11. La urna misteriosa
En contraste a otras misiones, no había ocurrido nada diferente. Solo tenía que adentrarme a la empresa que sintetizaba diamantes y robar una preciada sortija que pronto sería subastada por miles de dólares.
—Además del anillo, quiero que busques una urna —indicó mi jefe.
—¿Una urna? —pregunté extrañado.
—Sí. Es solo un viejo mito... —murmuró—. Quiero que observes aquel lugar y revises si hay una urna antigua de color marrón. Si no la encuentras, recoge la sortija y vete rápido.
Tenía ganas de preguntarle cuál era aquel «mito», pero mi jefe casi nunca revelaba detalles acerca de lo que quería que robara por él. Así que el hecho de que se le haya soltado esa frase era suficiente información compartida. Sin embargo, a mí realmente no me importaba descubrir el interés de sus inexplicables caprichos. Me daba por bien servido con el solo placer de recibir mi parte del dinero.
—Está bien... —Acepté la misión.
¿Cómo lo haría?
Fácil.
En realidad no tenía que hacer la gran cosa. Mi jefe por lo general se encargaba de todos los detalles. El problema es que eran pocas las personas que se atrevían a realizar semejantes encargos. Son muy escasos los hombres de acción. La mayoría no puede contener el nerviosismo y la ansiedad que se requiere para este tipo de cosas; yo sí.
Tal vez era debido a la vasta experiencia que tenía reprimiendo mis emociones lo que me había proporcionado esa magnifica habilidad de controlar mi conducta ante cualquier situación. O puede que haya sido el profundo rencor que le tenía a la humanidad por ser tan injusta conmigo. De cualquier forma, era pan comido para mí adentrarme en este tipo de tareas y salir ileso de ellas.
Así que me puse manos a la obra. Viajé hasta aquel país el día siguiente para instalarme en un hotel y ultimar algunos detalles de la misión con el equipo que me ayudaría. Lo único que tuve que hacer fue escabullirme por el alcantarillado subterráneo y llegar hasta cierta zona en donde tuve que taladrar el piso de arriba con un extraño artilugio que me fue proporcionado para abrir así un agujero por el cual infiltrarme.
¿Las cámaras? Desactivadas, al igual que los detectores de movimiento. Justo como mi jefe me lo había prometido. Tenía que ser un tonto para fallar una misión tan simple. El anillo estaba justo en la mitad de un gran salón con fachada de museo. Como si se tratase de una reliquia divina a la que todos le debían pleitesía, dispuesta justo en el centro de un pedestal encerrada en una caja de vidrio.
Un destello de luz resplandecía su posición desde arriba, bañándola con su luminiscencia y agregándole puntos extra a su mística aura. Se trataba de una pequeña bombilla.
No lo podía negar, se veía increíble el anillo. Pero no estaba aquí para apreciar su belleza. Mi trabajo era profanar su estadía en aquel pedestal que parecía ser más una ofrenda a los dioses.
Me aproximé a ella con cautela mientras observaba cada rincón del lugar. No quería activar una trampa o pisar algo que no debía. Cuando llegué al anillo, pude entrever a través del cristal que la protegía toda su pureza. Los detalles que la ornamentaban dejaban en visto el producto de un arduo trabajo. Definitivamente parecía costar los miles de dólares que presumía valer.
Levanté la funda de vidrio que revestía la sortija en la cima del pedestal y la cogí con mi mano derecha. No tenía mucho tiempo que perder, pero la curiosidad me ganó para obligarme a pasarla por entre mi anular derecho. Lucía preciosa; era una mezcla entre elegancia y divinidad, con un toque de exotismo.
Al observar los alrededores me di cuenta de que habían muchas otras cosas en aquella sala. Desde estrambóticas estatuas esculpidas en lo que parecía ser oro, hasta las más inquietantes obras de algún famoso pintor.
«¿Que esto no era una empresa que sintetizaba diamantes?», pasó por mi cabeza en ese instante. «Parece más una tienda de antigüedades y rarezas».
Sin embargo, hubo algo en especial que llamó mi atención. Y no por su estrafalaria naturaleza, sino todo lo contrario, la simpleza de su diseño: una urna de un color marrón oscuro algo desaliñada y antigua.
