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13. Persecución

Al abalanzarme sobre él, mi cuerpo impactó contra el suyo hasta derribarlo, bloqueando cualquier movimiento desde su cintura para abajo. Sin embargo, sus brazos fueron lo suficientemente rápidos como para interponerse en mi camino, protegiéndolo de mi implacable mordida.

Nunca nadie había tenido los reflejos tan rápidos como para evitar algo así, aunque por una parte lo podía entender; este sujeto no me esperaba con la guardia baja, fue él mismo el que se acercó hasta mi posición sin vacilación alguna. Estaba decidido a descubrir lo que sea que lo asechaba. 

Y ese era yo. 

A diferencia de mis anteriores víctimas, que ni siquiera pudieron darse cuenta de mi presencia antes de que los atacara sin piedad, él sí se había percatado de mí.

¿Cómo me había escuchado desde allá abajo? No lo sabía. Puede que el poste de luz que iluminaba aquel callejón lo hubiese ayudado; tal vez el fulgor de este rozaba con ligereza la cima de la azotea, y entonces, cuando me disponía a prepararme para saltar moviéndome entre el tejado, la sombra de mi figura se posó en su panorama.

Hubiera sido fácil devorarlo en el acto, pero la persona que se encontraba sometida a mi voluntad no era alguien con el que debía meterme por mi propio bien. Ya había hecho demasiado con provocarle ese gran mordisco en su brazo. Si lo mataba, el que resultaría sacrificado después sería mi pellejo.

Ricky Gibson, hijo de Aaron Gibson, mi jefe; ese era el sujeto que yacía en el pavimento de aquel sucio callejón.

—¡¿George?! —gritó Ricky, aún tendido en el suelo, mientras ambos intercambiábamos atisbos de sorpresa.

De todas las personas que estaban en el bar, ¿por qué él?

Ricky era uno de los sujetos con los que generalmente me reunía en aquella discoteca. Pero él no era un simple esbirro de mi jefe como el resto de esos ineptos, él era el hijo del jefe. Podía hacer lo que quisiera y nunca se metía en problemas, pero no porque fuera pacífico, sino porque su padre siempre se encargaba de solucionarlos. 

Era un niño malcriado encerrado en el cuerpo de un hombre.

Sin embargo, eso no me detenía de tener sexo con él, y no porque quisiera, sino porque él me lo rogaba. Y no había algo que me gustara más que sentirme necesitado. Además, ¿qué hay de malo en divertirse un rato? 

Ricky no era feo, de hecho, todo lo contrario. Su cabello negro, ligeramente ondulado, combinaba a la perfección con sus ojos azabache y sus cejas bien marcadas. Su rostro era una combinación entre ovalado y cuadrado, con maxilares bien acentuados, pero no llegando a extremos. Sus rasgos eran bastante masculinos y asentados. Pero su actitud era molesta; se creía el dueño del mundo. 

Una noche, meses antes de conocer a Ryan, había bebido de más en El Suplicio. Por lo general me gustaba beber, pero siempre me controlaba. Sin embargo, estoy seguro que Ricky le puso algo a mi bebida esa noche. Era un fiestero empedernido y acosador de primera; quería tener sexo con todos los hombres de la banda, especialmente conmigo. Ya llevaba varias semanas acechándome. Incluso cuando le dejé las cosas claras desde el principio, a él parecía entrarle por un oído y salirle por el otro

No entendía la definición de la palabra «No».

Era de esperarse, nunca se le había negado algo. La mayoría de mis compañeros tenían sexo con él solo para sacarle algo de dinero a la fortuna de su padre. Y nuestro jefe siempre consentía a su hijo. Al fin y al cabo, era la única familia que le quedaba; su esposa había muerto en el parto, y el único vestigio que le quedaba de su memoria era Ricky. 

Lo quería más que a nada en el mundo. 

Y esa noche, en aquel estado de embriaguez en el que me encontraba, tuve sexo con Ricky solo para quitármelo de encima de una vez por todas. Pero después se encaprichó aún más conmigo. Al parecer se había enamorado de mí y quería que nos casáramos. 

—Estás delirando —le dije aquel día, después de despertar en un extraño motel al cual no sabía cómo había llegado—. Sigues borracho.

—¡No! —gritó. Era normal escuchar sus alaridos, no podía controlar su ira—. ¡Tienes que casarte conmigo! —exigió.

—Sí, sí, sí, como sea, Ricky. Nos vemos. —Me vestí y salí de aquel lugar. No me interesaban sus berridos de niño malcriado. 

Pero claro, era Ricky Gibson, no aceptaría ser rechazado de esa manera. Cada vez insistía más y más, tratando de convencerme con dinero o cualquier cosa que quisiera, mas la única respuesta que obtenía a cambio era un «No me interesaba tu oferta». Sin embargo, él no lo entendió.

Siempre le habían dado lo que quería, y conmigo no lo pudo lograr. Así que le contó aquello a su padre; que yo le había roto el corazón, o quién sabe qué mentira había inventado para que me odiara tanto.

Mi jefe por poco me aniquila. Por suerte, le expliqué la situación y decidió confiar en mí. Más que nada porque era su mejor ladrón. No le convenía perderme por un capricho de su hijo malcriado. Pero me dejó una clara advertencia: si volvía a dañar a su preciado hijo, me mataría sin dudarlo.

—¡¿Qué mierda haces imbécil?! —vociferaba Ricky, devolviéndome a la realidad—. ¡Quítate de encima o haré que te maten! ¡¿Estás loco?!

Mierda. No podía matarlo. Mi jefe definitivamente me aniquilaría de verdad. Y no creo que mi condición de zombie me haga inmortal a ser fusilado por cien hombres a la vez. E incluso si lo hiciera, creo que sería peor una tortura perpetua a morir súbitamente sin mucho dolor. Y estaba seguro de que si mataba a Ricky, su padre me perseguiría hasta los confines de la tierra. 

Lo que me esperaba después no sería precisamente una muerte limpia e indolora, sino más bien un castigo medieval del que no quería ser parte; sabía de antemano cómo mi jefe se deshacía de sus enemigos, los años de experiencia que había compartido a su lado me aseguraban de que no sería algo lindo de ver.

De repente, escuché cómo abrían la puerta del bar. No me había dado cuenta de todo el tiempo que había perdido entre la indecisión de asesinar a Ricky o no.

