4. Luces y sombras
Su mano buscaba entre la oscuridad, usurpando las sábanas a su costado, sintiendo el calor que había quedado impregnado en ellas; un calor que no era suyo. El resto de su cuerpo todavía estaba medio dormido mientras sus dedos palpaban cuidadosamente, incapaces de dar con la fuente de esa tibieza latente, sin encontrar más que el vacío. Fue entonces que él se incorporó hasta quedar sentado sobre la cama, y sus ojos confirmaron la noticia que su mano acababa de transmitirle: aquello que buscaba ya no estaba con él. Ella no estaba.
Fue su piel la que, en cambio, sí alcanzó a percibir algo: el frío. Una misteriosa corriente de aire circulaba por la habitación, calándole los huesos, mientras que el tenue sonido del exterior se escuchaba con una claridad inusitada. No tardó en darse cuenta de lo que ocurría. Al mirar a su izquierda, vio la puerta corrediza del balcón abierta por completo, dando paso a la brisa nocturna, que aun en plena primavera susurraba, rompiendo el silencio, continua e inclemente.
Tras cavilar por breves instantes, resolvió abandonar la cama; se levantó y se encaminó al mirador. Una vez allí, se encontró con una visión ya conocida: la lámpara de luz amarilla empotrada en la pared brillaba junto a las decenas de luminarias de las edificaciones aledañas, como si se tratase de toda una constelación estelar descendida a la Tierra. Mientras tanto, allá arriba, la luna llena observaba entre nubarrones, impasible. Sin duda alguna, aquel era un panorama que invitaba a perderse reflexionando entre el sonido del viento que sacudía la arboleda circundante.
Justo como ya lo esperaba, solo le bastó voltear a un costado para encontrarla. Sí, ahí estaba ella, con sus antebrazos recargados sobre la baranda, vestida con una bata de seda que remarcaba su estilizada silueta a la perfección, como si hubiese nacido con aquella prenda puesta y ambas hubiesen crecido juntas. Su cabello cobrizo resplandecía en tonos dorados con el reflejo de la luz, y su piel blanca, pulcra e impoluta, parecía absorber todos los colores circundantes para adueñarse de cada uno de ellos. Verla así era hipnótico: bella, elegante y enigmática. Los bucles luminosos de su cabello se movían al compás de la brisa y su semblante cálido y fuerte parecía irradiar una energía intangible. Su mirada profunda estaba inmersa en aquel espectáculo visual que ofrecía la noche, como si fuese dedicado a ella, como si se tratase de un ser divino admirando la belleza de su propia creación.
Así podría haberse quedado, embelesado, hasta que ella advirtió su presencia, desvió sus ojos verdes del firmamento nocturno y los enfocó exclusivamente en él, acompañándolos con una sutil sonrisa. En ese momento, un calor absoluto le invadió desde dentro. La diosa había bajado del cielo para convertirse en humana, así lo sintió él. Era difícil creer que en un ser tan imponente y majestuoso pudiera caber tanta calidez, tanta dulzura, tanta sensibilidad.
—Richard, despertaste. —Su tono de voz era suave, con un volumen bastante moderado, pero él la escuchaba tan fuerte que parecían silenciarse la brisa nocturna y el resto de los tenues sonidos vespertinos—. Perdona por dejarte solo, es que esta vista es tentadora —susurró, sin dejar de sonreír, con su rostro iluminado por la luz artificial, aunque quien la viera podría jurar que el brillo venía desde su interior.
—No te preocupes. —Él, a pesar de su tonalidad neutra y su semblante casi inexpresivo, sabía muy bien que ella sí podía leerlo, que era capaz de detectar el torrente emocional que fluía a través de él con tan solo verla—. Fui yo quien te interrumpió, en primer lugar. Esto era lo que hacías allá en el Támesis, antes de traerte aquí.
«Traerte aquí». Sí, tal y como acababa de pronunciar él mismo, era él quien la había traído hasta ahí, hasta su departamento, hasta la habitación donde el tesoro resguardado bajo aquella túnica de seda se había mostrado entero ante él. No tenía idea de cuántos antes que él habrían tenido entre sus sábanas a aquella diosa celestial. Lo único que sí sabía era que, con toda la fuerza de su ser, él deseaba ser el último.
