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Para lo intrincado e inflexible que en un pasado fueron los pensamientos de Nina Cassiani, las palabras de Marcelo Adler habrían caído en ella igual que la colilla bastarda de un cigarro mal acabado perdido en el medio del universo.
Un espacio donde las leyes y los hechos dictan que no hay cómo ni con qué sostener el fuego.
Pero en éste tiempo contemporáneo: su adolescencia, tanto la casualidad como el destino se encargaron de que esa minúscula chispa quedara vagando en cada ángulo de su cabeza.
Un lugar que por causa de una persona tenía más que la suficiente cantidad de oxígeno para mantener la combustión, un vasto almacén con mucho contenido para iniciar una magnífica y preciosa reacción en cadena.
Y según su inventario de material altamente flamable, era del conocimiento de Nina que en su mente siempre hubo una hoja desnuda que permanecía en soledad y que, varada, coexistía con ella y su ser desde mucho antes de que tragara la primera bocanada de aire al nacer. Más aquel apéndice de combustible nunca estuvo solo, tenía mucho más que compañía: era el indicio de un árbol elemental que yacía reposando en el medio de un espeso manto de nieve.
Nina, sabiendo que ella misma había protegido aquel eje con una envidiable y excelente fortaleza, siguió restándole importancia a la chiribita y se limitó a verla intentar encender eso que ella había armado con ciencia y psicología —Intenta quemarme, si puedes —le dijo retándola, creyendo que nada podía atentar contra esa parte de sí.
Echada sobre sus laureles, Nina ignoró lo que estaba a punto de suceder.
En fracción de segundos se creó entalpía y provocando un deshielo inmediato la formación de todo un pensamiento complejo quedó comprometido ante las llamas insaciables que consumieron los adentros de su conciencia y el extintor del raciocinio no quiso salir al rescate porque no tenía intenciones de apagar el incendio.
Usar la lógica, en este caso específico, únicamente sirvió para acrecentar las llamaradas.
Nina Cassiani se quedó inmutable mientras veía a las ramas de sus fundamentos avivándose y con el tronco junto a las raíces ardiendo, estando de pie en su salón de clases entre decenas de seres como ella; se encontró asediada y sorprendida pensando en sexo más allá de las cuatro letras que componen esas dos sílabas que desde ese momento se le volvieron numéricas, infinitas.
Pero como Nina era Nina no iba a quedarse de brazos cruzados, no ocuparía el puesto de espectadora adentro de su propia cabeza. Algo tenía que hacer.
Para salvaguardar lo que una vez consideró infranqueable sobre el sexo, sus vicios y ella, Nina tomó medidas drásticas al aislar al chico que había dejado caer esa chispa en su pensamiento y quiso tratar a Adler como si fuera el paciente cero de una pandemia. Analítica, sin dejar de verlo y escuchándole cómo se pavoneaba a sus anchas entre sus demás compañeras, la pelirroja realizó una autopsia del comportamiento y las mañas de su otro amigo y aún sabiéndose imperfecta, sostuvo con falsa decencia el fierro de la letra escarlata para marcar la carne de ese joven como a la un pecador lujurioso, pero su moral le atajó la mano y la situó en una habitación con espejos.
De verse a sí misma y a su semejante, Nina tuvo una especie de Epifanía. Marcelo Adler: uno de millones que no eran infractores, solo humanos primerizos en efervescencia equivocándose una y otra vez en el mismo desacierto.
Adler sin tener la mayoría de edad y sin ser un viejo prematuro no podía ser tildado de vicioso: él únicamente había descubierto un delicioso manjar del cual no sabía servir ni cómo dosificar en su cuerpo. Ese muchacho que había perdido la infantilidad de su voz seguía siendo el mismo de siempre, el que con su gracia innata invitaba a cualquiera a compartir a su lado, pero ahora poseía cierto grado de fermentación apresurada y rebotando en un único metro cuadrado, aunque tuviera aires de adulto experimentado nada más era un retoño verde: un adolescente.
