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—¿Por qué tan nervioso? —preguntó calmo y con la voz comprensiva mientras depositaba una mano sobre su hombro, sabía que así le transmitía la seguridad que a él le faltaba en esos momentos cruciales.
No le tomó mucho tiempo descifrarle el modo. Él era tan sencillo como explosivo y no es que fuera tan predecible como para intuir cada uno de sus pasos, pero si era conocedor de que respondía dependiendo de la forma en que se le diera su espacio para reaccionar, pues tenía un orgullo, terquedad y capricho no tan fáciles de apaciguar.
El otro, haciendo gala de su incapacidad para aceptar que urgía de ayuda, se hizo el desentendido y con la mirada fija al frente, se limitó a murmurar:
—¿Hnm?
Desde que pudo hacer uso de memoria y contar, supo que las manos amigas con las que se había topado en su vida eran escasas y aún temía de acogerse de las que sabía benévolas. Tenía recelo de confiar, ese era su más grande defecto y por eso, él sin dejar de verle ese perfil que el otro se empecinaba en mostrar, le pidió:
—Vuélveme a ver.
Después de echar la cabeza hacia atrás, vacilando entre reniegos, hizo lo que le pedían a sabiendas de que al verlo a la cara no podía ocultarle que seguía temeroso de errar.
—Ha pasado mucho desde la primera vez, ¿verdad?, tanto que hasta ya perdí la cuenta, recuérdame: ¿cuántas veces hemos hecho esto? —continuó insistiéndole para llenarle de valor, nunca para humillarle.
—No, no lo es —contestó a secas y el rubor corrió presuroso a sus mejillas hasta dejarlo en pena evidente —Van veintinueve contando ésta, pero sigo temiendo como si fuera la primera —y al aceptar esto último se llevó las manos a la cara para intentar ocultar su vergüenza —Y ya sabes a qué le temo, no quiero explicártelo de nuevo.
—Y por eso bien sabes que no voy a molestarme —añadió paciente antes de darle palmaditas en el hombro junto a un leve apretón en esas rojas mejillas para hacerle reaccionar —Me es indiferente si hubiera daño alguno, vuelvo a repetírtelo y te lo he demostrado ya con anterioridad: no importa lo que llegue a suceder.
—¡Es que el espacio es muy estrecho y angosto! —trató de excusarse estando ya un poco ofuscado —¡No va a caber!
—Es la medida exacta, ni un milímetro de más ni uno menos, aquí lo único que falta un poco de confianza de tu parte. Acomódate o de lo contrario mejor sácalo, mira que tenemos audiencia —quiso de ésta forma ver si presionándole, avanzaba.
—¡Que no es tan fácil! —se quejó —¡Soy nuevo en esto a diferencia tuya que práctica te sobra! ¡Llevas desde los dieciséis haciéndolo a diario, me llevas cinco años de ventaja y pensar en que tengo público delante y atrás esperando a que me mueva, no me ayuda en nada!
No pensaba dar su brazo a torcer, en terquedad se parecía a ese otro él.
—¡Oh, vamos Reuben Costa, no me pongas eso de la edad como un pero! —persistió Darío Elba.
Abrumado y acorralado, no le quedaba de otra más que seguir intentando eso para lo que le había citado.
Estacionarse en posición de salida era realmente complicado desde la perspectiva de el panadero que se batía a duelo por vigesimonovena vez ante ese espacio preciso entre dos vehículos y el que él intentaba parquear, pero con Darío como instructor, no tenía más opción que seguir intentando hasta lograrlo.
—Y así sea que nos lleve más de una hora en que te parquees: hoy es el día en que obtendrás tu licencia de conducir, no tienes escape —añadió.
Reuben también ya le conocía el modo a Darío y estaba consiente de que cuando él insistía en algo que quería lograr: lo obtenía y hoy, eso que recién le había dicho su amigo, era más que una sentencia.
Definitivamente ese día tendría entre sus manos un pedazo de plástico más que guardar en su billetera al lado de su documento de identidad.
Eran las nueve de la mañana de un sábado de octubre, el siguiente que transcurría desde que Nina Cassiani y Leandro Hooper de manera primitiva, les volcaron por igual el corazón a ese par de hombres y los dos se encontraban en esos momentos en pleno estacionamiento de un concurrido centro comercial; intentando hacer que el panadero se estacionara de manera correcta. Una maniobra básica y esencial, pero dificultosa para quien estaba al volante.
Previendo el tiempo que les tomaría, Darío convenció a Reuben de que sacara el día completo tanto en su trabajo en la panadería como en sus responsabilidades vespertinas para dedicarse de lleno a dar por finalizada las lecciones de manejo vehicular. Clases que Darío le impartía con rigor y sutileza a Reuben.
Desde aquel día de agosto en que Reuben le contó a Darío que no sabía conducir, el primero se propuso enseñarle a como diera lugar y el segundo después de algunos rodeos, aceptó de buena gana ser instruído por su amigo y desde el mes de septiembre, Darío había acomodado su tiempo para hacerle un espacio a la saturada agenda del panadero, cumpliendo como siempre, con su palabra de llevar a cabo lo que prometía y en esta ocasión hizo uso también de su buena paciencia, porque aquello que para él fue pan comido en sus años de adolescente, para Reuben fue algo épico ahora a sus veintitrés veranos.
