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Capítulo veintiuno

-ˋˏ ༻  21 ༺ ˎˊ-

La casa estaba viva incluso si nadie parecía haberla habitado en montones de años. Al principio me resultó extraño, casi mágico, cuando me di cuenta de que esa casa situada en medio de la nada podía tener todo lo que habíamos estado anhelando y necesitando después de dos semanas tan laboriosas. Estaba equipada con muebles, ropas y retratos colgados desde las sucias paredes donde el tapizado de flores se había desprendido en su mayoría. Había uno en la pared de las escaleras, una fotografía con el vidrio sucio, donde se podía apreciar a una mujer de rostro pétreo, que miraba a la cámara con ferocidad. Ataviada en un vestido propio de otra época, de cuello alto y elegante ornamentado con volados. Su pelo oscuro y rizado, atado en un moño pulcro y pomposo. El resto eran retratos viejos, apenas visibles, con los lienzos rotos y borrosos por la humedad.

—¿Quién creen que haya vivido aquí? —murmuró Joe, mientras inspeccionaba cada rincón con curiosidad.

—Presumo que gente como nosotros —contestó Bash, la fotografía de la mujer con intriga—. Metamorfos.

—¿Qué te hace estar tan seguro? —pregunté.

—Mira a tu alrededor, Jamie. Es la casa de alguien extremadamente rico, alejada de cualquier tipo de civilización. Es como si, quien sea que hubiese vivido aquí, no quisiera ser encontrado. Probablemente eran gente importante, realeza. O cerca de la realeza. Mira las pinturas.

—¿Nosotros venimos de la realeza? —dijo Samuel, fascinado.

—Probablemente —Bash nos miró a todos con detenimiento—. Al menos algunos de nosotros.

—No creo que yo venga de la realeza —replicó Joe con un tono arisco.

—¿Y yo? —susurró Aleu, maravillada—. ¿Yo vengo de la realeza?

Bash se encogió de hombros, poco interesado.

Me imaginé a la familia que habría habitado la casa antes de que nosotros llegáramos. Una familia numerosa, aferrada al recuerdo de una vida que ya no era suya. La memoria de algo grandioso que ya no eran. Sobrevivientes de una dinastía, con los bolsillos llenos de un dinero que muy pronto comenzaría a escasear, viviendo en una casa alejada de un mundo que alguna vez conocieron, un mundo que alguna vez, hace mucho tiempo, llegó a venerarlos.

—Los dioses caen —murmuré para mí mismo, todavía contemplando a la mujer de la foto.

—Nos empujaron abajo —replicó Bash con acidez, mirándome con detenimiento—. Podríamos haber sido algo grande en otra vida.

Me encogí de hombros.

—Tenían sus razones para hacerlo —opiné—. Se cansaron de nosotros.

—El mundo era nuestro, y ahora, nosotros somos el único vestigio que queda de esa vida. Al igual que la casa, marginados y rotos.

Sentí algo cálido tomando mi mano. Cuando miré abajo, vi a Aleu, que observaba lo mismo que nosotros. Suspiré.

—Me gustaría pensar que somos algo más que eso —admití.

˗ˏˋ ♕ ˎˊ˗

En total, contamos cuatro habitaciones. Dos en la planta baja, y dos en la planta alta. También tenía un ático lleno de antigüedades que llevaban juntando polvo muchos años. Pero, primero, empezamos revisando la planta baja.

Aleu había encontrado algo que la dejó maravillada.

«¡Un gramófono!» había gritado, señalando al viejo traste que residía en un cuarto pequeño que parecía ser solo un estudio. Junto al gramófono, ella también halló unos cuantos discos de vinilos que ella me imploró que pusiera. La mayoría estaban arruinados por la humedad y el tiempo, salvo por uno que, milagrosamente, funcionó.

Ahora, la casa estaba inundada por la voz de un hombre que cantaba alegremente sobre cómo le daba igual que la lluvia cayera; él no lloraría, pues nada importaba mientras él y su amante estuvieran juntos.