Adler era tan igual a Bloise, Moira, Gail, Idelle, Paguet, Braun, Lindo, Andrew y los restantes que colindaban en ese cosmos llamado Colegio, un recinto que ya se les hacía pequeño pues todos y cada uno de ellos eran conatos de planetas en formación que sin astros fijos todavía no tenían una órbita y aceptar esa realidad significaba que Adler era de pies a cabeza, tan similar a Nina y viceversa.
Para esos momentos Nina Cassiani se sentía asqueada y con desagrado pero de su misma persona. Reconoció tener un pecado que ir a dejar al confesorio de la capilla del colegio; el de querer sacar la viruta que había en el ojo Marcelo Adler cuando ella tenía astillas gravemente incrustadas en la esclerótica de su ADN.
Con catorce y quince años, edades en las cuales a duras penas y cabían en la pubertad, sus padres se convirtieron precisamente en padres.
Para que aquel suceso aconteciera, la ecuación era de lo más sencilla y básica: César Cassiani y Maho Almeida hicieron eso que Marcelo Adler hacía ahora a sus diecisiete.
Ellos tomando las riendas de sus cuerpos, tuvieron encuentros sexuales antes de lo que se considera debido y una cosa llevó a la otra y de esa unión, que la sociedad juzgó de febril, nació Sandro y con ellos tres se asentó lo que Nina ahora conoce como su familia. Una que nunca fue perfecta, pero que ni con todos los errores que tenía le cambiaría ni una pelusa.
Nina siempre soñaba con que viajaba en el tiempo, pero sus fines no eran el modificar el yerro de su padre cuando cometió el delito del adulterio en brazos de otra mujer que no era su amada Maholi.
Y si la pelirroja tocaba ese tema tabú y delicado sin guantes y de la manera más cruda: su propio progenitor, ese al que admiraba y trataba de imitar, era un pecador de peso. Un hombre maduro de poco más de cinco décadas experto en el arte de calentar otra cama que no era la que juró cobijar hasta la muerte aunque la ironía de la vida si lo llevó a tener como último lugar de descanso el que fue su lecho nupcial: cuatro paredes, testigos mudos de un gran querer vigente.
Porque lo que se creía una calentura hormonal de niños alocados, fue más que eso. Entre beso y coito, en César y Maho aún con sus tropiezos siempre hubo, había y habría amor, un sentimiento inconmensurable que trajo consigo descendencia: tres derivaciones vivas de afectos y responsabilidades con el Cassiani Almeida en las médulas y también al final de sus nombres.
Y Nina siendo la menor, la que aprendió a hablar y a caminar mientras le decía "papá" a su hermano mayor, la que no pudo apreciar lo que una vez fueron sus padres como esposos; nunca antes había contemplado la pregunta gorda del porqué César se desvió del camino que recorría junto a Maholi.
Hasta hoy.
Para la mayoría de personas de mente cerrada, aquellas que no son capaces de ver en ese hombre más allá de un mujeriego e irresponsable, César Cassiani se había echado a perder por culpa del sexo, la pasión y los impulsos precipitados.
Pero a Nina Cassiani no le inculcaron el pensar así.
—"Todos nos equivocamos, hija. Él se equivocó y sólo equivocándose pudo aprender una lección de vida y está aquí para tratar de enmendar eso en lo que falló" —le dijo su madre esa vez que César llamó a la puerta de su hogar después de cuatro larguísimos años de ausencia preguntando si se le permitía poder ver a esa niña que había tomado de sus genes la melena roja, los millares de pecas, la precocidad de su pensar crítico y otro montón de cosas más —"Nunca olvides que de humanos es errar, de hombres y mujeres: corregir al andar".
Con vértigo por tener el pensamiento volando y estrellándose hasta perder la cuenta, Nina con esa frase de su madre y la voz del recuerdo haciéndose más y más vívida en su memoria tenía la mismísima cara que puso Cristóbal Colón cuando vio a su América asomándose en el horizonte. Maravillada compendió que no había que darle una medalla a Adler por apresurarse ni por andar llenando y borrando su piel de caricias sin apellidos, pero sí quería y tenía que darle unas palmaditas en los hombros porque se las merecía.