Reuben Costa nunca antes se había sentado en el asiento del conductor de un vehículo, por lo tanto a Darío Elba le costó mucho hacer que se sintiera cómodo y llegó a tildar el asunto como delicado y hasta crítico, porque de entrada, que entendiera que lo de ajustar los espejos retrovisores era para ver los distintos ángulos del exterior del vehículo y no para acomodarse los rizos como quería hacer el panadero, fue realmente difícil.
Darío tenía mucha tolerancia, esa era una de las cualidades más sólidas de su carácter y que se había fortalecido al convertirse en tutor de las niñas de la 2-4 y se tomó la tarea con la seriedad requerida, tanto que incluso le puso pequeños letreros a las distintas señales y medidores en el tablero para que Reuben no olvidara para qué servía cada instrumento y pasaba dándole masajes en los anudados hombros para que se relajara cuando por fin se animó a pisar el acelerador.
Para Reuben, que Darío fuera tan excelente conductor y a la vez un instructor de primera, le causaba un poco de molestia al ser mayor que él por dos años de diferencia y fue por eso que con mucho empeño e iniciativa, luego de superar sus primeros tropiezos con el carro, se mentalizó aprender lo más rápido que le fuera posible para obtener su licencia.
Pero su talón de Aquiles no fue el desplazarse con prudencia y destreza entre el caos vehicular de un viernes por la tarde en la ciudad, era estacionarse según lo debido, tan complicado lo veía que llegó a comprarlo con enfrentarse al temible examen final de Matemática Financiera VI en el cual la mayoría que cursaba esa cátedra quedaban en calidad de aplazados, todos menos él que salió más que airoso por todo el esfuerzo que puso en aprender, no solo en aprobar y por eso se había empecinado en cumplir con ese objetivo que era el único que le faltaba por dominar para poder graduarse como conductor con licencia para manejar vehículos particulares.
Darío, que creía firmemente en las habilidades de Reuben, sabía que era la falta de seguridad lo que entorpecía a su amigo de lograr ese único obstáculo y por eso, le había pedido que fueran a ese centro comercial para que lo superara y luego de dar varias vueltas para hallar un espacio libre, el panadero llevaba más de quince minutos con las direccionales señalando que pretendía parquearse en un espacio vacante justo entre dos carros, pero los nervios le traicionaban diciéndole que no tenía suficiente lugar para hacer encajar el hatchback propiedad de Darío porque le erizaba los vellos el simple hecho de pensar en la suma que costaba reparar un rayón en la impecable y bien cuidada pintura del carro, a lo cual el dueño de éste le decía que podía darle los que fueran necesarios con tal de que aprendiera, que al final era solo hierros y fibra de vidrio sobre ruedas.
Reuben sabía muy bien que esas palabras de Darío no eran alarde ni desinterés de sus bienes materiales, si en algo se parecían los dos, casi tan idénticos y cortados con la misma tijera, era en lo cuidadosos que eran con sus pertenencias, pero aún así le daba pánico echar a perder el auto que, aunque no era último modelo, relucía mejor que uno recién sacado de la agencia automotriz.
Sin mencionar que consideraba un acto de vulnerabilidad el andar dejando pruebas tangibles de su no experiencia, otra cosa que tenía en común con su tutor, aunque lo expresaban de maneras distintas.
Ese tiempo que compartieron en las carreteras y terrenos baldíos mientras uno enseñaba y el otro aprendía a maniobrar les sirvió a los dos para convivir mejor, al cabo de que a éstas alturas podía decirse qué, para ser nuevos amigos, aquellos dos ya eran viejos conocidos y las asperezas que alguna vez se tuvieron,las limaron a punta de testosterona civilizada entre ambos.
Al extremo de dejar a Nina y a Leandro boquiabiertos cuando se daban entre ellos miradas de complicidad en asuntos que les concernían a los cuatro, algo que disfrutaban de hacer en pos de esos seres que los tenían a los dos navegando en los mares del amor.
—¡Darío por favor bájate y dime que no abollé tu carro ni ningún otro de los que están a la par! —pidió Reuben cerrando los ojos luego de finalmente estacionarse.
—Todo está bien e inmaculado —confirmó Darío después de bajarse y alzarle el pulgar como señal de aprobación —¡Ahora debemos de hacerlo de nuevo!
—¡¿Qué?! —gritó el panadero agobiado y pensaba quejarse más, pero no le dieron tiempo.
—Si, repítelo un par de veces y luego nos vamos por tu licencia —le indicó Darío al sentarse de nuevo en el asiento del copiloto.
Dando un suspiro exagerado y abrazándose al volante hasta darse golpecitos en la frente, Reuben obedeció encendiendo el motor nuevamente y se apuró en ir a buscar otro espacio libre donde estacionarse y cuarentaicinco minutos después, luego de practicar el mismo proceso tres veces más; se podía decir que de verdad ya sabía parquearse de manera idónea. Una acción que Darío vitoreo muy orgulloso y satisfecho de Reuben:
—Siempre recuerda; al toro por los cuernos —se dijeron a una vez los dos antes de ponerse en marcha a su próximo destino: una sucursal de la Dirección General de Tránsito, la más cercana que tuvieran.
