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16. Secuestrado

Aaron Gibson no siempre fue un hombre frío y calculador, los azares de la vida lo habían convertido en alguien indiferente a los asesinatos que musitaban su nombre en las frías noches en que disfrutaba de sus inconmensurables riquezas; la muerte de su cónyuge había marcado un antes y un después en su personalidad. 

Sin embargo, eso no opacó el amor que rebosaba por su único hijo, Ricky. Siempre le daba lo que quería, aunque le pareciera una locura o capricho. En el fondo, veía el reflejo de su difunta esposa en él; una mujer inestable, agresiva y demente, como ese pequeño niño malcriado que vio crecer hasta convertirse en un hombre inmaduro. 

Pero esa no era la verdadera razón por la que lo consentía con tanta vehemencia. Antes de morir en el parto, su esposa le hizo prometer una cosa:

—No dejes que nadie lo lastime —murmuró, apenas audible, pero arrastrando una furia en cada una de sus palabras—. Asesina a cualquiera que lo intente.

A pesar de encontrarse en el lecho de su muerte, la mirada de Linda Jhonson destilaba odio; tal vez aborrecía el desenlace de su inminente destino, o quizá solo detestaba haber sido obligada a vivir una existencia llena de maltratos y violaciones que inundaron su alma de rencor hasta transformarla en lo que se convirtió, una asesina sin escrúpulos.

Pero innegablemente, aunque su llama se extinguía, el mensaje que le había enviado a su prometido cargaba consigo vividas emociones que lo inundaron de dolor y amor; tristeza por la pérdida que sufriría, y alegría por la nueva que vendría.

—Lo prometo —pronunció su esposo, al tiempo que una lágrima surcaba su mejilla.

Aquella mujer era la única persona que Aaron Gibson había amado. Y al igual que su querida esposa, él había tenido una infancia difícil. Sin embargo, cuando la conoció, su mundo dio un giro de trescientos sesenta grados que desembocó en la huida de su hogar para empezar una nueva con ella.

La odisea los transportó hacia un mundo lleno de violencia e inseguridad, en el que tuvieron que abrirse paso a furtivas zancadas que representaban el desconcierto de un mañana en el que no sabrían si seguirían con vida o no.

El trayecto continuó hasta que lograron acostumbrarse al ritmo de sus renovadas existencias. Y una vez obtuvieron la tenacidad necesaria para conquistar las fauces de ese pernicioso mundo, lo atacaron sin piedad, derribando a cualquiera que se interpusiera en sus caminos, y alcanzando la cúspide de sus anhelados objetivos. 

Ahora eran el señor y la señora Gibson, los jefes de una imponente banda delincuencial que se había fundado a base de sangrientas batallas, Las águilas negras. 

Después del fallecimiento de Linda Jhonson, Aaron quedó sumido en la tristeza, destrozado. Pero una nueva razón para seguir luchando se había abierto camino entre sus brazos; su hermoso recién nacido.

Al mirarlo, los resquicios de su alma volvieron a llenarse hasta ser reconstruidos por completo. Y la promesa que le había jurado a su amada cobró más sentido que nunca. 

No permitiría que nadie le pusiera un dedo encima a su pequeña criatura.

Cada vez que su hijo se metía en problemas, Aaron Gibson estaba ahí para protegerlo. Incluso si eso le costaba asesinar personas, daría la orden sin importar las consecuencias. Y aunque él era consciente de lo inmaduro y caprichoso que se había tornado su retoño, la promesa a su amada debía prevalecer por encima de cualquier cosa.

Era su hijo, y lo quería con todas sus fuerzas. Aún si era un mentiroso empedernido y buscapleitos de primera, aquello solo dibujaba una sonrisa en el rostro del señor Gibson, pues reivindicaba la semejanza de Ricky con su progenitora.

Fue solo una ocasión en la que Aaron Gibson decidió perdonar la vida de alguien por haber lastimado a Ricky; el incidente con George Evans.

—¡Me violó! —le dijo su hijo, una mañana tras despertar en un motel.

Su padre escuchó con atención, pero sabía que le mentía; había aprendido a detectar sus engaños, además, era bien sabido que Ricky se encaprichaba con sus esbirros. Sin embargo, la declaración había sido muy fuerte, y aunque tenía la corazonada de que era una de sus muchas pantomimas, no dejaría que alguien lastimase a su hijo de esa forma.

Ordenó la detención de George Evans, y cuando lo tuvo frente a frente, se dio cuenta de que no lo podía matar. No porque no quisiera, sino porque lo necesitaba para otro fin; tenía planes de usarlo para algo que lo había estado intrigando desde hace algún tiempo. 

La inmortalidad. 