«Equivocarse = experimentar/vivir. Corregir al andar = caminar/crecer»
Marcelo Adler, quiérase o no, crecía a su manera. Él al equivocarse en cuanto a su percepción referente al sexo, estaba ganándose heridas de guerra tempraneras y no hacía más que lo que todo joven de su edad tenía que hacer: adolecer. Tropezarse, caerse y levantarse para volver a empezar nuevamente, eso, justamente de eso se trataba esa etapa aunque fuera el mismo bache con distinta profundidad y clasificación el que lo recibiera una y otra vez.
Depresión, adicciones, libertinaje, alcohol, soledad, desenfreno, vandalismo, drogas, menosprecio, promiscuidad y etcétera. Sin importar la designación que se le diera a esos huecos, solo eran obstáculos y hoy o mañana todos se topaban con cualquiera de ellos y no había quien saliera ileso, porque:
De esos infiernos proviene la metamorfosis en la que se forjan los adultos y hay quienes aún después de la adolescencia todavía continúan enfrascados en su propio y divino tormento porque así funciona la vida, eso es estar vivo y vivir a la vez.
Pero la capacidad de verlos de esa manera, solo se ganaba al final de los años cuando y con melancolía, un humano común y corriente mira hacia atrás y ríe con satisfacción por haber vivido a plenitud sin ignorar ni rodear esos abismos que en la frescura de los abriles parecían no tener final y que sin distinción alguna a todos les provocaron llanto y gozo con intermitencia.
Por eso, Marcelo Adler sin necesidad de ser profeta y mucho menos un degenerado, con lo dicho no había ofendido a la inocencia e intelecto de la pelirroja. Nada más había vaticinado sin margen de error que ella tarde o temprano, también experimentaría en carne propia de los placeres del sexo y ahí, observando al combustible de sus sentimientos más íntimos, Darío Elba, Nina Cassiani por vez primera admitió afuera del estado de inconsciencia de sus fantasías qué:
De él deseaba el fruto completo, la semilla, la pulpa y también la cáscara.
Nina al enterarse enamorada, estaba también descubriéndose y en el cisma de su persona, reconoció que ansiaba todo de Darío y llegada la hora de las horas, estaba segura de que no se permitiría desperdiciar ni una de las gotas de su sudor, porque Darío le causaba sed: una que tenía origen sólo en él y al darse cuenta de eso, por primera vez supo con exactitud lo que realmente quería a corto, mediano y largo plazo por tiempo indefinido:
Nina Cassiani como mujer quería al hombre que había en Darío Elba y a nadie más que a él.
Una sonrisa de alegría nació en la boca de Nina porque pudo sentir que el árbol de su sexualidad que venía incluido en el set de su humanidad ardía sin quemarla puesto que no estaba bajo amenaza ni iba en su contra. El calor de esa hoguera la abrazaba. El simple hecho de aceptar abiertamente que Darío había despertado sin intenciones eso que era más que una necesidad básica le dio paz y toda ella experimentó que emergía de la tierra como el brote de un frijol que optimista se elevaba a poquitos del suelo en busca de la calidez de la luz solar.
Cuando para otros lo que Nina Cassiani dilucidó era cosa de su ingenuidad, producto de estar ovulando y hasta una bobería, para ella saberse así misma la hacía sentirse que poco a poco se estaba realizando.
Pausó el tiempo por unos instantes y con pasos graciosos se escabulló entre la muchedumbre, su salón de clases estaba atestado de veintinueve planetas distintos que hacían implosión sin tregua y a medida que avanzaba y adonde sea que veía, lamentos, quejas y dolencias se manifestaban en formas distintas y los perdigones de todos esos menesteres juveniles parecían una letanía, pero ninguno de esos asteroides pudo lastimarla. Al menos no por ahora.
—Si, lo sé. Algún día tengo que pasar por aquí también —se dijo mientras razonaba en el cómo había hecho para obviar aquel sopor de emociones y sentimientos ajenos por tantísimo tiempo.