Ya en ese lugar, Darío depositó toda su fe en Reuben y luego de echarle porras y ánimos hasta por los cielos para superar con éxitos la prueba teórica y práctica: ahí estaba el panadero arreglándose el cabello para tomarse la fotografía correspondiente a su nuevo documento que le acreditaba como conductor de vehículos livianos, imagen en la que se notaba muy orgulloso de su proeza.
—A ver tu licencia —le dijo el recién certificado al que ya tenía varios años de experiencia encima, al congraciarse de que realmente se veía muy bien en la foto y por eso estaba más que complacido.
Sacarse una fotografía decente es esa cabina de un metro cuadrado era algo casi nadie lograba. Todo el mundo quedaba con cara de espanto o de ebrio con resaca medieval, incluidos Sandro y Oneida que ocultaban sus licencias hasta de su madre y respectivas parejas para que no les hicieran la burla que era invitable.
—¡Ah! ¿Así que quieres comparar quien de los dos se ve mejor? —dijo Darío alzándole una ceja y Reuben hizo una mueca asintiendo.
Que se retaran en cosas tan superfluas era algo que gustaban hacer cada que pudieran.
—¡Pues yo me veo bien, pero te juro que de los tres nos gana Hooper por millones! —le contó luego de sacar de su billetera su documento en el cual, él estaba sonriendo de manera amena como siempre.
—Leandro se ve bien como sea y donde sea —dijo sin pensar Reuben y en segundos cayó en cuenta de sus palabras y hasta se mordió la lengua: acababa de decir, en resumidas cuentas, que el artista era guapo ante sus ojos, algo que no suelen decirse los hombres entre hombres sobre sus amistades comunes.
—¿V-verdad que s-si piensas lo mismo? —trató de encubrir sus sentimientos por Leandro que aún no eran de conocimiento de Darío ni de nadie.
De lunes a sábado desde las dos con cinco de la madrugada, Reuben Costa compartía tiempo de calidad en la panadería todo la mañana y parte de la tarde con Leandro Hooper y desde hace una semana, precisamente desde aquellos dos besos en la mejilla, eran más que cercanos, aunque el panadero seguía refrenando de manera tenaz sus verdaderos sentimientos por el artista, pero en ocasiones, con una espontaneidad casi divina, hablaba de él como si fueran otra cosa más que amigos. Y halagarle por su forma de ser y su precioso rostro, era una que le resultaba incontrolable.
—¡Claro! —le contestó Darío sin prestar atención a la conducta extraña que adoptó de inmediato Reuben por hacer el comentario anterior —Sería desconsiderado y tonto el no aceptar que Leandro es muy bien parecido y así ha sido desde que le conozco, tanto que con guiñarle el ojo a los oficiales de tránsito, sin importar del género que sean, se ha librado de buenas multas por andar manejando despistado, ¿por qué crees que aunque cuenta con su licencia y sus propios autos, sigo siendo yo quien le lleva a todos lados y él sigue ocupando el asiento del copiloto?
Aliviado porque su comentario no fue interpretado de la manera correcta, Reuben Costa se hundió en sus propios pensamientos, queriendo no hacer ahínco en los encantos de Leandro para con terceras personas, quería que esos guiños fueran solo para él y de nadie más, pero no le convenía pensar en eso. En el oleaje por tratar de ahogar sus celos estaba, cuando en voz alta y con tono irónico, el mismo que estaba aprendiendo de Gail Hooper mejor de lo que debía, dijo:
—¡Tan útil que me es saber conducir y tener licencia para manejar mi vehículo imaginario!
—Puedes contar con el mío cuando gustes y donde Hirose hay uno extra que nadie usa, te daré la llave si quieres y no me saques tu orgullo a relucir —dijo muy apurado al comenzar a ver en la boca de Reuben formarse el monosílabo "no" —A mi me sirve que ese auto ande en marcha, no te imaginas el mal que le hace a un motor el estar varado por mucho tiempo —le ofreció Darío sus bienes en total confianza.
Él cuidaba sus cosas, pero nunca les daba más valor del que realmente merecían: el de ser usables para lo que se les había destinado.
—Lo consideraré, pero no aseguro nada —contestó el panadero llevándose la mano a la barbilla pensativo, Darío como siempre, le había puesto el jaque antes de dejarle mover un simple peón.
—Bueno, eso ya es algo viniendo de tu parte y ahora que ya tienes licencia, ven, necesito que me lleves, tengo que hacer unas cuantas diligencias antes de almorzar y por cierto: hoy comerás conmigo, yo invito.
—¡Eh yo no soy chofer, no me vas a comprar con un almuerzo por el cual yo puedo pagar! —se negó.
—¡Oh Reuben, hazme el favor! —suplicó Darío y hasta le zarandeó por los hombros unas cuantas veces de esa forma en que sabía que lograba convencerle —Siempre me toca conducir a mi, raras y escasas veces me toca hacer de copiloto.
—¡Está bien pero deja de menearme así que me despeinas! —accedió Reuben y muy rápido sacó su espejo para revisarse que todos sus colochos estuvieran en su lugar.
