80.
—80—
—Es que definitivamente yo... al menos yo... no, ¡yo no logro comprenderlo, Señor! No puedo. No lo entiendo —interrumpió uno de los hombres.
Dejando ir un poco de lo que sus colegas ya no hallaban cómo decir, reacio, él se negaba a tirar la toalla. Quería salvar de alguna u otra forma lo que todos daban como caso perdido porque se suponía que esa era su especialidad; la persuasión. Así pretendía inundar la sala con miles de razones para disuadir el propósito del cliente, pero ni sacando lo mejor de su gran don consiguió avanzar.
En lo que tejía su argumento, al hombre de repente se le atolondró la razón.
Sin poder ordenar sus ideas, el cincuentón se rascó las canas. Lo que experimentaba pocas veces lo había vivido pero recordándolo cómo debía, no tardó en distinguir a su incapacidad para proceder con su alegato como al síntoma innegable de la aceptación y al volver la vista al grupo de señores con los que había compartido demasiados juicios, comprendió que al menos tres de ellos por eso callaban.
Secó su frente y ya sin tratar de entender, en tranquilidad repuso
—Nada más dígame, sólo para estar claros y seguros, que usted... usted está totalmente consiente de lo que hace, ¿verdad?
Al cliente se le formó una sonrisa en la boca y asintió sin usar la voz. Sabía que el "está loco" era lo que pasaba por aquellas mentes sin costumbre a lo que él hacía y aunque volver a explicar cómo fue que llegó adonde llegó le sería placentero, para la hora que era, el tiempo ya no le alcanzaba.
—Pero es que usted, nos está diciendo que esto —intervino otro que ya no tenía ni un pelo de paciencia. Exasperado y sin hacer uso de la ética, alzó la voz y con incredulidad señaló las pilas de papel con olor a tinta fresca —¡¿Se debe a lo fortuito?!, ¡¿ésta su determinación es por la casualidad de un accidente?! ¡Y de una vez le aviso que si me va a contestar: me mire a la cara para ver si así tal vez hago el intento de creerle, carajo!
—Sí, Astúa. Todo esto y más: a causa de la gloria de un accidente —afirmó él mirándolo como demandaba y sin enfadarse por el mal trato y el griterío del abogado, ahora con una sonrisa plena por rememorar ese día en que sin avisos, él como persona hizo su revolución, dijo —Y si no les vuelvo a explicar por enésima vez mis motivos, no es por falta de ganas. Es que vez de detenerme a evocar ilusiones de lo que puede o no puede ser, mejor me dedico a hacerlas tangibles y reales y por cierto —se detuvo notando que querían tomarle por tonto —Esa hoja que intentan traspapelar, sí, esa de ahí: necesito y urjo de agredirla con mi voluntad.
—¡Pero Señorito, yo no puedo permitirle continuar. Esto, esto me suena a...!
—Lefevre, si pretende nombrar mis acciones de la manera correcta, le aseguro que no es disparate la palabra a emplear —respondió el ofendido y como vio que no le iban a dejar en paz, mirando con seriedad a los ojos de cada uno de los cinco que intentaban detenerlo, agregó:
—Ya lo he dicho, mi cerebro y yo: andamos bien, gracias por preguntar. Pero si insisten en querer señalar al responsable del porqué hemos dejado la calidez de nuestras habitaciones para estar aquí a plenas dos con cinco de la madrugada; sólo puedo decirles que la culpa de todo, la tiene un tropiezo. Un tropiezo que me golpeó con la posibilidad de un "quizás tal vez", es lo que hoy y para siempre me hace abandonarme a la fe de mis propios sentimientos y eso es justamente lo que hago. Yo, me abandono señores.
—¿Y que hay del peso detrás de las letras de su apellido, Señor? —cuestionó aquel de apellido Quiroga.
Él era el custodio de dicho papel y ni torturado haría lo que su cliente solicitaba que le permitieran hacer por gusto propio.