Maldita sea. 

Era el grupo de personas que venían tras Ricky. Y si venían con Ricky, eso solo podía significar una cosa: eran mis compañeros. Sí, esos asesinos sin escrúpulos.

Probablemente se alarmaron ante aquellos guturales que Ricky desplegaba, acelerando su salida para ver de qué se trataba. El estupor del que todos los integrantes de aquella banda formaron parte los dejó perplejos por unos segundos. No podía culparlos, estaban observándome incrédulos; un sujeto al que desconocían, reposando encima de Ricky mientras este escurría sangre de su brazo izquierdo. 

Era imposible que me reconocieran desde su posición. Mi rostro estaba cubierto por la capucha negra de mi suéter, sin embargo, Ricky me observaba con claridad pues estábamos a escasos centímetros del otro.

—¡¿Qué mierda hacen estúpidos?! —Ricky se dirigió al grupo, que aún observaban atónitos desde la salida del bar— ¡Dispárenle!  

De inmediato, aquel grupo de personas que comprendían hombres y mujeres de las calañas más bajas posibles, rebuscaron entre los bolsillos de sus cinturones para sacar armas de todo tipo y apuntarlas hacia mí.

No lo pensé dos veces para soltar a Ricky y fugarme de ese lugar.

Con presteza, me aparté de él dando un gran salto hacia la izquierda, parando en la esquina de aquel callejón y esquivando varios disparos que por poco hubieran impactado en mi costado.

Anticipándome a sus acciones de nuevo, volví a tensar mis músculos y di otro brinco hacia el edificio del que provine para refugiarme en la copa de aquella terraza. 

Desde la altura de la azotea pude escuchar otros disparos que habían fallado, y alguno que otro alarido de Ricky enfadado. No me imagino las estrafalarias teorías a las que habrán llegado. Probablemente algunos vayan pensar que todo fue un sueño o una extraña visualización producto del alcohol y las drogas. Pero no iba a quedarme para averiguarlo. 

Tenía que escapar del lugar lo antes posible.

Abalanzándome entre edificios como si fueran lianas en un bosque, pasaba de tejado en tejado mientras la noche me envolvía en sus sombras para confundirme entre las tinieblas. 

En el camino pude escuchar cómo varias patrullas de policía se acercaban al epicentro de los disparos; eran los mismos polizontes que se encargaban de vigilar Las calles del infiernoPor suerte escapé, pero Ricky y su banda tendrían que lidiar con ellos ahora.

Logré llegar hasta una alejada carretera, y paré un taxi para que me llevara hasta mi mansión. Estaría más seguro allá que en la residencia de Ryan. Si a Ricky se le ocurría contarle todo a su padre —lo cual sonaba cien por cierto posible—, sería hombre muerto. 

Sin embargo, ni siquiera mi propio jefe conocía la ubicación de mi residencia. Y no podría interceptar mi celular a menos que perdiera mi bloqueador anti rastreo, pero este lo guardaba con recelo en la mochila que llevaba a mis espaldas.

En el transcurso hacia mi mansión el chófer parecía un poco preocupado al verme en el reflejo del espejo delantero. Cuando me vi en el cristal, pude darme cuenta de su motivo; tenía un rastro de sangre cubriéndome la boca.

—Mis amigos me hicieron una fiesta... —dije, mientras me pasaba la manga de mi camiseta para limpiarme la sangre—. Esto es pastel de frambuesa. Los desgraciados me hundieron la cabeza en el pastel y me empapé toda la boca. —Reí para disimular la mentira.

El conductor cambió su gesto de preocupación a uno más calmado y soltó una gran carcajada.

—Pensé que era sangre. —Continuó riéndose—. Creí que llevaba a un psicópata de pasajero.

Reí de nuevo, condescendiendo a su comentario. Lo que menos quería ahora es que alguien sospechara de mí y le avisara a la policía. No puedo creer cómo no me había limpiado esa sangre antes. Estaba tan concentrado en escapar, que había olvidado el mordisco que le di a Ricky. 

Y ahora que lo pensaba, ¿cómo es que pude controlar mis instintos? Lo usual sería que no pudiera controlar el impulso de comerme sus entrañas, pero por alguna razón pude hacerlo. Sí, tenía hambre. Pero no sentía la desesperada necesidad de abalanzarme sobre alguien. Ni siquiera sobre el chófer del taxi. 

Qué extraño...

—Son treinta dólares, señor —dijo el conductor cuando llegamos a mi mansión.

—Gracias. —Se los di mientras bajaba del coche.

—Ah, y feliz cumpleaños. Que tenga buena noche —comentó antes de que descendiera del vehículo.

—Igualmente.

Me aproximé a la entrada de la mansión, y dirigí mis pies hasta el dormitorio principal de esta. Tiré mi cuerpo en la cama y un infinito bienestar me hizo estremecer. Después de un largo día, lo único que quería era descansar. Pero si Ricky le contaba a mi jefe lo que había sucedido, lo más probable es que vinieran a buscarme hasta los confines del inframundo para hacerme pagar.

Genial.

Tal vez debí haberlo matado. Pero por más que hubiera querido, no era un asesino. Lo único que me obligaba a asesinar personas era esta extraña condición que no podía controlar —o eso pensaba hasta ahora—. E incluso devorando a gente con la que no compartía ningún vínculo emocional, me era difícil no sentir remordimiento.

¿Qué haría ahora? 

Sabía muy bien que podría quedarme en mi mansión sin problema alguno. Ellos no conocían la ubicación de mi residencia. Además, tenía el dinero suficiente para sobrevivir algunos años. Y puede que para entonces, Ricky y mi jefe ya se hubieran olvidado de mi existencia. Lo único que debería preocuparme ahora eran esos detectives que seguían mi caso de cerca. Pero ellos no tenían pruebas en mi contra... O al menos eso pensaba.

Estaba equivocado.

Aquella noche me quedé dormido entre mis pensamientos, sin embargo, al siguiente día empezó el verdadero infierno. Un incesante timbre perturbó mi sueño, despertándome en la mañana. Era mi celular.

¿Acaso era Ryan?

—¿Hola? —contesté.