—Eres más vanidoso que yo con eso del cabello Reuben, pero te entiendo —dijo Darío luego de pedirle prestado el espejuelo y de pasarse la mano un par de veces por su negra y lacia melena que ya había crecido unos cuantos centímetros desde que Leandro se lo cortó de un solo tajo la noche en que aceptó sus sentimientos por Nina en aquella lejana playa a orillas de la carretera.
—No imaginas lo que es tener la melena rizada con cada mecha en su lugar, las mañanas son para mi un calvario.
—Buen punto, pero ¿no crees que sería mejor cortártelo para que no te dé más problemas de la cuenta? —le sugirió al imaginar lo difícil que debía ser mantener el cabello así de cuidado como lo tenía.
—Tenerlo de este largo es un capricho mío, de niño me lo cortaba a rape y prefiero no recordar el por qué lo hacía —le contó a Darío he hizo mala cara.
Cuando era pequeño, Reuben se cortaba el cabello por su cuenta para evitar los jalones que le proferían sus tíos y primos para maltratarlo y al librarse de sus abusos: juró mantener su melena rizada lo más extensa y bien cuidada que pudiera. De ahí el motivo de su vanidad.
—Aquellos tiempos ya pasaron, no los olvides, pero no los frecuentes, cierra esas puertas de tu memoria para que sean solo eso: polvo de recuerdos —le aconsejó muy sabio Darío y estiró uno de sus brazos para ponerlo sobre su hombro.
Darío esperaba que algún día Reuben dejara salir todas las vejaciones que había sufrido en su infancia para que ya no le lastimaran, le admiraba en demasía y le respetaba. Cualquier joven que pasase por las mismas circunstancias que el vivió se hubiese perdido en la delincuencia, pandillas, drogas o alcohol a modo de buscar una salida, pero Reuben no se dejó vencer y ahora no solo era un hombre respetable y educado, era un ser humano completo. Un ejemplo viviente de que el dolor y el sufrimiento bien usados, sirven para hacerse más que fuerte.
A Darío le hubiera gustado compartir su niñez con Reuben, le agradaba bastante su forma de ser aún con las rabietas que le asaltaban de repente. Tan bien le caía que a veces solía imaginarse en el pasado haciendo con él lo que los jovencitos hacían de pequeños, lanzando piedras y tocando timbres de las casas vecinas para echarse a correr como locos, andando en bicicleta por la calle, viendo quien lanza el escupitajo más lejano y hasta peleando por tonteras, pero más hubiese querido conocerlo desde mucho antes para ser su escudo y enseñarle a protegerse, de la misma manera en que hizo con Leandro, tal y como seguía haciéndolo aunque ya fueran adultos avivados.
A Reuben por su parte, Darío también le provocaba respeto y admiración y don que más le maravillaba y del cual estaba agradecido de poder disfrutar de él, era de que no había necesidad de decirle casi nada para que le diera aliento y que supiera cómo y qué decir en momentos como ese.
Sandro Cassiani no dejaba ni dejaría de ser su mejor amigo, pero con él era básicamente ir refugiarse en silencio hasta amansar sus dolores, como lo hace un hijo crecido cuando busca la fortaleza de su padre. Con Darío era ir a tocar a la puerta de la habitación de un hermano, alguien que te entendía por tener frescas las memorias de los años recién pasados y solo escucharle hablar hasta perder las penas que le acongojaban.
Sonriendo y con la mirada ahora en el horizonte, recobrando el buen ánimo, Reuben se guardó su melancolía de antaño y se encaminó al estacionamiento para hacer lo que Darío le pedía.
—¿A qué lugar te precisa ir? —le preguntó.
—De regreso al mismo centro comercial —pidió Darío y se acomodó en el asiento del copiloto muy alegre de poder viajar en su propio auto en calidad de pasajero y no de tripulante. Uno de los motivos por los cuales usaba el autobús y ahora hasta bendecía al servicio de transporte público, porque fue ahí que coincidió con Nina Cassiani aquella lluviosa tarde de marzo.
De camino iban platicando de todo un poco, de cosas tan y no tan masculinas, en especial cuando se pusieron a discutir sobre el uso de acondicionadores de cabello y lociones capilares para fortalecer la raíz y evitar así la temida alopecia que ataca a los hombres de todas las edades en estos tiempos. En ese tema a Darío Elba se le consideraba experto, porque cuando tuvo el cabello largo, su melena estaba mejor cuidada que la de una mujer, algo que Reuben Costa había notado desde que le vio por primera vez.
Y como la charla era fluida y de provecho mutuo, la primera parada que hicieron fue en una tienda especializada de productos profesionales con calidad de salón de belleza para adquirir un paquete muy específico para el tipo de cabello de Reuben Costa y así ayudarle con ese problema de sus amaneceres y el peine para desenredar.
Con sus compras en mano y entusiasmados por los resultados que esperaban cumplieran sus expectativas, se dirigieron al centro comercial convenido y como si fuera un pez en el agua; ésta vez a Reuben ya no se le estrechó de manera imaginaria el espacio para estacionarse.
—¿Qué debes hacer aquí? —le consultó el panadero luego de activar la alarma del carro y revisar que todo estuviera en orden.
—Ir a la lavandería a recoger unas cuantas prendas, hacer el supermercado y almorzar —contestó Darío.
—¿No hiciste las compras con Leandro, por qué no almorzarás hoy con él?