—De esa carga, por ellos, felizmente me desprendo —le contestó y extendiendo la mano para que le entregara lo que pedía, lo dejó con los tecnicismos de la profesión en la boca.
Sin negar ni esconder más la hoja, los cinco hombres que a toda costa pretendían detener las acciones que estaban por suceder, no pudieron ni mirar cuando el papel estuvo a total disposición de Leandro.
Él, en cambio, sabiendo lo que tenía entre sus manos, tomó con delicadeza la llanura del objeto y luego de darle una caricia de bienvenida–despedida, la firmó con igual cantidad de humildad y malicia.
Muy consciente de lo que hacía, disfrutó de asentar la pluma fuente para plasmar cada trazo porque sólo hasta ahora, con la sencillez de ese acto podía llamar a su vida "suya" como tal.
Pero los otros, en vez de ovacionarlo por eso que a fin de cuentas era más un triunfo de lo legal, en aquella sala que no era la de reconocimientos de una morgue reinaba un silencio crónico que al servirse de latidos, enmudecía a todos.
No estaba sobre actuado el gesto. Tampoco se podía clasificar de dramatismo, pues en medio de una vela sin llanto, una persona acababa de dejar de existir a voluntad.
Y aquello, para él había sido un buen adiós.
—Deberían de probar. Es liberador —expresó el recién muerto en vida extasiado y su invitación, proceder y vestimenta: pijamas y pantuflas; eran suficientes para tildarlo como a un prófugo del Sanatorio Mental.
Así lo creían cuatro de cinco, tanto que prefirieron apurar el asunto para darlo por finiquitado porque inútilmente, pensaban que al cerrar el archivo podrían lavarse las horas pasadas hasta eliminarlas de sus registros como notarios, pero no pasaba igual con el más viejo de todos.
Él le tenía aprecio, le procuraba bien y no le tenía miedo a su calma imperturbable ni a la dulzura de su voz porque, en formato femenino se había topado con esos dos rasgos hace medio siglo atrás.
Por dicha razón se atrevió a hablarle más allá de lo profesional.
—Lo conozco desde antes de que comenzara a buscar respuestas de sí, no y tal vez —dijo Lefevre y sentándose al lado de Leandro, no le costó recordar cómo se había acreditado a dicho cliente de por vida —Aída lo trajo allá cuando yo apenas y acababa de colgar mi título en la pared.
—No he olvidado ese día. Usted arrugó la cara cuando mi abuela le dio semillas como parte de la gratitud por la confidencia de sus servicios y hasta la fecha, cada que vengo, sigue frunciendo el ceño, Lefevre. Dígame, ¿las botó cuando ella cerró la puerta?
Lefevre rió con amargura sin poder ocultarlo.
Los recuerdos de Aída Fauré de Hooper, para él eran como lo es el aire para un enfermo de cáncer pulmonar: constante y escaso, respirar a Aída a Lefevre le dolía demasiado.
—Sabe que lo que yo quiero, es protegerlo. Me he dedicado a eso desde que nació y no busco más que guardarlo hasta de usted mismo y aunque yo no crea en la suerte, deseo con lo que me queda en ésta tierra: que haya hecho lo correcto.
—Como todo ser humano me equivoco a diario, pero con lo que hice: no estoy errado, Lefevre.
—A mis años, uno sabe interpretar cada movimiento del cuerpo, en especial si se tratan de los que vienen de aquí —y se tocó el lado donde late el corazón. Para poder proseguir, Lefevre calmó su ansiedad a tragos de saliva —Hace un rato, no era disparate la palabra que quería emplear, era trastorno de enamorado. Lo que hace, mi muy querido Señorito, me suena a eso.
—¿Es mucha la diferencia entre una locura y la otra? —ironizó Leandro como si no conociera de las fronteras limítrofes de las que le hablaban.