Nada especial había en ella, y eso la convertía en la única cosa especial del lugar, porque opacaba con su sencillez al resto. ¿Acaso era esta la urna que el jefe me había dicho que buscara? ¿Y por qué era tan «especial»?
Me acerqué a ella solo por el impulsivo deseo de saber qué había adentro. La materia prima con la que estaba constituida parecía tratarse de alguna especie de madera o material oscuro. Su aspecto era arcaico y misterioso, como si perteneciera a una tribu o secta perdida en el tiempo. La opacidad que le proporcionaba aquel tono marrón intenso no dejaba entrever una ínfima parte de lo que contenía en su interior.
El pilar que sostenía la intrigante arqueta marrón era también diferente a todo lo que se observaba en el salón; un pedestal de granito con marcas extrañas que simbolizaban alguna especie de religión que jamás había visto en mi vida.
Una cruz se dibujaba entre la simbología que adornaba el pedestal, y otra cosa que noté es que la susodicha estaba dispuesta encima de tres escalones que contenían objetos dentro de ellos.
—Esos dibujos que describes... —comentó Ryan cuando se lo conté—. Parecen vudú.
—¿Cómo lo sabes? —cuestioné.
—Como médico, me veo obligado a investigar muchas cosas. Entre ellas están los tratamientos experimentales de algunas enfermedades —explicó—. Y a veces me encuentro con información de rituales y todo tipo de métodos religiosos dictados por sectas como el vudú u otras de su misma naturaleza.
Supongo que se podría tratar de aquello. ¿Pero por qué mi jefe querría una urna tan horripilante como esa? No tenía sentido. Al menos no para mí.
Cuando posé mi mano sobre la urna, mi palma pudo sentir su rígida superficie; era rústica al tacto. No pensé que fuera a pasar nada, pero alcancé a cortarme el dedo por no tener cuidado.
Alcé mi mano y la puse en la cima del pequeño cofre. Intenté destaparlo, pero fue difícil. Tuve que emplear ambas manos. Mi dedo seguía sangrando. Y entonces, cuando por fin lo logré, algo ocurrió: como si de una trampa se tratara, me vi envuelto en un extraño humo blanco proveniente de aquella urna.
«¡Mierda!», exclamé en mi mente antes de salir huyendo de aquel lugar.
Al parecer el polvo comprimido que se hallaba en aquella urna había salido disparado como una bomba, esparciéndose rápidamente por todos los rincones del vestíbulo. Alcancé a aspirar un poco de aquel blancuzco gas, pero solo fue por un segundo. Sin embargo, mi dedo comenzó a doler más luego de haber hecho contacto con aquel humo.
—No pienso que sea algo para preocuparse. Solo debió ser polvo —dije, inocente de la realidad—. Me han ocurrido cosas mucho peores en otras misiones; la fractura de mi brazo izquierdo al caer desde un tejado mientras intentaba infiltrarme en un complejo residencial; el enfrentamiento con un guarda de seguridad en el que recibí un disparo en mi costado derecho y muchas otras cosas más.
—Tampoco creo que haya sido la razón para tu condición de zombie —comentó Ryan—. Aunque sí hay un aura misteriosa en todo eso. Pero supongo que habrá sido la urna de algún personaje importante. Y ese polvo habrán sido sus cenizas, o quién sabe qué clase de gas estuvo ahí. Pero definitivamente estaba muy comprimido como para provocar una hilera de humo tan grande como la que describes.
—Lo sé —respondí—. Supongo que no es nada de lo qué preocuparse.
O al menos eso pensé. Pero ni Ryan ni yo nos imaginábamos la verdadera historia detrás de aquella urna misteriosa. Aunque eso lo descubriríamos después.
—Bueno, creo que tendremos que continuar investigando —concluyó Ryan.
—Sí.
Aquel día en el que indagábamos sobre mi condición de zombie, la luna se aproximaba acompañada de la noche y yo aún no había salido en busca de comida. Tenía que hacerlo, aunque detestara la idea de asesinar personas inocentes. En cualquier momento podrían activarse mis instintos caníbales y si no lograba controlarlos, Ryan sería la próxima víctima.
—Tengo que irme —le dije.
—¿Irás a asesinar a alguien? —preguntó.
Lo miré apenado. No sabía qué responderle.