Reuben se sabía la rutina de Darío y viceversa, el día anterior fue un viernes y cada viernes junto a Leandro, Darío hacía las compras de la semana y los sábados y domingos solían almorzar juntos, porque el artista así lo deseaba. Que ayer no hubieran realizado las compras y que Darío no le cocinara a Leandro, a Reuben se le hizo atípico.
—No, ayer me dijo que estaba exhausto y no quiso venir —explicó Darío mientras buscaba las gradas eléctricas que los llevarían al primer nivel del centro comercial —Y hoy en la mañana se despertó antes que yo y luego de ducharse se vistió de traje y corbata y se fue, me dijo que no almorzaría conmigo.
Reuben se detuvo al pie de las gradas cuanto escuchó decir que Leandro se había vestido de traje y corbata, el artista nunca usaba ese tipo de vestimenta porque la detestaba y eso le pareció más que extraño. Seguían siendo amigos, amigos demasiado encariñados el uno con el otro y le inquietaba el no saber que hacía en estos instantes para haberse puesto un atuendo del cual renegaba hasta sacarle la lengua.
—¿Se fue de traje y corbata?, ¿te dijo para dónde se dirigía? —preguntó ansioso Reuben luego de dar varias zancadas para alcanzar a Darío.
—Me dijo que tenía un negocio que atender y no quiso decir más —repuso él y dejó caer los hombros en señal de no conocer ni el destino o acciones de su mejor amigo.
Reuben Costa frunció el ceño y aquella incertidumbre en forma de duda comenzó a preocuparle demasiado
—¡¿Habrá ido a las tiendas?!
—No, de fijo ahí no está, no se acercaría a ese lugar sin mi compañía y él está bien, no hay de qué alarmarse —contestó Darío.
Pero a Reuben no le bastó con eso y sacó su teléfono y llamó enseguida al artista, algo que ésta vez si notó Darío y que le despertó una curiosidad que ese mismo sábado por la tarde saciaría al descubrir hasta donde había ascendido la amistad de aquellos dos.
—¡Felicidades por obtener tu licencia, buenos días Reuben! —contestó del otro lado Leandro Hooper muy alegre por esa llamada que no esperaba.
—Gracias, muy buenos días, ¿estás bien? —respondió entre serio e inquieto seguido de —¿Puedo saber donde estás?
—Estoy bien y voy subiendo por el elevador del apartamento, acabo de llegar, ¿me llamas para invitarme a salir, o es que te preocupo tanto como para querer saber mi estado y localización? Por favor, dime que me extrañas demasiado.
—Ninguna de las anteriores son opciones, pero escojo lo segundo y lo tercero no es un favor, gracias por cuidarte, nos vemos luego —y le colgó sin darle tiempo a que hablara más.
—Sabes que puedes confiar en mi respecto a lo que te digo sobre Hooper —dio como respuesta inmediata Darío a la situación que para Reuben parecía extraordinaria —Y en todo caso, puedo saber su ubicación exacta mediante el GPS de su auto —agregó y le enseñó su móvil el cual Reuben tomó para verificar que en realidad el artista estaba en el apartamento.
—Solo no quiero que se acerque a las tiendas, considero que aún no está listo y además de que quiero evitar que su señora madre le cause daño, además que acabas de decirme que es un despistado para manejar, imagina que tenga un accidente —y al decir lo último apuñó lo ojos —¡Oh no, no, no, mejor no imagines nada!, pero entiendes mi punto.
—Quiero justamente lo mismo, pero debes confiar en él, ya no es un crío, ninguno de los tres lo somos Reuben —le recordó y dio de esa forma por concluido el tema al buscar el camino que les llevaba a la lavandería porque casi era hora de que cerraran el local.
Después de retirar su ropa, Darío pensaba ir al estacionamiento a guardarla adentro del vehículo, pero Reuben se ofreció a ir en vez de él, la verdad es que Reuben necesitaba un tiempo para asentar sus emociones y pensamientos respecto a Leandro y una leve distancia de su otro amigo, le sentaba bien, eso era algo de lo que Darío estaba más que consiente y que había comenzado a inquietarle.
Acordaron verse en las inmediaciones de la Plaza Gourmet para elegir una comida que a los dos les apeteciera, ya que sus gustos culinarios, al ser hombres de cocina, eran muy exigentes.
Muy relajado y despreocupado, Darío Elba caminaba por los pasillos deteniéndose en una que otra vitrina y kiosco, miraba con curiosidad de comprador reacio tonterías, artículos inservibles y uno que otro gadget tecnológico de temporada y de repente se acercó al escaparate de una tienda de uniformes colegiales y recordó algo que hace mucho quería y debía obsequiarle a Nina Cassiani: un reemplazo de la blusa blanca interior del uniforme que le rompió el día ella se enfermó.
Muy decidido entró al lugar y pidió a una de las dependientes dos blusas blancas de la medida exacta que usaba la pelirroja, talla "M" y como no tenía nada más que comprar en ese lugar, se dirigió a la caja para cancelar, de pronto sintió que alguien se le acercaba por un costado. Era Reuben Costa, quien llevaba ratos queriendo sacarse un malestar y no pensaba dejar pasar la oportunidad para hacerlo, por eso, luego de reír con astucia, le susurró:
—Oh y no olvides que también tienes un brasier que reponer, porque yo aún recuerdo como quedó el pobre corpiño después de que magistralmente se lo arrancaras sin misericordia al torso desnudo de mi Cabeza de Remolacha.