—Sal de ahí ahora mismo —se escuchó una voz distorsionada al otro lado del teléfono. No se podría saber si era hombre o mujer, pero sabía de quién se trataba; nuestro espía. Era la única persona que usaba aquellos efectos para deformar su voz con el objetivo de ocultar su identidad—. La policía va por ti. ¡Sal ahora mismo, van en camino!

—¿Qué? —pregunté, aún con pesadez en mis ojos y extrañado ante tal advertencia—. ¿Por qué? ¿Qué pasó?

—No hay tiempo de explicaciones —dijo aquella voz—. El jefe también te busca, pero le dije que no sabía tu ubicación. ¡Sal ya mismo!

Para mi fortuna, siempre le había agradado a nuestro espía. Agradecí que no me hubiera acusado con el jefe. Pero ahora mi mayor problema era la policía.

—Está bien, está bien. Gracias. —Colgué.

Mierda. Justo cuando pensé que el único problema era Ricky, aquellos detectives aparecían de nuevo para ser un dolor en el trasero. ¿Que no puedo estar un minuto tranquilo?

Cerré los ojos, aún sumergido en la comodidad de mis sábanas, y articulé un fuerte gutural en forma de desahogo.

—¡Aaaaaaaaaaaaah!

Pero entonces, algo extraño pasó...

Mientras desplegaba aquel alarido, el eco de mi voz retumbó en todos los lugares, reverberando incluso en rincones más allá de mi habitación. Y cuando menos lo esperaba, imágenes de todo lo que me rodeaba se hicieron presentes en mi cerebro; no las podía ver, sino más bien sentir. Podía inferir los objetos que se encontraban en las cercanías con clara nitidez.

¿Qué mierda...?  Me habría quedado para averiguar qué había sido eso, pero recordé las palabras de aquella voz: «¡Sal ahora mismo! ¡Van en camino!»

Ni corto ni perezoso, llamé a un taxi antes de que fuera demasiado tarde; podría haber usado mi auto, pero aún no confiaba plenamente en mi visión. Además, si la policía me perseguía, lo más probable es que conocieran mis vehículos. Ya habían descubierto mi identidad, así que no me extrañaría.

Sin embargo, ¿cómo es que habían podido conseguir información sobre mí? Se supone que nuestro espía se encargaba de falsificar nuestras identidades. Incluso si fuera necesario, se infiltraba en un extraño banco de información que ostentaba la tal agencia de detectives en la que solo los altos cargos podían acceder, asegurándonos de que ni ellos mismos podrían obtener información, pues él la cambiaría de ser menester.

Las únicas pruebas que podrían obtener de mí serían las identificaciones falsas que tenía guardadas en mi casa del pueblo. En resumidas cuentas, esa casucha era un pequeño cajón en el que depositaba todos los documentos importantes; desde las escrituras de mi adopción, hasta las de mi verdadera identidad.

¿Acaso esos desgraciados habían irrumpido en mi casa? Imposible. 

Primero que todo, ¿por qué irían hasta allá? Y segundo, no tenían permiso para hacerlo. Conocía bien a los detectives, ellos no serían capaces de hacer algo tan arriesgado que pudiera poner en peligro sus propios empleos. Además, tenía un sistema de seguridad que me avisaría de cualquier intruso vía celular. Solo un ladrón experto sería capaz de desactivar aquel mecanismo. Y dudo mucho que en Malvinas haya gente de esa naturaleza.

El sonido de una bocina me sacó de mis pensamientos; era el taxi. Habían pasado varios minutos desde que lo pedí. Tenía que largarme de ahí ahora mismo.

Agarré mi celular y lo introduje en mi mochila, junto con mi bloqueador de señal para que no pudieran hackear mi ubicación mientras me movilizaba por la ciudad. Después cogí algunas identificaciones falsas, tarjetas de crédito y un fajo de billetes y los puse en mi bolsillo. 

El auto me esperaba cerca de la entrada. Me monté en él sin pensarlo dos veces, no tenía tiempo que perder. Hasta donde a mí concierne, la policía podría estar aquí en cualquier momento.

—¿A dónde lo llevo señor? —preguntó el conductor.

Mierda, ¿a dónde se supone que iría?

—Llévame a la ciudad, después te digo a dónde exactamente. Y por favor, maneje rápido.

El chófer hizo caso y maniobró su vehículo hasta fuera de mi propiedad. Aún nos separaban varios kilómetros de mi casa hasta la urbe de Zaphara, por lo que tenía tiempo para pensar a qué lugar me dirigiría.

Escasos minutos pasaron, y observé cómo se aproximaba un auto de la policía hacia la dirección opuesta de la carretera; eran ellos. Por suerte los vidrios polarizados del taxi no permitirían echar un vistazo al interior. Pero por un momento pensé que sí, porque el detective Brown instaló su mirada en mí desde su ventana abierta como si los hubiera atravesado. No duramos más de un segundo intercambiando miradas —si es que este en serio me había visto con alguna extraña habilidad que desconocía—, y se perdió entre el serpenteante camino que el taxi dejaba atrás. 

Lo había logrado; había escapado a tiempo. Ni siquiera cinco minutos habían pasado, cuando volví a ver más autos de la policía aproximándose con rapidez por el mismo camino.

¿En serio habían descubierto mi identidad? 

Tenía que llamar a Ryan y avisarle. No podía volver a su apartamento, lo pondría en riesgo. Si nos llegaban a atrapar, dirían que es mi cómplice o quién sabe qué —y bueno, en cierto modo lo es, pero lo que menos quería era salpicar a Ryan con mis problemas—. Suficiente peligro corría al aceptar ayudarme con mi condición de zombie. 

—¿George? —contestó.

—Mira —pronuncié, tratando de no levantar sospechas. El conductor podría enterarse, además, si por alguna extraña razón interceptaban mi llamada, no quería que Ryan se viera implicado—. No podré volver a tu apartamento, algo pasó y tuve que dejar mi mansión. —Hice énfasis en lo último para que entendiera a lo que me refería—. ¿Recuerdas la historia que te conté? Los hombres que vinieron a mi casa aquel día, volvieron para arreglar mi sótano porque encontraron una tubería dañada. Esa misma tubería que había provocado un gran hoyo ahí abajo.

—Eh... —Un pequeño silencio se apreció al otro lado— Entiendo..., ¿supongo? Pero de todas formas puedes venir aquí, hay lugar para todos.

