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71.


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—¡Psst señora, psst, psst, señora vuélvame a ver! —suplicó por quinta vez y por igual número de vez, no tuvieron efecto sus palabras.

Con la mirada fija en la razón de sus ansias, volvió a intentarlo con mayor empeño, pero la nulidad junto a la tentativa se alargó lo suficiente hasta volverse continua. No consiguió respuesta por más trillada que sonó su petición y no pensaba desistir, pero le tocó aceptar que debía hacer una pausa y más cuando su nariz se permitió dejar ir un suspiro frustrado, manifiesto exacto de la disconformidad.

Muestra incuestionable de un rasgo no característico en él.

Tenía la paciencia comprometida y la tensión acudió puntual sobre sus hombros, el dolor se asomó de inmediato amenazando, firme, con subir hasta su cuello. Había mucho porque sentirse dichoso, demasiada felicidad como para darle cabida al estrés tempranero y queriendo mitigar ese estado, hundió los dedos en su lacia melena y con un breve masaje, se palpó la sien hasta ablandar un poco la presión.

Mientras descansaba los ojos, poniendo orden al desbarajuste que se armaba en su mente y pensando en no darse por vencido, determinó que continuaría; lo intentaría tantas veces pudiera, contando con que el tiempo ya corría en su contra.

Tomó aire y se mordió el labio inferior y sin pensarlo más, comenzó a sacudir los brazos algo frenético para ayudarse a ser visto y alzando la voz, dijo:

—¡Señora, por favor, aquí! —y aunque el mensaje fue claro y conciso aún para las orejas ajenas a la situación, su objetivo lo ignoró por completo.

Frunció el ceño y ante el espejo retrovisor, las mínimas líneas de expresión en la amplitud de su frente confirmaron que había caído en angustia y a pesar de tener motivos de sobra con los que podía justificar su comportamiento, se forzó a guardar la compostura, incluso cuando el simple asomo de la ridiculez, quiso atropellarle el propósito.

Cortando de tajo su propio absurdo y sin nada que perder y con mucho por ganar, trató de igual forma dos y tres veces más, pero su llamada de atención desapareció en el incesante bullicio del cardumen de cláxones de lunes por la mañana y unirse al coro de la desesperanza haciendo el mismo escándalo que otros, tampoco prometía eficacia.

Habría que considerar otros medios, quizás un megáfono, para que la melodía de su voz se volviera de interés para quien quería que lo escuchase.

Pero el semáforo, árbitro injusto para cuestiones del corazón, no le dio chance para que pensara en otra estrategia y cambió de rojo a verde sin preguntar y él, que estaba a la cabeza de la fila con su caballo de cuatro herraduras a caucho, sabía que tenía meter la marcha, quitar el pie del freno y acelerar, pues había gente a sus espaldas queriendo avanzar.

Por obligación tuvo que alejarse, pero conservando la idea, entre ceja y ceja, de conseguir de cualquier manera esos preciados manjares que anhelaba deshacer en su paladar. No podía darse el lujo de extraviarlos y menos ahora que por casualidad, los halló cuando ya los daba por extintos. Ésta ocasión, debía ser era una obra esporádica del Espíritu Santo, beneficio de consagrar la vida entera y sin interés de ningún tipo, al amor único y verdadero.



Desviado de la costumbre de su camino rutinario por vivir en el andén del amor, esa mañana terminó enredado en la anarquía vehicular del centro de la ciudad y sin saber cómo, de entre el sofoco del gentío logró distinguirlos de prisa, en un atisbo del tiempo que le pareció irreal y fue el mismo deseo, cosido a lo que quedaba de su cordura, lo que las dilucidó de la fantasía.

Con ese rojo indescifrable, desprendían color a distancia y lo llamaban implorando por el halago de sus manos. Haciendo harapos de su sobriedad, declaraban querer peregrinar hasta el último rincón de su boca, saciándole el gusto de placer y agitándolo con cada implosión imaginaria de sabor que prometía dejarle la piel más eriza de lo que ya la cargaba. La simple idea de que pronto, su lengua se haría un festín con el jugo de una de esas semillas, lo provocaba sin remedio a pretenderlas a toda costa.

Ese arrebato hecho necesidad, lo indujo a dar dos vueltas más a la manzana y toda táctica que empleó para que esos oídos y ojos se percatan de su urgencia, falleció en conato, desechadas peor que la turbia agua lluvia que viajaba desbocada por el tragante.