A Darío se le subió el color hasta los párpados y la cajera no pudo evitar reírse al verle la expresión de sorpresa y legítima pena en el rostro al pobre hombre que quería desparecer y como quien quiere disimular que no ha escuchado nada, la mujer mejor siguió con su trabajo con mucho esfuerzo, pues hasta temblaba por reprimir las carcajadas.
—¡No voy a ir a comprarle un brasier y no porque no pueda! —aseguró Darío. No estaba molesto con Reuben, pero no iba a permitir que el panadero se quedara victorioso, así era la forma en que pasaban bromeando y bien sabía que ese reclamo en forma de juego no moriría allí —Pero como la idea es magnífica y es justo reponerlo: irás conmigo —sentenció y le tomó por el brazo para ir en carrera a la tienda de lencería.
Una que los dos conocían muy bien, demasiado podría decirse para sus propias conciencias.
—¡Ni que fuera la primera vez que le compro un brasier a Nina! —se jactó el panadero y entró a la tienda muy valiente —Hasta me sé su talla y sus gustos, sé que detesta los tirantes y las copas pomposas con rellenos que parecen corazas.
Lo anterior era cierto, él solía acompañar a la pelirroja a comprar ropa de todo tipo y cuando ella enfrentó el cambio de la pubertad, continuó haciéndolo con la discreción y recatos debidos para su condición de señorita en plena adolescencia.
—¡Deja de pensar en Nina! —le reclamó Darío al verle la cara con expresión de estar recordando y le dio un zape en la cabeza con la bolsa que contenía lo que recién había comprado.
—¡No me despeines! —se quejó Reuben justo cuando una vendedora con un mini vestido muy ajustado se les acercó para ofrecerles ayuda.
—¡Bienvenidos! —les saludó muy efusiva —¿Buscan algo en específico o es una sorpresa para sus novias?
—¡Es para mi hermana! —se apresuró rápidamente a corregir a la vendedora Reuben —Necesito bustier's, sin tirantes ni realce en talla 36B.
—Y que sean de algodón o satén —añadió Darío, recordando que una vez Nina le había comentado que si usaba otras telas, le daba una comezón que terminaba en alergia y se le brotaba toda la piel.
Sin saber por qué, luego de decir lo anterior y de pensar en la pelirroja, Darío supo que había enrojecido de nuevo y decidió caminar por la tienda, según él para distraerse, pero eso solo sirvió para sentir que estaba a punto de escupir el corazón al comenzar a imaginar, por vez primera desde que la conocía, a Nina en ropa interior.
No es que él no la viese y aceptase como una mujer por completo, pero preservaba su imagen como algo sagrado tanto que nunca, hasta ese día, había siquiera imaginado su cuerpo y quería seguir manteniendo esa forma de verla por mucho más tiempo en su memoria, pero adentro de esa tienda, en medio de tanta lencería; era algo que requería más que fuerza de voluntad.
Como buen hombre que no es cobarde ni débil, no huyó del lugar ni siquiera cuando la vendedora les ofreció a él y a Reuben el complemento a juego de los brasieres, que acabaron por siete en vez de uno, unas diminutas prendas para tapar la virtud que no dejaban nada de nada a la imaginación.
Tanto impacto causaron aquellas prendas íntimas, que hasta Reuben se sonrojó y tragó grueso antes de poder decirle "no gracias" a la entusiasmada chica que siguió insistiendo al verles plante de excelentes compradores.
—Mejor deme unos cuantos estampados, pero que tengan más tela para cubrir al frente y atrás —dijo Darío queriendo salir del embrollo en el que estaban.
Ver esas prendas de ropa y pensar que Nina podría llegar a usarlas, hizo que los dos comenzaran a sudar y a acalorarse, aún cuando en ese lugar el aire acondicionado simulaba que la tienda era una puerta a la Antártida.
—¡Que sean de ositos o cerezas, si es que no tiene de algún personaje de anime! —repuso Reuben —¡Ah y que sean talla "M"!
—¡Y siempre de algodón y de satén! —volvió a pedir Darío poco antes de acercarse con su amigo al oasis que había cerca del área de los maniquíes para tomarse unos cuantos vasos de agua y mientras bebían, desde afuera, un quinteto de mujeres les hicieron guiños y dos que tres insinuaciones mudas. Lo cual no ayudó en nada a que la pena que tenían disminuyera.
Ver a un hombre con la apariencia física de Darío y de Reuben en una tienda de lencería, es algo que no sucedía más de una vez en la vida, pues los dos se veían respetuosos, confiables y para rematar: detallistas.
—¡Ojalá yo tuviera un novio o esposo así! —deseaba una de las mujeres al verles.
Queriendo salir de ese lugar, que ya les incomodaba, el de ojos de azul grisáceo, fue a pagar por lo que estaba adquiriendo y le pidió de favor a la cajera que le envolviera en papel de regalo todas las prendas, pues ni Reuben ni él se sentirían felices de andar enseñando la distintiva bolsa de papel delíneas rosas por todo el centro comercial.