Había captado el mensaje. Amaba a este hombre, pero justamente por eso no iría hasta allá.

—Tranquilo, no quisiera molestarte —dije—. Tengo planeado ir al Cuchitril del Cerdo.

Aquel «cuchitril» era un hotel ubicado en las cercanías del bar en el que nos conocimos. El dueño era un viejo gordo y degenerado que a duras penas mantenía esa pocilga de pie. A veces visitaba el bar, y Ryan le había puesto aquel apodo de broma.

—Ven aquí, nadie te molestará —insistió.

—No es necesario —repliqué—. Mejor dime algo, ¿cómo está mi amigo? —refiriéndome a Joseph.

Hubo otro silencio, pero sabía que lo había entendido.

—Está bien, un poco inquieto, pero parece bien —contestó—. Hace un rato caminaba por todo el laboratorio como si fuera un niño pequeño descubriendo que el agua moja. Pero ahora me mira fijamente desde la silla en que está sentado.

—¡¿Lo soltaste?! —exclamé.

—Claro —respondió—. No iba a dejar a esa pobre criatura encerrada. Mi corazón no me lo permitiría.

—¡¿Estás loco?! ¡¿Sabes lo que te podría hacer?!

—¿Comerme el cerebro?

—Por Dios... —Sabía que Ryan estaba un poco loco—. ¿Y lo dices así, sin más?

—Relájate, si me quisiera matar ya lo habría hecho —comentó—. Además, necesitaba observar algunos resultados de las pruebas; su cerebro se está regenerando. Y estoy seguro que está usando la comida que digería ayer para reconstruir partes de su cuerpo.

—Por favor, Ry... —Casi digo su nombre. No podía pronunciarlo, puede que la policía intentara interceptar mis llamadas si lograban atraparme, y exponer la identidad de Ryan solo complicaría las cosas—. Solo prométeme que tendrás cuidado, ¿sí?

—¿Pero qué se supone que haré si no estás aquí? Necesito investigarte también.

—No lo sé... —¿Qué haríamos ahora?—. Pensaré en algo después.

—Iré a recogerte de ese lugar, no te pasará nada si estás aquí conmigo.

—¡No! —exclamé—. Quédate con él, y después encontraremos alguna forma de resolver ese tema.

El taxista me miraba algo intrigado y confundido.

—No —contraatacó—. Iré por ti, estarás bien en mi casa.

Maldita sea, Ryan...

—¿No lo entiendes? —musité, escondiéndome en una esquina del vehículo. No quería llamar más la atención del conductor—. Me están siguiendo.

—¿Y?

—No te quiero poner en peligro.

—No lo harás —dijo él—. Soy lo suficientemente inteligente como para lidiar con esta situación.

—Mira, te quedarás ahí con él —ordené—. No quiero discutir más el tema. Así que, por favor, haz lo que te digo. Adiós. —Colgué.

Si había alguien testarudo en el mundo, ese era Ryan Memphis. No quería que me persuadiera con su alocada idea. Lo que más quería ahora es que estuvieran ambos a salvo.

—Llévame al Hotel Lujan —indiqué al taxista—. El que está cerca del bar El Suplicio.

—Entendido, señor.

En el trayecto hacia aquel hostal reparé en mi incierto futuro. ¿Qué se supone que haría ahora? Estaba sumergido en una avalancha de problemas de la que no veía escape alguno. Incluso antes de que esto pasara, me veía arrastrado por la mixtura de barro y sangre que representaban mis pecados. 

Pensé que tenía una vida pacífica, alejada de todas las consecuencias de mis actos, pero solo me engañaba a mí mismo. Nunca había tenido la oportunidad de asimilar a la persona en la que me había convertido. Mi destino había fluido como un río, dejándose arrastrar por las corrientes que la obligaban forzosamente a ir por un camino que no había elegido; mis traumas, mis problemas, mis penurias, todo aquello constriñó mis alternativas y me obligó a realizar acciones que no llegué a sopesar nunca con claridad. Mi único objetivo era solo uno; sobrevivir.

Y Ryan me lo hizo ver la última vez que estuvimos juntos. ¿Podría alguna vez disfrutar de una vida pacífica? ¿Podría experimentar la verdadera tranquilidad de la que todas las personas privilegiadas gozaban? 

—Señor, llegamos —comentó el taxista, sacándome de mis reflexiones.

Mierda, tenía que instalarme rápido en aquel hotel antes de que alguien se percatara de mi presencia.

—Gracias —dije, al tiempo que alcanzaba algunos billetes de mi mochila y se los entregaba al conductor—. Tómelo todo.

Salí del vehículo, algo ansioso y aún perdido en mis pensamientos, cuando el impacto contra un cuerpo me hizo poner los pies de nuevo sobre la tierra; una señora yacía en el suelo, su castaña cabellera se veía opacada un poco por el mugriento asfalto que daba la entrada de aquel cuchitril. 

—Perdón, señora. —La ayudé a levantarse.

Noté que mi mochila también reposaba en el suelo, al parecer había caído junto con la señora sin darme cuenta. La tomé y me marché con presteza. La susodicha desplegaba gritos en la lejanía, tal vez para insultarme. No lo sabía, y tampoco me quedaría para averiguarlo. Ahora lo único que necesitaba era refugiarme para pensar con nitidez en mi próximo movimiento.

El hostal me esperaba en frente; un edificio color vino de diez pisos. Ventanales sucios con cristales rotos, puertas que a duras penas se sostenían por si mismas, y pintura rasgada en las paredes representaban la indiscutible fachada de aquel lugar. 

—Quiero una habitación —indiqué al recepcionista, que a falta de presupuesto se trataba del mismo propietario.

—Te he visto antes —pronunció, con un aura entrometida—. En el bar, ¿cierto?

—Quiero una habitación. —Mi fulminante tono sacudió su curiosa naturaleza por un momento, pero no lo detuvo.

—Sí, ya lo recuerdo —dijo divertido, como si recordara con exactitud a alguien que conocía—. Siempre estás con ese grupo... Los raros esos que se pintan el cabello.

Este imbécil...

—Quiero. Una. Maldita. Habitación. —Mi segunda advertencia lo hizo entrar en razón, el amenazante timbre de mi voz se adentró por sus oídos con contundencia.