—No mucha, por no decir nada y si va a preguntarme cómo lo sé, le diré que sucedió alguna vez que yo también respiré por amor —confesó el abogado a la vez que sin quitarse la mano del pecho, apretujaba las arrugas que le invadían el rostro.
Eliseo Lefevre tenía a los setenta a la vuelta de la esquina, olía a senilidad prematura desde hace ratos y cada que se acostaba, toreaba con el filo de la guadaña y ni así, caída tras levante, lograba olvidarla.
A la fecha, una pieza de joyería hechiza en forma de anillo de compromiso, una nota y un frasquito con semillas; era lo que en bienes materiales le quedaba de ella. En espíritu y esencia, le prevalecía una persona que se le parecía demasiado y a la cual él defendería teniendo o no las leyes a su favor.
Por eso traía a la ocasión su presencia porque aquel viejísimo pedazo de alambre herrumbrado que juraba que ella vistió aunque fuera por segundos antes de se lo regresara, no sólo lo atesoraba en su billetera, lo tenía ensartado allá en las arenas de su memoria y ahí en su corazón y a pesar de que le doliera recordarla, Lefevre sabía que debía de seguir hablando.
Porque si Aída estuviera viva, le habría exigido que le contara a Leandro su experiencia aunque hablarla le pesara peor que gotas de licor envenenado.
—Pero el amor es una bendita incertidumbre y al menos a mí, el amor me llegó como el aire. Estaba allí, sin querer y casi por inercia me llenó los pulmones. Me hizo sentir vivo, sin que lo pidiera; me dio alas y así como de repente a veces te quedas sin aire, así se me fue a mí de entre las manos. El de arriba lo proteja de eso, Señorito. Raras y pocas veces, se repara a un ser destrozado y hoy, está dando más de lo que tiene en posesiones y en carne —finalizó Lefevre con un suspiro crudo que pareció que se lo llevaba.
A Leandro se le cayó una lágrima.
Tenía razón.
Por amor, él acababa de arriesgar, no todo, si no demasiado y de lo hecho: no había cómo volver hacia atrás.
—Sabrán entender —repuso Leandro amarrando sus nervios, porque la incertidumbre del amor le quedaba pequeña para lo que le angustiaba
—Ellos aceptarán y si no, que Dios te escuche, Lefevre y que el Creador me ampare.
Leandro no se iba a mentir y para sí mismo se declaró asustado, pero sin entumecer la mirada, con la misma fuerza con la que llegó a esa oficina, buscó la salida, pero no para huir. Apenas y había comenzado a labrar su camino en medio de riscos y acantilados y lo que pretendía iba más allá de la cima, por eso mismo no se detenía. Él quería seguir hacia adelante.
—Sé que eres fuerte y por eso, podrás ponerte de pie sea lo que sea a lo que tengas que enfrentarte —le dijo Leandro en voz baja al recuerdo de Reuben y mientras un "perdóname" emergía con dolor de entre sus labios, cavilando en lo que hasta hace poco solo eran parte de sus sueños alocados, encendió el motor de su auto.
Sabía lo que Reuben debía de estar atravesando a causa de Bianca en esos precisos momentos, porque así como a ella la verdad le llegó en forma de llamada, así también a él se le alertó de lo que sería ese lunes de octubre antes de que siquiera iniciara.
Cuando todavía era domingo, a horas después de intuir que había dejado salir una buena parte de sus sentimientos por Reuben Costa en Ambrosía, Leandro Hooper no conseguía quedarse dormido. Las emociones se le saltaban de una a otra por llevar demasiado tiempo enfermo de inquietudes y ansiedades. Incluso sentía que los segundos se le rezagaban sin avanzar con el fin de torturarlo y si había algo peor: era continuar esperando. La expectativa del nuevo amanecer y del amor que consigo le traería, le carcomía y calcinaba.
