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8. Detectives I

A los cuarenta y dos años de edad, Michael Brown ya había dedicado la mitad de su vida a lo que más le apasionaba; luchar por la justicia. Era el mejor detective de la ciudad de Zaphara. Había resuelto innumerables casos de homicidios y desapariciones como ningún otro.

Desde niño, su fascinación por desentrañar misterios era inconmensurable. Su madre, Cecilia Lewis, siempre terminaba agobiada por la cantidad de preguntas que le hacía. Si bien ella entendía que así era el comportamiento normal de un niño, estaba segura que su hijo sobrepasaba las expectativas. Simplemente no era normal.

Un día, exhausta de su perpetua incertidumbre, la madre decidió ponerle fin a todo eso de una vez por todas.

—¿Quieres saber la respuesta? —contestó la mujer a una de sus interrogantes mientras el inquieto Michael meneaba su pequeña cabeza de arriba a bajo—. Entonces esa será tu tarea. Tendrás que averiguarlo por ti mismo.

—¿Cómo? —respondió, intrigado.

—Primero tendrás que investigar acerca del tema —instruyó la madre—. Observa tu entorno y reúne toda la información que puedas. Cuando termines, confía en tus instintos y saca tus propias conclusiones.

—Pero...

—Pero nada. Haz lo que te digo y hallarás la respuesta.

—Está bien... —contestó el pequeño.

Lo que su madre no llegaría a comprender es lo mucho que aquellas palabras impactarían en él por el resto de su vida. A la edad de trece años, cuando regresaba a casa después de la escuela, Michael recibió la peor noticia de su vida, una que no lo dejaría descansar en paz por el resto de su existencia. 

Su madre había sido asesinada.

Un charco escarlata le dio la bienvenida al abrir la puerta. La sangre se escabulló por sus zapatos apenas dio un paso al interior de la vivienda. Desconcertado, corrió con desesperación al epicentro de aquel río carmesí.

En un rincón de la cocina, su madre, inerte, reposaba en la laguna de sangre que seguía escurriéndose de sus heridas. Varias puñaladas en su pecho la habían desangrado hasta palidecer.

Michael quedó atónito ante aquella perturbadora escena. No sabía qué hacer. No sabía cómo había ocurrido. Ni siquiera pensaba que fuera real; se sentía fuera de su cuerpo. Sin embargo, luego de salir de su estado de conmoción, lo primero que se le ocurrió fue llamar a la policía.

Las autoridades llegaron con prontitud y removieron el cuerpo para su posterior investigación. Su padre estaba trabajando en ese momento. Al llegar, rompió en llanto junto a su hijo. Ambos estaban destrozados. ¿Cómo es que aquello había pasado? Tenía que ser una broma, una pesadilla.

En los años que vinieron, Brown y su padre decidieron abandonar la antigua casa e instalarse en una nueva para dejar atrás su oscuro pasado. La policía jamás logró hallar culpables.

—¿Cómo conseguiste el dinero para comprar esta casa, papá? —le preguntó mientras hacían la mudanza.

Semanas antes del asesinato, Michael había escuchado a sus progenitores discutir. Mas nunca fueron altercados violentos. Solo las típicas peleas de pareja que cualquiera tenía. Pero algo que recordó después, mientras intentaba buscar respuestas de lo sucedido, era que el tema principal de dichas discusiones era el dinero. ¿Tendría algo que ver en todo?

—Solo hice un préstamo en el banco. La iré pagando progresivamente. No nos conviene quedarnos en la anterior —argumentó—. Hay que dejar los fantasmas en el pasado y avanzar, ¿no crees?

Pero el detective Brown no pensaba igual. Él jamás olvidaría la sabia lección heredada por su madre: «Confía en tus instintos y saca tus propias conclusiones». Aquella frase se convertiría en el lema que usaría por el resto de su vida. Y la muerte de su madre sería el pilar que sostendría la esperanza de algún día encontrar a su asesino. 

Tras una intensa preparación en la universidad, logró graduarse con honores y a sus veintidós años obtuvo el primer caso de homicidio que pudo resolver con éxito; un hombre apuñalado en Las calles del infierno

Esa fue su primera experiencia adentrándose en los corredores de aquel abandonado recinto en donde la indigencia y prostitución eran el pan de cada día. Y con el paso de los años, innumerables casos más resolvería, pero jamás obtendría respuestas del único que le importaba; el asesinato de su madre. 

El caso ya había sido archivado y no importaba las veces que implorara para que se reabriera, siempre denegaban su petición. Pero todos esos años de arduas investigaciones le habían dotado de una aguda destreza para detectar criminales y se había convertido en lo que su madre habría llamado «instinto»; ese poderoso sexto sentido que le había enseñado a estimular desde pequeño. 

Su experiencia era innegable y por ese motivo le habían asignado a un nuevo compañero tras la muerte de su previo colega; un intercambio de disparos contra vándalos había acabado con su vida. Ahora tenía que trabajar junto al nuevo detective, Joe Williams.

