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Cada noche, abrazando un puñado de capullos y botones contra su pecho, guarecía entre pestañas su iris floreciente.
Arropada con el manto del recuerdo de su lejana compañía, caminaba segura en la oscuridad del sueño y se entregaba sin reservas a un reino, donde la vagante melodía de esa voz que la llamaba por su nombre, conquistaba hasta en la más profunda de sus quimeras.
En un principio fueron sueños obedientes a la calma, donde la creciente del río escarlata de sus pesadillas menguó su caudal, borrando ese añejo temor a la asfixia, dejándole a las flores teñir con vivacidad sobre la monocromía.
La sangre cambió su olor por el de gardenias y nardos, la pólvora se convirtió en la tierra donde nacen los jacintos y azucenas y la sal de sus lágrimas poco a poco abandonó el sabor de sus labios.
Acabándose por fin las pesadillas, dejó de dormir por cansancio, ahora lo hacía para saciar esas ganas de tenerlo siempre a su lado; porque no había ausencia de él adentro de su cabeza y fantasía o no: eso la sustentaba y comenzó a desconocerse y se embargo de preocupación.
¿Qué podría contarse de esos sueños que no raye los límites del frenesí de un enamorado?
¿Cómo no se asusta quien aún no se confiesa ni se sabe en ese estado?
—¡Soy un desastre! —le contó en confidencia un día a su padre con una pena que no podía ocultarle ni al espejo.
Se abrazó a uno de sus costados, el mismo donde se refugiaba cuando era pequeña, para confesar lo que creía era una falta grave —¿Estoy mal? —le preguntó, sabiendo que no obtendría una respuesta más allá de la que se conserva en sus propios recuerdos y en su conciencia.
No era el confesionario de una iglesia, era una camilla de una habitación inundada de asepsia donde, en el silencio de la memoria, expió su pecado inocente perdiendo así la culpa inventada de inexistente consecuencia.
—Vivir sin saberse vivo, eso si es pecado —fue la respuesta de su padre que ella misma se dio en alusión a lo que él, sin lugar a dudas, le habría contestado.
Y sin más delitos ficticios ni cargos morales, se dedicó a sentir a solas, desde ese día, mucho más allá de lo que su misma piel le permitía, dejándose llevar por las delicias de las horas nocturnas de un reposo tan plácido como inquieto.
Era un descanso que al acabarse, también tenía un premio: el indicio del siguiente amanecer, con el que abría sus ojos para ver a la que fue su antigua ella desmoronarse.
Dormía por placer y se despertaba por placer, quedando en la realidad, como vestigio tangible de sus fantasías de plenilunio; un remolino de sábanas y cientos de corolas perdidas hasta en los pliegues de su espalda baja.
Y sonreía.
Irguiendo triunfal su torso y separándolo del calor de la cama, usaba el tacto para dilucidar el verdadero espacio físico donde se encontraba; apurándose sin preámbulos ni protocolos a llegar al rinconcito junto a la ventana, en ese lugar donde, según ella, convergía una esquina del paraíso por hacerle dudar de la miopía.
Porque no necesitaba de sus lentes para lograr distinguir desde lo alto de su habitación a quien del otro lado de la calle, recostado contra el poste del tendido eléctrico, la esperaba paciente solo para verla asomarse entre cortinas.
Una vez pidió la ayuda de un par de ojos extras en los que confiaba para constatar, si aún podía considerarse una persona en sano juicio —¿Usted también lo ve? —preguntó ella una de las primeras madrugadas creyéndose en una especie de alucinación —¿Es esto real? ¿Él es real?
—Tan real como la vida misma —le contestaron —Anda hija, vive —le instó su madre para que comprobara, al abrir esa puerta ancha, que su realidad era totalmente distinta a la que recordaba, pero no por eso dejaba de ser cierta.
Para esos días continuaba en recuperación, seguía dependiendo del tanque de oxígeno, no podía asistir aún al colegio ni salir a la calle, pero él estaba ahí sin falta con una devoción casi mística que a ella la embelesaba.
A escasos metros de separación y solo de verle, ella se consumía en un sentimiento que no tuvo la delicadeza de pedir permiso para hacerla temblar de alegría.
Era invierno y Nina Cassiani, con las mejillas prendidas de rosa cándido aún en el frío que despuntaba las madrugadas, nunca desaprovechó el vaho sobre el cristal de su ventana para darle el primer "Buenos días" mudo y escrito a la inversa a Darío Elba que ni en medio los más cruentos aguaceros dejaba de visitarla.
Darío no imaginaba ni un día de su vida sin esos cinco minutos, en los que escudado tras esa promesa hecha ramillete de flores, se gozaba de ver a Nina y de abrazarla; urgía de ella para tener paz y por eso, así fuera que el cielo se cayera a pedazos por la inclemente lluvia, tenía más de un motivo para presentarse.
—No podré con mi existencia si un día enfermaras por mi causa —le dijo Nina a Darío una de tantas mañanas al verlo llegar hasta la puerta de su casa sin más protección que aquella gabardina que tan bien conocía y un paraguas —Tienes las manos congeladas —añadió al guardárselas entre las suyas para abrigarlas.
Para Nina, poder sentirlo hasta con la más diminuta partícula de su cuerpo era, más que un experimento para tasar su cordura y desvarío en una balanza, lo que aplacaba y a la vez alborotaba sus ganas de tenerlo a su lado.
Para él, desde hace ya mucho tiempo, su sol no nacía en el oriente; nacía precisamente con ella y el naranja rojo pinto del cielo tenía su origen en esa melena despeinada víctima reciente de las almohadas que no era la mejor carta de presentación de una joven, pero para Darío: Nina así se veía gloriosa.
Tanto que verla recién levantada lo dejaba sin habla y también hacía que le afloraran las palabras.
—Entonces regálame un poquito de tu calor, que con eso todos los posibles males del frío perecerán —le contestó —Los astros han caído para arder en tus brazos, tanto que aún me pregunto cómo sobrevivo, mira que mi carne es más frágil que la cera y mis huesos cenizas son desde que me bendices con tu presencia —afirmaba Darío complementando con eso los gestos provocados solo por ella, alimentando la pira en la que ya existía el amor que traspasa lo físico y que se demostraba en la vehemencia en forma de petición que siempre hacía antes de retirarse a cumplir con sus obligaciones cotidianas
—¿Prometes volver a lo tuyo en la cama cuando me vaya Sleepy Girl? Tienes que descansar, no lo olvides.
Seguido de esa súplica infaltable, sonreía y entregaba el ramo de flores frescas y rebosantes recién cosechadas que traía consigo y se quedaba con la mano extendida a la espera de algo que Nina vacilaba en ceder.
—Lo prometo —contestaba ella después soltar ese raído ramillete del día anterior con el que había dormido y al que le faltaban muchísimos pétalos —Darío, dime qué haces con ellas, llevo casi dos meses contados desde que hacemos este trueque —pidió esa vez en que el desconcierto pudo más que la paciencia.
—Y deberás contar algunos más, no te desesperes que matarías la sorpresa —le decía sin intención de querer revelarle ningún dato más sobre ese regalo que había planeado darle desde el primer día en que le obsequió una de las florescencias del jardín de su madre.
—Es que realmente siento mucha pena, por mí les acortas la vida y tengo doble moral porque tampoco quiero dejar de recibirlas —confesó tapándose la cara, no concebía qué hacer si un día llegaban a faltarle esas flores, pero le mortificaba no saber qué las hacía y pensarlas en un basurero le dolía demasiado, por eso renegaba devolverlas.
Consideraba que tenía la suficiente cantidad de pesados libros para conservarlas entre páginas como lo hacía ya con esas que quedaban rezagadas en su cama.
—Y no dejarás de hacerlo —le afirmó —Pero entonces tendré que buscar una solución para que no se afecten más tus principios ni tu buena conciencia, tengo que irme, ten un buen día Nina, hasta más tarde si las tareas así lo mandan, de lo contrario: hasta mañana —se despedía con mucha pesadumbre Darío.
La razón válida y justificada de poder verla sin ningún prejuicio dos veces en un mismo día era esa: pasar a dejar las tareas que tenía que entregarle sin objeciones. Aunque ambos sabían que nadie les juzgaría por pasar más tiempo juntos, pero los dos tenían una voluntad tan terca y reacia por hacer siempre lo correcto y con eso refrenaban sus impulsos sobre lo que sus espíritus les comandaban.
No eran sus cuerpos los que tenían reclamos, eran sus almas las que pedían a gritos no permitirle ni un hueco de espacio a la distancia.
Ese era el otro pecado que Nina había confesado solo a su padre, uno que le costaba admitir, uno que era más real de lo que ella misma pudiera llegar a imaginar. Tenía la sospecha de que eso que sentía por él era definitivamente era más que una simple atracción, quizás eso era lo que idílicamente ella conocía mediante sus libros como amor.
Y los libros no son una guía especifica ni mucho menos una fuente fiable de cómo actuar ante el amor, para eso, el único remedio que existe se llama: experiencia y las experiencias a veces traen consigo dolor.
—Tengo, debo pero no quiero. Así como quiero y tengo, pero no debo —jugaba Nina con palabras y verbos al cerrar la puerta, encontrándose de lejos por última vez con esa mirada de azul grisáceo antes de decirle "Adiós" con la mano —No olvides la prudencia —recapitulaba para ella misma, poniendo siempre una señal de alto para sus emociones.
Y así corría el tiempo, devorándose los días y semanas sin detenerse, con él visitándola a diario sin falta por escasos minutos por las mañanas y por tardes cuando se adjudicaba el caso.
Darío nunca faltó de verla durante todo ese período en que Nina debía permanecer aislada del colegio y de las calles de la capital hasta recuperarse por completo.
Un tiempo en que Nina creyó desesperar con todas las limitaciones que traía consigo y aún más cuando a fin de cuentas el café fue vetado de su dieta por el Dr. Uberti —El café altera tu ritmo cardíaco, así nunca vamos a progresar, pero yo beberé una taza extra en tu nombre chiquilla —le dijo en una de sus tantas consultas —Aunque existe también el descafeinado —añadió sin piedad.
—¡Eso es un acto de barbarie Dr., es igual a comer mayonesa sintética mal llamada "Mayonesa Light"! ¿Quién coño llama mayonesa a algo que no está hecho a base de huevos y aceite! ¡El descafeinado es una burla en forma de placebo! —reclamó la pelirroja enojada y se marchó de ese consultorio con un rebelde y mal educado portazo, que minutos después su madre reprendió eliminando el café, de manera definitiva, de la despensa y las listas del supermercado.
Ese día ella vio lo que parecía ser su Apocalipsis, tenía doce años de adición a la cafeína y pensó que ahora tocaría la locura, pero ocurrió todo lo contrario.
Introducida a una nueva cultura viajó, con su imaginario, alrededor del mundo con su lengua extasiada degustando té.
Tés de todas las variedades habidas y por haber que Darío con suma emoción le obsequiaba y de los que definitivamente disfrutó no solo por su excelente sabor, sino porque le hacían sentir todavía más cerca de él y así su larga estadía en casa fue una verdadera experiencia .
Una experiencia que la transformó y renovó entera de adentro hacia afuera.
Como recompensa al reposo y a la administración correcta de los medicamentos, la salud física de Nina Cassiani fue mejorando con el tiempo y gracias a la invaluable compañía y afecto de Reuben Costa, la forma de apreciar los problemas y circunstancias de la vida que le obsequiaba Leandro Hooper y la lucha ferviente que dio Darío Elba contra la melancolía y la tristeza que antes la hundía, ella pudo finalmente recuperarse.
Lo que le permitió salir al exterior a caminar.
Llevando consigo el tanquecito como auxilio sobre la espalda, sostenido por una especie de arnés que su amiga Moira Proust le había confeccionado con mucho más que cariño, de nuevo podía manejarse sin la cánula pegada a la nariz las veinticuatro horas del día, consumiendo de esa manera oxígeno por su cuenta.
Ahora podía respirar, tragar aire a su antojo, algo que para cualquier ser humano era más que sencillo y básico, para Nina eso representaba un milagro y también un reto más.
Según la rehabilitación y tratamiento consecuente del Dr. Lyon Uberti a las caminatas tranquilas por el barrio, le seguían las carreras por tramos, primero de metros luego a kilómetros.
Algo que fue realmente difícil para Nina Cassiani, porque en el primer intento por cumplir con la meta indicada, se desmayó. No logró llegar ni a los cincuenta metros y mucho menos a la panadería donde Rhú la esperaba y por eso tenía que volver a utilizar el monitor Holter para registrar de manera estricta su inestable ritmo cardíaco que se veía entorpecido por el gran esfuerzo pulmonar que el correr significaba para ella.
Pero Nina Cassiani no iba a darse por vencida, siguió intentando correr hasta mantener el ritmo y sin desmayarse con una tenacidad admirable y no le bastó con el recetario de fármacos que ya tenía prescrito, se apoyó también en la medicina tradicionalista de oriente que Hirose le compartió y que contemplaba desde la acupuntura, medicina herbal horriblemente amarga, hasta sofocantes baños de vapor. A todo eso se sometió con la esperanza firme de sanarse.
Y claro que tuvo muchos contratiempos para que la dictaminaran como una ex paciente de insuficiencia respiratoria/cardíaca casi crónica y entre los por menores para conseguir eso estaban los raspones en las rodillas, moretones en las piernas por sus desvanecimientos repentinos cuando le faltaba el oxígeno, una herida en la frente que se suturó ella misma al caer sobre el borde de la acera un día en que se animó en salir a correr sola, pero ante todo eso; no le faltó determinación.
Según su peso y masa corporal ella debía rendir diez kilómetros a marcha fija sin descanso y sin apoyo del tanque de oxígeno que comprobarían que había recobrado su capacidad pulmonar para reinsertarse a lo cotidiano y también a la nueva vida que se había planteado.
Esa era una distancia que iba a conseguir dominar con un doble propósito, Nina no sólo estaba recuperando su cuerpo ni su libertad al andar, quería con eso madurar un sentimiento antes de dejarlo fluir a sus anchas, uno sobre el que pretendía y creía que podía controlarse.
Y el día en que físicamente consiguió lo que tanto ansiaba era un sábado de principios de octubre y de todos los puntos cardinales de los que disponía, Nina escogió correr hacia el norte.
—¡Sabía que podías Cabeza de Remolacha, sabía que lo lograrías! —le felicitó realmente exaltado Reuben Costa cuando, mediante la pulsera podómetro GPS que Nina Cassiani usaba, un gadget tecnológico y médico que Sandro le había obsequiado, les indicó a los dos la distancia recorrida con los signos vitales de ella estables y acordes para el esfuerzo físico realizado.
Después del día en que se llevó ese golpe en la frente, toda su familia y amigos le pidieron de favor no volver a salir sola y Reuben junto con Leandro ajustaron sus quehaceres para hacerle compañía por turnos y era el panadero quien esa mañana tuvo la emoción de verla cumplir con la meta impuesta por el Dr. Uberti.
—¡Lo hice Rhú, lo hice, por fin lo hice, de verdad lo hice! —proclamó con la voz agitada Nina a su mejor amigo y dando brincos de la felicidad agradeció religiosamente —¡Gracias Dios!
Seguido comenzaron a sonar los celulares de ambos, ese podómetro contaba con una aplicación de alerta que se había programado para notificar los avances de Nina, así fuera que Sandro y Oneida estuvieran en sus trabajos o Reuben en la panadería, todos sabrían donde estaba y en qué condiciones se encontraba.
Desde la Señora Cassiani hasta Egon y Omán llamaron a la pelirroja para elogiarla por su logro, pero faltó la llamada de Darío quien siempre estaba pendiente de ella y nunca perdía la ocasión de darle ánimos para continuar y eso la entristeció un poco.
—No te preocupes Pelitos de Elote, Darío no anda consigo el móvil, por la hora y el día que es y si mis instintos no me fallan tiene las manos ocupadas —le contestó Leandro Hooper del otro lado de la línea después de felicitarla al notar cierto tono de desánimo en su voz. El artista había aprendido a leer los gestos de ella sin tener que verla —¿Me comunicas con Reuben? —pidió y ella asintió entregando el aparato.
Reuben tomó el celular y luego de ponerse más rojo que la pimienta cayena por escuchar lo que Leandro le decía, se limitó a contestar —Ya ... ya ... voy —y dicho eso, colgó.
Dando un gran suspiro y sonriendo se plantó frente a la pelirroja y le habló de una forma que dejaba en evidencia que para bien, él era cada día distinto de cómo solía ser.
—No necesitas que él te llame Nina —dijo Reuben viéndola a los ojos y continuó —No hace falta una llamada si puedes ir a verle, nos encontramos a diez kilómetros al norte de tu casa y no hemos corrido en ésta dirección solo por cumplir una meta —añadió con referencia a que estaban exactamente a escasos metros de la puerta principal de la que era la casa familiar de Darío Elba, Bleu Chapel.
Una casa ella que solo una vez había visitado en un mayo que ahora, en la primera semana de octubre, parecía demasiado lejano.
—¡Pero ven conmigo que nada más quiero saludar! —pidió Nina al verse descubierta por sus verdaderos propósitos.
—Lo haría con gusto, pero será en otra ocasión, saluda a la Dra. Hirose de mi parte y ahora, por algo que cierta persona me dijo sobre dejarte crecer tan alto como las secoyas, me olvidaré de que sé dónde estás —dijo poco antes de pedirle la mano y encaminarla hasta la cercanía de la puerta de acceso —Y no te preocupes por tu mamá, yo le explicaré al llegar a tu casa y cuidaré de tu padre toda la tarde para que "te pierdas" detrás de ese portón, solo hazme el favor de avisarme cuando vengas de regreso —explicó Reuben mientras le acomodaba unos mechones sueltos de la coleta por el trajín del trayecto, luego le apretujó las mejillas para darle un beso en la frente y abrazarla.
—¡Oh si claro Rhú! ¡Ya voy a tocar el timbre! ¡Con lo aseada y bien vestida que estoy ya me voy a acercar a diez centímetros de Hirose o de Darío! —se quejó con referencia a la condición de su ropa deportiva sudorosa y con el cuerpo transpirando a chorros —En todo caso, a lo mejor y él no está —dijo y vaciló en quedarse.
Reuben al ver que Nina pretendía irse, se apuró a emitir un particular y sonoro silbido que a ella la dejó pasmada porque eso no lo conocía de él, pero su asombro se convirtió en ansiedad. En menos de un minuto ese silbido, fue correspondido con una réplica de manera exacta.
—Hnm no, ahí está, así que nos vemos Nina, me voy porque no puedo dejar sola la panadería por más tiempo —y guiñándole el ojo le removió el tanque de oxígeno de la espalda y se dio la vuelta —Si necesitaras auxilio para respirar, que Darío te ayude.
Nina se echó a reír, preguntándose cuándo fue que entre Darío y Reuben se formó esa complicidad mutua que parecía de mejores compinches de toda la vida —Es verdad que uno nunca deja de crecer —se dijo, pero no pensó en quedarse de brazos cruzados ante esa jugada que acababa de recibir de parte del panadero y contraatacó.
—¿No puedes dejar más tiempo a solas la panadería o a Leandro? —le preguntó sabedora de que el negocio no estaba desatendido, el artista ahora pasaba más tiempo allí de lo que ella lo frecuentó alguna vez —¿Me dejas desamparada a la casualidad o ya sabías que él si estaba?
Reuben Costa al oír eso sonrió sin detenerse ni volver la mirada —Es a él a quien no me permito dejar solo —se dijo para sí mismo sin que nadie lo escuchara, pero si contestó a la última pregunta
—Últimamente le he dado cabida al azar, si a mí me hace bien, creo que deberías de soltarte un poquito más —y dicho eso, apuró el paso dejando a Nina Cassiani recostada contra el enrejado que separa la acera pública de la casa de Darío Elba.
Cerró los ojos por unos segundos y tomó aire mordiéndose los labios, su corazón comenzó a latir muy acelerado, latía con fuerza porque así quería que latiera, porque así debía de latir por él.
—Dime que no perdiste tu camino, di que vienes a mí a conciencia —dijo esa melódica voz tras su espalda, esa misma por la que tanto esperaba.
—Perdida fue como descubrí el lugar donde quiero estar —contestó ella con firmeza —Y siendo ajena a ésta tierra, pongo mis pies sobre tus huellas, aquí estoy llamando a tu puerta —añadió Nina al darse la vuelta para ver a Darío de frente —¿Puedo pasar? Quiero conocerte.
—Ya se han caído todos los muros de mi ciudadela y yo soy un desvalido ante tu asedio —reveló Darío y tras ese enrejado comenzó a caminar al lado de Nina en silencio hasta llegar al portón de la casa y se ubicó frente a la cerradura electrónica que a él, por su estatura, le quedaba justo a nivel del pecho y se ubicó frente al tablero donde se introduce la contraseña y éste le quedó justo del lado izquierdo.
—Sé que tu memoria es prodigiosa —dijo Darío al tomar la mano de Nina tras la separación que había entre los barrotes y comenzó a guiarla para digitar la clave de doce dígitos que abría la puerta —Ahora también tienes ésta llave, pues ésta otra —agregó llevándose la mano de ella sobre su corazón —Sigue siendo un misterio cuando la obtuviste, pero soy feliz de que tengas morada aquí, dentro de mí.
Así fue como Darío Elba dio el primer paso de su confesión a Nina Cassiani sobre lo que realmente sentía por ella, una declaración que se le escapaba a pedazos, porque nunca tuvo fecha planeada ni ocasión fija, solo salió de su boca porque ya no quería contenerla más.
—Y bien sabes que ésta no es exactamente mi casa, pero éste será mi hogar siempre que aquí me encuentre con tu presencia, ven cuando quieras, sorpréndeme y dame más motivos para desconocer a mi vieja amiga soledad —repuso viéndola a los ojos.
Nina había llegado hasta allí para decir mucho, pero lo primero que dejó salir de su desorden de emociones era una verdad a secas.
—Llegué hasta aquí corriendo —le contó Nina y buscó amparo en sus brazos, dándole a entender mucho con esas cuatro palabras.
—Corriste diez kilómetros exactos —constató Darío y al abrazarla depositó un beso en esa cabeza de roja melena —Estoy muy orgulloso de tu esfuerzo, ya estás lista para volver al colegio —dijo abrazándola fuertemente, abrazando también esa otra innegable realidad.
El colegio significaba demasiado para ambos.
—Aún me quedan unos días más y pienso abusarme de ellos y te tengo como a mi mayor exceso Darío —aseguró Nina sonriendo —De verdad quiero conocerte más allá del umbral de mi puerta y lejos de las paredes de los hospitales.
—Empieza desde ya —le pidió y la invitó a pasar a su propiedad como un símbolo de que ahí, él era solo un joven más y la abrazó de nuevo, ésta vez hundiendo su nariz en su cabello, pero ella rehuyó de su lado y él la dejó alejarse.
—¡No huelo muy bien que se diga, mi ropa no es la indicada y estoy muy sudorosa por correr! —se excusó por su actitud y se quedó de pie frente a él —Creo que a fin de cuentas, yo huelo como adolescente, una adolescente que no sabe cómo sentir, ni qué sentir y menos qué siente.
—Estamos en el mismo barco Nina, éstas tampoco son mis mejores prendas —le contestó con referencia a la forma en que vestía, una camiseta de tirantes y un viejo jeans gastado y roto que dejaba expuestos sus muslos —No te asustes, mis fachas se deben a que gusto de la mecánica.
—¿Cuántica? —preguntó Nina sin pensar.
—¡Esa también me parece muy interesante mi querida Nina! —dijo Darío riéndose y sin poder contenerse —Pero me refiero a la mecánica automotriz y eso es algo que no conocías de mi —añadió.
Nina no pudo evitar sonrojar y quiso ocultarse de sus ojos corriendo de nuevo a sus brazos.
—Y lo que sea que sea esto, carezco de experiencia. También quiero conocerte, mucho gusto Nina, mi nombre es Darío y para mi tu aroma siempre fue el de una joven mujer.
—Mucho gusto Darío, mi nombre es Nina y mi olfato, aunque es falto de pericia, me dice que detrás de la fragancia de tus perfumes, el de las flores y ahora el de combustible y creo que también aceite para motores —constató al ponerse de puntitas para aspirar con su nariz en ese cuello —Tu aroma es el que debe de tener un hombre y quiero saber todo del hombre que está frente a mi, de verdad quiero conocerte.
Ahí estaban dos seres humanos sonriéndose uno al otro, felices y complacidos por tener el sencillo placer de conocerse mutuamente sin pensar en las medidas del tiempo, porque debajo de sus pieles, sus años y ropas solo eran un hombre y una mujer a quienes se les habían abiertos los ojos a la inmensidad del querer y esa luz que surcaba sus pupilas renacidas llegaría a traspasar hasta la última miga de sus existencias, así fuera que el destino se empecinara, tan solo meses más adelante, en enredar ese hilo que los unía desde que fueron puestos sobre la faz éste planeta.
Sin importar lo doloroso y cruel de lo que viniera, ellos nunca fueron una coincidencia, se debían uno al otro para estar juntos en ésta y otras vidas, si es que de verdad hay algo más allá de la muerte.
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