—Contrólate —se decía mirando sin mirar al artesonado del techo que había sobre su cabeza. Si no había salido corriendo en busca de Reuben, es porque no quería parecer tan desesperado aunque sí lo estaba hasta en el más recóndito de sus átomos
—Anda, duérmete —se pedía sin poder hacer que se le cerraran los párpados.
Pero teniendo aún una leve cantidad de alcohol en las venas a pesar de que papá Elba y Hirose le dosificaron de sus mejores y ancestrales brebajes para limpiarle con prontitud el organismo; Leandro comenzó a soñar despierto con Reuben Costa y con él revoloteándole en el subconsciente, sin darse cuenta quedó dormido.
Alucinando más y más fuerte con que se adueñaba de cada pedacito de éste, dejó ser a su ilusión con las prohibiciones de siempre. Porque ya fuera en la vida real o en el mundo de los sueños, Leandro se refrenaba con Reuben.
Sin embargo ésta vez, todo era distinto.
Como sacado de otra dimensión o en su defecto, una interpretación de lo que pronto llegaría a suceder, según el sueño de Leandro era el mismo Reuben quien le desataba las cadenas con las que solía maniatarse.
—Por favor, conmigo ya no te detengas, no quiero que te detengas —fue la petición que le hizo Reuben Costa a Leandro Hooper mientras lo soñaba y él no pudo ni quiso darle espacio al pensamiento porque era el panadero quien no dejaba de besarlo.
La calidez de sus labios le alentaban a seguir, a sentir con la misma determinación y seriedad de cuando le dirigía la palabra en la vida real.
—Yo no quiero que te detengas —volvió a decirle insistiendo mientras se abría paso por su cuello y fue con ese "yo no quiero que te detengas", que por vez primera Leandro se permitió en sus fantasías ir más allá de la tela que cubría la piel de Reuben.
Dejando a sus manos hacer fiesta con el cuerpo de Reuben Costa, el sofoco de lo que había reprimido por meses ahora corría como gotas de sudor por la frente de Leandro Hooper y en lo que se deshacía sin civilización de cada prenda de la ropa de su amor, en su nido de sábanas finalmente respiraba la libertad que provenía del querer compartido.
Porque por amor y pasión, el Reuben de sus sueños lo aceptaba y le correspondía de manera exacta.
En la soledad de su alcoba, el corazón de Leandro estaba demasiado acelerado. Sus latidos marcharon a ritmo militar cuando por fin contempló lo que traía Reuben al nacer y sintió que las arterias iban a explotarle cuando fue Reuben quien se acercó a su cuerpo para dar ese primer paso.
Reuben, desapareciendo para siempre la vergüenza y a cualquier cuestión que derivara del géneros, consiguió que Leandro sucumbiera ante la alegría y los nervios hasta hacerlo estremecer.
—De mí: lo que quieras —se dijeron al unísono luego del primer avance y justo cuando con sus manos desnudas los dos iniciaban la primera caricia exploratoria, algo les interrumpió.
La música de fondo con la Leandro sazonaba su onírico dejó de ser la que era y el claro anuncio de una llamada entrante se hizo presente en la realidad y de esa forma, él ya no pudo conservar lo que suponía ser el sabor de Reuben en su paladar.
Dormirse le había costado y soñar con esa intensidad con él, aún más. Estando molesto, se enrolló más a la frazada y en primera instancia Leandro se negó a atender el teléfono.
Quien lo había despertado no podía ser ninguno de a los que consideraba su familia ni tampoco ese al que estuvo a punto de amar y que era la única persona que usualmente le llamaba a horas no ordinarias y por quien sí contestaría aunque tuviera que salir de la ducha a medio enjabonar.
Pero como ni con los oídos tapados podía volver a conciliar el sueño, Leandro estiró el brazo para buscar a tientas el artefacto culpable de cortarle su fantasía. Quería deshacer su celular contra la pared, pero ni eso consiguió porque no halló la mesa de noche donde su ubicación espacial le dictaba que debía de estar.