—No tengo opción...
—Tranquilo, lo entiendo —contestó—. Y mejor que te apures porque yo no quiero ser el plato principal.
No parecía importarle en lo más mínimo que yo me dirigiera a matar a alguien. A veces pensaba que Ryan era un psicópata.
—Ahora que lo pienso, no me molestaría comerte a ti —dije mientras sonreía.
—No sé en qué sentido te refieres, pero mejor vete ya.
Me eché a reír. Él también.
—Por cierto, esto es algo macabro de mi parte pero, ¿le traerás algo de comer a Joseph? —comentó Ryan—. Creo que él lo necesita. Bueno... Aún parece estar digiriendo los restos de comida que encontré en sus intestinos y también en su estómago, pero sería bueno que le trajeras algo. De pronto se puede poner agresivo si le da hambre.
—De hecho, tengo miedo de que se quede aquí contigo —contesté—. Si lo que dices es verdad, probablemente asesinó a esos dos hombres en la carretera. Y no me gustaría que se quedara aquí contigo.
—Lo tengo planeado —dijo Ryan—. Lo dejaré en aquella jaula transparente. —Señaló una capsula de vidrio en la esquina del laboratorio.
—Está bien... —¿Por qué tiene algo como eso?—. Ni siquiera te voy a preguntar para qué tienes esa jaula.
Ryan desplegó una larga carcajada.
—Es una jaula de vidrio hecha de paladio y otros elementos. Es más dura que el acero. Creo que ni siquiera tú la podrías romper. La uso para experimentos en los que necesito probar la resistencia de algunos materiales.
—De todas formas no confío en Joseph —objeté—. Es impredecible.
—Lo sé, por eso lo encerraré ahí. Es mejor prevenir que lamentar. Aunque dudo mucho que Joseph trate de hacerme daño. Míralo, es una ternura —comentó Ryan mientras lo tomaba de su brazo y lo trasladaba a la jaula de cristal—. Bueno, si ignoramos el hecho de que le falta casi todo su cerebro y tiene una rara deformación en el estómago.
—La verdad es que ni siquiera sé qué pensar de Joseph. —Solté un pequeño suspiro—. No entiendo por qué no nos ataca... Al menos a ti debería hacerlo, puedo oler tu carne fresca desde aquí.
—¿Puedes oler mi carne fresca?
—Sí —corroboré—. De hecho, también puedo oler la de Joseph. Pero la suya no es para nada apetitosa.
—Interesante...
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Nada —respondió—. Solo me intrigan los alcances de tus habilidades.
—A mí también. Creo que ni siquiera sé si esto es todo lo que puedo hacer. Probablemente haya algo más que aún no he descubierto. Es excitante pero al mismo tiempo inquietante.
—En fin, no pensemos en eso ahora. Y creo que deberías traerle algo de comer a Joseph. No sé, un pedazo de carne, lo que sea. Necesito saber cómo es que sus cuerpos lo asimilan. Sería muy beneficioso para la investigación.
—Lo intentaré, aunque la policía me pisa los talones. Cada vez es más difícil encontrar personas. Ya no hay muchos que pasen por los corredores de Las calles del infierno. La mayoría se oculta.
—Está bien, pero al menos inténtalo si puedes —dijo Ryan mientras me ofrecía un pequeño compartimiento para guardar cosas—. Esto es un vianda hermético. Lo que sea que llegues a conseguir, ponlo aquí. Lo conservará el tiempo que sea necesario hasta que regreses para dárselo a Joseph.
—Gracias.
—Buena suerte. —Se acercó a mí y me abrazó—. Si algo te pasa, me llamas.
—Lo haré. Solo espero que pronto se arregle todo.
—Lo arreglaremos juntos.
Me despedí de Ryan, y, antes de retirarme, dirigí mi mirada hacia Joseph.
—Compórtate, Joseph. No te vayas a poner agresivo con Ryan.
Su ojos, perdidos como siempre, no se inmutaron en buscarme. Pero por alguna razón tuve el presentimiento de que lo había entendido. A veces me gustaba pensar que Joseph y yo compartíamos un vínculo especial. Puede que se debiera al hecho de que éramos los únicos zombies en el mundo, o simplemente porque le había agarrado cariño y me sentía culpable. No lo sabía.
