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—81—
«¿Para qué la habrá llamado?» se cuestionó y sin tener desarrollado el gusto por el dolor, adobó de conjeturas su saliva para bajar el mal trago que tenía atascado en el paladar. La osadía de su imaginario buscaba alejarla de la realidad no viendo, no sintiendo, poniéndole llave a su cabeza para no dejar ni una rendija abierta a la comprensión dando una y otra vez en el mismo clavo oxidado «No, eso no» se sacudía como queriendo sacarse el agua estando en lo más profundo de los hadales.
Inmersa y ahogada, de un momento a otro la negación le causo más estragos que la mera inquietud y apareció la molestia que junto a la necesidad de tener la respuesta exacta; hizo que la duda hallara el camino a su boca para manifestarse. —¿Para qué la habrá llamado?— expresó con una agonía que, inaudible para los comunes, bien pudo perderse entre los truenos que fusilaban el cielo de la mañana.
Pero ni con los cañonazos de la naturaleza retumbando por doquier se extinguieron sus palabras porque frente a ella, desde hace tiempo se sucedían dos presentes a la vez.
Uno: en el que vivía enfrascada, ese donde a ruegos pedía que su anhelo se transformara en algo sublime que le perdurara de por vida y otro totalmente realista donde la frialdad de un par de ojos: se derretía en formas de amar que no tenían sutileza ni humildad para declarar su naufragio. Por tanto la dueña de dichos sentimientos seguía siendo ignorada en ese presente árido.
Ambas poseían mucho en común y sin embargo, cada una iba por su lado y con sus propios métodos derramaban neblina sobre la luz de su respectivo sol. Vestían pieles equivocadas y con solo diecisiete en sus haberes; hacían gala pública de cómo se protegían de los embates de la adolescencia.
Fue por eso que, sin considerar las posibilidades de lo que provocaría, le dijeron sin más —No te interesa, pero para que dejes de deshacerte los nervios, te contestaré con la obviedad: es porque trae la falda corta y aunque le sienta bien porque se ve fresca y muy guapa, andar así va en contra el reglamento. Cuidado y no lo sabes, si ese es el crimen que cometemos trece de quince en este salón de clases— y la voz arenosa que acompañaba a la despreocupación de ese inconfundible tono, desató en quien preguntó diversas reacciones y con ello, ésta descubrió lo peligroso de sus pensamientos.
Moira Proust supo que tenía que apagar el chispero porque la hoguera la estaba consumiendo y sin conseguirlo, limitándose a levantar el rostro: gesticuló algo parecido a una sonrisa extraña. Al encontrarse con la mirada impasible de Gail Hooper, recordó que ella le había dicho que por sentir de esa manera no tenía de que avergonzarse: entonces rió con libertad y dolor a la vez.
Gail pestañeó varias veces y casi ruborizó por estar confundida y halagada pues Moira no solía sonreírle de esa ni de ninguna otra manera. No sabiendo qué hacer, de repente su ingenuidad afectiva le dictó que debía, porque quería, devolver el gesto. La espontaneidad le significaba demasiado y aún así, sin desperdiciar lo que se le formaba en la comisura de los labios, Gail entregó su mueca a modo de obsequio y por esa única muestra de cariño: no obtendría compensatorio ni nada a cambio.
Moira, por su parte, acogió su regalo tratando de disimular el miedo que siempre le había causado la sonrisa de su compañera porque aun cuando la nómina estudiantil las hizo convivir desde el Jardín de Infantes, para ese octubre de su último año de Colegio: continuaba sin saber cual de todas las emociones que notaban alegría en esa chica, nacía en la sinceridad y Gail, que no podía pedirle mangos al anacardo, comprendía a la perfección que no estaba adentro de sus derechos el quejarse de la apreciación de terceros para con sus sentimientos.
El sarcasmo e ironía que traía en la constitución de su ADN más la forma en la que la crió su madre; cosechó un excelente trabajo sobre el yo real de la persona en ella y tanto había sido el daño que ni la inestabilidad de la adolescencia se asomaba por entre las gruesas capas de hierro con las que se protegía sin tacto. Hasta ahora.
Desconociendo que se convertía en una asesina de reputación al darle muerte a su mejor sonrisa fabricada hasta entonces, Gail volvió a tomar control del ser con el que se manejaba y endureció su rostro sin dejar de disfrutar en su interior como lo había hecho durante todo el trayecto que ya había recorrido de su vida. Tosca, prefirió restarle importancia a la totalidad de la pregunta de Moira y a la actitud en la cual estaba cimentada, previniendo abordar lo que había detrás de todo el asunto; aprovechó la ocasión para sí usando la daga que se había vuelto en su contra al marcarle estigmas visibles en el rumores de la carne: el filo de su lengua.
—Yo no tengo los ojos velados como vos. Ella no es como nosotras, métete eso de una buena vez adonde sea que te quepa. Tómalo como un consejo o si quieres: como advertencia—. Pero no era ni una cosa ni la otra, sino una muestra de empatía a la que no le permitió conocer la calidez humana porque con lo dicho, Gail no sólo levantó polvo hasta en el último rincón más íntimo de Moira; la hirió de gravedad y lo peor: en el acto ella misma resultó lastimada al luchar contra el vicio de la neutralidad y la razón de sus emociones. El hablarle de esa manera a Moira de un tiempo acá a Gail le escocía a diario.
Moira, sin apartar la vista del boceto con el que se entretenía, intentó no permitirse aceptar lo que oía y palpaba. Sí, el rubor en aquellas mejillas pecosas a ella le ardía hasta en la última hebra de los cabellos, lo reconocía pero no pensaba detenerse. Continuaría escarbando hasta derrumbar todas las dudas que quedaran en su camino al despeñadero.
—Preguntaba porque nunca la había visto feliz de que la reprendan y menos si eso implica que le manchen su virginal expediente académico con una boleta.