—Y cuánto te lo agradezco... —En ese momento, cuando escuchó su voz tan cerca, sintió su aliento en el rostro y percibió el calor de su cuerpo junto al suyo, Richard se dio cuenta que la tenía justo enfrente. Tan perdido había estado mirándola que ni siquiera se había percatado del momento en que ella había comenzado a acercarse.
Todo su cuerpo se volvió un hervidero cuando sintió las manos de ella acariciar su pecho; todo el frío del entorno se desvaneció en un instante. Desarmado del todo, apenas alcanzó a balbucear.
—Ann —pronunció en medio de un jadeo desesperado, intentando resistirse inútilmente, con el deseo incinerando sus entrañas.
—Shhh —suspiró ella con suavidad, al momento que con su dedo índice sellaba los labios de él. Su voz, dulce y cálida, lo hechizaba entre sus tenues susurros—. Tranquilo, ven...
Sin decir nada más, ella ascendió con sus manos hasta tomarlo del rostro, acercando el suyo poco a poco hasta que la escasa separación se hizo insoportable. Con sus labios tomó posesión de ella, en un beso lento y apasionado, que se hacía más frenético segundo a segundo, hasta que el fuego en su interior acabó por estallar. Con una mano la tomó del cabello y con la otra, la apretó desde la cintura contra su cuerpo. Ella soltó un gemido de placer, rodeándolo con sus brazos. Toda ella era una adicción, como beber de un elixir sagrado que lo hacía todopoderoso.
Estar a la intemperie dejó de importar cuando la excitación extrema les poseyó por completo.
Él la tomó de las piernas, impetuoso, y la levantó salvajemente, pegándola contra su torso. Acto seguido, caminó hacia adelante hasta sentarla encima de la baranda, dejando su espalda mirando al vacío, sin dejar de besarla con desesperación. De repente, ella paró en seco y le dio un leve empujón. Él se echó atrás, tomado por sorpresa, y entonces pudo verla a los ojos, que ardían de deseo. Entre jadeos desenfrenados, con las ganas desbordando su mirada, ella desanudó de un tirón su bata de seda y esta se abrió de par en par. Su espectacular desnudez se hizo presente.
Él volvió a eliminar la distancia entre ambos, en tanto ella le despojaba de su ropa. Comandados por su instinto, ambos fundieron sus labios una vez más, bajaron sus párpados y dejaron que sus cuerpos actuaran por sí mismos, en medio de un concierto de gemidos y jadeos que terminaron de aniquilar el silencio de aquella madrugada.
De un momento a otro, el movimiento cesó, las sensaciones se desvanecieron y él volvió a abrir sus ojos.
Ya no había luces nocturnas, ni un balcón, ni un solo ápice de calor entre las sábanas. Solo estaba él, junto con el frío característico del final del invierno. Se incorporó de golpe, alterado, sin entender por qué acababa de revivir aquel recuerdo mientras dormía.
No tenía sentido, ya habían pasado más de tres años.
Como movido por un impulso ajeno a él, se levantó de la cama, caminó a grandes zancadas hasta el cuarto de baño y con ímpetu encendió la luz. El reloj de pared marcaba las 4:00AM y el reflejo del espejo le mostraba una versión trasnochada y descompuesta de sí mismo. Fue entonces que reparó en su propia expresión afligida, con pequeñas lágrimas descendiendo por sus mejillas.
Al verse así, todas sus facciones se endurecieron de golpe, y su rostro comenzó a gesticular de forma errática y espasmódica, como si no tuviese control sobre sí mismo. Una vez los espasmos cesaron, él volvió a mirarse al espejo; su expresión había cambiado. Su mirada se había vuelto sombría y su boca había adoptado una mueca similar a una sonrisa torcida.
En ese momento, una espeluznante luz verde esmeralda se encendió en sus globos oculares, y de sus labios brotó una voz siniestra y gutural que vibró en sus cuerdas vocales.
—Eres tan patético...
Aquel cielo oscuro volvía a llenar el verde de sus ojos cuando miró una vez más allá arriba. La luz artificial a su alrededor opacaba el brillo de las estrellas y cedía a la luna llena el gran protagonismo entre la negrura absoluta del firmamento. Su pulso cardíaco seguía acelerado y las palpitaciones persistían en todo su cuerpo tras explotar de placer hacía tan solo minutos. Ella permanecía recostada contra la baranda del balcón, mientras aquellos brazos la sujetaban con firmeza a sus espaldas, envolviendo todo su cuerpo. Aquellas manos la acariciaban con suavidad por encima de su bata de seda y aquellos labios persistían en besarla detrás de su oreja, rozando sus mejillas.