El mal humor a Leandro se le bajó de inmediato al escapársele el rubor de las mejillas cuando descubrió que su cuerpo no estaba en la posición en la que recordaba haberse dormido y todo por soñarse a Reuben Costa.
Sin nada más que hacer, con una de sus manos ocultándole media cara y sin apartarse el antifaz que acostumbraba a usar desde niño para dormir en total oscuridad, Leandro por fin contestó:
—No me da para intuir quién eres, pero si me sacaste de mi fantasía porque te equivocaste de número o para fregarme la existencia: que el mal karma te persiga en esta vida y en las otras si es que te atreves a reencarnar —sentenció sin dulzura en su voz.
—Leandro Hooper, soy Fabio Durán, ¿te acuerdas de mí? —le contestaron del otro lado de la línea y claro que Leandro, aunque estaba medio despierto y ofuscado, sí sabía quien le llamaba con solo escuchar el primer nombre.
Por Fabio y su falta de fuerza de voluntad para no caer entre las piernas de Debra Ponce fue que Darío terminó agarrándolo a él como piñata allá cuando y apenas tenían catorce años.
—El silbido de mi tabique desviado no me deja olvidarte —afirmó Leandro, bostezando y soñoliento —Ni el cielo sabe qué hora es, pero ya que me despertaste dime qué puedo hacer por vos.
—Nunca fue mi intención hacerte mal así como ahora no pretendo causarte molestia —dijo Fabio hablando con la voz muy baja —Disculpa, pero necesito mostrarte algo que te concierne. Es de mucha importancia, ¿tienes a la mano alguna laptop?
—Sí —y Leandro se levantó con pereza arrastrando los pies hasta hallar sus pantuflas.
—¿Sigues teniendo el mismo email de antes?
—Ajá —confirmó en lo que daba otro bostezo con el cual parecía que podría comerse el móvil —Lo que sea, mándamelo ahí —añadió y se quitó el antifaz para buscar la puerta de la habitación e ir a su estudio.
Tratando de hacer silencio absoluto para no despertar a Darío, luego de frotarse varias veces los ojos, Leandro acudió a su portátil para ver lo que Fabio recién le había enviado por medios electrónicos y ni bien se había desplegado la imagen cuando el corazón se me animó a brincos de resucitado.
Dando saltitos y aplausos comedidos, Leandro quería bailar con todos los santos hasta darle mil vueltas al apartamento de Darío porque estaba viendo una prueba fehaciente de que lo que se soñaba para y con Reuben, iba muchísimo más allá de la realidad: la fotografía donde él, sonriendo, lo llevaba en brazos con muchísima ternura.
—¡A la mierda con la espera, no me aguanto más. Me voy y le pido a gritos y besos que seamos pareja! —exclamó y Fabio, intentando que no descubrieran lo que hacía a espaldas de su familia, se tapó la boca para no secundar la emoción.
«Mereces, más que nadie, ser feliz y pleno» pensaba Fabio mientras Leandro celebraba su amor y recordando con mal de conciencia cada golpe que él aguanto de los puños de Darío sin tener culpa, supo que no podía posponer los motivos verdaderos de su llamada «Tienes que serlo al menos por un rato» Si había forma de resarcir el daño físico que Leandro había recibido en aquel entonces, esa información que tenía era la única y por desgracia, no era una buena noticia la que iba a darle.
—Si, los dos se ven muy bien; vos: realizado y más que querido, él feliz de estar a tu lado. Me alegra a montones tu relación, pero si te he llamado no es para felicitarte, es que necesito prevenirte de que tu mamá piensa lo contrario. Lo siento, Hooper.
Cuando Leandro escuchó a Fabio decir "mamá", se quedó con un aplauso en pausa.