Había escuchado rumores de una extraña droga que convertía a las personas en zombies, y las leyendas provenían de Haití. Así que mandó a su espía allá, y una maraña de relatos llegaron hasta sus oídos en el proceso. Entre esos, hubo uno que hablaba sobre un supuesto artefacto que contenía las cenizas de un dios de la muerte, y se presumía que ahora estaba en China, protegido por una compañía que velaba por la seguridad de objetos preciados.

Le dio igual haber escuchado a George explicar lo que verdaderamente ocurrió con Ricky, solo le advirtió que no se metiera con su hijo de nuevo, o lo aniquilaría; era su mejor ladrón, y no lo perdería por un desvarío de su primogénito. La urna misteriosa aguardaba entre sus objetivos, así que por ahora lo mantendría con vida.

Pero algo ocurrió: la inquietante arqueta marrón de la que se hablaba en la leyenda resultó ser solo eso, un rumor. O así lo había confirmado George cuando regresó de su último viaje.

Y los días pasaron sin hallar rastro alguno de su mejor ladrón. Intentó contactarlo, pero nadie sabía su paradero. Pensó que la policía lo estaba buscando, y, en efecto, Jhonny, su infiltrado, le dijo que dos detectives se hallaban investigándolo.

—¿Sabes dónde vive? —cuestionó el jefe.

—No —respondió Jhonny.

Un mes había transcurrido, y George hizo acto de presencia, aunque no de la manera en que se habría imaginado.

—¡El hijo de puta me mordió, y se fue saltando de edificio en edificio! —vociferó Ricky.

Una herida, parecida a la de una mordida, se plasmaba en su brazo. Aaron Gibson se acercó y la miró, confirmándolo. 

¿En serio George había hecho eso? 

Aquello no era posible. Una persona no tiene las habilidades para saltar hasta la punta de un edificio, así que le atribuyó ese hecho a las drogas que consumía su hijo.

—¡Solo fumé marihuana! —dijo Ricky—. ¡Ni siquiera estaba prendido! Apenas había empezado, y cuando boté el humo y miré para arriba, vi una sombra que se movía en el techo.

Las historias de sus acompañantes ratificaban la coartada. Incluso Roxana, que se había quedado distrayendo a los policías mientras Ricky y los demás escapaban, constató que el relato era real; ella lo vio con sus propios ojos.

Aunque no le creyó a ninguno de ellos, todos parecían contar la verdad. Y si aquello en serio había ocurrido, sólo podía significar una cosa...

«No», se dijo en sus adentros. «No es posible. Se supone que no estaba ahí... Él me dijo que no la encontró...».

Verídico o no, George había lastimado a su retoño. La marca ensangrentada que se dibujaba en su brazo no era maquillaje barato. A pesar de su última amenaza, George no había entendido el mensaje, y el señor Gibson se lo haría saber con contundencia esta vez.

—Atrápenlo —ordenó a sus súbditos, liderados por Roxana.


—¡Suéltenme, imbéciles! —gritaba Ryan mientras era arrastrado fuera del despacho del jefe.

Segundos antes, Roxana había escuchado disparos provenientes del interior. Estaba segura que habían asesinado a George y su cadavérico amigo que parecía un zombie, pero no entendía por qué habían dejado con vida al otro.

—Alguien calle a este idiota —ordenó Ricky, algo molesto, al tiempo que escrutaba su brazo para revisar la herida.  

—Todo un placer —contestó Roxana, acercándose a Ryan y propinándole un fuerte porrazo que interrumpió su fonación.

—¡La policía! —Se escuchó gritar a una chica.

Todos observaron hacia el epicentro de aquel alarido, y atisbaron a una mujer en la entrada de la fábrica. Esta a su vez ignoró todas las miradas que le fueron impuestas y comenzó a disparar hacia afuera del edificio.

—¡Mierda! —exclamó Ricky.

La declaración de hace unos segundos había causado revuelo en el interior del lugar, sin embargo, fue Roxana la que le puso orden a la situación.

—¡Todos! —Silbó para que la escucharan—. Esperen a que el jefe salga, y cúbranlo hasta escapar. —Observó a los dos hombres que cargaban a Ryan, y también posó su mirada en Ricky—. Ustedes vienen conmigo, tengo que protegerte.

El jefe le pagaría una buena suma de dinero si lograba salvar a su hijo, así que se fugaron por la puerta trasera. Un vehículo blindado los esperaba, dispuesto ahí para los escapes de emergencia; Aaron Gibson era un hombre precavido, aunque eso no lo socorrería esta vez.

Roxana se introdujo en la parte trasera del vehículo, junto con Ricky y Ryan, que aún seguía inconsciente. Los otros dos esbirros se hicieron en la sección delantera, uno se dispuso a encender el auto, y el otro a mirar el perímetro.

—¡Ahí vienen! —alertó este último, señalando en dirección a un callejón del que salían patrullas policíacas.

—¡Enciende esta mierda y vayámonos de aquí! —soltó Roxana.