—Recuerda que te amo —me dijo Ryan antes de salir—. No lo olvides.
—Lo sé —respondí antes de retirarme—. Yo también.
Al salir de su casa, pedí un taxi para dirigirme a la zona predilecta de mis horrorosos actos:
Las calles del infierno.
Últimamente me había sido casi imposible encontrar a alguien. Todos se ocultaban muy bien, especialmente en la noche, pues sabían que había un asesino suelto. Ni siquiera con mi super capacidad auditiva lograba detectar rastro alguno de humanos. Puede que la mayoría ya se hubieran ido a otro lugar. Yo haría lo mismo si estuviera en su situación.
Después de vagar por casi una hora en los pasajes de Las calles del infierno, me di por vencido. Lo único que escuchaba en aquellos corredores eran las patrullas de policía que vigilaban la zona desde hace días. No podía arremeter contra ellos, tenían armas. Y en lo que a mí concierne, no era inmune a las balas. Al menos no que yo supiera, y no tenía el propósito de descubrirlo.
Tendría que ir a otro lugar, este ya no era útil para mis oscuros propósitos.
¿Pero a dónde iría ahora?
Solo conocía otra ubicación en la que no importaba a qué descabellada hora de la noche me encontrara, siempre habían personas: el bar en el que conocí a Ryan.
Estaba situado en una zona cercana a Las calles del infierno, apenas a unos minutos caminando. Junto con estas, la zona de aquel bar representaba los barrios más marginados de la ciudad.
Siempre me había sorprendido el hecho de haber conocido a Ryan en ese lugar.
—Odio los lugares para gente rica —comentó Ryan la noche en que lo conocí—. Está lleno de gente indeseable que solo aparentan ser algo que no son para poder ser tus amigos y pedirte favores después.
Me encantaba su honestidad, además de su espíritu despreocupado y un poco aventurero. El hecho de que se hubiera atrevido a concurrir un sitio tan marginado me hacía pensar que no le tenía miedo a lo desconocido. Siempre experimentaba y sacaba sus propias conclusiones, era una característica innata que había desarrollado como científico. Supongo que por eso no me tuvo miedo cuando le conté lo de mi extraña naturaleza zombie.
El bar que dio origen a nuestra primera conversación se llamaba El Suplicio; contaba con una pista de baile, una zona para beber e incluso un escenario en el que algunas bandas tocaban cada noche. Era bastante amplio y generalmente recogía comensales de los barrios más segregados de la zona.
Había una entrada delantera —la principal— ubicada justo en la avenida La Primavera. Y otra entrada lateral que conectaba con un callejón en donde usualmente se veían grupos de fumadores explayados a lo largo de aquel corredor. Esta última, más que una entrada trasera, era el punto de encuentro de varios desadaptados sociales que vendían todo tipo de drogas y proporcionaban un ingreso extra al bar sin correr el riesgo de que la policía encontrara aquellas sustancias en los aposentos de sus instalaciones.
A veces concurría aquel sitio con los compañeros de mi trabajo para fumar marihuana; era la única droga que apaciguaba mis sentidos. Además, era natural, no como esas estrambóticas combinaciones de drogas que aquellos dealers ofrecían. Las conocía muy bien, yo mismo había traficado con ellas. Solo eran drogas que dañaban tu cerebro y te hacían extremadamente adicto a ellas hasta que te destruían por completo. Así fue como murió mi amigo Tony.
Los edificios colindantes al bar eran igual de mal parecidos que los de Las calles del infierno. No era de sorprenderse, ambas secciones de la ciudad estaban fuertemente relacionadas; Las calles del infierno eran un conjunto de edificios abandonados por el gobierno, mientras que La Paz —el barrio en el que El Suplicio estaba ubicado, irónicamente nombrado así en contraste con el alto porcentaje de violencia que la zona ostentaba—, eran edificios de las clases sociales más vulnerables pero que aún no llegaban al nivel de abandono por parte del gobierno que Las calles del infierno.
Siempre me sentía como en casa cuando visitaba El Suplicio. La familiaridad que me brindaba era algo que ningún otro sitio podía proveerme. El espíritu sin moral que emanaban los rincones de aquellos barrios me hacían sentir libre. Me hacían sentir con el poder de hacer lo que quisiera sin temerle a las consecuencias.