—Necesito una identificación —indicó.

Rebusqué entre mis bolsillos, tenía preparada una para esto. Se la di. La observó minuciosamente, como si estuviera buscando algo más que solo un simple nombre. Anotó algunos datos en su libreta —porque ni siquiera tenía una computadora decente para guardar los datos— y me la devolvió. 

—¿Por cuántos días, señor Johnson? —preguntó.

Había algo en su mirada que me molestaba. Como si quisiera adentrarse en mi cabeza para escudriñar en lo que no le incumbía.

—Un mes. —Dudaba mucho necesitar tanto tiempo ahí, pero quería elucubrar entre mis posibilidades los días que fueran necesarios hasta encontrar una buena solución—. Tome el dinero. —Le entregué el fajo que guardaba en mi bolsillo con la cantidad necesaria para lo que pediría.

Anotó algunos datos restantes, y se paró de su rechinante silla; el cojín de este se encontraba tan hundido, que daba la impresión de que se caería junto a su dueño en cualquier momento. Después se acercó hasta un tablero con varias llaves colgadas. Tomó una y me la dio. Acto siguiente me explicó el uso del defectuoso ascensor.

Tomé las escaleras.

Subí hasta el noveno piso y dirigí mis pasos hasta la entrada de mi habitación: la número «905». Entré y tiré mi mochila en la cama para después tumbar mi cuerpo en ella.

¿Qué se supone que iba hacer ahora?

Ni siquiera sabía por qué había venido a este lugar en primer lugar. Si las Águilas Negras decidían merodear en los alrededores buscando información sobre mí, fácilmente la podrían obtener.

Por Dios, qué estúpido.

Largos minutos de reflexión pasaron, cuando escuché el estrepitoso sonido de un gran conjunto de vehículos en la calle. Para un humano normal no habría sido perceptible, pero para mí sí que lo era. Y aquello no podía significar algo bueno, no en este momento.

Quizá solo era paranoia, mas no me quedaría con la duda. Así que decidí mirar por la ventana que conectaba con el edificio de en frente, y que también daba un amplio panorama de la calle. Habían autos negros esperando abajo. Muchos. Y sabía perfectamente de quién se trataba.

Estaba en problemas.

Justo en ese instante, un timbre proveniente de mi maletín retumbó en la habitación; mi celular. ¿Acaso el espía quería darme información? Un poco tarde para eso, pero no lo pensé dos veces y con prontitud escarbé en el reblujo de mi mochila para alcanzar mi teléfono. Aunque antes de alcanzar mi celular me percaté de que el maletín estaba abierto. Al parecer estaba tan distraído, que ni siquiera me di cuenta que lo había dejado abierto al bajar del taxi.

—¡¿Hola?! —La ansiedad del momento no me permitía conservar un timbre calmado.

—Voy por ti, estoy cerca del hotel —dijo Ryan.

Por primera vez en todo este proceso me había alegrado de que Ryan fuera tan cabeza dura. Lo habría regañado, pero en este momento necesitaba una ruta de escape, y él era la única forma de conseguirla.

—Necesito que estaciones al otro lado de la calle y me esperes —declaré.

—¿Por qué? ¿Qué pasó?

—Están aquí, escaparé por la azotea y te veré al otro lado —respondí.

—Está bien —concluyó.

Colgamos, y procedí con mi plan; tomé mi mochila, la cerré, y me dirigí al tejado. Podía escuchar cómo algunas personas abajo subían las escaleras con celeridad. 

Venían por mí.

Al llegar a la terraza, implanté mi mirada abajo, en la calle. Habían al menos cinco autos negros completamente blindados. No podía tratarse de nadie más que los esbirros de mi jefe.

Antes de que esos ineptos pudieran llegar a la azotea, ya había saltado a la otra planta de un edificio colindante. Podía ver a Ryan aproximándose en su camioneta plateada por el camino que le había indicado. Salté justo a escasos metros de su ubicación, haciendo que frenara de manera abrupta. Después me subí a su vehículo.

—¿Y se supone que yo soy el loco? —comentó cuando me subí—. Por poco me haces atropellarte.

—Yo también te amo, Ryan —dije—. Pero no tenemos tiempo, vayámonos de aquí.

Escuché gruñidos en la parte trasera. Miré por el espejo y vi la figura de Joseph.

—¿En serio lo trajiste?

—¿Y querías que lo dejara en mi laboratorio? No iba a permitir que jugara con mis experimentos como si fueran juguetes —contestó Ryan—. Además, Joseph es un zombie juicioso. No se mete en problemas. A diferencia de otros... —Me miró—. ¿Y quién se supone que te está persiguiendo?

Mierda. Teníamos que irnos ya mismo.

—Los esbirros de mi jefe, y también la policía —expliqué—. ¡Arranca! ¡Ahí vienen! —Escuché cómo los motores de otros autos se empezaban a encender en la otra calle; se habían percatado de que no estaba en el lugar.

—Ya va, ya va. —Ryan apretó el acelerador y puso en marcha el carro—. ¿Y cómo es que sabían tu ubicación?

—No lo sé —confesé—. Se supone que nadie puede detectar la ubicación de mi teléfono si estoy cerca del bloqueador de señal. 

—¿Entonces qué pudo ser?

Me hice la misma pregunta. ¿Qué pudo ser? Nada de esto tenía sentido. Primero los detectives habían descubierto mi identidad de un día para otro, y ahora los esbirros de mi jefe me perseguían como si supieran mi ubicación. ¿Acaso él tuvo algo que ver...?

—Tal vez el dueño del hotel les avisó. —Llegué a esa conclusión—. Estaba actuando muy extraño.

—Ese cerdo asqueroso —espetó.

Sonreí. Escuchar sus insultos era algo que nunca fallaba en esbozar una mueca divertida en mi rostro. Me encantaba ver a Ryan irritado. 

—Quiero besarte —le dije.

Ryan volteó hacia mi lado y observó mis labios por unos segundos. Sabía que él deseaba lo mismo.

—No hay algo que quisiera más en este momento que hacer eso, pero ni creas que me voy a dejar infectar por tu virus.

Solté una gran carcajada. Tenía razón, lo podría contagiar con esta rara condición, y ya tenía suficientes problemas en este momento como para añadirle uno más a su lista.