Lejos de distraerla, esa dulce sensación de protección, placer y compañía que solo él le provocaba, le hacía sentir que flotaba en la inmensidad mientras su mente viajaba tranquila hacia el mismo lugar donde se encontraba hacía tan solo horas, cuando el enorme Támesis le hizo recordar a su ciudad natal. Sus manos sujetaron las de él fuertemente y toda ella se sintió acompañada, incluso en sus tan complicados pensamientos. Ella se animó a hablar de nuevo, como una forma de invitarlo a visitar su universo interno.
—¿Puedo preguntarte algo? —susurró ella con dulzura.
—No hay nada que pueda impedírtelo.
—¿Crees que hay algo más allá de todo esto?
Él dudó por un instante antes de devolver otra pregunta.
—¿A qué te refieres con «todo esto»? —replicó él, soltando poco a poco su agarre, separándose un poco de ella— ¿Hablas de nosotros?
Al escuchar eso, ella sonrió otra vez y se dio vuelta, quedando frente a frente con él. Con sus manos, volvió a acariciarle el pecho con ternura.
—No. Sé perfectamente lo que sucede con nosotros. No me refiero a eso. —Su mirada era segura, cálida y confidente, y su sonrisa se negaba a abandonar su rostro. Aun cuando la expresión en él fuera casi inexistente, ella podía percibir lo que él sentía—. No te preocupes, reformularé la pregunta: ¿crees que puede haber algo superior a nosotros? Algo más allá de lo que percibimos, más allá de este lugar, más allá de la luna allá arriba, más allá de lo físico. Llámalo como quieras: Dios, orden superior, trascendencia, energía, espíritu... ¿Crees que algo así pueda existir?
En ese momento, una muy poco acostumbrada sonrisa se formó en el rostro de Richard. Sutil, sobria, pero viniendo de él, en extremo notoria. Los ojos de Annelien se iluminaron, emocionados.
—¿Y si te decepcionas con la respuesta?
—No hay de qué preocuparse —dijo ella, acariciándole la mejilla—. Solo quiero saber lo que piensas.
Él se apartó con lentitud y avanzó hacia un lado, quedando recargado a la baranda, al igual que ella, sin dejar de mirarla a los ojos.
—Ann... —Se dirigió a ella con suma seriedad, dando una pequeña pausa—. Soy un hombre de ciencia. Para mí, el hecho de «creer» implica dar algo por cierto, y para ello necesito de hechos que lo sustenten y que puedan ser comprobados. No hay tales hechos respecto a lo que preguntas, así que para mí no es posible creer en ello, porque de momento, con lo que sabemos hoy en día, la existencia de ese «algo más allá» es imposible de comprobar.
—Entonces, hombre de ciencia —Lo desafió ella—, ¿qué estás haciendo aquí? —La dulzura en su expresión iba desapareciendo para dar paso a la astucia, a la picardía— ¿Para qué fueron a buscarme Friedrich y tú, entonces? Al final, la existencia de ese «algo más» es la premisa de la que partimos en esta investigación. Entonces, ¿qué sentido tiene trabajar en algo en lo que no crees?
Impasible, Richard se tomó su tiempo para pensar y contestar a su hermosa y desafiante interlocutora.
—No lo creo, Ann. Si estoy aquí es porque sí lo considero posible. —Al decir esto, miró sus ojos, que reaccionaron con una mirada calma, expectante de lo que diría a continuación—. Gracias a ti, a tu trabajo y a tus hallazgos, entendí algo muy importante: el no poder comprobar la existencia de algo, no significa que sea imposible.
Escuchar eso último la llenó de emoción; no pudo evitar ruborizarse. Su voz se dejó escuchar igual de emotiva.
—Richard, yo siempre te admiré. Se siente tan bien escuchar que puedo enseñarte algo...
La respuesta se hizo esperar, pues costaba creer que ella fuese tan poco consciente de su propia brillantez, de su propia grandeza. Por eso él sostuvo su media sonrisa, porque no podía evitar conmoverse ante tanta ingenuidad de parte de alguien tan extraordinario como ella.
—¿Qué hay de ti, Ann? —Se limitó a preguntar— ¿Crees que sea así? ¿Crees que exista algo más allá de todo esto?
Annelien respiró hondo, como si hubiese estado esperando esa pregunta durante toda la noche. Miró nuevamente hacia el vasto firmamento y las palabras casi desbordaron solas de sus labios.