El detective Williams era un joven de escasos veinticinco años. Llevaba algún tiempo en pequeños casos, pero su versatilidad le permitía acoplarse a cualquier tipo de situación. En especial, al caso de la desaparición de Joseph Smith; el repartidor de pizza.

No tenían sospechoso alguno hasta el momento, excepto por Jack Miller. Ese misterioso hombre que vivía en una mansión a las afueras de la ciudad. Sin embargo, este les había proporcionado una firme coartada. Mas eso no había sido suficiente para el detective Brown, que había quedado con un mal presentimiento luego de su primer encuentro.

Una semana antes de que lo visitaran por segunda vez, los oficiales parecían estar completamente perdidos. Su única pista era el testimonio del jefe de la pizzería en la que Joseph trabajaba.

—Esta es la última dirección que tuvo como pedido —dijo el señor Dawson, dueño del restaurante, mientras les ofrecía un pedazo de papel con la dirección de un hombre llamado Jack Miller—. Joseph siempre es responsable y supuse que si no había vuelto era porque le había pasado algo a su pequeña hija o esposa —añadió—. Pero ya que me dicen que fueron ellas mismas las que lo reportaron como desaparecido, algo más le debió haber pasado. Por favor, encuéntrenlo.

Los detectives tomaron la diminuta nota y se dirigieron a la dirección proporcionada para investigar el caso, sin embargo, aquel pálido sujeto con el que intercambiaron algunas palabras en la inmensa mansión que ostentaba como propiedad no les dijo mucho.

—Hay algo raro en él —comentó Brown a su compañero al tiempo que conducía fuera de la mansión de aquel individuo.

—¿Eso crees? —preguntó Joe.

—Sí —respondió—. Puede que solo esté sobre pensando las cosas, pero mi instinto me dice que está ocultando algo.

Los detectives intentaron adentrarse en el historial de llamadas de Jack Miller sin éxito alguno. No sabían por qué razón les era imposible reparar en el registro de su celular, mas supusieron que se trataba de algún tipo de artilugio que bloqueaba su señal y protegía de cualquier amenaza exterior.

Sin aquello, no podrían comprobar si lo que ese misterioso sujeto decía era verídico o no. Y para su mala suerte, el permiso para inspeccionar el perímetro de su mansión se les fue negado debido a la pobre evidencia que lo involucraba en el caso. Si hubiesen evadido aquella orden, le habrían dado la libertad al señor Miller para demandarlos por invasión a su propiedad.

El detective Brown estaba seguro de que aquellas marcas de neumáticos que había visto cerca de la carretera pertenecían a la motocicleta de Joseph. Su vasta experiencia le hacía enfocarse en pequeños detalles que otros habrían ignorado. 

Cuando habló con el señor Miller, pudo cerciorarse de que mentía. Un pequeño movimiento de vacilación en sus ojos lo expuso a su detector de mentiras, aunque en su mente el señor Miller hubiese pensado que había dado la mejor actuación de su vida. 

Tras abandonar la mansión en esa primera visita, quiso traer a su equipo de profesionales en escenas del crimen para corroborar que su infalible instinto había captado la mayor evidencia del caso como en muchas otras ocasiones, pero eso sería un paso en falso que no se podía permitir.

La incertidumbre carcomía sus noches mientras pensaba en dónde podría estar Joseph. ¿Acaso ese sujeto lo había asesinado y lo tenía escondido en su gigantesca mansión? ¿O lo había llevado a otro lugar y se había deshecho de cualquier prueba? Su coartada era lo sólida, pero sus palabras emanaban un rebuscado engaño que el detective Brown podía oler a metros de distancia.

Los días pasaron y aún no hallaban nada contundente. Estaban buscando un manantial en la mitad del desierto. No había dirección a la que ir, ni siquiera un cactus de referencia. ¿Dónde se suponía que tendrían que escudriñar para encontrar un ápice del rastro de su inexplicable desaparición?

Joseph se había extraviado en la infinidad del mundo. Y ese no sería el único caso por el que se tendrían que preocupar; un día después de la misteriosa desaparición de Joseph, un homicidio se reportó en el conjunto de edificios abandonado de la ciudad de Zaphara conocido como Las calles del infierno —nombrado así por la exuberante presencia de indigentes en la zona—. Un paraíso para personas sin hogar que vivían con la falsa sensación de felicidad que les producía el desmesurado tráfico de drogas.

La luna adornaba el firmamento cuando los detectives llegaron a la escena del crimen. El cuerpo carbonizado de lo que probablemente había sido un vagabundo yacía aún ardiendo en los cimientos de un callejón abandonado. El olor a carne chamuscada era intenso.

Los periodistas se aglomeraron alrededor de la calle tras la cinta separadora. Los policías, que habían acudido a la escena luego de una alarmante llamada, protegían el lugar para que nadie pasara.

—¿Alguna vez viste un homicidio como este? —preguntó Joe a su compañero.

—Esta zona es bastante peligrosa —habló Brown—. Sin embargo, un asesinato así no es normal aquí. Generalmente se encuentran personas apuñaladas hasta morir o algunos que han sufrido sobredosis. Pero esto... —Observó al cadáver—. Esto se trata de alguien que sabe lo que hace. Alguien que no quiere dejar rastro de su presencia.