De la tienda, tanto Darío Elba como Reuben Costa salieron suspirando de alivio y totalmente callados, pues ninguno de los dos merecía declararse ventajoso. A los dos les resultó comprometedor pensar en la pelirroja en esas prendas de lencería, pero sus malestares eran de naturalezas muy distintas y uno de ellos, terminaría con el paso de los años, con tarjeta de cliente Premium y hasta recibiendo catálogos en la dirección de la casa que compartiría con la de la espalda estrellada.
Según lo planeado era tiempo de ir al supermercado para hacer compras, pero prefirieron ir a almorzar primero, pues el hambre se hizo presente y puntual a la hora del medio día.
—¿Qué tal te va la comida del otro lado del charco? —preguntó Darío a Reuben refiriéndose a la comida de otros continentes.
—Me sabe bien, ¿se te antoja algo de Oriente medio? —respondió el panadero.
—Mmm acabas de antojarme, vamos por un buen Hummus, por aquí hay un restaurante de comida Libanesa con ambiente y excelente sazón por igual —le dijo Darío y de nuevo buscaron el estacionamiento para poder ir a degustar Kofta, Hummus y como postre Halva.
Con la plática suelta y de temas variados, los dos comían satisfechos de la buena cocina del restaurante, complacidos hasta con la presentación y montaje de los platos y faltaba poco para que terminaran sus bebidas cuando el celular de Darío comenzó a timbrar y éste no le prestó ni un segundo de atención.
Él no solía contestar llamadas los sábados ni los domingos, pero Reuben le instó para que atendiera, pues ya era la segunda vez y de seguida que el teléfono anunciaba que alguien intentaba contactarle.
—¿Por qué no contestas? —preguntó Reuben con algo de intriga.
—Porque no es Nina, Leandro, ni mi padre ni Hirose y te tengo al frente a vos, solo a ustedes les respondo a la hora y día que sea y a todos les tengo un tono de llamada específico, incluyendo a toda la familia Cassiani.
—Pero debe de ser algo urgente para que vuelvan a intentarlo, ya van tres veces, anda Darío, coge la llamada —le pidió.
Darío hizo lo que Reuben le solicitaba a petición, pues era muy estricto con eso de interrumpir las horas de comida con terceros ajenos a quienes no consideraba su familia o sus seres amados y solo por eso dejó la mesa y Reuben tenía más que buena intuición, a esa llamada si se le consideraba una urgencia.
Provenía de la asistente de un Neurocirujano con el que Darío había solicitado una entrevista para tener una opinión más sobre la salud y el futuro del padre de Nina, César Cassiani, pero no había logrado localizarle con anterioridad, pues se hallaba cursando un postgrado de su especialidad médica en el extranjero.
Darío no había dejado de buscar, desde el día en que tuvo en sus manos el expediente médico de Don César, posibilidades para recuperarlo del coma. Quiso agotar todas las opciones médicas que quedaban en el país antes de buscar en el extranjero y ese Neurocirujano, de apellido Alcázar, fue el que otros galenos le recomendaron consultar y era el que restaba de todos lo que aparecían en la guía de especialistas en su tierra natal.
La cara que traía Darío Elba, al regresar a la mesa, no debía de ser ni muy alentadora ni totalmente desesperanzadora y Reuben Costa quiso saber de inmediato de qué se trataba la llamada que había perturbado la siempre apacible expresión de su amigo.
Él tampoco gustaba de ver tristeza en esos ojos grisáceos, porque aunque sonaba ilógico, cuando eso sucedía, el tranquilo destello azulado se apagaba hasta casi desaparecer, justo como pasaba con los de verdes aguas diáfanas de la pelirroja, que al entristecer, dejaban de vibrar.
—¿Qué sucede? —preguntó dejando de lado la bebida para poner atención.
—¿Recuerdas que hace poco más de un mes te pedí el expediente de Don César? —contestó Darío con otra pregunta y Reuben asintió, preparándose como podía para encarar una realidad.
Darío, hace bastante traía consigo una carga muy pesada, que no quería dar como una verdad absoluta, una carga que Reuben traía también a cuestas por años y de la cual callaba.
Ninguno de los dos ignoraba ese peso abismal, pero querían pensar que el silencio anulaba su existencia, como si el pregonarlo a viva voz lo materializaba, cuando la prueba visible y sustentable, yacía en una camilla unida a la afectada primordial al igual que un feto depende de un cordón umbilical.
—No he parado de buscar opciones u opiniones médicas para recuperarlo del coma, he agotado todas las que me quedaban en el país y quien llamaba, era la asistente de un Neurocirujano que me recomendaron con ahínco, me dijo que tiene un espacio libre en su agenda para revisar los registros médicos hoy mismo en menos de media hora, así que dejaremos las compras del supermercado para otro día, debemos irnos ya.
Sin esperar más Reuben se levantó de la mesa y con Darío a su lado, pagaron lo consumido y se pusieron en camino hasta el consultorio del Dr. Alcázar que quedaba un tanto lejos de donde se hallaban y por eso fue el propietario del vehículo el que condujo hasta ahí pues se conocía mejor las rutas alternas para llegar en menos tiempo.
—En el la guantera, está el expediente, tómalo por favor —pidió Darío a Reuben antes de bajarse del carro.
