenazas y tormentos a nuestro lado y...

El Señor Hooper Fauré pretendía decir más, pero su hija no lo dejó.

Tomando al burrito de tela que Aída había cosido a mano hace veintiún años, Sabanero, Gail abrazó también a su papá en carne y hueso; asido a él lo que retuvo por tanto tiempo se le salió del todo.

Lloró como debía: a pulmón abierto no de esa manera en que Bianca le adiestró en lo que fue su infancia; reprimiéndose hasta que llegara el silencio.

Fue el silencio la mejor arma que Gail usó para apagar todo. Con insensibilidad, ella tapó sus miedos e igual hizo Leonel cuando Aída aún vivía.

Al final padre e hija, sin afán de imitarse, se parecían demasiado «Sin amor, no hay dolor y sin dolor: a nada temo» era lo que ambos rezaban en la soledad de sus cama-cunas cuando a oscuras y sin ropas ornamentadas; no tenían más que piel herida cobijándoles llagas.

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