La señora o se hacía de rogar o simple y sencillamente no lo notaba.

El tráfico ya era cuestión de desquiciados y el tic tac tic tac de su reloj de puño se ensañó con hacerle competencia al ritmo de su corazón. El primero le advertía que por primera vez, estaba a punto de llegar tarde y el segundo, alimentado por el vilo de que había menos fruta en la canasta, le remarcaba que la cuenta regresiva era inevitable.

Era esto último lo más importante, lo demás ya carecía de trascendencia. A la siguiente vuelta, la cuarta, estaba dispuesto a todo. Se bajaría del auto sin importar qué luz dictara el semáforo, pero no tuvo necesidad de hacerlo.

Al menos, no como lo tenía planeado porque ni bien puso el pie en el freno para estacionarse, una persona lo abordó por el costado izquierdo.

—Buenos días, señor —dijo quien se puso al nivel de la ventana que estaba entreabierta, la que dejaba que gotas escurridizas del llanto del invierno, se colaran a gusto empapando el traje con estricta etiqueta de lavado en seco.

Cuando otros le habrían puesto cara de espanto por la inesperada intromisión, él sonrió con demasiada felicidad al Oficial con uniforme azul identificable a nivel nacional como el de un Agente de la Policía de Tránsito que sin más preámbulos, dijo la finalidad de su invasión no tan grata:

—Apague el motor y permítame ver sus documentos, por favor.

Dicho Oficial, con placa PR0953, le había echado el ojo al conductor del reluciente hatch back que parecía recién salido de agencia desde hace mucho rato y le desconcertaban los motivos por los que aparecía tantas veces por el mismo trayecto, deteniéndose y haciendo señas como loco, enmascarando, sépase con qué código, sus verdaderas intenciones. Un auto así no solía verse por ahí y menos estancarse en la esquina poniente del mercado central.

A no ser que hubiera drogas de por medio.

Tenía que investigar esa curiosidad no común de su inicio de turno y ver qué se traía entre manos aquel que vestía con inusual elegancia un traje de cuatro piezas, zapatos de lustro brillante y delicada corbata en seda de tono acerado.

—Buenos días, señor Oficial —respondió el presunto implicado en el comercio de substancias ilícitas y como a lo lejos, el canasto casi vacío era para él una cuestión de alerta máxima, dispuso de ese recuso inesperado que tenía a la mano. Bajó por completo la ventana del auto, se sacó la billetera del bolsillo derecho del pantalón y luego de tomar un billete de modesta denominación, entregó lo anterior al que se lo solicitaba junto con las llaves.

El Oficial, perplejo del acto de supuesta entrega voluntaria, siguió las ordenes de lo aprendido en la Academia, pidió por la radio a la Estación de Policía que le certificaran la matrícula que estaba por describir y en lo que dictaba el número de placa, el conductor se apresuró a salir del vehículo con el amparo de un paraguas no ordinario y dijo:

—Discúlpeme unos minutos, ya regreso —y comenzó a saltarse los charcos siempre sonriendo.

—¿En serio éste drogo de cuello blanco, pretende que me quede sin hacer nada mientras va todo contento por su dosis de narcóticos? —pensó y se fue detrás de él no sin antes desabrochar de su funda, el arma que el Gobierno le había confiado para servir y proteger ante todo.

La mañana ahora parecía prometedora. El tal Darío Maximiliano Elba Duarte, según era el nombre que aparecía en el documento de identidad y en la licencia que portaba, debía ser de los de la mafia de polvos blancos del estrato social de los de arriba.

Atraparlo en el acto, comprando o vendiendo significaría para el Oficial, dejar de patrullar las calles con su no muy querido talonario de infracciones a dirigir la Unidad entera, sentado en un cómodo escritorio y un aumento de salario que bien le caería a su apretada economía.

Casi sintiendo el peso del próximo salario en sus bolsillos, apurando el paso y sin miedo ni dudas de ningún tipo, el Oficial Pereira Rojas continuó detrás de Darío Elba, que caminaba bajo el aguacero con una gracia no propia de un adicto y dicho modo, le extrañó bastante, pero al verlo detenerse frente al puesto de fruta de Doña Rita Rojas, el corazón casi se le detiene del susto. Algo ya no cuadraba en su falsa intuición de comercio de drogas.

Doña Rita era su tía del lado materno.