—¡Ay, esto es increíble!

Elena se había desarmado sobre el mohoso sofá escarlata que había en mitad de la sala de estar. Se había cubierto los ojos con un brazo, mientras que el otro colgaba perezosamente por el borde.

—Alguien se ha puesto cómoda —comenté, sin poder evitar mirarla de reojo.

Me pareció ver una sonrisa en su rostro.

—Estoy durmiendo en este sofá mugriento sin ninguna duda —me respondió—. Despiértame en dos años.

Yo me había entretenido tratando de ver si lograba liberar la chimenea de todo el hollín y suciedad, así podríamos tener un fuego calentándonos por la noche.

Las luces, naturalmente, no funcionaban, pero Joe había gritado desde lo alto, en el ático, que había encontrado un par de linternas, así que por el momento eso no sería mucho problema. Podríamos cocinar algo también; Tony había desaparecido en el exterior, Joe dijo que seguramente había ido a tratar de cazar algo.

En la cocina hallé varias ollas, sartenes, y platos de porcelana que le pedí a Aleu y Sam que lavaran en el río para que se entretuvieran por un rato. Tenía planeado usarlas para calentar agua y, más tarde, usar una de las bañeras. Por supuesto, tendría que limpiarla antes. Sería otro trabajo laborioso, pero a este punto si eso significaba un baño con agua caliente, el resto me daba igual.

—Oye, Bambi —llamó ella de pronto. Ladeé mi rostro un poco para poder verla—. No debería decirte esto porque no es de mi incumbencia, pero me parece que deberías aclarar algunas cosas con Joe y Tony.

Hice una mueca y devolví la mirada al montón de mugre acumulada que había logrado sacar de la chimenea.

—¿Y... decirles qué, exactamente? —cuestioné.

—No lo sé, esa es tu parte, no puedo decírtelo todo, sería trampa —explicó.

—Buh —abuché por lo bajo, para luego dejar salir un resoplido a la vez que volvía a inclinarme para volver a meter el palo de escoba en el interior del hogar—. Hablaré con ellos más tarde, cuando termine con esto.

—Si consigues hacer que podamos bañarnos con agua caliente, puede que hasta te de un beso y te escriba un poema de amor —espetó, con una media sonrisa.

Me sobresalté cuando una enorme rama que obstruía el interior de la torre cayó de repente, generando una desagradable nube de cenizas que se estrelló en mi rostro. Comencé a toser, sintiendo como me escocían los ojos y el sabor amargo inundaba mi boca. Elena prorrumpió en carcajadas estruendosas y se retorció en el sofá, muerta de la risa.

La miré con el ceño fruncido antes de enderezarme y sacudir el polvo de mis manos, tratando de ignorar el calor que había empezado a subir por mi rostro. Ella me observó desde el sofá, todavía recostada, con la cara congestionada por la risa.

Hice un ademán, pero mi victoria contra la chimenea había sido clara.

—Limpiaré eso, prenderé el fuego y comenzaré a calentar el agua —aseguré.


˗ˏˋ ♕ ˎˊ˗


Mientras el agua hervía y Elena limpiaba y preparaba la bañera en el piso superior, aproveché a salir al exterior de la casa para buscar a los niños; iba a anochecer pronto. Desde ahí, todavía podía escuchar la voz amortiguada de Aleu que se elevaba sobre el murmullo del río Yukón. Pasé una mano por mi rostro tratando de espabilarme un poco, y alcé la mirada hasta el techo del porche. La madera estaba algo corroída en algunas vigas, pero todavía lucía bastante firme. Eso era bueno, significaba que el techo no caería sobre nosotros.

Me volteé cuando escuché unos pasos acercándose por el camino. Joe venía por el sendero oculto desde el río cargando a sus espaldas lo que parecía algo como una buena pesca. Sonreí. Era la primera en dos semanas.

Al parecer él también estaba muy feliz con esto, porque su sonrisa podía iluminar todo un camino en la oscuridad si se lo proponía.