Los detectives atravesaron el listón que cubría el perímetro y procedieron a hablar con la policía a cargo de la situación; una robusta mujer de imponente estatura que recitaba órdenes a diestra y siniestra con una autoritaria voz.

—Buenas noches, Jennifer —dijo Brown, dirigiéndose a la susodicha.

La oficial dejó de propinar alaridos a sus subordinados y volteó al escuchar su llamado. Al ver que era el detective, su semblante cambió a uno más calmado.

—Hola, Michael —pronunció, tranquila. Sin embargo, su mirada dejó de concentrarse en el detective y pasó hacia su rubio acompañante.

—Es mi nuevo compañero, el detective Joe Williams —indicó Brown.

—Un placer. —Ambos estrecharon la mano.

—¿Cuáles son los detalles de la situación? —solicitó entonces.

—No hay mucho que decir... —Los ojos de la mujer observaron de reojo los carbonizados restos que quedaban de aquella persona—. El cuerpo está irreconocible. Ni siquiera sabemos si se trata de un hombre o una mujer.

—¿No hay testigos? —preguntó Brown.

—Hay un chico... —La mujer implantó sus arrolladores ojos en un joven que se encontraba tumbado en la acera contigua a uno de los edificios cercanos de la escena del crimen—. Pero no habla mucho. Creo que está drogado.

—Está bien, trataré de obtener algo de él —concluyó Brown—. Gracias, Jenny.

Las unísonas pisadas de los agentes se dirigieron hasta el pavimento de la calle donde reposaba en silencio aquel muchacho. Una patrulla estaba con él, intentando apaciguar su estado de shock.

—Déjenme hablar con él —ordenó Brown al grupo que cuidaba del chico.

Los polizontes despejaron la zona y dejaron al detective hacer su trabajo. Este se acercó cuidadosamente al joven. Estaba sentado en el suelo con la mirada perdida en su propia existencia. Su edad parecía rondar los quince años apenas.

—Oye, chico...

—Me llamo Zack —respondió el muchacho secamente y sin mirarlo.

—Está bien... Zack —acentuó Brown—. ¿Sabes qué pasó aquí?

Asustado, levantó su angustiosa mirada y la instaló en los oscuros ojos de Brown. El demacrado rostro del adolescente demostraba las penurias a las que se veía sometido frecuentemente viviendo en Las calles del infierno. 

Cuando su boca se disponía a formar una palabra, un nudo en la garganta le cortó el aire para producir un leve sollozo. Su cabeza volvió a bajar para incorporarse en su regazo mientras sus brazos abrazaban sus temblorosas piernas en una posición fetal.  

—Hey... —expresó el detective Williams mientras se arrodillaba ante el chico y ponía la mano en su espalda para consolarlo—. Tranquilo. Solo respira profundo, estás a salvo con nosotros. Queremos ayudarte.

Los luctuosos gemidos de Zack se fueron apagando lentamente. La reconfortante palma del detective Joe lo imbuía en una extraña sensación de seguridad que pocas veces había sentido en la vida. El chico alzó la mirada de nuevo para dejar en evidencia unos rojizos ojos. Los detectives no sabían si era producto de alguna droga o si sus ojos se habían inflamado tras los imparables sollozos que producía.

—Estaba durmiendo en aquel edificio. —Señaló Zack con su mano derecha al tiempo que se secaba las lágrimas con la manga de su otra extremidad—. Escuché un grito —musitó—. Era el señor Johnson... El que me cuidaba a veces. Me daba comida cuando no tenía qué comer.

—¿Qué pasó con el señor Johnson? —interrogó el detective Williams.

—Él... —Su mirada se quedó estupefacta, como si la escena se recreara con vividez en su mente —. Había alguien encima de él y... —Un nudo en la garganta interfirió de nuevo con su fonación, pero esta vez pudo controlarlo—. Se lo estaba comiendo.

—¿Qué? —soltó Brown—. ¿Quién se estaba comiendo a quién?

—Un sujeto se estaba comiendo al señor Johnson —comentó el chico—. Sus... vísceras.

Brown pensó que se trataba de una broma. El chico estaba drogado y había imaginado algo que no había ocurrido. Pero por descabellada que fuese la información, Zack era su única fuente en ese momento y debía sustraer cualquier dato que pudiese dirigirlo hacia el asesino.

—¿Y qué hizo después de comerlo?

—Quemó su cuerpo —dijo Zack—. Yo solo observaba en silencio. Tenía mucho miedo de hacer algo. No quería problemas... —Comenzó a llorar de nuevo—. No quería morir. ¡Pero les juro que no hice nada!

—Tranquilo —susurró Joe al chico.

—Por favor, no dejen que me mate —imploró Zack.

—¿Por qué dices eso? ¿Acaso te conoce? —cuestionó Brown.

—No lo sé —respondió este—. Cuando di un paso atrás para irme, su cabeza giró hacia mí y creo que me vio.

—¿Viste su cara? —Trató de indagar Brown.