—¡¿Pero cómo pueden quedar solo dos granadas?! —exclamó Darío Elba casi histérico.

—¡Ah mijo! —contestó en tono de lamento la señora —Viera que cada vez son más escasas y la poca gente que todavía les guarda espacio en la pancita, ni bien los mira y los compra sin tanto cuento —añadió con su buen criterio de vendedora de años de esa singular fruta, una en la que ella siempre depositaba su fe de venta rápida.

—Hnm, ya veo —dijo Darío, pues no hace mucho vio el canasto medio lleno y bien calculó que contenía unos quince de esos tan codiciados frutos que lo traían desde hace meses en ascuas y solo pudo hacerse de dos.

En lo que la vendedora se buscaba una bolsa plástica, que fue rechazada con mucha cortesía por el comprador, se percató de una silueta que se le hacía familiar y chasqueando la lengua, preguntó:

Paquito, ¿no me diga que usted también venía por granadas?

Darío, que no iba a permitir que el tal Paquito le ganara la partida en su jugada maestra, reclamó las dos granadas entre sus brazos e iba a decirle "lo siento Paquito, éstas son mías" cuando se llevó la sorpresa de que ese a sus espaldas era el mismo Oficial al que le había entregado su billetera y las llaves del auto.

Cayó en cuenta de que él le había seguido y la circunstancia le pareció un tanto extraordinaria. Su cerebro reaccionó y armó muy rápido el panorama en general, sin perder tiempo corrigió la postura acomodándose la fruta en una sola mano para extender la que tenía libre y dándosela al Oficial a modo de saludo, Darío dijo:

—Creo que mis intenciones se han confundido con las de alguien que busca lo ilícito.

—Contabilicé que dio más de tres vueltas a la manzana y su auto no es de los típicos que suele rondar la zona —explicó el Oficial Pereira —Su conducta, se me hizo mero sospechosa y más cuando comenzó a hacer micos y pericos con esos sus mates tan raros.

—Disculpe si malentendió mis acciones —se excusó de inmediato Darío Elba. —Tiene usted toda la razón, soy foráneo a éstos rumbos. Resulta que olvidé encarrilarme en la Rotonda y por eso acabé en el centro de la capital, no acostumbro a pasar por aquí y en cuanto a mis ademanes raros, llámele casualidad o destino, pero cuando vi ésta fruta que llevo buscando desde hace meses, traté de llamar la atención de quien resultó ser su tía para poder comprarlos de inmediato pues no los hallé en ninguna parte. Ya daba por un hecho que no hubo cosecha de granadas en el país, la temporada acabó el mes pasado y estaba por empezar los trámites para importar aunque fuera una caja. Era para mí una urgencia el tener ésta fruta. —le contó con amenidad y soltura.

—¿Tanto le gustan? —quiso saber con asombro el Oficial Pereira.

—Ojalá pudiera explicarlo a detalle, pero puedo decirle que no son solo para mí, son también para ella. Es ella quien me sedujo a comerlos —declaró el enamorado refiriéndose a la Señorita Bonita que decora su roja melena y su cuerpo con ese aroma.

Ella también estaba ansiosa de poder volver a saborear esa fruta que comían los abuelos de antaño para refrescar el recuerdo de cuando su padre se las conseguía antes de caer en cama por la crueldad de la enfermedad que lo tenía más allá que acá.

—¡Así que son antojos del embarazo! —dijo sin reparos Doña Rita —¡Ah pecado con la criaturita y la mama que los están pidiendo quién sabe desde hace cuánto y usted tan buen marido que hace de todo por complacerlos!

Darío Elba se sonrojó hasta las orejas y rio de manera nerviosa por pensar a Nina Cassiani con el vientre fecundado y lo que antes tenía que suceder para alcanzar ese divino estado. A su mente acudió una pizca de sus deseos futuros: retoños de melena rojiza le hacían cosquillas mientras él intentaba no reír y le obsequiaban tiernas travesuras durante los paseos familiares, luego se ajustó al presente y disipó con severidad su pensamiento y corrigió a la señora, siempre con habilidad aunque de manera desordenada.

—Cuando menos tengo que pedirle a ella, me acepte como su novio antes de, bueno ... eh, eso que usted ya sabe que por tanto no ha ocurrido ... así que no ... no esperamos más que frutas de árboles y margaritas.