—No existe un infierno hecho de fuego, ni un paraíso en medio del cielo. En cambio, todo cuanto existe son luces y sombras; si está vivo proviene de la luz, y si muere va hacia la sombra.
Él estaba contrariado. En principio, las palabras de Ann parecían carecer de toda lógica, pero su forma de exponer sus ideas le hacía comprender todo a la perfección. Estaba embelesado, sin desear nada distinto a que ella prosiguiera en su explicación. Guardó silencio y se limitó a escuchar.
—Todo el universo se reduce a puntos luminosos, que a la distancia exacta brindan las condiciones necesarias para que la vida surja. Junto a esos puntos, hay espacios donde no hay nada, donde la vida puede haber existido en algún momento, pero en el presente solo hay oscuridad.
»Así es el mundo en el que vivimos, nuestro planeta, esta realidad en la que nos tocó existir: múltiples descargas de energía que, con el paso del tiempo, lograron conjugarse de tal manera que la vida pudo surgir. La vida que surgió, aprovechó la energía disponible y evolucionó a lo largo del tiempo, hasta formar una especie capaz de convertir esa energía en imágenes en su mente, en pensamientos.
—Te refieres a nosotros —interrumpió Richard—. Hablas de nuestra especie, el ser humano. Sin embargo, no termino de entender tu punto. ¿A dónde quieres llegar con todo esto?
—El pensamiento —replicó ella de inmediato, llevándose el dedo índice a la sien—. El pensamiento es el punto final de todo, es el destino de una travesía evolutiva de miles de millones de años en desarrollo. Tan solo imagina hacia dónde ha de dirigirse esta secuencia, de seguir avanzando.
—Sería irrelevante —sentenció él, tajante—. Por muy cruel o pesimista que suene, somos completamente irrelevantes para el resto del universo. La vida misma lo es, si hasta donde sabemos es más lo que no está vivo que lo que sí lo está, siendo que las únicas formas de vida que conocemos viven en este planeta, el cual es pequeño e insignificante en comparación con el resto del universo.
—Todo cuanto conocemos del universo sigue un ciclo. —Por muy elocuentes que fuesen las negativas de su compañero. Ella se negaba a abandonar su posición. Cada réplica de él le sumaba fuerza a su semblante, como si al ser contradicha, ella se convenciese más de estar en lo cierto—. Todo parte de un origen y tiene su final en ese mismo origen, ¿qué tal si así funcionamos nosotros? ¿Qué tal si, de continuar nuestra evolución, nuestras mentes nos acercan hasta esa misma fuerza desconocida que dio origen a todo?
—Lo siento, Ann, pero debo insistir: para el resto del universo es irrelevante. No tiene sentido pensar en eso. —A pesar de la dureza de sus palabras, tanto el tono de voz de Richard como su lenguaje corporal permanecían inalterados—. Somos como un microbio, que visto al microscopio se ve complejo e interesante, pero que para nuestra vista normal es tan pequeño que ni siquiera alcanzamos a distinguirlo.
Ella soltó un suspiro de resignación y bajó su cabeza, negó lentamente y cerró sus ojos por un momento. Volvió a abrirlos y lo volvió a mirar, sin perder un ápice de su característica calidez, misma con que le habló a continuación.
—¿Tanto te cuesta entenderlo?
—No hay nada malo en estar conscientes de lo que somos. Nuestro verdadero aporte en vida se lo podemos dar a nuestra propia especie, a nuestro propio planeta, al pequeño rincón de universo en el que habitamos, no más que eso. Para el resto del universo no somos más que pequeños observadores, pequeños transeúntes que aparecieron millones de años después de que el universo conocido fuese creado, y se irán millones de años antes de que deje de existir. Nada de eso nos exime de vivir al máximo cada día y valorar cada minuto que vivamos.
Conmovida, ella se acercó de forma sorpresiva, y con sus manos volvió a acariciar su rostro. A pesar de estar en completo desacuerdo, no podía evitar recordar por qué lo admiraba y respetaba tanto, por qué disfrutaba tanto estar con él. Su voz se volvió un susurro, tan intensa y seductora como solo ella podía sonar.