—¿En serio te podría infectar? —Le lancé una mirada tierna y culposa. Lo hacía de broma, pero también me dolía un poco no poder besarlo.

—La verdad no lo sé —contestó—. Algunas enfermedades se pueden transmitir por medio de la saliva. Aunque hay algunas excepciones. Por ejemplo, el sida no se puede transmitir por un beso.

—¿Ah, no?

—No —aseveró—. Y tu virus tampoco parece hacerlo.

—¿Entonces qué estamos esperando? —Sonreí mientras lo tomaba de su cuello y me acercaba.

—P-pero no estoy segur... —Mis labios lo interrumpieron.

Nuestras lenguas se buscaban con desespero. Todo el tiempo que habíamos estado alejados del otro habían reprimido una fuerte pasión que ahora se liberaba como la primera vez. Su aliento contra el mío se fusionaba para crear una explosión de emociones en nuestra boca.

La dicha no nos duró mucho. Cuando pensé que habíamos escapado del peligro, el estridente sonido de aquellos motores se hizo presente de nuevo. Me aparté de Ryan, y me miró confundido.

—¿Qué pasó? —Sus labios aún buscaban los míos.

—Ahí vienen de nuevo —comenté.

—¿Dónde? —Ryan miró alrededor. Por suerte el beso fue interrumpido, o habríamos chocado con un auto de adelante. Estábamos en una gran avenida, no veíamos ningún vehículo azabache en el camino. Entonces, de uno de los callejones que habíamos dejado atrás segundos antes, salió una de esas camionetas blindadas—. Mierda.

—Acelera —dije.

—Eso hago. —Ryan implantó con tenacidad sus manos en el volante—. Ponte el cinturón, Joseph.

Instalé mis ojos en el espejo retrovisor y vi cómo Joseph buscaba el cinturón, pero no logró ajustárselo con firmeza. Fui hasta él y lo ayudé. Ryan pisó el acelerador con fuerza. El auto iba tan rápido que nos empujaba hacia atrás debido a la inercia. 

Más camionetas empezaron a aparecer en el paisaje que dejábamos a nuestras espaldas, y la adrenalina se implantaba imponente en nuestros cuerpos.

—¡Acelera! —exclamé al ver que otro auto salía cerca de un callejón contiguo.

—¡Eso hago! ¡Pero soy un científico, no un maldito corredor profesional!

Las cinco camionetas que aparcaron en aquel hotel nos seguían ahora con ahínco. Nada los detendría hasta alcanzar su objetivo.

—¡¿Estás seguro de que ese aparato tuyo sí funciona?! —Ryan no podía apartar sus ojos de la carretera por un segundo—. ¡¿Cómo es que sabían nuestra ubicación?!

—¡Estoy seguro que funciona! —Rebusqué el artefacto entre mi mochila para comprobar su utilidad—. Oh mierda...

—¿Qué pasó? —preguntó.

—No está aquí.

Ryan volteó por un micro segundo hacia mí e hizo un atisbo de incredulidad.

—¿Me estás jodiendo, verdad?

¿Cómo lo había perdido? ¿En qué momento? 

Entonces recordé aquello... Cuando choqué con la mujer al bajarme del taxi. Mi maletín estaba abierto y no me había dado cuenta. Lo más probable es que se haya caído, y por eso la señora me gritaba desde la lejanía, intentando advertirme del objeto que había perdido.

Soy un imbécil.

—¡Maldita sea! —gritó Ryan.

Otro vehículo salió de un callejón, pero esta vez había sido delante de nosotros, bloqueando la carretera. Ryan sopesó rápidamente sus opciones, y viró la camioneta hacia el primer callejón que encontró para escapar.

—Oh, por Dios... —musitó.

Nos jodimos, era un callejón sin salida.

Los vehículos blindados se atiborraron en la esquina, aglomerándose como un cardumen en una improvisada barricada imposible de traspasar. Varios hombres y mujeres bajaron, con armas en mano, listos para disparar en cualquier momento. Pero sabía que no lo harían, primero me llevarían al jefe para torturarme de mil formas.

—¡Sal del auto! —gritó una voz femenina. Sabía a la perfección de quién se trataba; Roxana. Una mujer pelirroja de tez morena que se había unido al grupo no hace muchos meses. Su reputación de psicópata le había ayudado a escalar con rapidez los peldaños de las Águilas Negras. Pero tenía una ventaja peculiar para cuando se metía en problemas: su apariencia física la hacía asemejar a una adolescente envés de a la mujer de tres décadas que era—. ¡O te fusilaré en este mismo momento!

—Estaré bien —le dije a Ryan, mientras lo abrazaba con fuerza. Me dolía dejarlo atrás.

—¡Pero qué tenemos aquí! —exclamó Roxana. Se había aproximado hasta la ventana y observaba detrás del cristal—. Así que tienes compañía. ¡Perfecto!

Su agudo timbre se escabullía entre mis oídos y provocaba una sensación de disgusto. Era desagradable.

—Solo me quieren a mí —dije, mientras salía del auto—. Déjalos en paz.

Roxana me miró extrañada. Al parecer algo de lo que había dicho la desconcertaba. 

—¿Y desde cuándo tú decides lo que yo debería hacer o no? —Una mueca divertida se plasmó en su rostro—. ¡Muchachos, saquen a esos infelices de ahí adentro! —Hizo una señal con su mano y varios integrantes de la banda se acercaron—. Veamos a quién tienes ahí dentro, George. ¿Acaso es uno de tus noviecitos que solo te duran una semana?

La maldita sabía cómo herir a las personas. Sus comentarios nunca fallaban en bajar la guardia de sus enemigos; una de las razones por las que el jefe confiaba labores tan despiadadas en ella. Para su mala suerte, aquel comentario no me afectaba en lo más mínimo. Lo que sí me afectaba era que Ryan se viera expuesto en esta situación cuando era lo último que quería.

Maldita sea.

—No me toquen, imbéciles —espetó Ryan mientras dos hombres lo sacaban a estrujones del auto.

Roxana le apuntó con su arma.

—Vaya, vaya. ¿A quién tenemos aquí? —Roxana examinó a Ryan con sumo detalle—. Estoy segura de haberte visto en el bar antes. ¿Te quieres morir, niño bonito?