—No, me asusté y salí corriendo. 

—¿Cómo era ese sujeto? —preguntó Brown—. ¿Qué ropa llevaba puesta?

—No lo sé... —Intentó recordar—. Tenía un suéter negro con una capucha que tapaba su cabeza.

—¿Sabes qué estatura tenía? —interfirió Williams.

—Tal vez un metro y ochenta —Intuyó el joven—, realmente no recuerdo. Pero era alto.

—Está bien, Zack —habló Brown—. Te llevaremos a la estación para que des una declaración y te pondremos en un refugio temporal.

—¡No! —gritó este—. ¡No quiero volver a un refugio!

El miserable adolescente había escapado de varios asilos que disponía el gobierno para jóvenes abandonados como él. No había tenido buenas experiencias en estos lugares, siempre lo habían humillado o maltratado por no saber adaptarse a la sociedad. Así que prefería hospedarse en los inhóspitos edificios en mal estado de Las calles del infierno.

—No hay problema, Zack. —El oficial Williams intentó calmarlo—. Si te quieres quedar aquí, puedes hacerlo. Pero lo único que queremos es que estés a salvo. ¿Acaso no nos dijiste que querías nuestra protección?

—Sí, pero no quiero volver a un refugio...

—Hay un asesino suelto en esta zona —dijo Joe—. ¿En serio quieres permanecer en este lugar?

—No, pero...

—Déjanos ayudarte. —Lo interrumpió—. Queremos que estés a salvo.

El adolescente no sabía qué pensar, pero dadas las circunstancias, supuso que era lo mejor.

—E-es... —dudó por un momento—. Está bien.

Los agentes dispusieron al joven en un auto, junto a la patrulla que antes lo estaba cuidando. Dieron órdenes a los policías de llevar a Zack a la comisaría. Ahí declararían su testimonio y le practicarían una prueba para saber a ciencia cierta que no estaba bajo los efectos de alguna droga.

—¿Le crees? —preguntó Joe al detective Brown.

—No, claramente estaba drogado. Pero es lo único que tenemos.

—¿Alguna vez has visto un caso de canibalismo? —comentó WIlliams.

—Honestamente, nada como lo que describió el muchacho —respondió—. Por eso aún me debato entre creerle o no.

—Yo sí le creo —aseveró el otro—. Ese terror en sus ojos no se puede fingir.

Brown tenía la corazonada de que decía la verdad, pero su lado racional, ese que le obligaba a plasmar los hechos por encima de las fantasías, le hacía buscar una excusa más realista. En todos sus años de experiencia como detective, jamás había visto algo similar. El solo pensamiento de que fuese cierto lo inquietaba. Pero no era solo el pensamiento el que lo inquietaba, había algo más en la atmósfera del lugar que afectaba sus sentidos.

Sentía que alguien lo observaba, y no pensó que se tratara de los periodistas sedientos de información. Pero para salir de la duda, volteó su cuerpo en dirección a estos solo para asegurarse de que nadie lo miraba, y, en efecto, todos estaban enfocados en la jefe de policía Jennifer.

Brown todavía seguía sintiendo aquella extraña sensación. Había una presencia que perturbaba en su mente como si quisiera adentrarse en ella. Nunca había experimentado tal sensación. Por mero instinto, como si algo lo incitara a hacerlo, giró su cabeza y la posó en uno de los últimos pisos del edificio que tenía en frente.

Podría jurar haber visto una sombra difuminándose en el cristal roto que cubría la ventana hasta esconderse completamente detrás de la pared conjunta. Pensó que el pesado ambiente del lugar le había jugado una mala pasada, pero poco sabía él que aquello no se trataba de un simple fantasma merodeando en los alrededores. 

Tarde o temprano el universo le haría saber lo que su destino aguardaba.





La racha de homicidios en la ciudad de Zaphara no cesaba y el escalofriante nombre con el que se le había bautizado a Las calles del infierno cobraba más sentido que nunca. Tres días pasaron y tres noches fueron en las que se encontraron cadáveres carbonizados como si el mismísimo demonio se hubiera alzado desde el inframundo. Mas para la mala suerte de sus habitantes, el verdadero caos apenas despertaba de su profundo sueño.

Aquel extenso grupo de apartamentos abandonados comprendían un conjunto de infortunados proyectos del gobierno para auxiliar a personas de escasos recursos que había fracasado. Al proveer a estas personas de un hogar, la mayoría se conformó con ello y dejaron que sus finanzas decayeran hasta sumirlos en la indigencia de nuevo.

En días posteriores al primer incidente habían designado patrullas en Las calles del infierno. Pero incluso con ellas no habían podido dar con el paradero del asesino, y lo peor, este seguía haciendo de las suyas en frente de sus narices. Las autoridades estaban ofendidas. Ni siquiera entendían cómo podía escabullirse tan rápido.

Algunos de los habitantes decían que no se trataba de un criminal, sino que hablaban del espectro de uno de tantos vagabundos que murieron abandonados por el gobierno. Incluso juraban haber visto sombras que se colaban entre las sucias ventanas y se ocultaban en la oscuridad de la noche hasta mezclarse con ella para desaparecer del panorama.