—Está cambiando— replicó Gail y con firmeza interpretó su rol. Presionó a Moira para que abandonara los sentires que la estaba destrozando. Con un lápiz negro se dispuso a remarcar sobre el papel en el área de las caderas de la silueta que suponía ser Nina y añadió:
—Así como le está cambiando el cuerpo, también le cambia lo que tiene adentro del cráneo y no de la forma en que esperas. Avanza, no te rezagues como lo haces con este sketch, y por cierto: ¿qué tanto pretendes? Tal y como está es más que suficiente.
—Suficiente no es perfecto ni demasiado, siempre pides más de lo que debes ¿O no, demoiselle?— arremetió Moira a modo de autodefensa y sin tener ni una pizca de arrepentimiento en ninguna consonante para con una desprevenida Gail la dejó varada porque ésta, con esa contestación vio a la moneda con la que hacía sus transacciones mostrar su otra cara: la cita que Moira acababa de utilizar era la misma que ella empleaba como respuesta cada vez que la obligaba a dar más de sí para todo lo que implicara tener vida y respirar.
Porque ese día de julio en que Gail sacó a Moira del salón de clases por la fuerza, no lo hizo sólo porque ya no soportaba verla sufrir por culpa de una Nina Cassiani ausente. Llevaba mucho queriendo desmembrarla, deseaba arrancarle esas estúpidas e infantiles partes débiles y mal formadas de su persona hasta volverlas cenizas y borrarlas para siempre de su femenino y cuando tuvo su oportunidad no dudó ir en busca de lo que pretendía.
Pero el hacer a Moira fuerte, no le fue fácil.
Tenía catorce cuando descubrió que su corazón junto a las arterias estaban inclinadas y demasiado comprometidas como para que sus propios intereses salieran a flote. Ella también era humana a fin de cuentas y reclamando un pago en especie para poder seguir adelante, una tarde terminó cobrando dicha remuneración y desde ese instante en que traspasó los límites: no sólo perdió de vista su enfoque, también a lo que Moira solía ser por completo.
Aquella chica que enceguecía a todos con sus ansias de cariño ya no estaba porque Gail, sin querer, la hizo desaparecer y lo en lo que se había convertido, ni su creadora lograba formularlo.
Las fronteras que Moira Proust había traspasado eran lejanas y monstruosas incluso para Gail Hooper.
—Aprendiste.
—El chocolate amargo con el que me consolaste ya me sabe bien. Gracias, Hooper.
En el silencio de sus miradas, Gail entendió que no podía bajar la guardia y se propuso retar a Moira sin lástima. Ya fuera que estuviera lista o no, contraatacaría hasta dejarla por debajo del suelo y no por arreglar la cuestión de quien de las dos estaba a la cabeza de la jerarquía; quería tratar de arrancarla de la órbita en la que se mantenía con terquedad. Esa que a ella le causaba mal.
—Hnm, vamos a ver si es cierto. El diseño me agrada. Está a la altura, mas no te daría ni un penny. Si ven esto como parte de la carta de presentación en cualquier academia de alta costura que se respete: no lo usarían ni como papel de relleno.
—Lo sé— y en lo que esas dos palabras salían de los labios de Moira, ésta colocó los codos sobre la mesa para sostener su cara entre sus manos sabiendo que "sus niñas", como llamaba a sus senos, sobresaldrían en esa posición por sobre su torso con todo su esplendor.
Moira acompañó su expresión corporal con una mirada fija a los ojos frívolos de Gail y en segundos consiguió que ésta temblara en sus adentros. Jamás creyó que Moira llegaría al extremo de usarse así para atacar en su contra, el estupor se le quedó corto por saborear placer y tortura a la vez . Tuvo que emplear toda su fuerza para agarrarse del hilo de seda con el que se retenía frente a todos porque ese juego que acababa de presentársele: era de a dos y ella lo había provocado con alevosía pensándolo sin daños colaterales, pero Gail estaba sumamente errada. Por eso no apartó la mirada ni cuando tomó a Moira por la corbata del uniforme para hacerle ver que había recibido el mensaje y que estaba anuente para participar hasta calcinarse.
—Y dime, ¿cómo vas a solucionarlo?—preguntó y la arena de su voz se volvió sugestiva a los tímpanos de Moira quien tenía demasiado cerca de la yugular el azúcar y veneno de la serpiente como ya lo había tenido una vez. Aquella donde todo acabó mal
—Y lo que sea que vayas a darme como respuesta, justifícalo. De lo contrario no sirve de nada, ahórrate ésta que todavía tienes chance, si pierdes me las voy a cobrar muy rico más tarde.
Por un minuto, Moira dudó y hasta se mordió los labios porque se acordó de que ni Olmos Larraín fue capaz de sobrescribir en esa parte de su vida en que le permitió a Gail grabar su verdad. Sin embargo, apostaría y no precisamente porque se creía con suerte, iba a dar todo por el todo pero no para ganar la partida.
Moira tenía su objetivo entre ceja y ceja y lo forjaría hasta concretarlo como diera lugar.
—Ella va y viene del inframundo—confirmó y alejándose un poco del juego que armaba, intentó seguir en la puja de lo que pretendía. Con el lápiz sanguina en mano, comenzó a colorear con suavidad parte baja del vestido que Nina usaría —Por tanto, por cada viaje que hace debe de existir algún tipo de rastro o evidencia de su plácida visita a los dominios de su esposo— y al decir lo último: a Moira se le indigestó el estómago porque de nuevo ahí estaba la realidad bullendo del frasco adonde la contenía sellada a pura negación.
—Ah. Ajá, ¿y como interpretarías eso sin joder el concepto inicial?