—¿Buena pesca? —Me obligué a preguntar, al mismo tiempo que bajaba los escalones.

—¡La mejor! Literalmente los peces saltaron a la red —exclamó—. Son salmones, ¡venían en un cardumen! Montones de ellos... Creo que estaban migrando de vuelta a los ríos. Es bueno que hayamos encontrado la casa, porque si los salmones están aquí, significa que los osos salvajes también. No sería bueno encontrarnos con uno, no, no.

Eché un vistazo al camino del río.

—¿Aleu y Samuel...?

—En camino —prometió—, ya les dije que nos tocaba regresar, pero tenían que traer algunas cosas y se están tomando su tiempo.

Estaba tan feliz por su logro que por un momento pareció olvidar que estaba enojado conmigo, pero no duró mucho porque parte de su entusiasmo de pronto se vio aplacado por un sentimiento de animosidad que devolvió la tensión al ambiente. Inhalé hondo, llenándome de valor para así poder abordar esta conversación.

—Escucha, Joe... —Comencé, acercándome un paso más a él y, por un momento, fue como si su alma se le hubiera caído a los pies—, sé que estás enojado.

Él evitó mi mirada.

—Me alegra que lo hayas notado. Pero no quiero hablar de esto.

—Yo creo que sí deberíamos —rebatí—. Y, además, estás en todo tu derecho. Debí haberles dicho lo que soy, puede que nos hubiese ahorrado un par de problemas.

Joe se volteó, con el ceño fruncido.

—¡Espera!¿Piensas que estoy enojado por lo que eres? —inquirió y, por un segundo, creí ver un rastro de alivio nublando su mirada.

Me limité a asentir, algo receloso. ¿Por qué otra cosa podría estar enojado además de eso? Puse la vida de todos en riesgo.

Joe sonrió brevemente, como si todo le pareciera gracioso.

—Está bien, para nada —Me aseguró, pero luego se lo pensó mejor—. Bueno, sí, estoy enojado, pero no es por eso, aunque sí, es cierto que podrías habernos dicho sobre tu... Cosa-mágica-especial —agregó para sí mismo—, pero no. En realidad, si me lo preguntas, creo que es bastante genial.

Hice una mueca. Difería con él sobre ello, pero no dije nada. En cambio, pregunté:

—¿Entonces por qué has actuado así las últimas semanas?

De pronto, pareció atrapado, porque bajó la mirada con vergüenza y su rostro se fue tornando rojo.

—Quiero decir, estoy enojado, pero es principalmente por otra cosa —Y se puso un poco más colorado—. Ahora que lo pienso, supongo que debería estar más enojado por eso que tú dijiste que por la razón que verdaderamente me enoja. Es muy tonto si trato de decirlo en voz alta.

Lo miré sin poder creerlo y contuve las ganas de decirle algo cruel a Joe. Me obligué a buscar paciencia, tratando de recordar que solo era un niño y que lo único que yo buscaba en todo esto, era la paz, y no más guerra.

—No lo creo —farfullé, con los dientes apretados—. Yo... supongo que si te hace enojar, no pude ser tan... tonto.

Mentira. Seguramente era algo tonto.

Joe se mordió el labio inferior y removió la tierra a sus pies con la punta de su pie.

—Para empezar —suspiró—, me enojó saber que ustedes iban a abandonarme a mi suerte en Tok si no lograba alcanzarlos a tiempo.

Me enderecé. Mirándolo objetivamente, era un punto válido si me lo planteaba era un niño de trece años.

—Bastante justo —decidí, antes de tomar asiento en uno de los escalones—. Pero me importa que entiendas que no íbamos a abandonarte. Lo sabes, ¿verdad? No se trata de ti, sino de cualquiera que se pueda encontrar en una situación similar.

Él frunció el ceño.

—¿Cómo? —demandó saber, tomando asiento a mi lado.

—Si hubiera sido yo en tu posición, también me habrían dejado a mí. De hecho, Elena iba a hacerlo, yo me iba a quedar también. En ese momento, irse era la decisión correcta.