Sin detenerse en su trayectoria, Nina pasó cerca de Marcelo Adler y en lo que él jugueteaba con las mechas platinadas de Romee Grigorieva, ella le dijo al oído:
—A la manzana no le quites la cáscara, no antes que realmente puedas verla expuesta. No la cortes del árbol, ni siquiera la toques, recórrela con tus labios y no la muerdas sin antes bañar de deseo tu lengua y sólo entonces, cuando sea la pulpa y tu misma garganta la que te suplique por un mísero bocado: cómela lento y sin atragantarte. Que aunque yo no tenga experiencia, te juro que haces una mínima parte de lo que te digo saldrás satisfecho y no necesitarás de otra manzana porque la que está a tu lado: es la que estabas buscando.
Adler soltó lo que tenía en las manos y quedando con la boca abierta, sintió que los ojos se le salían de las cuencas. Se ruborizó hasta quedar como el achiote y se giró para ver a Nina quien siguió en lo suyo. La pelirroja sabía a dónde iba y no tenía afán de detenerse.
—¡¿Estamos hablando de manzanas-manzanas, verdad Fahrenheit?!
—Quien sabe —le contestó —Quizás es que lo tuyo no sean manzanas, prueba con pepinos y mangos.
—¿Estás antojado de ensalada de frutas o algo así? —le preguntó Javier Bloise a Marcelo Adler al aparecer como siempre en el lugar y momento menos pensado, pero se había perdido de todo lo que Nina dijo y al escuchar lo último de Adler sobre las manzanas, creía que estos dos hablaban de frutas reales.
—Esa ... niña ... yo no ... imaginé que ... ¿cuándo ella? —balbuceó Adler.
—¿Estás bien? —le preguntó Bloise alzando una ceja al verle descontrolado.
Adler no perdía sus cabales así por así y menos con o por Nina.
—Me sacó del diamante, Bloise. Acaba de agarrarme como bola de béisbol —le dijo buscando el hombro de su mejor amigo —Me siento fuera de onda, necesito un apapacho —y Bloise que siempre lo recibía sin esperar nada a cambio, le brindó lo que le pedía sin poder dejar de brincar de felicidad por tenerlo entre sus brazos.
—Ojalá quisieras estar a mi lado por siempre —murmuró Javier Bloise conociendo de antemano que su voz no llegaría jamás a los oídos de Marcelo Adler.
Esos tímpanos solo reaccionaban ante los timbres de las féminas no al de uno como el suyo.
Nina no necesitó de volver a ver a aquel par, estaba al tanto de lo que había ocasionado. Con Adler frágil, al menos Bloise tendría un disfrute mejor al de estar encerrados en un armario sin hacer más nada que verse por estar jugando a Siete minutos en el paraíso, una oportunidad que él no desaprovecharía a pesar de que tenerlo tan cerca no le dejaba de dolerle.
—Un poco de limón y sal para la herida, no sabe nada mal —pensaba Bloise mientras reconfortaba a Adler —Y en todo caso, esto muy pronto acabará, ¡bendita Universidad!
Muy firme y poniendo un pie tras otro, la pelirroja siguió y siguió hasta donde quería llegar. Divisó ese traje gris que le servía de bandera a las tierras a las que se dirigía y ya estando a una proximidad razonable, con mucha cautela su mano derecha buscó la izquierda de él.
Tomando a Darío Elba por el anular y el meñique, Nina Cassiani le hizo saber que estaba a su lado.
Él sintió que el brazo entero se le aflojaba y con ardor en las yemas de los dedos, un cortocircuito le reavivó el corazón y no pudo resistir las ganas de darle un leve apretón a ese tacto que ya conocía demasiado bien como para intuirlo sin tener que palparlo.
Se excusó con Lindo y Braun para poder volverse hacia Nina y antes de que le preguntara qué se le ofrecía, ella le expresó los motivos de su interrupción.
—¿Me permite unas palabras ... a solas?
—Con mucho gusto.
Siendo guiado por la roja melena, Darío fue tras Nina y llegando al extremo del aula, abrió la puerta metálica de la 2-4 rogando porque en el pasillo no hubiera nadie y así poder escuchar esa inquietud de ella que a él le resultó de gran curiosidad.