Pero no eran solo leyendas urbanas de los pobladores de ese recinto, hasta algunos policías afirmaban haber presenciado fantasmas saltando de edificio en edificio como si pudieran volar. La posibilidad de llamar a un padre para que santificara aquel complejo de residencias se tornaba en tema de discusión entre la comunidad.

La gente estaba sumida en el pánico. No sólo porque un homicida andaba al asecho, sino porque también se habían confirmado ya ciento ochenta y seis casos de COVID-13 en la ciudad tras haberse reportado la noticia de un infectado en un avión proveniente de China un mes atrás. 

Sin embargo, aunque el virus había sido neutralizado y todos los pasajeros del avión fueron aislados en cuarentena según las autoridades, el pánico colectivo que generaban los medios de comunicación hacía que las personas se volvieran locas. Todos los supermercados empezaban a vaciarse poco a poco incluso cuando les habían prohibido vender más de dos artículos de un mismo producto por persona.

De acuerdo con las autoridades de la salud, de los doscientos dieciocho pasajeros provenientes de aquel vuelo, solo ciento ochenta y seis se infectaron. Y de ellos, treinta y seis se habían curado hasta el momento mientras que solo dos personas murieron; una señora de cincuenta y siete años y un anciano de setenta y dos. Ambos sufrían de enfermedades como diabetes tipo dos que hicieron incrementar los efectos del coronavirus en sus cuerpos al no tener las suficientes defensas para combatirlo.

El resto de los pasajeros pasaron catorce días en cuarentena en un hotel dispuesto por el gobierno para los casos sospechosos. Cuando cumplieron ese lapso de tiempo, fueron liberados para regresar a sus actividades cotidianas.

Aunque claro, el virus no sería contenido tan fácilmente. Dos semanas antes de los homicidios en Las calles del infierno se reportó un caso sospechoso de COVID-13 en el hospital San Nicolás. Un hombre de treinta y cuatro años había ingresado en la sala de emergencias del centro médico con una avanzada neumonía. 

El director del hospital Ryan Memphis aclaró que, en efecto, tras algunas pruebas, el caso dio positivo para COVID-13. Pero intentó tranquilizar a la población diciendo que se encontraba completamente aislado junto a las personas que tuvieron contacto con él en los últimos días. Sin embargo, dos semanas después habían aparecido seis nuevos casos de infectados y el gobierno recomendaba aislamiento preventivo a las personas mayores de sesenta años.

—¿Papá? —dijo Brown mientras entraba a su casa.

En ese momento escuchó a alguien toser en el último cuarto al final del pasillo. Era su padre postrado en la cama de su habitación. Se había convertido en un fumador compulsivo tras la muerte de su esposa y con el paso de los años el terrible deterioro de sus pulmones le pasaba factura.

Michael dirigió sus pasos entre la sala de estar hasta la cocina y por último posó su palma en la manilla de la puerta del fondo del corredor para abrirla con un movimiento giratorio.

—La enfermera me dijo que saliste de nuevo papá —Brown tenía un tono acusador—. ¿Es verdad?

—Solo fui a comprar mi medicina —respondió el señor Brown.

—¿Ah, sí? —comentó Brown—. ¿Crees que soy estúpido padre? La enfermera puede comprar la medicina por ti, para eso mismo la contraté.

—Lo sé, pero...

—¿Sabes que el nuevo virus anda por ahí infectando personas? —interrumpió Brown—. ¿Y sí sabes que te puede matar más fácil a ti por sufrir de los pulmones?

—Es que...

—Es que nada papá —objetó Brown de nuevo—. Sé por qué saliste —aseguró con firmeza—. ¿Dónde lo tienes escondido?

—¿De qué hablas?

—No te lo voy a repetir padre —Su mirada denotaba profundo reproche—. ¿Dónde escondiste el tabaco?

Michael Brown amaba a su padre, aunque a veces pensara que le mentía descaradamente. Pero era lo único que le quedaba después de la muerte de su madre. Su fallecimiento había afectado al señor Brown drásticamente y se había vuelto adicto al tabaco, lo que desembocó en un avanzado cáncer de pulmón que le fue diagnosticado tardíamente. 

Michael había contratado a una amiga enfermera para que lo cuidara en las mañanas pero su padre era muy terco. Apenas se iba la asistente médica, aprovechaba para salir en busca de su preciada ruina; era lo único que lograba apaciguar el fantasma de haber perdido a su amada mujer.

Brown desconocía el porqué su padre no podía superar la perdida de su querida esposa. Él sabía que su adicción era provocada por ella. ¿Pero acaso su padre no le había dicho que dejara el pasado atrás? ¿Acaso no había comprado esta nueva casa para librarse de ese martirio?

Sin embargo, Brown también entendía que no todas las personas eran iguales, y su padre era más débil emocionalmente. En realidad, siempre lo había notado. En especial ahora más que nunca. Parecía como si los papeles se hubieran revertido; en este momento Michael se encargaba de cuidarlo como si fuera su hijo y su padre parecía haber adoptado la postura de un niño que le costaba desobedecer a su progenitor.