—Se supone que hay fuego en el reino de Hades y aunque me digas que Fahrenheit ya tiene las mechas rojas como las llamas y que con eso sobra: a mí no me alcanza. Voy a hacer un degradado en la parte baja del faldón que se desvanecerá como a media pierna. Será muy sutil pero conseguirá dar la impresión que quiero, la de que Nina es la única que arde de pies a cabeza sin quemarse, porque quiérase o no, ella ya no pertenece a la tierra. No es porque su regreso que se acaba el invierno, es por la alegría que transmite el calor de Perséfone que el trigo se tuesta, es por ella que se cosechan los campos no por mí, o mejor dicho, por la que es su mamá en el cuento griego y que de paso sea dicho: ¡ya se me olvidó cómo es su nombre!
En ese preciso momento, Gail quitó el cinturón de seguridad a sus emociones y sintió euforia. Que Moira hablara y pensara de esa forma, era una clara muestra de que el haberla empujado a dar más allá de lo que creía que podía, daba más resultados de los esperados a pesar de que todo el esfuerzo recayera en el único objetivo de siempre: satisfacer el ilusorio que tenía por Nina Cassiani.
Gail no era tonta y sabía adonde terminaría todo de cabo a rabo «Gracias, ignorancia» se dijo consolándose y estando feliz y extasiada, aún más que cuando descubrió su marca favorita de cigarros, exclamó —¡Maldita genio!— y a modo de ovación le apretujó ambos mofletes a su amiga forzada y sólo la soltó porque un cosquilleo helado le apareció en las palmas de las manos cuando de las cuerdas vocales de Moira emergió de nuevo la ternura de su voz.
—Sólo tengo un problema: no sé como conseguir la naturalidad del color que tengo en mente sobre la tela. Una cosa es hacerlo acá en papel con mis lápices y otra lograrlo en la realidad.
—Algunas telas ya vienen así y dan ese efecto, pero jamás superará el teñirlo a mano cuando ya esté confeccionado. Tienes que coserlo y ponérselo a RedSkull ya que es de esa manera que lograrás capturar el movimiento más el flujo de la línea de su cuerpo y no es muy difícil el proceso— explicó Gail tomando el lápiz de sanguina ultimando detalles sobre el sketch —Pero requiere de práctica y no tenemos tiempo para andar experimentando.
—No puedo dejar de visualizarlo sin el degradado— manifestó con seriedad.
—Contando el sábado y el domingo que viene: nos quedan diez días y treinta atuendos que hacer para el Festival, así que simplemente no se puede cumplir tu capricho pecoso.
Moira no iba a desistir y al tigre que habitaba en sus ojos lo transformó en el tierno gatito con el que conseguía todo, pero sabía que con eso no bastaría. Para tantear la posibilidad de un "está bien, manos a la obra" de Gail, la que amaba el amarillo de los girasoles lanzó otra carnada anticipando que su anzuelo no pasaría de largo sin atraer al pez que quería atrapar.
—Si me ayudas a lograr lo que quiero con el vestido de Nina— dijo levantando el meñique para consagrar lo que iba a ofrecerle a Gail como trato —Yo prometo quedarme a dormir en tu casa, en tu habitación y a puertas cerradas para ser más explícitas y exactas.
Gail, a merced lo pueril de sus impulsos avivados, por más que quiso no pudo ante el "quizás tal vez" que pudiera darse en esa mil única oportunidad. No la omitiría aunque cayera presa en la red, ésta le traía el beneficio que tantas veces había buscado y también porque en el fondo, un reclamo de sus afectos quería complacer a Moira a su manera; consiguiendo la mezcla perfecta de desinterés y motivos en una sola y gran apuesta.
—Hnm, está bien— aceptó y sin dar a torcer el brazo a lo que sentía, repuso —Pero ni creas que es porque te vas a quedar en mi cama. Es sólo por cuestiones de alta costura, la idea de simular fuego no sólo hace fortalece el concepto: me fascina.
—Eso de que es por los hilos y agujas ni tu burrito de tela se lo cree y dije en tu habitación, no tu cama. Me da repelús pensar que me acuesto a la par de una serpiente, eres como un iceberg y el estar a tu lado, da la impresión de que aunque caminas: no tienes vida.
—La misma madre naturaleza dicta que yo, al tener la sangre fría, necesito de la luz directa del sol. Esa noche y las que sigan después de esa, vas a dormir conmigo— dijo Gail triunfante omitiendo para su vulnerabilidad la parte donde le recalcaban que parecía que su presencia no contaba con la humanidad suficiente como para saberla en sintonía con los vivos.
—¡No, ni mierda, así no juego, Gail. Además que no estrechaste mi meñique así que no hay trato, aborto la misión!
—Resulta que no te oigo— y la chica de negra cabellera enroscó su meñique con el de Moira en un santiamén y luego se escabulló presurosa entre sus demás compañeros.
No sentía el piso de cerámica blanca debajo de la suela de sus zapatos escolares, su percepción estaba alterada y para ella: flotaba igual que cuando tan solo era una niña pequeña que, feliz y libre de desplazarse por los campos de margaritas de su abuela Aída, se quitaba las prendas incómodas que le impusieron para que se le alineara la espalda y también aquellas otras con las que su mamá pretendía formarle la cintura yendo en contra de su anatomía.
Gail no salía a pasear en los recuerdos de su pasado y dicha remembranza de horror le causó un escalofrío en la espina dorsal que le hizo desestimar la belleza y agonía de su memoria. Ya no tenía refugio en los brazos de su Abuela y sus campos de margaritas ni siquiera los podía visitar, porque su progenitora al darse cuenta de que su preciada hija ahí se comportaba como salvaje: los mandó a quemar. En el presente a Gail le ardió el cuerpo entero por recordar que desde ese entonces, no podía ni tocar una de esas florecillas porque al hacerlo sentía que era ella quien se quemaba.