—Pero... —Él pareció realmente afectado por mis palabras, quería discutir; me di cuenta por la imperiosidad que delataba su posición—. ¡Eso no está... bien! Si no hubiera sido yo... Si hubiera sido Tony, o Elena... Yo me habría quedado. Habría enfrentado a los cazadores. Habría muerto con ellos porque eso es lo correcto.

Fruncí el ceño.

—Entonces, si Elena o Tony hubieran insistido en quedarse y esperarte, dispuestos a morir por eso, ¿a ti te habría gustado...? ¿Lo habrías permitido? —Él abrió la boca para discutir pero, de inmediato, volvió a cerrarla con un audible chasquido, ciertamente disgustado.

Sonreí con tristeza.

—Eso es trampa —acusó.

Me limité a asentir con la cabeza.

—Ya lo sé, solo trato de que veas que es más complicado de lo que parece. —Hice una pausa—. En ese entonces, ni siquiera sabíamos dónde estabas o si de verdad regresarías. Elena tomó la decisión en base a proteger al resto. Eso no significa que sean más importantes que tú o que nadie, pero...

—Es complicado —concedió Joe con amargura y entendimiento. Luego, se encogió de hombros—. Creo que solo me habría gustado que alguien estuviera dispuesto a... —Negó con la cabeza e hizo una mueca avergonzada—. Supongo que sería bueno si yo le importara a alguien.

Mi corazón se encogió un poco y supuse que podía identificarme con ese sentimiento. Personalmente, el sentimentalismo me daba algo de repelús, pero al parecer los niños lo hallaban reconfortante, así que traté de ir por ese lado.

—Eres importante.

—No me refería a eso —interrumpió con brusquedad y después volvió a deprimirse—. Siempre quise un hermano mayor. O una hermana. Aleu tiene suerte de tenerte. Y Samuel tiene suerte de tener a Elena.

—¿Qué hay de Tony?

Eso pareció tomarlo desprevenido

—¿Qué pasa con él?

—Tony te cuida mucho —sopesé—. Él quería quedarse a esperarte cuando estábamos en el hospital. Incluso se enfrentó a Elena por ello —recordé, a lo que él sólo entrecerró los ojos, como si no se atreviera a confiar en mi palabra.

—Eres un mentiroso —espetó.

Levanté las manos al cielo.

—¿Por qué mentiría?

—¿Para... hacerme sentir mejor? —Pero él tampoco estaba convencido de eso.

—¿Me veo como el tipo de persona que haría algo así?

Él inclinó la cabeza con los labios torcidos y me echó una mirada evaluativa.

—No, no realmente —admitió, y procedió a exaltarse una vez más—. ¡Pero Tony no me dijo nada! Nunca me dice nada, me trata de tonto y lo peor es que a veces aplica la ley del hielo. Tiene esa cara de culo que...

—Joe —advertí.

—Sí, lo siento, lo que sea —resopló—. Es muy frustrante, porque es mi mejor amigo pero nunca actúa como uno y es súper gruñón y...

—Pensé que era tu mejor amigo.

—¡Lo es! —gritó, levantándose de su lugar.

Levanté una ceja.

—¿Y probaste hablar con él de eso?

—¡Todo el jodido tiempo!

—¡Joe!

—Sí, sí —Y se enfurruñó un poco más—. Se la pasa transformado para evitar hablar porque es malo con las palabras y porque tiene miedo de decir más de dos oraciones por día, el muy tonto.

—Pensé que era porque estaba enojado conmigo —admití.

—Oh, lo está. No le agrada que nos hayas mentido sobre tu... Bueno, eso. Pero para ser justos, Tony se enoja por todo. Ya se le pasará, es muy terco.

Me levanté en lo que Joe seguía despotricando en contra de Tony que, a este punto, fuera a saber uno dónde estaba metido. Volví a sacudir mis manos entre sí y empujé a Joe a la entrada.