—Está ahí... —contestó su padre con un poco de miedo mientras señalaba con sus arrugados dedos un pequeño cajón del rincón de la habitación.

Brown se aproximó a este y empezó a esculcar entre los objetos hasta encontrar una bolsa transparente con varios cachos de tabaco escondidos bajo algunas prendas de ropa interior.

—¿¡Qué coño te he dicho!? —gritó Brown—. ¿¡Acaso te quieres morir!?

—De todas formas moriré pronto... —pronunció el señor Brown algo cabizbajo.

Y, en realidad, era cierto. Los doctores le dijeron que no tendría muchas semanas de vida, el estado en el que le diagnosticaron ya había sobrepasado toda alternativa efectiva. Cualquier procedimiento que le realizaran solo prolongaría su estadía por algunos meses más, si es que sobrevivía a ellos. 

Sin embargo, una recomendación que le fue concedida fue la de no volver a fumar. Puede que sin eso y con los tratamientos pudiese salvarse, aunque el porcentaje de que sucediera era ínfimo.

—Ya lo hemos hablado padre... —comentó Brown un poco más calmado—. No te vas a morir, solo tienes que dejar este maldito veneno. —Hizo énfasis mientras sostenía la bolsa de tabacos en sus manos.

—Sabes que moriré —soltó su padre.

Michael sintió una puñalada en su pecho. Le dolía escuchar esas palabras porque sabía que eran verdad, aunque tuviera la pobre esperanza de que pudiese salvarse.

—No digas eso...

—Pero sabes que es verdad —habló su padre de nuevo—. Tengo sesenta y cinco años, no voy a durar mucho más.

—Suficiente —respondió Brown—. No te quiero volver a escuchar decir eso. Y tampoco vas a volver a fumar esta porquería. —Sujetó la bolsa otra vez—. ¿Entendido?

Su padre no respondió, simplemente volteó la cara hacia un lado para esconder la mixtura de vergüenza y tristeza que sentía en ese momento. Prácticamente era su manera de decir que lo había entendido.

—Y otra cosa papá —siguió Brown—. Prométeme que no volverás a salir de la casa.

—¿Por qué? —preguntó el señor Brown—. ¿Acaso ya no tengo ni permitido respirar aire fresco?

—Por dios papá, ¿no lo entiendes? —cuestionó Brown—. El virus está afuera, cualquier persona lo puede tener y te lo puede pegar.

—Pero en las noticias dijeron que lo tenían todo controlado. Las personas del avión fueron puestas en cuarentena y el resto están aislados. Y el tipo que está en el hospital no ha salido, lo tienen vigilado.

—Papá... —Brown restregó las manos en su rostro como forma de frustración—. Es mentira, ya te lo he dicho. El virus se está esparciendo lentamente porque alguien escapó de la cuarentena.

Michael sabía bien lo que pasaba en su entorno, la jefe de policía Jennifer, su colega desde hace años, le había informado acerca de un hombre que escapó de la cuarentena del avión. Sin embargo, lo que los civiles no sabían es que en realidad no habían contenido el virus. El hombre que escapó andaba entre la población y probablemente había esparcido el virus a otras personas. 

Las autoridades sabían esto, pero nunca pudieron dar con el paradero de aquel sujeto. La aerolínea proporcionó la información personal del pasajero, y, según estos, el hombre se llamaba Aaron Foster. Pero cuando la policía investigó los datos de aquel ciudadano, se dieron cuenta de que no existía tal persona. Ni siquiera habían encontrado una fotografía del sujeto.

Lógicamente alguien tenía que estar detrás de todo eso. Había un espía entre la policía, o tal vez varios. Y estaban manipulando la información a su antojo ignorando una potencial amenaza como la de aquel virus. Era un gesto egoísta y las autoridades estaban seguros de que se trataba de una organización criminal de alto calibre.

¿Y si aquella mafia no sólo estaba encubriendo el escape del aeropuerto sino también todos los asesinatos en Las calles del infierno? Quizá los detectives estuvieran más cerca de descubrirlo que la policía.

En la mañana del cuarto día los agentes Michael Brown y Joe Williams tuvieron una sorpresa especial; un caso extra de asesinato se reportó en las cercanías de la carretera que conectaba la autopista de la ciudad con la de un pequeño pueblo llamado Malvinas.

—Bueno, el chico no estaba drogado —comentó Brown al ver la desagradable escena en frente suyo.

El cuerpo de un hombre yacía sobre la carretera con el abdomen completamente descubierto mientras las moscas se abarrotaban en sus pútridos restos. Estas volaban en círculos como si estuvieran realizando alguna especie de fúnebre ritual. El líquido escarlata que acobijaba el pavimento se extendía hasta dos metros de distancia desde ambos lados de su costado y el expuesto cráneo prescindía de ese viscoso órgano que hacía posible la mayor parte de las funciones de su cuerpo.

—¿Entonces piensas que es un zombie? —bromeó Joe.