Cuando su ex compañero de clases le contó que esa fotografía se había usado como portada para la revista solialité que era propiedad de los Durán Aigner, la familia de Fabio, y que ya estaba impresa y en volumen redoblado; Leandro se quedó quieto porque lo embargó un terrible presentimiento cuando vio la hora que marcaba el reloj.
Si Bianca Uberti no había sobornado a los de seguridad del apartamento de Darío Elba para poder irrumpir en su habitación y así desquitarse con él, es porque la cólera y rabia desatada por la susodicha fotografía la había dirigido hacia el otro partícipe de la escena: Reuben Costa.
Y definitivamente, el presagio de Leandro no estaba equivocado.
Para Bianca, la culpa de todo lo que ya había sufrido y que estaba por sufrir en calidad de deshonra social; la tenía un maldito huérfano de madre y padre que había sido criado a base de sobras por una desajustada anciana viuda de nombre anticuado que no servía ni para reprender al cerebro sin un quinto de su nieto sin linaje por tocar en público a su Leandro.
Por eso, Bianca Uberti iba a cobrárselas muy caro y con creces a Reuben Costa Echegaray.
Pero Leandro difería del pensamiento de su madre. Según él: era su persona quien le debía a Reuben y no al revés y lo que le debía no se podía tasar ni comprar.
Equidad.
A ese labriego panadero, Leandro lo consideraba y creía exactamente igual a él de pies a cabeza; su semejante y ese hombre, del cual nunca se fijó en lo que había o no adentro del remiendo de sus bolsillos gastados era del que estaba enamorado, al que quería por entero y por el cual estaba listo y presto para luchar.
Por esa razón, luego de cortar la llamada con Fabio Durán, Leandro sabía que aunque ya no podía detener lo que llegase a hacer Bianca en contra de Reuben, sí podía adelantársele de alguna manera antes de que acabara cometiendo una verdadera locura.
El origen de su ira era la misma sangre que corría por sus venas, pero ella usaría cualquier medio para desquitarse y por eso Leandro pensó en proteger a los que amaba de una forma en que estaba seguro que ella jamás se atrevería a tocarlos porque no le convendría.
La idea de Leandro no era repentina, se le había cruzado por la cabeza hace mucho tiempo atrás y luego de contemplarla, no le puso fecha específica, sólo la dejó asentarse. Aún así era volátil, no dejaba de sonar sin pies ni cabeza y aunque en esos precisos momentos Leandro urgía de alguien que le diera un voto de confianza, en vez de ir a parar donde Darío como siempre lo hacía: se abrazó a él mismo reconociendo el primer pilar de su adultez.
La capacidad de obrar para él y para otros por su propia cuenta.
—"Se siente y se obra con la cabeza" —recordó, sin dejar de sentirse, unas sabias palabras que una vez le obsequió su papá Elba.
Usando esa frase como escudo y espada, sin más que pijamas y pantuflas: Leandro salió del apartamento sin avisarle de nada a nadie y se fue en su vehículo a tocar de puerta en puerta hasta conseguir reunir a los cinco abogados que le representaban.
Astúa, Hasbún, Bojórquez, Quiroga y por supuesto, Lefevre; casi se quedan sin quijada por lo boquiabiertos que los dejó su cliente cuando a las cero horas del lunes, éste les planteó lo que pretendía hacer con o sin ayuda de ellos porque aunque había salido a la carrera, actuaba y daba cada paso con premeditación.
Aquello, que solo se haría público hasta el treinta y uno de octubre próximo y que dejaría a la nación completa recordando el nombre de Leandro para siempre, a ellos les parecía la pérdida total de las facultades mentales de éste y si después de un gran alboroto accedieron y no mandaron a llamar al manicomio, no fue porque él les recordó que les pagaba desde hace veintiún años exactos para que hicieran su voluntad.
Fue porque a quien conocían como Leandro Hooper Uberti: por fin hablaba con la propiedad que le correspondía y con el acerbo jurídico y de negocios que debía de usar alguien como él que valía miles de millones.