—Ve —murmuré—. Elena está preparando todo para usar la bañera y Bash está... Merodeando, seguramente. Iré a buscar a los niños y a Tony.

Él sonrió y me obedeció.


˗ˏˋ ♕ ˎˊ˗



Logramos hacer uso de una bañera caliente y, una hora antes de la media noche, logramos estar todos limpios y con alguna que otra prenda nueva que habíamos encontrado fisgoneando por la casa. La mayoría ropas apolilladas y deshilachadas.

Nos reunimos en la sala de estar; habíamos arrastrado algunos colchones mohosos desde el segundo piso y los acomodamos a lo largo de la amplia sala de estar para poder dormir.

Nadie lo diría en voz alta, pero había cierto confort en dormir todos juntos, y un gran temor en hacerlo por separado.

Comimos salmón asado que Joe preparó, acompañado por un par de latas de sopa que encontramos en la cocina. Cuando terminamos, Aleu se acostó a mi lado, con la cabeza sobre una de mis piernas. Ella dejó salir un bostezo enorme que contagió a casi todos, y entonces me dijo:

—¿Por qué crees que las personas que vivían aqui se fueron?

—Porque... —De hecho, no tenía ni la más mínima idea—. Porque sí.

—Esa no es una respuesta —replicó.

Rodé los ojos con diversión y me limité a darle un par de palmadas en el brazo. La voz del hombre que cantaba desde el gramófono era diferente, y esta vez, la canción aclamaba que los días felices estaban aquí otra vez. Cerré mis ojos un momento, disfrutando un poco de la tranquilidad que inundaba la estancia, y del calor que el hogar transmitía.

—¿Crees que tuvieron que escapar como nosotros?

—Tal vez.

—¿Crees que mi casa sea como esta casa algún día?

Bajé mi mirada hasta ella y no me atreví a responder. No creí que nada de lo que tuviera para decir pudiera animarla. Mucho menos cuando sabía que La Rosa había reducido la casa Blair a cenizas.

Un par de minutos más tarde, Sebastian entró desde la cocina con una amplia sonrisa y dos botellas en cada mano. Nos miró a todos con suficiencia y procedió a agitarlas en el aire como gesto sugerente.

—Adivinen qué ha encontrado su servidor para alegrar un poco la noche —espetó, mientras caminaba hasta nosotros con rapidez y una elegancia muy propia de él. Le guiñó un ojo a Joe y Tony, que descansaban más cerca del fuego—. Es solo algo para que se diviertan los adultos, por cierto.

Entonces me arrebató el vaso de metal del que había estado bebiendo durante la última hora y vertió el contenido que le quedaba en una vasija que adornaba la entrada principal. También lo hizo con el vaso de Elena.

—¿De dónde has sacado eso? —Se interesó ella.

—Curioseando por ahí —decretó, sin darle mucha importancia, mientras abría la primer botella e iba sirviendo el vino en nuestros vasos—. Me tomé el tiempo de inspeccionar la casa de arriba a abajo; estarían sorprendidos de todo lo que encontré mientras ustedes holgazaneaban.

—¡Estábamos todos trabajando! —protestó Joe de inmediato—. Tú en cambio solo apareciste cuando no quedaba nada por hacer.

Bash pretendió no oírlo, pero alcancé a verle una media sonrisa escondida que lo delataba su culpabilidad en el asunto. Tony, enrrollado sobre su cola a los pies del fuego, resolló con disgusto. Incluso cuando él tampoco había hecho mucho más que deambular y gruñir.

—Las botellas estaban guardadas como un tesoro al fondo de un estante en la cocina —reveló y procedió a devolverme mi vaso—. Alguien de la familia que vivió aquí sin dudas disfrutaba empinar el codo.

Le ofreció el vaso de nuevo a Elena, pero ella lo rechazó y en cambio, con un movimiento veloz, logró hacerse con la botella entera a la cual le dio un largo trago. Bash la miró algo ofendido, pero después levantó la botella sobrante con un aire triunfador.