—No lo creo... —respondió Brown—. Lo más probable es que haya sido un animal. —Su mirada se concentró en las marcas que se plasmaban en el contorno del vientre del cadáver—. Aunque ahora que lo pienso, parecen mordidas humanas.

—¿Qué clase de psicópata caníbal se come a una persona de esa forma? —soltó Joe—. ¿Acaso son tan estúpidos que no saben que es perjudicial para la salud?

—Esto es extraño... —dijo Brown mientras meditaba—. Si Zack nos dijo la verdad, esto puede tratarse del mismo asesino. Pero tengo otra hipótesis para su alocada versión; un traficante de órganos.

Joe lo miró interesado.

—Probablemente alguien se percató de su presencia y tuvo que huir despavorido —siguió teorizando—. Ni siquiera tuvo tiempo de quemar el cadáver.

—Pero eso no explica las extrañas marcas de mordidas en su abdomen y su cabeza —refutó Williams—. ¿Por qué alguien dejaría pruebas del crimen? Fácilmente podríamos identificar la saliva que dejó.

—Lo sé, no tiene sentido —admitió Brown—. Pero eso lo averiguaremos con las pruebas forenses.

Sin embargo, antes de que obtuvieran los resultados de dichas pruebas, los detectives ya sabían lo que proseguía; un nuevo asesinato en Las calles del infierno. Ni siquiera se sorprendieron al ser informados de la última noticia, simplemente se dirigieron al lugar con resignación. Como si supieran que no importara cuántas veces indagaran en el caso, no encontrarían señal alguna del criminal.

—Si se trata del mismo asesino que el de esta mañana, hay que decir que fue muy rápido —confesó Williams al ver el cuarto cadáver calcinado frente a sus ojos—. ¿Cómo es que se transporta de un punto a otro con tanta agilidad?

—No sé, mi instinto me dice que hay algo más —intuyó Brown—. Algo que estamos ignorando.

Y, en efecto, lo hacían. Había algo que conectaba todo esto con una sola persona. Pero el universo no les había dispuesto de la claridad suficiente para que sus mentes lograran conectar las pistas que sutilmente les arrojaba.

Volviendo a la comisaría se encontraron con que las muestras de ADN obtenidas en la saliva del cuerpo de la carretera no concordaban con nada que hubieran visto antes los especialistas forenses.

—Parece de humano —dijo el doctor Bennett, encargado de autopsias y pruebas forenses—. Al menos eso es lo que me dice el tamaño y la forma de la mordida. Pero el ADN no concuerda con el de un humano —indicó—. Ni con el de ningún animal vivo que tengamos registro.

—¿Tienes alguna idea de lo que podría ser? —preguntó el detective Brown.

—No estoy seguro —dijo el doctor—. Tal vez sea una especie de animal no descubierto. Porque incluso si fuera una persona que nunca hubiese sido registrada en el banco de ADN mundial, sus muestras coincidirían con el de un homo sapiens.

—Maldita sea —masculló por lo bajo Michael.

Estaba cansado de la exasperante incertidumbre que lo carcomía en las noches. Los susurros de personas que nunca había conocido imploraban por su ayuda y él no podía hacer nada para socorrerlos. 

¿En dónde se supone que debería buscar?

Tres días más pasaron y la pila de víctimas alcanzaba las ocho personas contando el cadáver de la carretera. Y justo después, en la madrugada del octavo día, una persona llamó para reportar un nuevo caso en la autopista.

—¡Apártense del camino! —vociferó Brown a la multitud de periodistas que esta vez sí habían acudido a la escena del crimen. Ya no tenía paciencia para lidiar con nadie.

Sus imponentes pasos se aproximaron hacia el cuerpo de un hombre que reposaba en el suelo con sus vísceras al aire libre como si fuese una exposición de arte abierta al público. Frenó justo a escasos centímetros de la figura en el pavimento y su mente volvió a evocar la misma película que visualizó cuatro días antes.

—Qué locura, ¿no? —comentó la comandante de policía Jennifer que también inspeccionaba el cadáver.

—Parece que el infierno por fin se ha llenado y los demonios salieron a maldecir esta ciudad —espetó Brown.

—Sí... —respondió Jennifer mientras le tomaba algunas fotografías al frío cuerpo como parte de la evidencia para el caso—. Pobre gente.

—Me pregunto si a Joseph le habrá pasado lo mismo y se deshicieron de su cuerpo en algún lugar de esta carretera. —Se escuchó decir al oficial Williams.

—Espera... —dijo Brown—. ¿Acaso ese sujeto Miller no vivía a unos treinta minutos de aquí?

—¿Piensas que tiene algo que ver? —cuestionó Joe.

El detective Brown sacó su celular y buscó entre su galería una fotografía que guardaba de cada sospechoso con el que tenía un encuentro.

—¿Alguna vez has visto a este sujeto, Jenny? —Mostró a su colega la imagen de Jack Miller.

—¿Ese sujeto...? —murmuró—. Se me hace un poco familiar pero no estoy segura —contestó—. Supongo que como policías, estamos acostumbrados a ver muchos rostros.