—¿No crees que es algo descuidado que lo andes tan a la vista? —preguntó Reuben. Se suponía que del crimen de robar una copia del original solo ellos dos sabían, en la guantera cualquiera podría tener acceso e incluida estaba Nina.
—Se me enseñó qué, la mayoría de veces, lo que está a la vista es lo más difícil de encontrar, porque no se quiere dejar ver y otros casos, no se le quiere ver —le contestó Darío con una de las tantas reflexiones de vida que su padre le había regalado.
Reflexión que a Reuben Costa le quedó grabada en su memoria desde día hasta el último de vida, porque acababa de descifrarse así mismo en esas palabras.
Casi con el almuerzo a inicios de digestión, tanto Darío como Reuben estaban sumamente nerviosos cuando se presentaron en el consultorio del Neurocirujano y luego de que entre los dos le dieran una breve charla de introducción al caso de Don César Cassiani y de que el Dr. revisara meticulosamente el expediente médico, dijo lo que aquellos dos temían escuchar:
—Lo siento mucho, pero al menos yo, no me atrevo a tomar el caso del Señor Cassiani, su condición para una cirugía es demasiada complicada, hay mucho en su contra. Al intervenirle quirúrgicamente corre el gran riesgo de que presente muerte cerebral y a diferencia de su estado de coma, los daños son irreversibles. A cuarentaiocho horas ya no podría sostener su vida ni con el respirador artificial porque todos sus demás órganos que hasta ahora funcionan se detendrían, al suceder esto se le declararía con muerte clínica y legalmente pasaría a ser un occiso —finalizó el Dr. cerrando el expediente y entregándolo quien se lo dio y que lo tomó con la mano temblorosa.
Darío Elba había aguantado en soledad el dolor una y otra vez de ese mismo diagnostico desde que intentó hallarle una cura o una mejoría al padre de Nina Cassiani. Reuben Costa por su parte, había mandado a una esquina del olvido todas las ocasiones que había escuchado lo mismo desde que Don César cayó en coma, pero tampoco dejaba de dolerle con la misma intensidad que le ardió hasta el alma la primera vez que vio cara a cara la verdadera y cruda situación del padre de su bien querida pelirroja: que ese señor, que otrora fuera un hombre de salud incorrupta, despertara de ese coma, sería un milagro digno de ser proclamado hasta por el Santo Papa en el Vaticano.
—No desespere Sr. Elba —le dijo al Dr. antes de despedirse —Puede que aquí en el país no tengamos tantos avances en el campo de la neurocirugía, pero eso no quiere decir que cruzando las fronteras más de algún médico que tenga la respuesta, se atreva a operar al Sr. Cassiani, si tiene los recursos necesarios, continúe con la búsqueda. Tampoco olvide los enigmas médicos, hay cosas que la ciencia aún no puede explicar y como último recurso también queda la eutanasia.
—A lo primero me aferro Dr. Alcázar y a lo último, me rehúso —contestó Darío con la voz quebrada y cuando ya no pudo más, buscó el hombro de Reuben para llorar, algo en lo que tuvo la compañía de ese en quien se había refugiado.
Los dos decantaron su llanto por ella.
Darío Elba quería llorar hasta desecarse, para ahorrarle más lágrimas a su amada Nina Cassiani, quería evitarle dolor y dejarla ser tan libre como el pensamiento, pero no pensaba cortar la vida de César Cassiani para obtenerlo y por eso, luego de secar su amargo llanto con un pañuelo y de hacer lo mismo con el rostro de Reuben Costa, decidió continuar su búsqueda con los médicos en el extranjero.
—Te juro por la memoria de mi madre que no habrá Neurocirujano de prestigio a quien no le resuene hasta en la médula de los huesos, en todos los idiomas habidos y por haber, el caso y el nombre de César Cassiani —se comprometió Darío Elba ante Reuben Costa armándose de valor al cerrar la puerta de ese consultorio.
La última que habría de volverse a cerrar a sus espaldas con el augurio de malas noticias, porque dentro de poco deberían de abrazarse a esa opción a la que todos negaban, la que restaba, la que era un pecado mortal porque traía consigo muerte, al segar el último respiro mecánico de César Cassiani.
El padre de la pelirroja a quien ella, en esos precisos momentos, le contaba de cómo había sembrado esa misma mañana, con gran ilusión, una semilla de margarita para preguntarle al azar si era lo correcto irse a Oxford a estudiar Medicina y especializarse en Neurocirugía y poder así, volver a sentirle hablar a él con su voz de tenor más allá del océano de su vasta reminiscencia.
—Si me fuese a ir, sepa usted, que me voy por amor, papá —le dijo Nina Cassiani a la ausencia que habitaba en esa cama, donde ella se acurrucaba hasta volverse mísera, solo para seguir escuchando el latido de ese viejo y agotado corazón, el que servía de instrumento para tocar, arrítmico, la canción triste donde se guardaban todos sus anhelos futuros e inocencia.
De ese singular sábado de octubre, uno de los más complejos de emociones y sentires que experimentarían Darío Elba y Reuben Costa en amistad mutua, aún quedaba demasiado que vivir hasta altas horas de la noche.
Aquellos dos hombres, acariciarían el amanecer del domingo siguiente, de formas que ninguno de los dos siquiera imaginaban.
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