Tanto Doña Rita como su sobrino, suspiraron. El amor les tocaba en la carne aunque no vivieran el fuego de la hoguera y el pasado del querer en ambos, trajo a flote a la nostalgia, el amargo del vacío les distrajo un rato y cada uno hizo lo que pudo con el dolor opresivo de la desilusión.

—Disculpará mi falta de cortesía, Señor Oficial —les segó al fantasma del ayer, Darío con tacto y humildad —Si todo está en orden o me va a poner una multa por dejar abandonado mi auto en plena calle, pues le pediré con mucho respeto que lo haga ya que estoy sobre tiempo. Se me hace tarde y tengo una reunión que se supone empieza en diez minutos —solicitó de manera explícita sin botar la sonrisa de satisfacción en el rostro por tener lo que con determinación, había buscado hasta en las provincias más lejanas de su tierra natal.

El Oficial Francisco Pereira Rojas, sacudiéndose de su antiguo recuerdo que aún le laceraba, veía a Darío Elba de pies a cabeza, definitivamente ese, frente a sus ojos, estaba jugado de amor. Se le notaba a leguas y a él le causó compasión aún cuando hace bastante, su corazón había dejado de latir por la que una vez fue su esposa, la misma que lo tenía sumido en bancarrota con más de medio salario embargado a causa de una pensión alimenticia con la que accedió proteger a su mujer cuando se juraron eternidad frente al Notario Público. Pero esa era masa de otro tamal, debía de separar las cosas y dedicarse a la situación que le incumbía.

Revisó la billetera de nuevo, nada más por pura burocracia y encontró un carné de estudiante de Teología de la Universidad de Oxford que estaba por caducar en diciembre próximo, también había un documento que le acreditaba como Profesor Tutor del mil único Colegio que pertenecía a la Compañía de Jesús donde estaba escrito que trabajaba. Halló un rosario pequeñito junto a tres tarjetas de débito y una buena cantidad de efectivo, descontando el billete de cien dólares estadounidenses con el que estaba pagando por dos granadas que sumaban solo el tres por ciento del total.

Doña Rita ya despabilada y al ver a su cliente bien vestido imaginó que ese caballero no tendría papel moneda de menos de dos ceros a la derecha y se acercó a sus vecinas vendedoras para ajustar el cambio y casi le da un soponcio por la impresión cuando Darío le pidió como favor, que conservara el resto, le rogó encarecidamente que no se tomara la molestia de devolver ni un cinco.

—Usted no tiene idea lo que vale para mí ésta fruta —explicó Darío cuando la señora se mostró reacia de aceptar más dinero de la cuenta —Eso que está en sus manos es un precio justo por el cual pago gustoso, ¿son de su cosecha? —preguntó y cuando la señora asintió de que provenían de un árbol de su cuido y propiedad, añadió —¡Con más razón aún, les acredito mayor costo!

Darío, al saber que había probabilidades de tener más granadas de la misma fuente, preguntó al Oficial Pereira si podía devolverle su billetera y éste, anonadado al igual que su tía por la generosidad y autenticidad del que fue su blanco de prejuicios, la entregó sin peros.

Rebuscando sus tarjetas de presentación, aquellas que solo eran un rectángulo de papel blanco que únicamente se volvían legibles a contraluz, Darío entregó una de éstas a Doña Rita que luego de que le explicaran cómo funcionaba el artilugio, miraba fascinada el aparecer de las letras y los números con la ayuda del sol. Todo un acto de magia para la sencillez de Doña Rita y hasta para los ojos de su sobrino que estaba boquiabierto.

—Cuando tenga más, llámeme. Se los compraré todos —confirmó el nuevo cliente frecuente de granadas.

Los párpados arrugados y apagados de Doña Rita, esbozaron alivio. No solo tenía asegurada la venta próxima de manera inesperada, acababa de ganarse noventa y siete dólares de manera honrada, noventa y siete dólares que no lograba hacer ni en una semana de arduo trabajo ofreciendo en su puesto ambulante, la cosecha de sus varios arbolitos que le daban sustento y que quedaban en el traspatio de la llanura árida de su casa.

—¡Que Dios te bendiga, mijo. Hay demasiada bondad en tus manos y amor reventándote en el corazón, vas a ser muy feliz con tu chica! —exclamó Doña Rita y aseguró llamar la otra semana, cuando parte de las veinticinco granadas que adornaban las ramas del árbol estuvieran en su punto para ser comidos.