Nina no le pediría hablar a solas si no era de suma importancia lo que tenía que decir, pero tampoco esperó lo que estaba por escuchar.
—No es fácil —comenzó a decir cuando estaba segura de que no había nadie más en ese pedazo del Colegio y Darío quiso responderle, pero Nina negando con la cabeza no se lo permitió.
Si lo había extraído de sus obligaciones no era para dialogar.
Ella quería que él escuchara muy atento lo que necesitaba decirle y habiendo un brillo en ese iris esmeralda que antes no había visto más una mueca de sonrisa que no era la que conocía, sus gestos terminaron de callarlo.
—No es fácil estar aquí así como estamos porque me gustas mucho. Me gustas demasiado Darío y yo tengo que sacarme esto que siento porque de lo contrario no sé si podré con tanto. Puede que a fin de cuentas yo sólo sea una blandengue y quizás el decirte esto sea una imprudencia, un exceso de química en mi cabeza, pero quiero y necesito que sepas lo siguiente.
Nina Cassiani apretó los labios, inhaló y exhaló varias veces y cuando supo que tenía dominio de sí, sin quitar la mirada de Darío Elba, le dijo:
—Te deseo.
Y la sencillez de esas dos palabras deshicieron a Darío y una lágrima tras otra, sus mejillas comenzaron a humedecerse y lejos estaba de parar aquel aguacero en forma de llanto amansado.
Nina tenía más que decir.
—Te deseo con todas mis fuerzas. Quiero tropezarme con tu cuerpo. Quiero caerme una y mil veces en vos. Quiero accidentarme en cada pedacito tuyo y quedarme allí tendida, fingiendo que no puedo levantarme y darme por muerta para que me revivas con tus besos y caricias. Quiero hacerte en vida lo mismo te hago en mis sueños y mucho más aún de lo que a veces hasta dormida reniego de hacer por pena. Quiero todo y de todo pero de y con vos Darío y no sé la fecha exacta en que sucederá eso y no tengo pensado el correr, huir, esconderme ni tampoco el quedarme sentada porque disfrutaré y asumiré las consecuencias de mis actos así como hoy estoy consiente de que aquí y ahora no es el momento idóneo para lo que acabo de decir, pero es algo que aunque parece inmaduro y precoz, es lo que allá adentro recién aprendí de mí y necesitaba compartírtelo. Perdóname por no saber esperar.
—Nunca conocí ni conoceré a ninguna otra mujer como vos, querida Nina —dijo Darío haciendo un esfuerzo sobrehumano para hablar. Él también sentía muchísimo y de todo por ella.
En Darío, todos sus deseos y anhelos se hallaban soldados a sus sentimientos por Nina, sentires tan únicos que sólo ella fue capaz de lograr despertar en él y respecto a eso, sabía que era correcto el expresarse mutuamente de una forma u otra y en algún momento lo que sus cuerpos manifestaba en honor a la atracción y a lo que va más allá de lo físico, pero nunca imaginó que ella le tomara la delantera en cuanto a ese tema a pesar de que siempre había admirado su franqueza. Que Nina se abriera como lo hizo; a Darío le supo a sueño y por eso ansiaba estar seguro de que no estaba alucinando.
Buscó tomar su mano y cuando la encontró, Nina rehusó entregársela.
Ya era extraño que él estuviera lagrimando en lo que vendría siendo la vía común del Colegio y aunque si los sorprendían ahí afuera a solas bien podría sacarse una excusa de la manga, pero no había ni una válida para que los hallaran cogidos de las manos, pero Darío por primera vez se negó a dejarla ir.
La necesitaba.
—Me estoy muriendo por abrazarte. Me desangro. Desvarío a causa de los dos besos que me robaste. Por vos charlo con los pájaros y me extravío en mi propia casa, por eso te suplico me permitas sentir tu corazón latiendo a través de tus venas. Necesito saberte real y sé lo que estás pensando, pero me quiero arriesgar. Si llegan a vernos y me preguntan sabré mentir y diré que te estoy midiendo el pulso, pero no me sueltes Nina, por favor, no me sueltes que yo también me caigo segundo a segundo por vos desde hace bastante y no quiero dejar de caer ni de accidentarme. Por Dios te juro que, y sólo por vos, no quiero ni pienso detenerme. Yo: Darío, no quiero parar de golpearme con Nina.