—Está bien —pronunció Brown mientras guardaba su teléfono.

—¡Espera! —gritó esta como si una misteriosa sensación la empujara a hacerlo—. Creo que se parece a alguien.

—¿A quién? —preguntó Brown ansioso.

—Sí, ya sé a quién —afirmó la policía—. Tiene un vago parecido a alguien llamado George... No recuerdo bien. Creo que se llamaba George Evans.

—¿Quién es ese? —interfirió Williams.

—Un delincuente que pertenece a un grupo llamado Las águilas negras. —Jennifer era experta en temas relacionados al narcotráfico y bandas criminales organizadas mientras que la función de Brown y Williams se enfocaba en casos de asesinato y desapariciones—. Es una banda de ladrones que se la pasan engañando a personas y compañías para despojarlos de sus pertenencias. Sin embargo, este grupo va más allá, llegándose a infiltrar incluso en galerías de arte o cualquier tipo de establecimiento que ostente cosas de gran valor. También cuenta con sicarios y mequetrefes de todo tipo.

—¿Entonces dices que este sujeto se parece a él? —preguntó Brown.

—Sí —respondió la oficial—. Pero de esa banda hace mucho no sabemos nada, perdimos su rastro hace años. Dicen que se volvieron tan poderosos que tienen el dinero para ocultarse de cualquier ente internacional —explicó Jennifer—. Aunque el hombre en la foto no es idéntico pero sí tiene un leve parecido. ¿Por qué? ¿Es sospechoso?

—No realmente —respondió Brown—. Pero gracias por la información. —Miró a su compañero como si tuviera un plan—. Vámonos, Joe.

En el camino hacia el auto Brown parecía enviar un mensaje de texto a alguien desde su celular.

—¿Qué tienes en mente, Michael? —cuestionó Williams.

—¿No te parece muy extraño que alguien con el perfil de Miller esté estrechamente ligado a la desaparición de Joseph?

—¿Acaso crees que el señor Miller es el tal George Evans?

—No lo sé, pero tengo una idea —aseveró Brown.

Su instinto de policía le decía que algo andaba mal con ese sujeto desde el primer día, y ahora tenía un plan para cerciorarse de que su loca teoría era cierta. Mientras encendía el auto y se disponía a manejarlo, su celular sonó.

—¿Qué has encontrado, Jhonny? —preguntó el detective Brown a uno de los asistentes que se encargaba de investigar la hoja de vida de Jack Miller.

—No mucho, señor —respondió—. Solamente encontré que cuando tenía dieciséis años perdió a sus padres adoptivos en un accidente automovilístico. Su único hermano había muerto meses antes de una sobredosis de droga.

—¿Qué más? —cuestionó el detective Brown, queriendo desesperadamente indagar en su curriculum.

—Según la base de datos, se crio en Malvinas toda su vida y cuando sus padres murieron se quedó con toda la herencia que le pertenecía. Después de un tiempo, abrió una compañía de inversiones cuando tenía veinte años y se volvió millonario.

—¿Investigaste su empresa?

—Sí —contestó Jhonny—. Fue constituida de manera legal y lleva varios años en el negocio. Su crecimiento económico ha sido paulatino y no hay ninguna subida exorbitante que pueda relacionarse con narcotráfico o dinero sucio.

—Maldita sea —susurró el detective—. ¿Me recuerdas cuándo fundó su empresa?

—Hace ocho años —informó Jhonny.

—Está bien —dijo Brown—. ¿Y qué sabes de George Evans?

—Dice que es huérfano y se la pasó la mayor parte de su vida en hogares temporales pero a los quince años escapó del último en el que estuvo y posteriormente se dedicó a traficar drogas en las calles.

—¿En dónde vendía droga? —preguntó Brown.

—Realmente no dice donde —respondió Jhonny al otro lado del teléfono—. Aunque se tiene registro de un arresto en Las calles del infierno. Al parecer una patrulla lo capturó en posesión de algunas drogas y lo llevaron a un refugio juvenil pero escapó al poco tiempo de nuevo.

—¿Hay algo más?

—No.

—¿Y cómo es que la policía sabe que pertenece a Las águilas negras?

—¿Quién le dijo eso, señor? —cuestionó Jhonny.

—La oficial Jennifer. ¿Acaso está equivocada?

—Eh... —Hizo una pausa—. Supongo que es cierto, aquí aparece algo de eso, aunque no mucho. Solo muestran su cara en un grupo de sospechosos tras un robo en el museo de Louvre.

—Está bien, Jhonny —finalizó Brown—. Sigue investigando y después me actualizas. Adiós. —Colgó.

—¿Entonces iremos a la mansión del señor Miller? —habló Joe.

—Sí —afirmó Brown—. Quiero tenderle una pequeña trampa.


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Hola a todos, ya casi llegamos a 1k de lecturas D:  ¿Cómo es posible? Pensé que nadie leía esto :v

Bueno, quise incorporar la perspectiva de los detectives para agregarle algo interesante a la historia, ¿Les gusta o la cagué? :v  Déjenmelo saber en un comentario c:








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