Darío Elba se despidió con notoria satisfacción con las dos frutas escondidas entre sus brazos, una para ella y otra para él, las acunaba como si fueran un verdadero tesoro e iba pensando en la cara de Nina Cassiani, cuando esa misma tarde pensaba que las comerían juntos en las gradas de su casa.

—Señor Elba —interrumpió de nuevo en sus pensamientos, la voz del Oficial Pereira que venía detrás del enamorado con antojos extraños de frutas arcaicas.

—Ah. La multa —dijo Darío consiente de que acababa de ganarse su primera amonestación en cinco años como conductor.

—No, las llaves de su auto —contestó riéndose de la bobería del que escoltaba —¿O me va a dejar el carro botado?, porque ahí si tendré que ponerle una infracción y llamar una grúa.

—Oh, si es verdad, lo necesito para llegar a mi trabajo —y sin más tomó las llaves —Gracias.

—Tenga cuidado en el camino, dicen que el amor: lo vuelve a uno un tanto enajenado —sentenció despersonalizándose de ese sentimiento que a él se le había convertido en desazón.

—Ni que lo diga, pero le juro que de entre tantos males: no hay mejor trastorno que el del amor —afirmó Darío Elba que poco o nada tenía que hacer para recordar el trastrueque en su interior a causa de ese primer beso que Nina Cassiani, se adjudicó de sus labios.



La madrugada anterior, en esas sagradas primeras horas de domingo, después de que la ya no tan pesada puerta ancha se cerrara con Nina Cassiani y Javier Bloise a sus espaldas, Darío intentó caminar, pero solo pudo dar unos cuantos pasos, que en realidad fueron piruetas de un vals inglés en el que su pareja fue el mismísimo aire, justo antes de que el amor lo dejara inválido sobre la acera.

Estando a solas, Darío se dio cuenta de todo lo dicho, hecho y en especial, de lo que Nina había hecho de él: un organismo que destilaba amor por ella desde la constitución de las células hasta en el sudor de la piel.

Mirando el negro remanente del cielo, juraba que podía sentir todas y cada una de las fibras de los músculos incluidas todas sus terminaciones nerviosas. Sentía hormigas en cada pedacito de su ser y estaba seguro de que no eran los zompopos novelescos de Bloise subiéndosele por la ropa, por que dichos artrópodos lo picarían en vez de causarle ese placer que lo inundaba.

Por si todo lo anterior fuera poco, a Darío también se le hizo tangible un zumbido muy parecido al de un enjambre de abejas metido adentro de su tórax, más precisamente en el corazón. Así de bravo y fuerte, casi sin interrupción le latía esa entraña. Nina le había hecho funcionar en sintonía intrínseca cada trozo de si y puso a trabajar todo lo que había en él con mejor efectividad que la de una máquina perpetua. Darío se supo capaz de reconocer, incluso, el soplo primigenio de su vida, ese momento exacto en que se le depositó el espíritu a su cuerpo para hacerlo un individuo único, sacado de entre el resto solo para convivir al lado de esa mujer.

Hacía frío, muchísimo incluso para alguien que gustara de las temperaturas bajas, pero a él le borboteaba el cuerpo y por un rato creyó que se le calcinarían los huesos, pero no pasó así.

Si, las estrellas arden —se dijo contestándose a sí mismo la pregunta que se había hecho desde que era un pequeño y que sin necesidad de abordar un cohete, se respondió hace unos instantes.

Y no fue que tocó una masa de fuego de esas que penden el universo, había logrado una caricia mejor, la de los labios de Nina y eso le hacía temblar el cuerpo entero de extremo a extremo.

Darío Elba comenzó a reírse de todo y nada. Embelesado, seguía tirado con el cuerpo entre la acera y la calle e inconsciente de dónde estaba, podría decirse que se había extraviado en el mar de sentirse vivo, con ganas de vivir y sobre todo: en la gracia de saberse amado, queriendo hacer de cada segundo que pudiera una delicia al lado de Nina Cassiani.

De pronto se descubrió vulnerable, a merced del mundo e hizo el intento de pedir auxilio para sobrevivir, mas no ocupaba ayuda con lo que sentía solo necesitaba una mano para que le juntaran sus fragilidades.

Con un pedazo del alma hecha rehén en aquella muestra de amor: mimo de labios, su cuerpo fue incapaz de regresar por medios propios hasta la panadería San Martín de las Cinco Esquinas. Y como ya no vivía para él, vivía para ella y por ella debía de ponerse de pie antes de que tuviera un percance, por eso llamó a su padre que asistió muy rápido a su rescate.