Para espantarse el dolor, prefirió sentir la ansiedad que le brindaba la esperanza de poder compartir más que ecuaciones, nombres históricos y fórmulas químicas con Moira. Estaba segura que eso funcionaría mejor que un parche para ocultar su penuria, con ella a su lado podría conseguir desaparecer las partes feas de lo vivido porque las dos estaban rotas por las mismas causas y soñaba que juntas conseguirían hacerse una frazada para los huecos que les tragaban las almas. Pero para obtener ese pedacito de cielo que ya podía tocar, tenía que trabajar harto y Gail reconocía sus limitantes. No podría por sí sola, necesitaba un par de manos hábiles y muchísimos consejos por eso buscó la ayuda de ese en quien confiaba a ciegas: Leandro.
Aunque fuera a medias, con su hermano siempre había sido lo más transparente que conseguía ser y sabía que al decirle la verdad detrás sus intenciones para pintar un trabajoso vestido; él no la abandonaría y pondría a total disposición su talento artístico. Leandro conseguiría interpretar lo intrincado de sus emociones alocadas y la complacería como siempre lo había hecho, pero por primera y única vez en su vida, éste no fue eficaz ni puntual para auxiliarla.
—"Deje su mensaje en el buzón de voz, gracias"— decía el pregrabado que traía de fábrica el celular del primer heredero de los Hooper, a lo cual cuantas veces pudo, la segunda heredera respondió:
—Deja de fornicar y contéstame ya. ¡Panadero suelta a mi hermano y ponte a trabajar!
Gail, peor o igual que cuando no se fumaba sus cigarros a la hora que su organismo lo demandaba, insistió e insistió y lo que consiguió con su desespero fue llenar el espacio en el casillero de voz que correspondía para su número telefónico. Frustrada porque su hermano no la atendía y por no poder dejar más mensajes ácidos, comenzó a sentirse embargada por una sensación muy vaga a la que no pudo identificar porque nunca antes se atrevió a experimentarla.
El vacío de la soledad.
Pero, pasándose los dedos por lo lacio de sus cabellos, hizo caso omiso y volvió a intentar una vez y otra más sin lograr que le atendieran lo que la llevó a exasperarse y a tildar a su hermano de cabrón, desgraciado y egoísta por privarla de también poder disfrutar de los placeres del querer y habría insultado más a Leandro de no ser porque de nuevo ese malestar se hizo presente en sus entrañas por traer al momento que no tenía más noticias de su hermano que no fueran de ayer.
Desde que su hermana menor emitió su primer llanto, Leandro nunca la desentendió ni estando lejos de casa. Cada mañana y sin importar que estuviera del otro lado del mundo él la llamaba o le escribía sin falta, sus motivos: saludarla, desearle un buen día, hacerle bromas de hermano mayor, preguntarle cómo le iba en los estudios, decirle lo mucho que la amaba y cuan importante era ella para él, charlar un rato sobre modas y otras boberías, mas cuando Gail lo necesitaba; no se esperaba a su llamada matutina y lo contactaba y éste le respondía de inmediato así fuera que tuviera las venas saturadas de alcohol o de pasión.
Leandro era absolutamente prioritario con su hermana al grado de que si le tocaba interrumpir un acto sexual para atenderla: lo hacía porque él le había jurado, con cada latido que le quedaba por vivir, que nunca dejaría desprotegida.
«Siempre hallaré la ruta de regreso a tu lado, amada Le Petite Hooper» y ésta sintió una punzada muy adentro de sus costillas que le sacó el aire. El fallo de Leandro a la promesa la golpeó en demasía pero trató de no darle relevancia pues ella no se tambaleaba ni se adelantaba a los hechos.
A esa "cosa" a la que los otros reconocían como a un mal presentimiento, la redujo hasta donde le fue posible pues no se dejaba amedrentar ni mandar por la histeria y aunque andaba suficiente feniletilamina y dopamina en la sangre por estar enamorada, no perdió el juicio y prestó su pensamiento a la lluvia y la tormenta eléctrica que había por toda la capital desde la madrugada. Según su intelecto, debía de ser por eso que no conseguía enlazar comunicación con Leandro.
Sin tener indicios de las verdaderas razones de su hermano para no contestar, Gail decidió volver a insistir pero ésta vez con otro móvil porque la rayería era propicia para crear interferencia y solía suceder que aunque su teléfono era de última generación, la compañía que le prestaba servicio telefonía se quedaba sin señal.
—¿Me prestas tu teléfono?— le pidió a Moira y como su tono de voz denotaba enojo, ella no se tomó la petición a modo de favor. Conocía a la perfección los bordes de la cortina de la amistad que le había ofrecido Gail y aunque de vez en cuando se exponía, hoy acató sin mediar palabra porque para ella equivalía a una orden. Moira obedeció justo como lo hacía desde su infancia; entregando el aparato de su pertenencia como cada cosa que "había extraviado" por culpa de Gail para luego volver a lo suyo con sus lápices de color y así evitar otro maltrato más de los que aún no se acostumbraba a recibir ni con el paso de los años.
Gail mandó a la basura al sinsabor que le produjo la cara atormentada de Moira y chasqueó la lengua. No tenía tiempo para lo que ella consideraba niñerías y se abrió campo entre la muchedumbre de su salón pero ya sin la gracia de sus pasos. A empujones, codazos y uno que otro pisotón, entre quejidos de todo tipo llegó adonde quería sin poder escuchar otra cosa más que el mismo mensaje que ya había oído decenas de veces.
—"Deje su mensaje en el buzón de voz, gracias"
Después de dar varias vueltas y de subirse arriba de una mesa aceptó que aquello no era interferencia si no que Leandro no tenía encendido su móvil y eso ya no era normal. Gail estuvo a punto de creer en su intuición, pero otra vez, recurriendo a la lógica, dedujo lo que sucedía: su hermano en realidad tenía demasiado interés por ese bendito panadero como para no contestarle por estar sacándose la calentura con él.