Ambos se lanzaron miradas asesinas, pero entonces los ojos de Roxana se volcaron en dirección a Joseph, que estaba siendo desalojado del auto por otros dos integrantes de la banda.

—¡Oh, por Dios! —exclamó ella—. ¿Qué mierda es eso? ¿Un cadáver andante? —Varios integrantes de la banda murmuraban y se reían al tiempo—. Y decían que yo era la psicópata... —Giró hacia mi posición—. ¿Qué coño es eso, George? ¿Ahora eres necrofílico? ¡Mierda, eres un depravado!

Su molesto timbre volvía a instalarse en mis adentros como una irritante cacofonía que percutía en mis tímpanos. Joseph rugió en su dirección. Nunca lo había visto hacer algo así, pero parecía genuinamente enojado.

—Oye, oye, calmado chico —dijo Roxana, dirigiéndose a Joseph—. Átenlos a todos, en especial a ese loco que parece zombie.

Los esbirros hicieron su trabajo, nos amarraron con fuerza y nos subieron a una de las camionetas para después marcharse del lugar; con mis descomunales habilidades y mi fuerza sobrenatural podría soltarme con facilidad, ¿pero qué se supone que haría entonces? Si daba un paso en falso, Ryan y Joseph sufrirían las consecuencias.  

Antes de que maniobraran los autos fuera de aquel corredor sin salida, pude estar seguro de haber escuchado bocinas de la policía aproximándose en las lejanías.

¿También me estaban siguiendo? Supongo que como las Águilas Negras, ellos también habían interceptado mi teléfono. Sin embargo, para ellos era muy tarde. Los esbirros de mi jefe habían llegado primero, y lo único que encontrarían en aquel callejón sería una camioneta abandonada.

—Perdón —susurré, mirando a Ryan—. Justamente esto era lo que no quería que pasara...

—Te amo —pronunció—. Y no me importa si estos imbéciles nos asesinan. No me importa nada, solo quiero estar aquí a tu lado. ¿Bueno?

Aquello me llenó el alma. Ryan no parecía molesto en lo más mínimo. Aunque su mirada destilaba preocupación, había algo más allá que predominaba en esas perlas grisáceas suyas; amor.

—No dejaré que te pase nada —dije, decidido—. Primero tendrán que matarme.

Haría todo lo que estuviera en mis manos para que no se viera salpicado por mis problemas. Si eso significaba arriesgar mi vida, lo haría un millón de veces.

Después del largo viaje, nos vimos inmersos en la guarida de mi jefe. Al ser forzados fuera del vehículo, desfilamos por la entrada de una vieja fábrica abandonada; era el lugar perfecto para que nadie los descubriera. Escondida en lo profundo de una zona industrial de la ciudad, aquel escondite llevaba años en funcionamiento. 

Pocos conocían su ubicación. Yo no era uno de ellos, al menos no hasta ahora; siempre tenían la costumbre de vendarme los ojos para que no pudiese memorizar el recorrido. Sin embargo, esta vez era distinto. La posibilidad de que yo pudiera recordar la dirección del escondite se veía sumergida en la indiferencia de mi jefe; su objetivo era asesinarme, no le importaba si memorizaba o no el trayecto.

El gran edificio, algo sucio por el paso del tiempo, parecía haberse tratado más de un lugar de almacenamiento que de una fábrica de producción como las colindantes. La entrada abrió paso a un inmenso salón que se explayaba metros hasta el fondo. En él se atiborraban algunos vehículos blindados como los que nos habían traído, pero además, parecían haber arsenales de armas en algunos cuartos laterales que dejábamos atrás a medida que avanzábamos recto hacia el fondo. Y al final de todo, se apreciaba una salida de emergencia.

Las miradas de algunas personas nos acompañaron en nuestra caminata, pero se esfumaron cuando nos dirigieron hacia uno de esos cuartos laterales, en la izquierda. Sabía que este no era un salón de armamento como los que habíamos dejado atrás, era un pasadizo hacia otro lugar. 

El despacho del jefe.

Nos vimos entonces sumidos en un serpenteante camino; un túnel largo que se explayaba de izquierda a derecha, pero que solo desembocaba en un lugar; una puerta de casi tres metros, negra como la poca iluminación de aquellos corredores de la muerte, bordeada por un marco rojo intenso. Dos colores que representaban sangre y muerte, vaticinando una inminente tragedia.

Roxana abrió la puerta, y nosotros fuimos empujados hacia la lúgubre habitación. Estaba vacía, solo un aura tenebrosa invadía su interior. Tres sillas fueron dispuestas por los esbirros de mi jefe en el fondo de aquel salón, y los tres nos sentamos, aún con las manos atadas en la espalda, quedando justo de frente a la salida. Después, otra silla mucho más elegante que las nuestras, ornamentada cual pedestal divino, fue implantada delante de nosotros.

—Buen trabajo, Rox. —Se escuchó decir a alguien en la entrada—. Serás recompensada por esto, y también por la distracción de anoche con la policía.

Era Ricky, y a su lado se encontraba Aaron Gibson, mi jefe. El último se sentó en el improvisado trono que dispusieron frente a nosotros. Unos cinco metros nos separaban. Mi jefe hizo un ademan con su mano, indicándole al resto que se fueran. Roxana y su grupo comprendieron, pero otros cuatro hombres que venían con Ricky, justo a este, se quedaron con nosotros. 

La puerta fue cerrada.

Ricky me miraba con odio, sus gestos denotaban las anheladas ansias que tenía de asesinarme. Lo quería hacer ahora mismo, pero su padre era el único que podría dar esa orden.

—George —pronunció el señor Gibson. Su voz era grave y firme, no había rastro de vacilación alguno—. ¿Se puede saber dónde has estado?

—Yo...

Alzó su mano en forma de protesta, dándome a entender que no quería escuchar lo que tenía que compartir.

—No se supone que respondas —dijo—. Yo seré el único que hable aquí.

—¡Mátalo ya! —gritó Ricky. Estaba detrás de su padre, junto a los otros cuatro hombres. Una venda cubría su brazo, pero se apreciaba un tono azabache en los alrededores de su herida.

El jefe volvió a realizar un ademan con su palma, interrumpiendo los quejidos de Ricky.