Las agujas en el reloj mecánico sobre la muñeca de Darío corrían en el sentido contrario, los minutos se desvanecían y lo que fue un rato entre ellos dos a solas, lo vivieron como una eternidad. Aquel gesto fue tan poderoso que pudo sostenerlos a ambos en medidas exactas, era un granito de lo mucho que urgían dejar en libertad.
—Se van a quedar así o vamos a intentar proseguir con lo que dejaron allá atrás —preguntó la voz arenosa de Gail Hooper sin sarcasmo, algo muy extraño que ni Darío o Nina escucharon antes en ella.
Cuando vio a los enamorados fugarse, los siguió y se quedó estampada en la puerta como escolta. No pudiendo escuchar con claridad lo que se decían y menos ver lo que hacían, cuando solo percibió silencio decidió indagar lo que pasaba y al hallar a la mano de Nina entre la de Darío, no sintió malestar si no un anhelo de poder estar en las mismas condiciones con su igual.
Ella también tenía sus pesares del corazón y ojalá pudiera arriesgarse a copiar el atrevimiento de ellos con la persona que la volvía alguien distinta de lo que mostraba ser con los demás.
—Maldito Cupido y tus flechas —pensaba en esos instantes Gail Hooper y lo mismo pasaba por la cabeza de Javier Bloise cuando se desprendía de Marcelo Adler para que él siguiera con su camino.
Gail y Bloise tenían cada uno un amor inconcreto, un querer no correspondido que se paseaba frente a sus narices sin que estos les notaran y así pasó por días y también por años. Chocaban centímetro a centímetro con ellos y sus sentimientos frustrados suspendidos en sus gargantas, ahogando miles de suspiros durante las horas de clases.
—Nina, vete para adentro —le ordenó Gail y la pelirroja obedeció sin quejas.
Sonriéndole a Darío y sintiéndose satisfecha, Nina le depositó un beso en la nariz a su amado —Te veo más tarde en el mismo lugar de siempre: asiento tres en la fila detrás del chófer —y luego se regresó al salón.
—Sigo sin entender cómo teniendo vehículo prefieres dejarlo botado y viajar en autobús público con tal de estar unos cuántos minutos más a su lado y eso que tienes en la cara me incomoda, mejor toma —dijo Gail a Darío entregándole el pañuelo que él siempre cargaba en una de las bolsas de su saco —Sécate tus emociones.
—No tengo idea de si darte las gracias o mejor preguntar cuánto te debo.
—Luego hablamos de eso, la cuenta de ustedes dos ya está abierta.
—Veo que serán las dos cosas entonces —concluyó Darío mientras recuperaba su expresión serena y ponía en control a su alocado corazón —Gracias, Le Petite Hooper y debes saber que no es cuestión de entender o explicar, se trata de vivir y sentir.
—Quiero una pizca de ... eso —confesó la menor de los Hooper con la vista puesta en el marco de la puerta bajando el volumen lo más que pudo en su lamento y creía que ese frente a ella no la había escuchado.
—No puedo ofrecerte de lo que siento por Nina, pero tengo esto —dijo Darío y con su índice desarmó el nudo de imperturbabilidad que siempre traía Gail entre las cejas y ella, tomada desprevenida y sin tiempo de amurallarse, suspiró.
—Te voy a dar permiso de que me abraces, pero solo porque Lean o Sabanero no están, así que no te creas la gran cosa, Elba.
Gail no se dejaba abrazar de nadie más que no fuera su fallecida abuela, de Leandro o Darío y si contaban los objetos inanimados, de su burrito de manta Sabanero. Ajenos a estos únicamente había una persona más de quién ansiaba esa muestra de cariño, pero quería que ese gesto fuera equivalente al sentimiento que fluía en ella y hasta la fecha, parecía que eso nunca sucedería.