—No me importa —decretó, muy sobrador—. Yo tengo la otra.

Decidí que el vino no me gustaba tanto. Era dulce y amargo al mismo tiempo, pero dejaba un ligero escozor en mi garganta con cada trago que aplacaba mi mente y calentaba mi cuerpo entero. Personalmente, era más un hombre del whisky, pero tampoco me pareció tan terrible.

Mientras bebíamos, Bash nos contempló a todos con un brillo peculiar en la mirada, e hizo una pregunta interesante.

—¿De dónde vienen todos? Asumo que no son todos del mismo lugar.

Hubo un silencio inesperado e incómodo. Tony, que hasta entonces pensé que se había dormido, abrió los ojos muy lentamente y nos miró a cada uno de nosotros con cautela, sin moverse ni un ápice. El coyote no parecía alterado en lo absoluto, simplemente curioso.

Elena carraspeó, tenía toda la cara sonrojada y un brillo que nublaba su mirada, efecto del alcohol.

—Nacida y parcialmente criada en Nueva York —respondió—, en algún orfanato de mierda en Brooklyn. No me mires así, James, están dormidos, no oyen nada.

Dejé salir un resoplido de disgusto pero era cierto, Sam estaba dormido. Ahora, con Aleu no estaba tan seguro, porque me pareció que estaba demasiado tensa para alguien que se suponía que dormía, y sus ojos temblaban y ella... Era una pésima actriz.

—¿Qué hay de tu familia? —Quiso saber Joe, pero en seguida se dio cuenta de su error y se puso rojo—. Cierto, huérfana y todo eso. Lo siento.

—Está bien, no pasa nada —Elena hizo un ademán—. En realidad, tenía una mamá. O tengo, supongo que sigue viva. Ella me dejó ahí cuando cumplí diez años y se dio cuenta que yo le había arruinado la vida. Buh, pobre de ella. Arruinó la mía en retorno, así que como que estamos a mano.

Joe suspiró.

—Yo no puedo acordarme de mi mamá tanto como me gustaría —murmuró miserablemente—, casi todo es borroso. Estuve atrapado en una escuela residencial gran parte de mi vida hasta que, bueno, me transformé. Una gran sorpresa, si me lo preguntan. Nadie en mi familia es como yo, o no que yo recuerde pero, para ser justos, no recuerdo casi nada de cuando era pequeño.

—Eres pequeño —mordió Elena con un destello indescifrable en su mirada. Ella después dirigió su atención a Sebastian—. ¿Qué hay de ti? —espetó, arrastrando un poco la última palabra. Pensé que el vino debió dejarla tan tonta como a mí, seguramente porque nuestros cuerpos no estaban tan acostumbrados a la ingesta de alcohol—. ¿Madre, padre? ¿Alguien que pueda llorar tu muerte?

—No lo sé —contestó Bash, demasiado relajado o muy borracho. Sonrió perezosamente y ladeó su rostro en mi dirección, agitando sus pestañas deliberadamente—. ¿Llorarías por mi si un día me muero, Jamie?

Y se echó a reír.

—Solo en tus sueños —tercié y él se siguió riendo.

Cuando se calmó, dijo:

—Soy tan huérfano como tú, rubia. Sin padre, sin madre. Lo soy desde hace tanto tiempo que a veces dudo siquiera haber tenido familia alguna vez.

—¿Y de dónde conoces a Bambi?

Joe se enderezó ante la pregunta de Elena.

—Es verdad —jadeó, con los ojos muy abiertos, como si recién ahora hubiera reparado en ese detalle—. Sabemos que se conocen, pero no de dónde.

Me encogí de hombros.

—¿Importa? —dije, porque yo no creía que importara tanto, Bash era un conocido y punto. En otra vida, seguramente que casi fue un amigo, pero eso no venía a cuento.

—Lo conocí por un grupo en común —respondió Bash aún así—. Viajaba con su hermana junto a unos nómadas que venían del sur, por el estado de Vermont.