—Miles de millones de fenómenos ocurren en cada confín del universo desde que el mismo empezó, sin necesidad alguna de ser comprendidos. Sin embargo, en puntos muy específicos del mismo, extrañas condiciones se conjugan de forma óptima para que aparezcan seres capaces de cuestionar lo que pasa e intentar comprenderlo. Ese es nuestro caso, nuestra especie requirió de millones de años de evolución para aparecer en este planeta. Es más que evidente: somos el universo entero buscando comprenderse a sí mismo, ¿y quién podría comprenderlo mejor que aquel o aquello que lo creó?
—Puedo entender tu lógica, Ann. En serio, puedo incluso compartir gran parte de lo que dices —explicó él, en un punto en el que ya dolía contradecir ideas tan nobles y trabajadas—. Sin embargo, no tiene sentido alguno realizar tantos cuestionamientos al respecto. No tenemos tiempo, estamos condenados. Al paso que vamos, la humanidad se destruirá a sí misma antes de lograr evolucionar hacia aquello de lo que hablas.
Como si lo que acabase de escuchar hubiese sido todo lo contrario, ella acentuó aún más su sonrisa y fue acercando su rostro al de él, poco a poco, cada vez más cerca.
—Por eso me he puesto en una misión, la de cumplir mi mayor deseo: acelerar ese proceso evolutivo y dar el salto que necesitamos dar para convertirnos en nuestro verdadero destino.
—¿Es por eso que estás aquí? —Al fin Richard parecía comprenderla, parecía haber hallado el sentido detrás de sus complicados argumentos. No era una pregunta retadora, era admiración manifiesta.
—No es una mera ambición soberbia, lo juro. Es un deseo incontenible de ser lo que estamos destinados a ser, Richard. Tú, yo, Friedrich y todo el resto de la humanidad podemos trascender, acercarnos juntos al concepto de seres divinos. Podemos ser dioses, no solo tú y yo, sino la humanidad entera... Por esa razón estoy aquí...
Justo en ese instante, Richard no pudo contenerse más, y tomó a Ann detrás de su nuca, enredando su mano entre sus ondas cobrizas. Ella abrió por completo sus ojos, sorprendida.
—Annelien, yo soy un simple humano. —Exhaló profundamente, desbordado de deseo—. La verdadera diosa eres tú...
Por última vez, la cercanía volvió a hacerse absoluta y ambos pares de labios volvieron a encontrarse. El fuego abrasador volvió a abrirse paso en su interior, y ella cerró sus ojos, dejando que aquel torrente de sensaciones y emociones tomara de nuevo el control de toda ella, abandonándose a aquel estallido de deseo.
Así mantuvo sus ojos cerrados, hasta que su cuerpo dejó de sentir, hasta que cada uno de aquellos estímulos corporales cesó de repente.
Al volver a abrir sus ojos, solo pudo proferir un grito...
—¡MALDICIÓN!
De un brusco sobresalto quedó sentada sobre su cama, llevándose las manos a la cara por la incontenible frustración. Sí, había vuelto a pasar, los recuerdos habían llegado para volver a atormentarla en sus sueños. No había ocurrido nunca durante los tres años transcurridos desde aquel entonces, pero tan pronto hubo llegado a aquel instituto, tan pronto volvía a estar cerca de él, sus memorias habían comenzado a asediarla mientras dormía.
Con su respiración agitada y sin poder dejar de visualizar una y otra vez lo mismo que acababa de ver en su sueño, se precipitó desesperadamente sobre su mesa de noche. Extrajo de la primera gaveta un frasco de pastillas y lo abrió con ansiedad, sacando dos de ellas. Ya se disponía a meterlas en su boca cuando se detuvo a mirar su reloj despertador y se percató de la hora: 5:30AM. Acto seguido, se dejó caer sobre su almohada, suspirando con pesadez; no tenía sentido tomar las pastillas dada la hora, así que las devolvió dentro del recipiente.
—¿Por qué? —susurró para sí misma, tapándose la cara con las manos— ¿Por qué ahora? ¡¿POR QUÉ?!
Entonces, un sonido electrónico la sacó de su infierno mental. Sin detenerse a pensar, puso los pies sobre el suelo y se levantó de la cama, y al abrir la puerta se encontró con su estudio personal, donde una impresora de planos terminaba de proyectar rayos láser sobre una enorme lámina plástica oscura con notables relieves. Ella había dejado a la máquina operando toda la noche para llevar a cabo ese trabajo.