Me gustaba sentirme superior. Tal vez se debía al hecho de que me habían humillado toda mi vida y ahora los papeles se habían revertido. Ya no era un adolescente asustadizo que vagaba por las calles mendigando la ayuda de otros. Me había convertido en alguien respetable en esa comunidad sin escrúpulos de la que formaba parte. Y ahora encontraba placer en hacer sufrir a las personas que lo merecían.
Se podría decir que era una clase justiciero. Pero no lo hacía porque fuera buena persona, lo hacía porque quería vengarme de la vida. A menudo frecuentaba estos lugares y ayudaba a muchos chicos como yo. Si alguien les hacía daño, me encargaba de ellos personalmente. Y me dolía que ahora no pudiera controlarme, que me hubiera convertido en esta criatura sin control sobre mis instintos. Pero tenía que hacerlo... Tenía que encontrar a otra persona y alimentarme de su carne. Al menos por ahora, hasta que encontrara una cura.
Así que ahí me encontraba yo, en un oscuro callejón que representaba la entrada lateral de El Suplicio esperando a mi siguiente víctima. El suéter negro que llevaba puesto recubría mi cabeza y se acoplaba a las tinieblas de la noche para esconderme de la vista de cualquier persona. Solo un poste de luz de unos tres metros de altura que iluminaba la salida del bar interfería con mis planes. Guardar distancia de aquella lámpara era la mejor decisión, no quería que nadie reconociera mi cara.
Miré alrededor y solo encontré un gran contenedor de basura que reposaba a varios metros de aquel poste. No sería de mucha ayuda, necesitaba un lugar del cual saltar para poder abalanzarme sobre mi víctima así como lo hacía en Las calles del infierno.
Mi cabeza se instaló entonces en el edificio de tres pisos que se encontraba frente a la entrada del bar. Era el lugar perfecto. La luz no alcanzaba a iluminar la cima de su terraza, así que me sería fácil coger un impulso sobrehumano desde ahí para bajar en picada hacia mi víctima y someterla a mi voluntad.
Flexioné mis rodillas con la determinación de dar un gran salto, y, sin pensarlo dos veces, utilicé mi fuerza sobrenatural para impulsarme hacia arriba, alcanzando así la azotea de aquel edificio.
Justo como pensaba, la luz no llegaba hasta la cima del edificio. Y ahora tenía una vista panorámica de todo el callejón. Solo era cuestión de tiempo para que alguien apareciera. Generalmente se formaban grupos de fumadores en aquel callejón. Pero en esa fría noche no había nadie.
La paciencia era mi mejor aliada. Además, tenía todo preparado: el maletín que cargaba en mi espalda contenía todos los suplementos para quemar el cadáver, como también el pequeño vianda que Ryan me entregó para depositar un poco de carne.
Los minutos se alargaron y aún nadie aparecía. Mi estómago crujía en desesperación. Podía escuchar el bullicio que la gente estaba haciendo adentro, ¿cómo es que nadie había salido?
Mi grupo de compañeros y yo éramos los que más salíamos a fumar en aquel callejón. No me importaría comerme a ninguno de ellos. Al fin y al cabo, todos eran unos miserables sin escrúpulos. Prácticamente le haría un favor al mundo. Pero mis deseos caníbales se acrecentaban a medida que transcurrían los minutos. Temía la posibilidad de que no pudiera controlarme y me viera obligado a entrar a la fuerza en aquel bar para devorar a todos.
No solo sería una mala idea porque terminaría asesinando a algunas personas inocentes, sino que además sería estúpido; muchos de los que frecuentaban el bar estaban armados. Y aunque mis habilidades regenerativas eran extraordinarias, no sabía cuál era mi límite.
Si alguien decidía salir en aquel momento, podría asesinarlo con facilidad. Ni siquiera necesitaba quemar el cadáver. Mi ADN no sería rastreado de ningún modo. A menos que me tomaran preso y me obligaran a hacerme pruebas. Pero en mi condición actual, dudaba mucho que alguien pudiera atraparme.
Saltar de edificio en edificio era una de esas cosas que me permitirían huir en caso de que me viese sumergido en alguna situación difícil. Y hasta el momento, solo había tenido que hacerlo para escapar de los policías que patrullaban Las calles del infierno. Aunque tengo que admitir que a veces lo hacía por pura diversión para asustarlos.