—¿Aleu? —Quiso saber Joe.

—Jane.

Hubo un silencio breve. Jane. Mi mente adormilada voló de inmediato, tratando de evocar algún recuerdo de ella, pero su cara era tan borrosa que me resultó difícil sentirme tan afectado como lo habría hecho otras veces.

Asentí.

Jane era mi hermana, no Aleu. Jane tenía dieciséis años cuando murió, mucho más joven que yo ahora. Jane, quien disfrutaba los pasteles de fresas, bailar, los eventos sociales, y los libros.

La extrañaba.

Aunque usualmente ya no lo hacía tanto; dejé de necesitarla hace mucho pero, a veces, había algo en mi pecho que se contraía dolorosamente y me hacía pensar en ella y en nuestro hogar.

—¿De dónde es que tu vienes, Bambi? —preguntó Elena lentamente, como si yo fuera algún tipo de enigma o historia por la que estaba desesperada por escuchar o, en su defecto, descifrar.

Aguardé un momento y traté de organizar mis ideas. Sentí a Aleu tensarse debajo de mi mano, todavía despierta, atenta, escuchando.

—Nací en Whitefish, un pueblo de Montana, me parece —comencé en voz baja. Me moría de sueño—. Tenía mamá y papá. Mi padre era dueño de una compañía importante en la ciudad, aunque ya no recuerdo de qué.

Yo no recordaba muchas cosas, al igual que Joe. Sin embargo, había otras que tenía grabadas a fuego. Por ejemplo, que papá había sido un hombre orgulloso, un Reagan. No es como si mi apellido importara tanto ahora —tampoco lo hacía entonces—, pero para él eso siempre había sido motivo de orgullo; era un nombre que había sobrevivido a La Gran Caza. Le enorgullecían sus raíces y el peso de ser lo que era: un metamorfo. Igual que las personas que alguna vez vivieron aquí, él se aferraba al recuerdo de una vida que ya no era nuestra.

Siempre trató de que tanto Jane como yo estuviéramos igual de orgullosos de eso, de nosotros mismos, pero aprendí a odiarlo tan pronto como empecé a odiarme a mí mismo.

—¿Y tu madre?

Oh. Mamá. Parpadeé.

—Mi madre se llamaba Phyllis. Ella no era un metamorfo —informé, porque sentí que necesitaba aclararlo; decir que ella no era como mi padre, mi hermana o yo. Ella era buena—. Era ama de casa, cuidaba de mí y de Jane.

Y la amaba. No lo dije, pero casi. Mi madre era lo único que en verdad tendía a añorar en mis días más solitarios. Mi madre también era mi lamento más grande.

—¿Qué hay sobre Jane?

Jane era diferente, me di cuenta.

—Ella... Jane era mi hermana mayor. Jane fue quien cuidó de mí luego de que ellos murieran.

Cuando Jane era dura conmigo, me decía que debía tratarme como a un niño grande porque yo necesitaba ser uno. Necesitaba saber valerme por mí mismo.

«Un día, puede que ya no esté aquí contigo. Un día, puede que me vaya. Necesitas saber hacer estas cosas, Jamie».

Joe inclinó la cabeza.

—¿Qué hay de Aleu? —dijo.

Parpadeé.

Aleu era la niña que me encontró escondido en su casa, la niña de siete años que disfrutaba tejiendo cestas y coronas de flores y quería ser bailarina de ballet. Aleu era la niña que había hecho de mis huesos su hogar a pura fuerza de voluntad, porque era lo único que le quedaba. La misma niña que pretendía estar dormida en mi regazo y no sabía ocultarlo. Era una actriz terrible, sin dudas.

Tragué saliva.

—Es... mi hermana pequeña.

Era una mentira grande como una casa pero, al mismo tiempo, también era una extraña verdad. Yo no era su hermano —no en sangre por lo menos— pero, hasta donde importaba, yo sería la familia que ella necesitaba por el tiempo que yo pudiera serlo. 

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