Al tomar la hoja entre sus manos, a primera vista era como ver una gran radiografía, pero al colocarla a contraluz, cada minúsculo detalle se dibujó: era el plano fotográfico de un laboratorio, y al moverlo con la proyección de luz daba la sensación de movimiento, pues ilustraba imágenes que aparecían y desaparecían conforme el reflejo de la luz cambiaba de posición sobre el plano. Entre todas esas figuras, había una que resaltaba sobremanera.
—Aquí estás —dijo Annelien para sí misma, justo cuando aquella figura anaranjada se mostró sobre el plano.
A aquella especie de llamarada viviente se le veía atravesar el laboratorio y ascender por la escalera principal hasta entrar en la habitación contigua, dentro de la cual se apreciaba una figura humana femenina acostada sobre una cama, una silueta perfectamente reconocible. Sin poder contenerse, hablando para sí misma, ella pronunció su nombre:
—Alessandra...
Todo comenzó con un resplandor, una luz en medio de la noche...
Así comenzaba el texto impreso en las hojas.
[...] La luz inundó la habitación durante unos segundos y luego, con la misma velocidad, desapareció. Lo recuerdo demasiado bien y, aunque quisiera, no podría olvidarlo. Me basta con cerrar los ojos para revivir ese destello entre la penumbra, justo en una de las ventanas de mis vecinos. Al principio no le di importancia...
Ella casi se sabía de memoria aquella carta, y aun así, cada vez que volvía a leerla, el dolor volvía a asomarse, intensificándose a medida que avanzaba en la lectura.
[...] En ese momento, sucedió. Mi sombra se dibujó contra las paredes de mi habitación. Una luz. La misma luz [...]. Apenas y sí pude mirar por encima de mi hombro, apenas lo suficiente para ver que la luz recorría la casa de los vecinos. Despacio, muy despacio [...]. La luz continuó su recorrido hasta llegar a la entrada principal [...]. El resplandor atravesó la puerta y salió sin hacer ruido alguno.
Leer aquellas palabras era como retroceder en el tiempo, como transportarse una vez más a aquella noche, y por muy irracional que fuera, la llevaba a preguntarse si ella misma podría haber hecho algo para evitarlo. La respuesta, sin embargo, era muy clara: nada de lo que le sucedió ni lo que le sucedía en el presente era su culpa ni estaba bajo su control.
[...] Mi corazón latía a toda velocidad y cada parte de mi cuerpo temblaba. ¿Qué mierda era eso? ¿Qué hacía en casa de los vecinos? [...] Cerré las cortinas sin atreverme a mirar de nuevo la ventana de la muchacha y sin más me fui a dormir. Justo antes de quedarme dormido, hice algo que nunca antes había hecho: recé por su salud, la de ella y la de su padre.
A medida que recorría el texto, se saltaba sistemáticamente párrafos enteros, buscando inconscientemente los fragmentos donde el autor recalcaba su propio miedo.
[...] Seguí la luz durante varios minutos [...]. Luego de caminar algunas cuadras logré distinguir la figura a la que rodeaba aquel resplandor anaranjado: era una persona, una mujer. «Alessandra», pronuncié tan pronto la reconocí, tapándome la boca con las manos [...]. Sí, definitivamente era ella [...].
Si había algo en el mundo que atormentaba a Alessandra, era ser consciente del miedo que su mera imagen podía llegar a causar en quienquiera que la viera fuera de su cuerpo dormido. Era tortuoso leerlo, pero para ella era como una terapia de choque personal; quería creer que mientras más lo leyese, menos le afectaría.
[...] En su camino se cruzó con más de un desvelado, quienes al principio se acercaban y luego huían despavoridos al verla de frente. Su piel era blanca como la cerámica y sus ojos parecían estar hechos de fuego. Toda una visión fantasmal, incluso demoníaca. Era tanto el miedo que generaba que los que corrían de ella ni siquiera me notaban al pasar a mi lado.
Justo al leer ese fragmento, sintió aquel peso dentro de sus párpados, acompañado del ligero ardor que producen las lágrimas cuando se acumulan y buscan una salida. Ella las retuvo como pudo, no podía quebrarse, tenía que aguantar hasta el final, o al menos intentarlo.
Así continuó en su sufrimiento auto impuesto hasta llegar al melancólico final de aquella extensa narración.
[...] Eres la primera persona a quien se lo cuento y me sorprendería que me creyeras; aunque para ser honesto, no lo necesito. Sea lo que sea que le ocurre a Alessandra, lo único que puedo hacer por ella es rezar. Que Dios la ayude, o alguien, antes de que sea tarde.