Pero ellos dos eran sangre y eso estaba antes que Reuben Costa, por él, Leandro no iría a desplazarla y tampoco se lo permitiría así que se le ocurrió la idea de interrumpir lo que supuso que hacían llamando a ese que sin lugar a dudas le atendería por padecer de vergüenza y fue durante esos minutos que la caída libre y sin retorno de su persona inició justo un lunes a tan solo días de cumplir sus dieciocho años.
Cuando quiso entablar conexión con el celular de Reuben Costa este ni siquiera daba tono. El aparato estaba mudo igual que aquellos que se declaran por obsoletos.
En ese entonces Gail comprendió que debía de encontrar a su hermano, pero ya no para pedirle que pintara un vestido que la ayudaría a acercarse más a Moira Proust. Necesita saber qué le sucedía y la razón verdadera del porqué no le contestaba y como ya solo le quedaba un último recurso: el número de una panadería que estaba ubicada allá en un barrio del otro lado de la ciudad, se dispuso a llamar a dicho lugar.
Gail, alterada e inestable, no concibió lo que sucedería en el instante en que levantaron el auricular, definitivamente no estaba preparada para nada de lo que se le vendría encima y menos para escuchar una voz que no fuera la de Reuben Costa.
—Panadería San Martín, sucursal de Las Cinco Esquinas, ¿en qué puedo ayudarle?— dijo una mujer que encendió la ira a Gail en fracciones de segundos.
—¡¿Con quién hablo?!— demandó saber. Había agotado la cuota de menos cien de su paciencia y agraviada al pensar que Reuben estaba traicionando a Leandro; su mal carácter estaba por explotar. Iba a desquitarse con esa que nada tenía que hacer con el hombre en el cual su hermano había depositado sus afectos y al que ella, en secreto, consideraba como su legítimo cuñado.
—¿Con quién desea hablar?— remató quien contestó poniéndole en cuarentena a las malas pulgas de la misma forma en que ya antes lo había hecho porque a esa mujer, Gail sí la conocía de Tête à Tête, pero como estaba encolerizada siguió sin atinarle al timbre de voz.
—¡Comunícame con quien se supone que debería de contestar!— exigió ésta vez con ferocidad.
—Y perdone usted, pero: ¿quién debe contestar?— volvió a replicar con calma total la mujer y su tranquilidad a Gail le cayó como ráfagas de puñales.
Odiaba quedar en desventaja y peor aún: declarar una derrota. Justo lo que estaba por sucederle al decir el nombre de a quien buscaba —Pásame a Reuben Costa— y así, al perder en la ronda de las identidades ocultas, Gail comenzó a extraviar mucho más que la cabeza.
—Él se encuentra inhabilitado para tomar la llamada, ¿algún recado?
La palabra "inhabilitado" causó un eco tan devastador en la de uñas esmaltadas de negro que la hizo querer huir a la estratósfera. Esa cosa que primero sólo percibía en las vísceras se le subió al pecho y por tercera ocasión en su vida, comenzó a sentir dolor en el corazón —¡¿Qué mierdas me pasa?!— pensó con bravura y timidez cuando los ventrículos se le estrujaron más y más, haciéndola ceder ante la presión de no saber qué hacer.
—¿Aún sigue ahí o ya puedo colgar?
—N-no, no, p-por favor, no cuelgue— titubeó agachando la cabeza reconociendo que se le había quedado sin habla, Gail empezó a desmoronarse.
Le sonaban las grietas adentro de sí y no entendía lo que le pasaba, solo sabía que el pánico se le asomaba por las marcas de los huesos. Retirarse era lo ideal y lo haría pero antes tenía que hallar a su contraparte, porque él la re ensamblaría dándole eso que a ella le escaseaba, amor —Solo quiero... n-ne-necesito saber s-si ahí con Reuben está mi hermano... se llama Leandro y...
—¿Gail?— preguntó la mujer de treinta que estaba procurando que Reuben levantara los ánimos: Oneida Cassiani.
Luego de ver el semejante graffiti con el que Darío Elba se le había confesado a su hermana menor, Sandro creía que Reuben estaba resentido y que por eso no había gastado su domingo con ellos. Él quiso darle su espacio y no le contactó hasta llegó el lunes, pero en todos sus intentos la comunicación fue fallida, preocupado, el hijo mayor de los Cassiani le pidió a Oneida que por favor investigara qué era lo que sucedía con ese a quien amaban como a un hermano menor. Oneida le insistió a Sandro que Reuben estaba bien, mas esa afirmación no le bastó al de cuarenta y le pidió encarecidamente que lo buscara porque aunque él estaba terriblemente afligido, no podía faltar a la Sala del Quirófano del Hospital de Infantes.
A regañadientes y una que otra reprimenda, Oneida aceptó y su negativa no se debía a que no le preocupara Reuben, sino porque tenía un nuevo superior en el despacho contable y éste la traía con ella, el pedir un permiso con goce de salario estaba difícil para la posición en la que se hallaba pero aún así, después de pelear con fundamentos legales por sus derechos como trabajadora, Oneida consiguió lo que necesitaba.
Llegó a la casa paterna muy relajada con la intensión de disfrutar de un delicioso desayuno típico preparado por su madre, pero antes de siquiera saludar como le educaron, lo primero que tuvo que atender fue la "fuga" de su hermana menor al Colegio.
Doña Maho estaba que no podía ni encender la cocina por saber qué sucedía con su pelirroja y tan aterrada estaba que no se atrevía a llamar para pedir información. Oneida trató de guardar la calma y tomó las acciones que correspondían para el caso llamando al Director Garita y cuando éste le confirmó que Nina había llegado a la institución con bien, que no había razones para expulsarla ni para quemar a Darío Elba en una pira, las dos Cassiani se tranquilizaron.
Con medio trozo de higo en almíbar entre los labios, Oneida salió de la que una vez fue su casa con rumbo a la panadería y ni bien había tragado el primer respiro de paz cuando casi se infarta. Adentro del local donde Reuben Costa trabajaba desde los diecisiete, una nube negra parecía indicar una desgracia.