—Jamás pensé verte así, Darío —declaró Maximiliano Elba antes de sentarse sobre la acera y al lado de su hijo.

Entendía a su vástago a la perfección, pues él en carne propia había tenido la suerte de caer por amor inequívoco, una vez en la flor de su juventud y la segunda y última, durante el dolor de la resignación. Ahora, en su madurez, se mantenía náufrago a conciencia del afecto y la ternura de la persona que le devolvió el brío de la buena pasión, sacándolo de la oscuridad por el luto de su primer gran amor.

—Juro que no creí llegar a verme así a mí mismo y mucho menos a sentirme tal cual, pero de alguna manera, me siento como pez devuelto a la inmensidad del mar, sobrecogido y arrastrado a la vez, con igual cantidad de misericordia y de agresividad. Estoy y soy feliz, papá —expresó Darío.

—Y me alegra presenciarte. Es como regresar en el tiempo y verte emerger del vientre de tu madre —comparó él antes de asumir la misma condición en la que se hallaba su primogénito, acostado en el pavimento —Es mucho mejor que observar la fotografía que Emiko me envió hace no más de siete días, me habría lanzado al agua al estilo Forrest Gump de no haber conseguido el permiso con prontitud ¡Yo definitivamente no podía perderme de esto, hijo! Pero, aunque quiero quedarme aquí para que me cuentes todo a detalle, debemos irnos a casa. Vamos antes de que pesques otra enfermedad que no sea la de estar enamorado.

—¡Con ésta que padezco, me basta y sobra, papá! —concluyó Darío y al aceptar la mano que le ofrecían para erguirse sobre sus propias piernas, dio pausa a la vigilia que recordaría cada día futuro de su vida.

Con la mirada extraviada en el amanecer, Darío Elba caminó asido de su padre tal y como lo haría un niño en su infancia cuando la armazón de su cuerpo no le da para continuar a solas y su intuición le decía, que sentirse de esa manera, tan fuerte, vivo y frágil a la vez, era solo el principio de todo.

Definitivamente no había forma de frenar de donde apenas y comenzaba a despeñarse. La inmensidad del amor en Darío, tuvo su origen en Nina y solo en ella tendría sosiego.

—¿Qué sucederá con el trabajo en el colegio, Darío? —preguntó el padre con doble propósito.

Quería tantear qué tanto le había crecido el hijo, quería ver si sus enseñanzas aún en su ausencia, causaban eco en su ética y moral. Por eso, añadió —Sabes que no tienes la necesidad de trabajar y mucho menos en ese lugar. Por ende, puedes abandonar tus labores y dedicarte a vivir.

Antes de esa interrogante, Darío Elba con cada paso que daba sobre la acera baldía, se cuestionaba si podría sobrellevar su cotidiano si antes de ese domingo definitivo, ya fuera dormido o despierto, se la pasaba pensando en Nina Cassiani que, junto a esas pecas y sonrisas, reinaba en él haciendo de las suyas y éste no pretendía hacer más que dejar que ella le glorificara cada pedacito de su esencia.

Había caído, pero estando de pie y quizás eso era lo que le aunaba el enfoque a pesar de estar despistado de la realidad y de sus adyacentes.



—Quiero vivir, papá —contestó Darío —Y de manera seca, respondería que tengo obligaciones y responsabilidades que cumplir, pero lo que hago va más allá de un compromiso laboral. Sé bien en qué terreno me he metido y aunque desvaríe, hallaré la manera de ejercer el juicio que me corresponde durante mis labores; lo prometo.

—Por eso y por otras muchas cosas más, mami está siempre orgullosa de tu forma de proceder y yo, estoy sumamente orgulloso de vos, Darío —repuso el Mayor Maximiliano Elba mientras le daba palmadas sobre la espalda y le estrechaba la mano con rigidez de compromiso militar mientras lo guiaba en su ruta para regresar a casa.

Ese era el niño que al fin se había hecho hombre, el que era capaz de reconocer su debilidad humana junto a sus sentimientos y encaraba ambas cosas, valiente y decidido sin dar un paso atrás, ni vacilar en ver hacia los lados para acortar camino con atajos de trucos o mañas aún sabiendo que lo que se proponía no resultaría ser una tarea fácil.

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