Al terminar de repasar las últimas líneas, lo más sensato hubiese sido dejar de contenerse, reconocer la derrota contra sí misma y liberar ese llanto que ardía ansioso por salir de su garganta. Es justo lo que ella estaba a punto de hacer cuando un sonido la interrumpió.
—¿Alessa?
Aquella voz la tomó tan desprevenida que casi gritó del susto. Subió su mirada al frente y su cerebro, como si hubiese sufrido un cortocircuito, tardó segundos enteros en procesar la imagen que le enviaban sus ojos.
—Ma... ¿Marko? —dijo ella, con un miserable hilo de voz, como si le faltara el aire.
Entonces se disparó la alerta en todo su cuerpo. Estaba tan absorta en su lectura que había olvidado que estaba sentada en una de las mesas de la cafetería del módulo principal del instituto. De no ser por aquella interrupción, probablemente habría roto en llanto frente a decenas de estudiantes que iban y venían a su alrededor. Tan pronto cayó en cuenta de todo esto, sintió tanta vergüenza que tuvo que contener el impulso de huir despavorida. En lugar de ello, se tapó la cara con ambas manos.
—Dios mío, qué horror. —Su voz se oyó como un murmullo al estar obstruida por sus manos.
Al sentir el calor en su rostro, supo que estaba completamente sonrojada. En ese momento, morir de un derrame cerebral parecía una opción bastante atractiva.
—¿Puedo preguntar qué sucede? —preguntó Marko, sentado frente a ella, conteniendo una risotada.
En un principio, se había preocupado por el semblante afligido de Alessandra mientras leía aquellas hojas, pero ahora, ante su evidente vergüenza, no hacía sino inspirarle ternura e incluso le parecían graciosas sus nerviosas reacciones. Ella, por su parte, en un intento por relajarse, respiró profundo y destapó su cara con lentitud.
—A ver, ¿cuánto tiempo llevas sentado ahí? —preguntó Alessandra, con cara de resignación.
—No lo sé, quizás unos quince minutos —contestó Marko, con una sonrisa sutil—. Pensaba saludarte apenas te vi, pero estabas concentrada leyendo eso. —Al decir esa última palabra, señaló con dudas las hojas impresas que todavía estaban sobre la mesa, como preguntando indirectamente qué eran.
—Ah, sí, esto... —Miró las hojas, aún avergonzada—. Es simplemente una carta que habla sobre mí. Si la leyeras, pensarías que soy una masoquista por leerla.
—Por tu expresión mientras lo hacías, no creo que sea precisamente una carta de amor. —La preocupación volvió a asomarse en la expresión risueña de Marko— ¿Puedo leerla?
Alessandra negó suavemente con la cabeza.
—Hoy no, creo que es suficiente vergüenza por un día —dijo, con una sonrisa apenada, mientras ordenaba las hojas y se disponía a guardarlas entre sus cosas—. Si quieres, puedo mostrártela luego, te lo debo por salvarme de hacer una escena dramática a la hora del desayuno.
Marko asintió con complacencia.
—No te preocupes, no tienes que compartirlo conmigo si no quieres.
Ella se encogió de hombros, mostrándose mucho más relajada.
—Ya compartí contigo mi mayor secreto y tan solo te conozco desde ayer, así que...
—Sí, lo sé —replicó Marko, dando un suspiro—. Aún me cuesta asimilar todo esto.
—No es para menos —susurró ella, en un tono confidente, mirándolo directamente a los ojos—. Ni siquiera yo en casi dos años he sido capaz de asimilarlo.
En ese momento, Marko frunció el entrecejo, extrañado. Ella estuvo a punto de preguntar qué pasaba, y entonces se dio cuenta que había estirado el brazo y tomado la mano de él. Quedó fría del susto, ni ella misma se había percatado de aquel impulso.
—Yo... Lo siento... Yo... —balbuceó con voz temblorosa, soltando su mano en el acto.
Rápidamente, él la detuvo y con ambas manos tomó con suavidad la suya.
—No te preocupes, está bien —le dijo en un susurro, devolviéndole la mirada.
Ella negó con la cabeza.
—En serio, perdón, no sé qué me pasa...
—En serio, no pasa nada. —Negó sutilmente con la cabeza y, acto seguido, apretó su mano con delicadeza—. Me gusta esto, se siente bien...
Finalmente, ella dejó de oponer resistencia y asintió.