Oneida corrió cuanto pudo sin mirar por donde iba y se tiró a la calle de dos carriles con varios vehículos en marcha. Los conductores vociferaron de todo por su imprudencia y Oné, que nunca se dejaba que nadie le faltara el respeto, no les prestó atención porque su objetivo era específico: salvar a su no hermano de sangre incluso a riesgo de perder su propia vida. Por eso, cuando consiguió poner un pie en la acera de la panadería entró en el local sin pensárselo dos veces, pero debido a lo amargo y denso del humo, pronto empezó a toser y a asfixiarse. Ni así se rindió Oneida, hizo uso de lo que aprendido en un simulacro de incendio: quitándose la chaqueta que vestía, a tientas dio con el lavabo para empapar la prenda con agua y así emplearla como filtro. Luego se tiró al piso donde el aire estaba limpio y muy poco se había arrastrado cuando casi se desmaya:
Con la revista de sus tormentos tapándole la cara, sobre el piso estaba tendido el cuerpo del panadero.
El aparentemente muerto, no lo estaba y se mantenía aferrado a vivir la vida con las manos y los dientes, reaccionó en breve cuando sintió que una mano lo jaloneó de la elucubración que lo tenía cautivo. Se levantó sin estar consiente de lo que hacía, tomó el extintor y fue adonde estaba uno de los hornos que tenía pan hecho carbón a punto de alzar llamas, después abrió todos los ventanales y encendió el aire acondicionado más los ventiladores para evacuar el humo sofocante.
Al regresar hacia el mostrador se topó con Oneida quien se quedó con un puñetazo suspendido por que Reuben, al verla, se desplomó sobre ella para desahogar de una vez por todas lo que le tenía al borde de querer morir chamuscado.
Lo que Reuben expresaba no era inteligible a causa de la rabia de su llanto pero de entre tanto que dijo, lo que la de en medio de los Cassiani comprendió sin mucho esfuerzo es que él si estaba enamorado pero no de Nina como aún lo creía Sandro sino de Leandro. Oneida no dijo nada, solo sonrió al escuchar a Reuben hablar maravillas de otro igual a él y también sintió su cólera cuando entendió la razón de su estado: la señora que a fin de cuentas era su suegra no lo quería ni como remedio alterno a la quimioterapia.
Suelta de palabras y con la propiedad que le atañía, Oné le dio confort a Reuben mientras lo acunaba en su regazo y estaba acomodándole el desorden que eran sus cientos de colochitos lavados a puras lágrimas, cuando el teléfono domiciliar de San Martín empezó a timbrar.
—¿Si?— respondió Gail con demasiada duda y sin saber ni cómo actuar.
—Gail, soy Oneida, la hermana mayor de Nina.
—H-ho-hola, ¿cómo estas?— preguntó dejando caer la tensión de sus músculos para poder dirigirse con normalidad a esa mujer a la que admiraba pues Gail sí que conocía muy bien a Oneida pero no por Nina.
Oneida Cassiani era una integrantes de peso en el movimiento feminista de la capital y entre sus muchos roles adentro de la agrupación, Oné era quien gestaba las reuniones de las que Gail Hooper era partícipe a escondidas de todos los que la rodeaban. La mística de Gail para asistir a esos encuentros era tanta que a pesar de estar al corriente de todas las pasarelas internacionales, esos días ella se olvidaba de la moda; se vestía como persona común y silvestre para pasar lo más desapercibida que le fuera posible y hasta usaba peluca y grandes lentes oscuros que no le iban a su rostro para que nadie la fuera a reconocer ni a delatar con su madre quien jamás de los jamases le permitiría andar en esas cosas que consideraba absurdas y ridículas de mujeres sin oficio ni profesión alguna.
Pero Oneida, que se sabía hasta en caldo de frijoles a todas las compañeras de su hermana menor, de buenas a primeras supo que esa mujercita de camiseta blanca y jeans azulado era la famosa Gail que apodaba RedSkull a su Cabeza de Remolacha y sin mucho afán entabló plática y tras varios debates sobre Sartre y de Beauvoir, nació cierto grado de amistad y complicidad entre ambas.
Oneida solía carcajearse de la idiosincrasia de Gail para andar por la vida y ésta siempre quiso dejarla cuadrada con lo más amargo de su sarcasmo sin tener éxito ni una vez porque Oné era por millones mejor que ella en esa habilidad de la se jactaba dominar. Pero a medida que el tiempo transcurría, entre ellas no sólo se cosecharon risas y limones agrios; la hija de en medio de los Cassiani fue la única capaz de observar más allá de lo que la menor de los Hooper exponía a la vista de todos. Se dio cuenta de que a pesar de que esa chica era mordaz y astuta para dominarse y dominar a los demás a su modo, igual de fuerte e imponente como un árbol de secoya y que cualquier adolescente desearía seguir su ejemplo al poseer su ímpetu y valentía: Gail tan solo era una niña más de entre millones; una que estaba llena de comején entre las vértebras y también en sus células.
Gail Hooper tenía una plaga crónica que la carcomía a su antojo y ese mal no vacilaría en derribarla. Ella creía que podía con los demonios con los que bailaba, pero éstos, un día no le concederían ni la gracia de dejarla que volviera a ponerse de pie y la invadirían poseyéndola para todo lo que le restaba de vida y Oneida Cassiani, que sabía de lo que hablaba por experiencia, siempre quiso ponerla al tanto de lo precario de la situación por la que atravesaba. Le había pedido de buena fe que hiciera recuento del daño adentro de su persona y que se salvara aunque fuera a patadas de ahogado, pero Gail no nunca quiso aceptar que estaba enferma y enfermando más y más con cada segundo que corría en el tiempo.