—Desapareces por más de un mes, y cuando intento localizarte no me respondes —habló el señor de nuevo—. Solo por ese hecho ya debería haberte aniquilado. No contento con eso, cuando apareces, ¿decides atacar a mi hijo?

—No es lo que pare...

—Cállate. —Me interrumpió. Su tono era tranquilo, pero había algo de irritación escondida; no le gustaba que las personas se pusieran en su nivel. Solo él podía hablar en una situación como esta—. Te lo dejé claro la última vez, George. Te perdoné la vida por haberle hecho daño a mi hijo. Incluso si tenías razón, pude haberte matado si quería. ¿Pero esto? ¿Un mordisco? ¿Qué carajo te sucede?   

Sus comentarios fueron interrumpidos por los gruñidos de Joseph. Mi jefe había ignorado a mis compañeros en toda nuestra conversación, pero cuando instaló sus ojos en él, un gesto de sorpresa se plasmó en su rostro. 

Jamás había visto que algo perturbara su estado de animo antes.

—¿Pero qué mierda es eso? —Se paró de su silla y se acercó a Joseph para examinarlo con atención.

El estupor en el que se encontraba no cesó cuando se percató del verdadero aspecto de Joseph; su cerebro magullado, casi hueco y fétido. La gran herida en su vientre que ahora era protegida por una costra negra con tintes rojos, representando la sangre coagulada que reparó el daño, y su demacrado rostro.

—Dime ahora mismo qué es esto —ordenó mi jefe.

—Es uno de mis pacientes —contestó Ryan, que se encontraba sentado a mi izquierda.

Mi jefe giró en dirección a él.

—¿Y tú quién eres? —preguntó.

—Ryan Memphis. Director del hospital San Nicolás y jefe del centro de investigación Nedevi. 

La seriedad en la cara de mi jefe había retornado, pero parecía inquieto por alguna razón.

—¿Y qué se supone que tiene este sujeto? —cuestionó, refiriéndose a Joseph.

—Un auto lo atropelló y dejó un daño irreversible en su cráneo —dijo Ryan.

—¿Y cómo es que alguien puede sobrevivir con esa condición? —Mi jefe no lo podía creer.

—Porque es un zombie —solté.

Ricky, junto a los otros hombres, se rieron adelante. Fuertes carcajadas retumbaban en aquella habitación. Pero el silencio reinaba en el rostro del jefe. No solo eso, parecía genuinamente preocupado y curioso al mismo tiempo. Sin embargo, desplegó una leve sonrisa, acompañando a los de su calaña para disimular lo que sentía.

—¿Un zombie? —comentó, aún con la sonrisa en su rostro—. ¿Y qué les hace pensar eso?

—Come cerebros —dijo Ryan—. Y se comerá el tuyo si le da hambre. Lo cual puede ser en cualquier momento, porque la última comida que digirió fue hace poco.

Los ojos del jefe camuflaban algo que no podía interpretar. Por poco y murmuraba algo ininteligible, pero se lo guardó para sí mismo. O eso pensó, sin embargo, mis oídos captaron un «no es posible».

Entonces nos dio la espalda, y miró a sus hombres.

—Mátenlos —declaró.

—¡No! —vociferé—. Ricky está infectado y morirá si no lo ayudan. 

El jefe miró la herida de su hijo, y se percató de que algo andaba mal con su brazo. Aunque ya había sido vendado, matices negruzcos se apreciaban en su contorno, evidenciando algún tipo de infección. A Ricky también pareció impactarle aquella noticia, pues se miraba su herida con desesperación tratando de corroborar mi comentario.

—¡¿Qué mierda me hiciste, hijo de puta?! —gritó Ricky.

—Mírame a los ojos, Ricky. —Se escuchó decir a su padre—. ¿Estás seguro de lo que viste? ¿No estabas drogado?

—¿De qué hablas? —Ricky no parecía comprender.

—Lo que me contaste ayer —siguió mi jefe—. ¿Estás seguro de que lo viste saltar hasta la copa de un edificio?

—¡Sí! ¡No estaba drogado, ya te lo he dicho!

El señor Gibson volteó hacia nosotros de nuevo.

—Ryan lo puede curar —dije—. Déjenlo libre y les ayudará.

—Desátenlo —ordenó mi jefe, señalando a Ryan.

Dos de los hombres que lo acompañaban se acercaron hasta él, y con navajas rompieron la cuerda que lo amarraba. Después, a jalonazos, lo arrastraron hasta la puerta.

—¡Suéltenme, imbéciles!

Justo en ese momento, mis oídos captaron algo en las lejanías: era el sutil sonido que provocaban una manada de motores, como si de una estampida se tratasen. Si no fuera por la gran cantidad de motores que se escuchaban al unísono, aquel sonido no llegaría hasta mis oídos.

¿Qué podía ser? ¿Más autos de las Águilas Negras? 

—Llévense al científico y maten a George —indicó mi jefe.

Dos hombres se encargaron de empujar a Ryan fuera del cuarto, y los otros dos dispararon hacia mi pecho.

—¡NO! —Escuché gritar a Ryan. 

Pero ya era tarde.

El impacto resonó en todos los rincones de la habitación. Aquellas balas habían atravesado mi esternón, incrustándose en mi corazón y deteniéndolo súbitamente. Mi cabeza cayó hacia delante mientras las tinieblas imbuían mi panorama ocular.

La verdadera muerte había llegado.

FIN.


****


No mentiras xD

Este capítulo me tomó bastante tiempo escribirlo. Es el más largo que he escrito hasta el momento (7.5k de palabras D:). Fue un dolor en el trasero, pero me gustaron muchas escenas de este capítulo. Sin embargo, quiero que sean honestos conmigo, porque quiero tenerlo en cuenta en el futuro:

¿Les aburrió que el capítulo fuera tan largo? ¿Alguna parte no les gustó? Por favor, háganmelo saber. No me sentiré mal. Sólo lo quiero tener en cuenta para el futuro v:

En fin. Gracias por leer. Después lo vuelvo a editar (lo edité varias veces) porque sé que hay muchos errores por ahí, pero me dio pereza revisarlo más veces xD

Los dejaré con el suspenso porque el siguiente capítulo es de los detectives v:  Pero explicaré muchas cosas en ese capítulo, y al final podrán ver una pequeña parte de lo que le pasó a George jijijijiji c:

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