—Es verdad, se siente bien. —Esta vez, Alessandra sonrió, pero de verdad. Era una sonrisa de labios juntos que no expresaba más que auténtica felicidad. Sintió calor en sus mejillas, estaba sonrojada otra vez, pero a estas alturas, poco y nada le importaba. Confiaba en él, así de simple—. Es solo que...
«Hermosa», pensó él a verla sonreír, a la vez que se reprochaba a sí mismo, temiendo que por impulso se le escapara de los labios.
—Creo que hay algunas cosas nuevas que todavía no asimilo bien —concluyó Alessandra.
—¿Como cuáles? —preguntó Marko, sin dejar de sostenerle la mirada.
Ella respiró profundo antes de responder, intentando organizar sus ideas.
—Mira a nuestro alrededor —dijo, colocando su otra mano sobre las de él, expresando su confianza.
Él miró discretamente a los costados y reparó en la gran cantidad de personas que había en el lugar. Nadie les prestaba la más mínima atención, cada quien atendía sus propios asuntos. Habiendo captado la idea, asintió y la miró, invitándola a continuar.
—Desde la noche en que todo comenzó, solía evitar por completo sitios como este. —Echó un vistazo rápido a su alrededor—. Quiero decir, lugares concurridos.
—Lo dices en pasado... —señaló Marko, frunciendo el ceño— ¿Quieres decir que dejaste de evitarlo?
—Sí, a lo mejor, aunque no por eso es sencillo acostumbrarme. Al fin y al cabo, desde que llegué a este instituto las cosas parecen haber cambiado —dijo esto e hizo una breve pausa—, para bien.
—Considerando todo lo que me has contado, me alegra muchísimo escuchar eso, solo me pregunto... —A continuación, Marko se soltó elegantemente de las manos de Alessa y adoptó una pose pensativa— ¿Todo es mejor solo porque nadie te presta atención?
Ante lo que acababa de escuchar, Alessandra se limitó a sonreír y dar un breve suspiro.
—Cuando pasas por ciertas cosas, empiezas a valorar el ser uno más; que las personas a tu alrededor vayan y vengan sin más, que nadie te mire de reojo, que nadie murmure en torno a ti. Ser una gota más en un mar de perfectos desconocidos, es algo que no tiene precio. Creo que al fin...
Hubo un silencio expectante, tras el cual, Marko intentó alentarla a proseguir.
—Al fin, ¿qué?
Ella sintió un impulso, pero esta vez se lo pensó dos veces.
—Creo que al fin las circunstancias me sonríen —aclaró con cierto nerviosismo—. Quiero decir, aquí nadie sabe quién soy, tengo un gran espacio para ocultarme de la vista por las noches, y además...
De nuevo aquel impulso ingenuo, aquellas palabras que no quería decir pero que luchaban por salir a la luz en medio de su explicación.
«Te tengo a ti», era lo que pensaba, lo que en realidad quería decirle, pero no, ya habían sido demasiados impulsos para un solo día.
—Espera... —Se interrumpió a sí misma— ¿Qué hora es?
Confundido, Marko miró su reloj y se sorprendió.
—Ya casi son las 8:00AM. Creo que eso significa que...
—Que ya deberíamos ir a clase, sí.
Ambos sonaron ridículamente nerviosos, como quien no quiere despedirse pero no quiere admitirlo.
—¿Tienes algo que hacer después de clases? —se animó a preguntar Marko, con cierta timidez.
Para su sorpresa, Alessandra, sonriendo, no hizo sino mostrarle una tarjeta de identificación. Él la observó, pertenecía a la División de Astronomía del instituto.
—Resulta que por las tardes puedo estar ocupada —dijo en tono lastimoso, para luego esbozar una sonrisa cómplice—. Sin embargo, si quieres podemos vernos más tarde, ya sabes, de la misma forma que anoche...
—Sí, tranquila —respondió él con calma, poniéndose de pie para retirarse—, creo que lo tengo bastante claro.
—Creo que puedo preparar algo para esta noche. Si lo consigo, puede que te cuente una historia —propuso finalmente la chica, con cierta picardía— ¿Qué dices entonces? ¿Nos vemos en el mismo lugar?
Él sonrió, más que por la propuesta, por verla de pronto tan vivaz y animada, como no la había visto hasta ahora.
A modo de despedida jocosa, guiñó un ojo, diciendo:
—Te veo en tus sueños.
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