—Ven acá —y trayéndola a su pecho, Darío abrazó a la que no era su hermana natural con mucha ternura. La abrazó igual que de pequeñita, como cuando la Abuela Aída junto con mamá Amira estando todavía entre ellos, les cultivaron a esos tres el amor fraternal.
Obteniendo un pago justo por sus servicios como intermediaria en el romance que se tenía con Nina Cassiani: el recuerdo del cariño y el amor sin compromisos que una vez vivió en su infancia, al cabo de un minuto Gail Hooper se separó de Darío Elba y se alistó para volver a su trinchera; el salón de clases donde estaba esa persona que le había volcado su corazón.
—¿Dónde carajos estabas? —le preguntó Bloise a Nina después de que Gail se llevara a Moira casi a rastras, reprendiéndola muy molesta porque por estar prendida de la espalda Bloise usándolo como caballito, de nuevo estaba mostrando las bragas —No me digas que tuviste un bajonazo por culpa de lo que Adler te dijo sobre tener sexo.
—¿Pudiste escuchar cuando él dijo eso? —preguntó Nina asombrada y se llevó a Bloise al fondo del salón para hablar con algo de privacidad. Pegando la espalda contra la pared se deslizó con él hasta llegar al piso para sentarse.
—Digamos que tengo el don y maleficio de poder escucharlo cada vez que habla. Es como si su voz viajara en un canal especial o una frecuencia que yo puedo descifrar aunque esté a larga distancia y va a sonar raro, pero también sé lo que Adler dice con solo verle mover los labios y ya no quiero hablar más sobre el tema aunque te agradezco montones el haberlo traumado hace un rato. Lo dejaste hecho leña y mis bracitos y yo le ayudamos a juntar sus trapos y a ver, no te hagas, dime dónde estabas.
—En tiempos de crisis unos lloran, otros venden pañuelos, creo que no te equivocaste de vocación al escoger como carrera Mercadeo y Publicidad, muy bien hecho Bloise —contestó Nina sonriendo —Y estaba allá afuera en el pasillo hablando con Darío. Necesitaba decirle una vez más lo mucho que me gusta, cuánto me atrae y que también lo deseo.
—¡¿Qué le dijiste qué cosa?!
—Que me gusta, me atrae y que ...
—¡Si, si, si ya te oí, shhh! ¡Escuché con amplificador esa última parte, ¿pero cómo se te ocurre decirle eso aquí?! Ese hombre no es de palo, Nina. Pobre, ni me quiero imaginar cómo lo dejaste.
—¿Lo siento? —se excusó la pelirroja.
Bloise exageró sus ademanes y sacudió la cabeza para demostrarle a Nina que ella acababa de hacer una locura y luego se echó a reír. Que Nina pudiera hablar de algo tan común como lo era su despertar sexual sin mencionar a Sigmund Freud, Carl Gustav Jung versus unos tales William Masters y Virginia Johnson le parecía inverosímil.
Su amiga pelirroja podía dar una cátedra de educación sexual de nivel magistral, pero en ninguna de sus pláticas ella había amarrado el sexo a los sentimientos. Antes de Darío no podía contemplar esa visión porque no sentía impulsos y al admitir que los tenía por él, Nina daba un paso más para crecer.
—Ah, pero eso si —añadió Bloise conteniendo las carcajadas.
Bloise era Bloise y cada una de sus intervenciones siempre traían algo de pintoresco como extra.
—No te olvides de llevar chorrocientos tanques con oxígeno que te juro por El poder de Chita que los vas a necesitar. Nina: si solo de besarlo de piquito casi que saludas a la parca ... ¡Joder mujer que te me vas a ir en tu primera vez, ay tu primera vez con él!
Y Nina Cassiani quería contradecir a Javier Bloise, pero su propia risa no la dejó ni tampoco las cosquillas que le provocó la alegría de tener a alguien de su misma edad con quien hablar sobre sus aflicciones que no eran para nada triviales, solo cuestiones de su mocedad.
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