Como si Leandro hubiese implantado el mismo querer hacer por Gail en Oneida, ella supo que si había una forma de atacar la raíz de su epidemia, era ésta «Gail, tienes qué» musitó Oné en su conciencia.
—Quisiera decirte que estoy bien pero no es así y mi dolencia es porque Reuben se encuentra muy mal y lo que a él le afecta a mí también me pasa cuenta porque no importa que por su cuerpo no transite la misma sangre que yo tengo. La familia va más allá de lo genealógico y el amor, ese que sí existe, es por mucho más espeso que la sangre— confesó Oné sin rodeos —Respecto a tu pregunta, debes saber que Leandro no está aquí y la culpa de eso y de otras muchas cosas más: la tiene alguien que no me agrada que esté a tu lado. Pero resulta que de ella al menos yo, por más que quiero, no te puedo desligar porque es quien te dio a luz pero esa condición, no le quita lo nociva. Gail, ella hace mal, te hace mal y un día no dudará en congraciarse de verte caer como lo hace con todos los demás, exacto como hoy lo ha hecho con tu hermano al lastimar a Reuben. Ya es hora de que entiendas— y dicho esto, la hermana de Nina colgó.
Gail creía que se gobernaba a sí misma, que no era marioneta de nadie y que nada la afectaba mucho menos de su madre porque se suponía que, al complacerla siguiéndole y hasta avanzando en sus modos para ser una Hooper Uberti ejemplar, estaba exenta de sus maldades por eso no entendía porqué cada palabra dicha por Oneida la había arrollado. Conocía del proceder de la mujer a la que consideraba su igual porque llevaban los mismos cromosomas y para ella: así como era su madre estaba bien a menos que tocara a su hermano Leandro.
Sabedora de lo drásticas y peligrosas que se tornaban las decisiones que tomaba Bianca cuando alguien iba en contra de sus deseos al desafiarla, Gail ahora por fin entendía que lo que sea que le hubiera pasado a Leandro para que no le contestara sus llamadas, tenía causa exacta en ella.
Igual que cada vez que había experimentado la realidad del miedo, la mano izquierda de Gail temblaba frenética y por más que quería esconder esa muestra de su flaqueza no lo conseguía. Para todos sus compañeros de clases sería claro el calvario que la atormentaba y éstos, nunca dudarían en sacarse una de tantas de las que ella les había hecho por años.
La parte individualista de Gail Hooper emergió para intentar ayudarle de manera errónea, porque en vez de desatascarla, la hundió más. Ya sentía la voz de Idelle diciéndole que estaba pagando en vida sus pecados y hasta la de Paguet haciéndole ver quién era la que ahora temblaba como un ratón. «Todos menos ella, por favor, ella no, ella no» suplicó Gail cuando en su cabeza la vocecita de Moira se hizo presente porque ella sí lo estaba tras su espalda.
La unigénita de los Proust y Ettinguer había dejado de hacer lo que hacía porque mientras hablaba con Marcelo Adler éste le dio una sugerencia de cómo poder llevar a cabo lo que se proponía con el vestido de Nina y ella, luego de estamparle un semejante beso en la mejilla por la gratitud, se levantó de su mesa para buscar a Gail y desde antes de acercársele: se percató de que algo grave le estaba sucediendo al temple de la chica que con nada se inmutaba.
Como si fuera un animalito curioso, Moira acudió con recelo a la cercanía de la bestia herida de la que siempre había sido presa. No dejó de ver a Gail hasta escudriñar cada centímetro de lo amorfo que estaba el traje que le servía de muralla porque tan atacada estaba, que aquel metro con setenta y cinco que medía se había reducido por encorvarse. Lo que fuera que estuviera pasándole, había conseguido someterla de manera magnánima.
Moira, que no tenía afecto por Gail por las tantas veces que ésta la trató como si no fuera persona, hizo de lado sus cicatrices e invadió un espacio personal en el que nunca había asomado ni las pestañas, al menos no por voluntad propia porque siempre creyó que sentir a esa otra ella sería el equivalente a tocar una estatua de mármol, pero al tomar de su mano para confrontar su tacto: se dio cuenta de que no eran diferentes pues, a pesar de la contrariedad de sus caracteres, las dos tenían una debilidad compartida, padres. Un tema en el que ambas podían dar una cátedra universal por vivir en la llanura del desinterés desde el día en que las fecundaron.
Aquella táctica pacificadora que Moira había empleado y que de su amiga pelirroja aprendió, resultó como ungüento para calmar a Gail y ella, en esa extremidad que pensaba sin vida, por Moira se recuperó y volvió a erguir la espalda.
—¿Estás bien?— preguntó Moira un tanto temerosa de que la mandaran a China a comer estiércol sintético de cabra por inmiscuirse en lo que no le importaba.
—Tengo que— contestó y sin soltar a Moira, puso el teléfono en una mesa para buscar la otra mano de ella y cerró los ojos intentando mantener la compostura al estar atravesando por un barranco.
Lo que fuera que Moira Proust desprendía de sus manos le caía como un salvavidas para lo que estaba por hacer —Gracias por venir, gracias por estar aquí— le dijo a Moira sin una ninguna máscara para ocultar su gratitud —Anda, sigue con los bocetos y no te preocupes: haremos el vestido tal y como lo quieres.
—No, Hooper, deja así. No te preocupes...— alcanzó a hablar antes de que ella se diera la vuelta para atrincherarse en la esquina del salón de clases que se unía con los ventanales.
Una parte de Gail tenía sed y la otra no quería que esa persona a la que estaba por llamar, le contestara y cuando al cuarto tono de llamada ella sí respondió, un cortocircuito le hizo caer en la razón que otros siempre quisieron mostrarle sin dañarla.
—¿Qué quieres?
—Tenemos una actividad en el Colegio y quisiera contactar a Lea...