Algunos minutos más pasaron cuando me percaté de algunas vibraciones que se acercaban a mi posición. Parecía que alguien por fin saldría de aquel bar. El sonido de los pasos de una persona se acrecentaban en la dirección de la salida. Pero otros más se acercaban tras de él. Si esa persona decidía salir, tenía que atacarla rápidamente antes de que el otro grupo de personas pudieran verme. Incluso si eso significaba exponerme a la luz de aquella lámpara.
Mi víctima no tendría tiempo de reconocerme, y si lo llegaba a hacer, moriría antes de que se lo pudiera contar a alguien. Ninguna de las personas a las que había asesinado tuvo los reflejos tan rápidos como para esquivarme. Así que estaba seguro que esta vez sería igual.
Estaba equivocado.
La puerta se abrió y la luz dejó entrever la silueta de un hombre. Por alguna extraña razón me parecía conocida, pero estaba algo lejos como para asimilarla con nitidez. El sujeto se acostó de espaldas contra la pared y sacó un cigarrillo para posteriormente inundarse de aquel humo hasta que sus pulmones no pudieran contener más.
Desde arriba del edificio lo asechaba indiscriminadamente. Tenía planeado abalanzarme sobre él cuando se apartara de la protección de la lámpara. Pero aquel sujeto no parecía querer moverse más allá de la puerta.
Si quería aprovechar la oportunidad, tenía que hacerlo ahora. El grupo de personas que parecían seguirlo detrás se había detenido a mitad de camino dentro del bar, probablemente para esperar a otra persona.
Atacarlo en ese instante era la decisión más prudente dada las circunstancias, así que desde las alturas me moví un poco a la derecha para poder acomodarme y prepararme para saltar. Pero él me escuchó.
—¿Quién anda ahí? —preguntó aquel hombre. Su voz me resultaba muy familiar.
No me podía ver desde su posición, la oscuridad imbuía todo el panorama. Sin embargo, yo sí lo podía ver. Y si quería asesinarlo, debía hacerlo ahora o nunca.
El sujeto no parecía tener miedo. Se alejó un poco de la luminosidad de la lámpara para indagar en el motivo de aquel sonido que percibió. Con pasos valientes se acercaba hasta mi posición mientras su mirada se plantaba en lo más alto del edificio en el que me encontraba.
El grupo que se hallaba dentro del lugar parecía haber retornado su caminata hasta la puerta del bar. Tenía que matarlo antes de que ellos pudiesen notar mi presencia.
Era la única oportunidad que tenía.
Tensé mis músculos preparado para la acción y cuando el sujeto se acercó lo suficiente hasta mi ubicación, salté hacia él listo para devorarlo.
La gravedad realizó su trabajo y me hizo descender con presteza por los aires como una bala de cañón lista para dar en el blanco. Cuando caí, impacté contra su cuerpo para someterlo a mi implacable mordida.
Sus reflejos fueron sorprendentemente rápidos, pues alcanzó a poner su brazo y detener mi mordida. Aunque le costó un buen pedazo de su carne.
—¡Ahhhhh! —gritó en dolor —. ¡¿Pero qué mierda?!
La luz de la lámpara aún alcanzaba nuestra posición. Cuando el sujeto descubrió su brazo, ambos nos miramos sorprendidos de lo que nuestros ojos reflejaban.
—¡¿George?! —vociferó el hombre.
Mierda... ¿Por qué él?
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Hola c: Gracias a todos por las lecturas. Ya casi llegamos a las 2k y aún no entiendo cómo. En serio, ¿por qué siguen leyendo esto? v: No mentiras. Gracias c:
Por cierto, publiqué mi segundo OneShot llamado "Tóxico". Si lo quieren leer, búsquenlo en mi perfil y me dejan su opinión al final c:
Otra cosa... Creo que en el siguiente capítulo volverá la perspectiva de los detectives. Así que sí, los dejaré con la intriga de quién fue el sujeto que George mordió al final de este capítulo. :D
Pero les doy una pista: Es alguien que ya he mencionado antes en la historia (Aunque no ha sido un personaje relevante... Al menos no por ahora jijiji) c:
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