Algo que entre pláticas de niños hechos hombres, roces de pieles y tutorías sobre Economía, Reuben Costa le enseñó para que se hiciera de su nombre por sus méritos, para que de esa forma obtuviera la independencia que deseaba desde su infancia y justo eso, junto a otras muchas cosas más; era lo que Leandro pretendía retribuirle a Reuben y a los que amaba.
Pero Leandro no había actuado por culpa del tropiezo que le hizo conocer a Reuben, tampoco por la locura de estar enamorado. Lo que hizo, sí fue por amor, pero por el amor que manaba de la fuente de donde nacían todos sus afectos: amor a sí mismo como individuo y persona que posee libre albedrío y dominio sobre su voluntad para cambiar lo que su apellido le imponía como destino.
Por eso fue que aún anhelando ver a Reuben y sabiendo lo mal que debía de estar, pasadas las cuatro de la mañana y cuando éste se retorcía por culpa de la nota de Doña Bianca, Leandro no se presentó a la panadería.
Se conocía muy bien y sabía que de verlo, flaquearía y no podría continuar con su plan y todavía le quedaba mucho por hacer.
Apenas y nacía el sol cuando estuvo de regreso en el apartamento pero Darío ya se había ido y sin él, Leandro ya no tenía a ningún ser vivo con el cual poder desahogarse por lo que se dedicó a contemplar el espejo de la soledad por el tiempo que fuera necesario para juntar los trozos de él que tenía regados por toda la constitución de su ser.
Al terminar de recolectarse, cerró los ojos y mirando adentro de su cabeza los rostros de sus seres queridos, les dijo:
—Lo que hice que es por mí, también es por ustedes.
Acariciando los dos tatuajes que simulaban las heridas que le habrían quedado en sus muñecas si Darío no lo hubiera persuadido de no suicidarse hace seis años atrás, le dijo a uno de los tantos retratos que lo veía:
—Un día me preguntaste si me arrepentía y no, no me arrepiento de estar. También me preguntaste qué esperaba o qué quería de mí y en ese entonces sólo te contesté: vivir. Ahora ambiciono con poder continuar, pero ahí a tu lado hasta que alguno de nosotros caiga por la vejez de los años. Espérame y guárdame un poquito amor —y depositando un beso sobre el lienzo donde las mejillas de Reuben Costa siempre lo recibían alegre, Leandro Hooper quiso estar solo.
Necesitaba estarlo para reconocerse, para continuar y por eso, haciendo lo que nunca hacía; apagó su celular al tanto del caos que causaría cuando no pudieran localizarlo.
—Perdóname porque por primera vez desde que naciste, no te voy contestar hasta haya concretado todo lo que he planeado. Es por nosotros, también necesitas esto, Gail. Tienes que —se disculpó con ella sin dejar de presentir un algo en sus adentros porque al desligarse de ese aparato, para bien y para mal a su hermana también se le incrustarían las esquirlas de la bomba que él había desatado.
El traje blindado con el que Gail Hooper se vestía a diario, dejaría de ser eficaz. Habiéndole llegado la hora cero, los minutos que le restaban a lo que ella era ya transcurrían en el tiempo con el único objetivo de enseñarle de una vez por todas esa parte de su vida que tenía pendiente: experimentar lo común de ser una adolescente.
- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -
N/A.
Únicamente deseo disculparme por la demora de llevar más de un mes de no publicar capítulos. Mis motivos no son por falta de ganas ni de inspiración, se deben a problemas tecnológicos y de salud.
Pero: he vuelto a las andadas y trataré de publicar con la misma frecuencia de antes dado a que también al fin me he mudado de provincia y ya me estoy acomodando (¡No más más cajas! xD)
Gracias por continuar con la lectura y no abandonar la historia de la bonita pelirroja y sus compinches de guerra que le acompañan para también crecer con ella y vivir a su lado.
Amor, pan con té, libros y pincel: Emme <3
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro