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33.

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No estaba acostumbrada al silencio ajeno ni al suyo propio.

Solía andar una melodía repitiéndose una y otra vez en su cabeza y con ella acompañaba los murmullos de sus pensares, pero su cerebro había perdido el ritmo de aquella tonada y aunque su memoria fuera buena y le indicara el momento preciso y exacto donde la había dejado de escuchar, Nina Cassiani se rehusaba a aceptar que había sido ante Darío Elba donde sus pensamientos usuales se habían apagado: apagándole también a ella quién acostumbraba ser.

Le achacaba aquel estado de inconsciencia a la falta de cafeína y a un posible efecto secundario de las pastillas que se tragó con el estómago vacío para apalear aquel dolor de cuello todavía existente en los nervios y las vértebras. Había extraviado las ganas de leer y se encontraba distante de sí misma, como si no estuviera habitando su propio cuerpo y cuando alguna neurona se dignaba en hacer sinapsis sólo recordaba sus acciones previas a la noche de ese tercer viernes de mayo.

Se cohibía durante las incursiones a terrenos desconocidos, en la casa de los Costa nunca había asomado ni las narices al cuarto de su mejor amigo de quien tenía plena confianza y por ende, la casa de los Hirose de quienes apenas y se sabía el apellido, no sería la excepción. Huraña de aquel lugar se conocía sólo cuatro partes: la amplia sala, la habitación del pequeño del que estaba al cuido, la cocina con sus despensas abarrotadas de té y el lujoso cuarto de baño que visitaba ya por tercera vez para lavarse la cara y espantarse a punta de agua fría aquella sensación extraña que no podía resumir en una palabra.

Aún con el pensamiento aletargado era incapaz de descuidar sus obligaciones y su responsabilidad con el pequeño Bruno que yacía dormido en su cuna y sin cortar el sueño ante aquel repentino fenómeno de la naturaleza que hacía un festival de luces y sonidos; los rayos caían estrepitosamente anunciando con mucho barullo la llegada del ansiado invierno tardío.

El juego que se tenían los dioses del cielo fue el preámbulo de un aguacero que amainaría las ganas del sol por asomarse en el horizonte la mañana siguiente. Aquella lluvia no terminaría ese día y aunque Nina deseaba regresar a su casa disfrutaba de las gruesas gotas que se estrellaban contra el cristal de la ventana y mientras veía al cielo llorar encontró refugio foráneo en un reclinable y mullido sillón de cuero junto al reloj de péndulo de la sala.

Corrían inclementes y sin detenerse la aguja horaria y la minutera marcando las 10:47 p.m. y no habían señales de que el vástago mayor de los Hirose apareciera por aquella puerta que sólo perdía de vista cuando sus ojos sucumbían abatidos por un sueño no planeado que amenazaba con cerrarle de un momento a otro los párpados de golpe.

Estar a secas del café de la tarde la tenía consumida y se notaba,a grandes rasgos, al contrastar su imagen con el espejo notando su cansancio sin necesidad de usar lentes.

—La oscuridad sólo es ausencia de luz —le susurraba Nina a Bruno en el oído mientras guardaba vigilia frente a su cuna. La lluvia trajo consigo un viento huracanado que hizo que la electricidad cavilara un par de veces para luego irse por completo y aunque aquella morada contaba con un sistema de luces de emergencias eran tenues e insuficientes para reconocer una casa que no es tuya, por lo que decidió no regresar más a la sala y quedarse a esperar recostada junto a una pared que colindaba con el nicho de aquel infante.

Jugueteaba con aquel rectángulo de papel acartonado que tenía entre sus manos, donde la Dra. Hirose le había garabateado con prisas el número telefónico de su hijo mayor, el cual ya llevaba una hora de retraso que Nina había aceptado justificar a la incesante lluvia que no daba tiempo ni de asomar las pestañas fuera de techo sin empaparse hasta los huesos.

Le había consultado a Rhú hacía ratos, mediante un mensaje de texto, si se sabía el apelativo del hermano mayor de Bruno y éste le había contestado que no recordaba haber escuchado de la boca de su catedrática nunca el nombre de aquel joven en cuestión, pero que sin conocerle ni una seña auguraba que debía de ser una excelente persona y le pedía a la pelirroja que no desesperara ni pensara que su retraso era adrede o con ánimos de molestarle.

En Nina Cassiani sopesaba mucho el juicio de Reuben Costa y por eso había desestimado un mensaje de reprimenda a aquel hermano que con prejuicio había tildado de hedonista al gastar tanto tiempo haciendo cuerpo en un gimnasio. La lluvia y las palabras del hombre en quien más confiaba le habían calmado y por eso continuaba con paciencia a la espera, pues no quería caer en la histeria ni parecer desesperada.

Poniendo la balanza por el lado de la economía: la paga por aquellas horas de trabajo era más que buena y en el otro lado, donde el dinero no contaba: Bruno Hirose era tan tierno y bien portado que le consideraba un angelito principado de la guardia celestial y eso le provocaba más ganas de cuidarlo en otras ocasiones sin considerar el papel moneda y era por eso que luchaba fervientemente para guardar la compostura y no parecer una loca sólo por no tener el estómago lleno de su tan necesaria cena y la cabeza ansiosa a falta de cafeína.

El límpido piso de bambú donde se hallaba sentada le invitaba a reposar en él, se entretenía divagando puras tonteras, la lluvia siempre le provocaba ganas de abandonarse a la deriva de su cama y aquel diluvio era el indicado para hacer aquello que a ella tanto le gustaba.

Estaba a punto de hacer eso que Reuben le había suplicado no volver a hacer de nuevo en otro lugar que no fuera ni su casa ni su cama, cuando en el bolsillo de su desgastado jeans la vibración de teléfono la arrancó de aquel delirio onírico donde estaba a punto de entregarse sin reservas.

Se talló frenéticamente los ojos y solo así pudo ver el contenido del mensaje de texto que irrumpía su prohibido sueño:

—¿Hola?.

Aquellas cuatro letras con sus signos no provenía de ningún número que tuviera agendado en la memoria de su teléfono, mas fue capaz de reconocer en fracción de segundos todos los dígitos, pues había repasado con las yemas de sus dedos esos garabatos de la Dra. Hirose adjudicados a su hijo mayor.

—¡Hola! —replicó Nina y pretendía escribir más, pero otro mensaje entrante no le dio tiempo de formular sus ideas

—Por favor dime que eres la niñera de mi hermano, llevo ya tres intentos por descifrar los números que Hirose me dio y sin éxito alguno. La tinta se ha corrido por el aguacero y si no eres la niñera de mi hermanito por favor disculpa mi intromisión.

— Si por Hirose se refiere a la Dra. Hirose y por su hermanito a Bruno pues si, ha dado con el numero correcto —a Nina se le encogieron todos los músculos al imaginarse a aquel que estaba detrás de esas palabras acongojado en pleno aguacero escribiendo y llamando con desespero.

—¡A San Ignacio las gracias por que si eres tú!. ¿Está Bruno bien?. Perdóname por no llegar a la hora pactada, llevo ratos esperando que la lluvia se calme, pero dudo mucho que eso pase ésta misma noche y por eso estoy empapado hasta donde no creí que pudiera mojarme. ¿Me harías el inmenso favor de buscar una toalla en el gabinete principal del baño de la planta baja?.

—Bruno duerme plácidamente y con mucho gusto le alcanzo lo que me solicita, pero si no viene en auto o en taxi dudo que no se moje más de la cuenta. No importa si me toca esperarle por más tiempo, aguarde a que al menos la lluvia se calme.

—Agradezco con el alma tu consideración hacia este pobre desesperado, pero la verdad es que ando en motocicleta y mojarme más de lo que ya estoy creo que no es posible, sin mencionar que el lugar donde se me ocurrió resguardarme está a punto de cerrar y hace rato me hacen mal ojo para que me largue ya. ¿Has cenado?. Me imagino que no y es por mi culpa, por eso he comprado cena para dos. Llegaré en diez minutos, espérame en el genkan y perdona de nuevo por la tardanza y también la ignorancia pero ¿cómo te llamas?.

Nina Cassiani estaba pensando en declarar como mago o adivino a Reuben Costa, porque aquellas palabras tras la pantalla de su teléfono eran tan sinceras y amenas que se sentía mal de haber pensado que el hermano mayor de Bruno era un hedonista-narcisista desconsiderado. El desafortunado había estado queriendo dar con ella desde hacía ya rato con empeño, tras eso estaba lleno de agua hasta los calzones y de paso si había recordado que la niñera también comía y se había tomado la molestia, a riesgo de pescar una neumonía, de detenerse a comprar comida también para ella.

—Tiene razón, no he cenado y con gusto le espero con toalla en mano. Soy Nina para servirle —digitó la joven de cabellos rojos, pero la señal de su teléfono pasó de tres barras a ninguna indicándole que aquella última respuesta no había sido entregada a su destinatario. Hizo el intento una y otra vez sin conseguir que aquel mensaje abandonara la casilla de no enviados, por lo que desistió en seguir batallando y se apresuró a seguir con la encomienda que le habían solicitado.

Bleu Chapel estaba separado de la calle mediante un elaborado enrejado de hierro forjado y para adentrarse en la extensa propiedad de los Hirose había que hacer uso de un sistema de abertura remota que Nina adjudicó qué, siendo el habitante de aquella casa, el empapado de la motocicleta debía tenerlo consigo, puesto que ella no lo poseía y no tenía la mínima idea de cómo hacer que se abriera.

En su oído, el incesante tic tac tic tac del reloj de péndulo le servía de metrónomo, compitiendo con los latidos extraños de su corazón mientras aguardaba junto a la ventana de la sala. Raras y escasas veces había tenido ese sentimiento de nerviosismo y pensaba que definitivamente tenía que arreglar su problema de abstinencia a la cafeína porque no podía seguir así, tenía el corazón en la boca y se sabía pálida por lo que agradecía que las luces estuvieran ausentes sino parecería una enferma ante quien estaba esperando.

Antes de que se cumplieran los diez minutos pactados: el portón eléctrico comenzó a correrse para dejar pasar al motociclista que destilaba agua lluvia. La rayería no había cesado durante toda la noche y Nina apenas y lograba verle a distancia cuando un trueno cortaba la negrura que reinaba en la calle.

Aparcó el artefacto mecánico de dos ruedas cerca de la entrada principal y Nina digitó el código que le permitía el acceso a la casa, aquel aún no se había desecho del casco porque estaba luchando por desamarrar unas bolsas que traía anudadas al cinto y se quitaba a la vez un maletín que colgaba de su espalda. Dejando todo aquello en el suelo, se apresuró a arrancarse los guantes y luego por fin el yelmo con el que protegía su cabeza.
Se quitó con urgencias la camisa blanca traslúcida que traía estampada al cuerpo por exceso de agua y mientras la retorcía entera con una sola de sus grandes manos, el cielo se iluminaba de nuevo como si el sol le hubiera arrebatado la gloria a la luna a media noche y la mirada de ambos desconocidos se encontró por accidente dejando al descubierto un rostro que para Nina Cassiani era tan familiar como el suyo propio, pero que jamás creyó encontrase con él y ahora en el preciso instante donde se  hallaba


"Te he llamado con el pensamiento o es que acaso vienes con la lluvia, tan grave es mi falta que vienes hasta aquí para hacerme purgar con tu presencia mi reniego a tu castigo injustificado".

—¿N-NINA?.

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