—Si me vas a preguntar por el mal nacido de tu hermano, te diré que espero que por fin se haya cortado los huevos o la venas y que esté adonde está mi queridita suegra Aída: tres metros bajo tierra— le respondió la madre a la hija y después, sin dar tiempo de nada, cortó la llamada con brusquedad.
Gail Hooper explotó adentro de sí por sentir que esas palabras que ya había escuchado antes de otras formas; quebraron algo que ya no podría volver a ser como antes en su interior.
Afuera llovía y aunque Gail estaba resguardada, para ella esas gotas que caían no eran de agua sino de piedra y todas arremetían como perdigones en su contra. Le dolía cada músculo con su nervio y sin tener que verse, se percibió mísera y austera de la cobija con la que se había arropado por años. Desnuda y perdida en sensaciones que había denegado, no supo identificar qué de todo lo que escuchó, fue lo que más le afectó.
Que la mujer que la parió llamara "mal nacido" a su propia carne.
Que le deseara la muerte o que le incitara otro intento de suicidio al que después de todo era su hijo.
Que osara nombrar a su amada Abuela.
O que le recordara sin lástima alguna que Aída estaba muerta y que por esa desgracia, ella era feliz y se regodeaba.
En medio de tanto, la furia de Gail se levantó sin piedades aún teniendo las extremidades desarmadas y volvió a llamar a su madre para encararla.
—¿Por qué?— le gruñó a Bianca cuando ésta volvió a contestar sin dejar que fuera ella quien dijera la primera palabra.
—¿No te basta con haberme dejado el útero hecho una mierda?— contestó Bianca para recordarle a su segunda hija que el día en que la parió casi muere por expulsarla y como consecuencia; su sistema reproductor había quedado mal trecho y sin la posibilidad de volver a fecundar de nuevo.
A Gail se le coló un gimoteo y con ello, una primera lágrima. Su madre degustó la sal de aquel líquido a distancia y se echó a reír a carcajadas
—Te creía fuerte, te creía mujer, te creía como yo, pero no ¡Ay Gail, no deberías de salir a jugar en lo salvaje si no puedes ni con tu propia bestia, pobre niña que adolece; vuelve a dirigirte a mí si es que algún día te nacen agallas y te atreves!
Con inmensas ganas de llorar, Gail no aguantó ver su reflejo frente a los ventanales de su salón de clases, porque ahí, lo único que veía era la creación de su madre en ella. Tenía que alejarse, si continuaba viendo sus ojos vería los ojos que heredó de su madre y si se enfocaba en la altiveza de sus pupilas, apreciaría a través de ellos la réplica de un mundo que había construido a su alrededor.
Uno que no conocía la compasión.
Luchando contra el miedo y el asco, Gail supo que ya no podía más en el momento en que la voz de su Abuela se despertó en su memoria. Situándose en aquella tarde en que Aída estando en su lecho de muerte refiriéndose a Bianca, le pidió: —"No como ella"— y reconociendo que a casi dieciocho, se había convertido precisamente en eso —"Además de esa que ya te sale de lujo"— las palabras de Reuben Costa la abofetearon al recordar que cuando él le preguntó cuales eran sus deberes para con Bianca, contestó que complacerla sin dejar de ser quien era creyendo que no vivía en el protagónico de una sufrida princesa cuando justo ahí era donde residía. Fue así como Gail terminó de partirse en pedazos.
Caminó lento exigiéndose no caer, no humillarse, no permitirle a sus ojos botar ni una lágrima más mientras se desplazaba por ese campo minado que había sembrado: entre los demás adolescentes a cuales en repetidas ocasiones, vio en igual estado como en el que se encontraba ahora. En otras épocas, nunca quiso entenderlos ni se interesó en tratar de escucharlos y sin ver que también adolecía a su manera, los tachó de llorones y dramáticos.
Gail tenía cola que le majaran por la insensibilidad de su comportamiento y a medida que avanzaba, ya presentía los golpes de otros en su cuerpo cuando la vieran frágil y deshecha. Se estremeció hasta donde creía poder en el instante en que Braun esbozó una sonrisa de satisfacción al tenerla, así como estaba, de frente. Gail sintió que las alas negras con las que siempre había volado alto se volvían de alquitrán y así como un cuervo cae una y mil veces cuando está por morir: lo único que logró hacer fue bajar la cabeza presintiendo una de tantas factura de justicia que se merecía, pero se quedó esperando su castigo. Jeremías Lindo tomó a ese pedazo de su alma por la cintura y tapándole la boca: se la llevó lejos de su objetivo.
—¡Mami y papi no nos criaron así, Melie!— escuchó Gail que Lindo dijo a modo de regaño a Braun y luego, él se volvió hacia ella —Sigue Hooper, no te detengas— le susurró con ternura.
Sin malgastar ni una pizca de esa bondad inesperada, Gail continuó. Aunque fuera en añicos tenía que llegar hasta donde estaba Darío Elba y rogando al Dios al cual ella le faltaba respeto porque él la notara antes de que las rodillas le desobedecieran, cuando lo vio salir a su encuentro quizás de la desesperación aceptó que debía de haber algo más grande que el homo sapiens porque su clamor fue escuchado.
Gail estaba descompuesta, urgía que le ayudaran a unir sus restos, pero antes de pedir socorro para sí: sacrificó el interés propio por el de Leandro —No puedo encontrarlo— sollozó expresando su preocupación máxima mientras se escondía en el cuerpo de Darío como queriendo hacer una funda con la fortaleza de éste —No contesta mis llamadas y tampoco está con él. Darío, dime que sabes dónde está mi hermano y si no averígualo, te lo ruego.
Y esa era la diferencia astronómica que separaba a Gail Hooper de Bianca Uberti, su madre, y que era la prueba viva y latente de que su persona todavía podría salvarse.
«Tienes que, tienes que, Gail. Así como yo, así como todos, también tienes que. Tienes que crecer, pero antes de pensar y ser como un adulto: ve y se una adolescente»
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