El hombre conduciendo, de apellido Hamilton, obedeció. Prendió el motor y maniobró el carro fuera del lugar, pero eso no sería suficiente para detener a los policías. 

—¡Tomen esto, hijos de puta! —vociferó la pelirroja, al tiempo que propinaba disparos a diestra y siniestra. 

Las increíbles habilidades que había adquirido como asesina a sueldo le facilitaron su trabajo, y los agentes que los perseguían no tuvieron oportunidad alguna de contrarrestar su ferocidad; disparaba con una determinación envidiable, casi sin premeditarlo, como si el arma y ella fueran una sola persona.

La caravana de patrullas disminuía cada segundo; los proyectiles de la sicaria asestaban en el blanco, no solo a los agentes que asomaban sus cabezas para obtener un mejor ángulo y dispararle, sino también a los conductores que se distraían hasta que era muy tarde y las balas atravesaban el parabrisas para incrustarse en sus cráneos.

—¡Bien! —gritó eufórica—. Ya los perdimos.

Al introducir su cuerpo en el auto de nuevo, observó a Ricky; estaba pálido y moribundo. Transpiraba, y su cuerpo parecía envuelto en escalofríos.

—Mierda, Ricky... ¿Estás bien?

Él la miró, sus labios temblaban al compás de su cuerpo cuando pronunció:

—S-sí...

En ese momento Ryan abría los ojos, recuperando su lucidez, pero con las manos aún atadas.

—¿Q-qué mier... —Atisbó los alrededores y recordó lo que había vivido minutos atrás— ¡¿Dónde está George?!

—Cállate, idiota. —Roxana lo abofeteó, pero Ryan aprovechó para morderla—. ¡Aaaarrghh! ¡Hijo de puta, ahora sí te mato! —Desenfundó su arma.

—Basta —dijo Ricky—. Lo necesitamos vivo, tiene que curarme. Te prohíbo que lo mates... Por ahora.

Roxana hizo una mueca de disgusto.

—¿A dónde me llevan estúpidos? —preguntó Ryan.

La pelirroja le iba a contestar, pero un timbre reverberó en el interior del vehículo. Era un celular, y parecía ser el de Ryan; probablemente su asistente lo llamaba para informarle la situación del hospital.

—Vaya, vaya —pronunció Roxana mientras sacaba el celular de su bolsillo—. ¿Quién te llama? ¿Tu novio? Ah, cierto, ese ya murió —soltó una carcajada, y aventó el teléfono por la ventana.

Ryan sintió una puñalada en el corazón. ¿En serio había muerto George? Tenía entendido que poseía habilidades sobrehumanas, y entre ellas, una fuerza descomunal. También había oído lo de su regeneración, ¿pero acaso esta sería suficiente como para sanarlo de una herida así?

Clavó su mirada en Ricky, y se dio cuenta de que la herida en su brazo estaba cubierta por un pigmento negruzco. ¿Qué coño era eso?

Algunos minutos pasaron, y el auto se detuvo frente a un familiar lugar; el bar en el que conoció a George. ¿Por qué lo habían llevado a ese sitio?

—Sal del auto —indicó Roxana.

Ryan hizo caso, y los siguió al interior del bar llamado El Suplicio.

«Este nombre cobra más sentido que nunca», pensó.

La fachada del bar estaba compuesta por un diminuto escenario en donde algunas bandas tocaban cada noche, como también de varias mesas y una pista de baile. 

Ryan caminó por el lugar siguiendo a Ricky, que estaba delante de él y jadeaba con dificultad mientras ingresaban a una sección del establecimiento que no conocía; una puerta detrás de las estanterías del bartender reveló otro pasadizo largo con habitaciones laterales.

«Todo este tiempo pensé que era una cocina. Probablemente aquí es donde duermen los dueños del bar... O es alguna especie de burdel clandestino», teorizó Ryan.

Más adelante, al fondo del pasillo, la entrada a un oscuro lugar se hacía presente; el sótano. Ahí fue obligado a adentrarse junto a los demás, que parecían indiferentes a lo que los rodeaba, excepto por Roxana, que lo vigilaba como si pudiera escrutar su alma.

El portal los transportó a una lúgubre y macabra habitación; habían cadenas, navajas, cuchillos, látigos y artilugios de todo tipo que fácilmente servirían de ornamentación para una película de terror.

—Bienvenido a mi lugar favorito —habló la pelirroja—. La sala de torturas.

Una maquiavélica sonrisa se dibujó en su rostro, y por primera vez Ryan temió por su incierto futuro.


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No sé por qué este capítulo me costó tanto escribirlo; morí de aburrimiento cada segundo. Supongo que no estaba inspirado o yo qué sé D:

En fin, aquí se los traigo, recién horneado v:

¿Qué le pasará a nuestro Ryan? jijijijiji

¿Quieren matar a Roxana? c:  Yo no, pero algunas personas sí v:

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