Capítulo veintitrés
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Desperté por la mañana, contracturado y solo. Traté de moverme, pero un latigazo de dolor recorrió toda la zona entre mi hombro y mi cuello. Parpadeé con fuerza y acaricié la zona adolorida con una mano, pero enseguida me di cuenta que el dolor no cedería por unos cuantos días.
Me enderecé, más espabilado. Solo entonces me percaté de que la puerta estaba abierta de par en par, y había alguien parado bajo el umbral.
Volví a parpadear con fuerza, acostumbrándome a la luz.
—Bienvenido de vuelta, Tony —gruñí, sintiendo la pesadez de su indescifrable mirada. Después de varios días, por fin podía volver a verlo su forma humana—. Casi olvido tu cara.
Él se limitó a tararear con desinterés. Le eché un vistazo. Estaba usando una camisa formal de rayas amarillas, hecha jirones en algunos extremos, y sobre esta un chaleco de punta estampado color celeste igual de corroido. El pantalón era uno plisado de color marrón que a simple vista le quedaba pequeño; probablemente era algo que Joe le había prestado.
—¿Sabes dónde está Elena?
El muchacho se encogió de hombros.
—Abajo, peleando con ese amigo tuyo.
Ese amigo mío. Vaya forma de decirlo.
—Eso no ha de ser bueno —mascullé, pero todavía no encontraba la fuerza suficiente para levantarme y hacer algo al respecto. Traté de poner fé en que no desencadenarían una pelea pronto—. ¿Ella parecía bien?
—Parecía ser ella misma.
Resoplé.
—Joe tiene razón —dije—, es muy frustrante tratar de mantener una conversación contigo.
—Mira quién habla.
—Al menos yo lo intento.
Y el silencio regresó, lo que me ayudó un poco a espabilar un poco mi mente somnolienta otro poco. A sus espaldas, alcancé a ver las rápidas figuras de Sam y Aleu, corriendo por los pasillos, encantando la casa con sus risas que, por lo usual, no auguraban nada bueno.
Volví a dirigir mi mirada hasta Tony, que permanecía en la puerta, impasible. Levanté una ceja.
—¿Te apetece algo? —dije.
—El baño de abajo lo está ocupando Joe.
Fruncí el ceño, pues Tony tranquilamente podía hacer sus necesidades fuera de la casa, en el bosque, como llevábamos haciendo siempre. Además, tampoco tenía mucho sentido que hubiera vuelto de entre lo salvaje después de tantos días solo porque sí.
Volví a mirarlo de arriba a abajo, buscando una respuesta más verídica, y me percaté del sutil tic que su dedo índice sufría, moviéndose de arriba a abajo contra su pierna. Estaba nervioso, me di cuenta. O sólo ansioso. Aún así, su expresión no delataba nada salvo su rectitud.
—Me estabas buscando —concluí. Él guardó silencio, lo que fue respuesta suficiente—. Haz hablado con Joe.
—Me dijo que ayer hablaste con él —se limitó a decir—. Se ve de buen humor hoy.
Entrecerré los ojos con cautela. No podía pensar a qué se debía esta emboscada. Por alguna razón, parecía molesto con la idea de que yo hablara con Joe.
—¿Y?
—¿Qué le dijiste?
En parte, creo que me agradaba que fuera un chico directo. Eso no quitaba que, al mismo tiempo, me resultara increíblemente molesto.
—Nada de lo que debas preocuparte.
Mi vaga respuesta no pareció agradarle. Él entrecerró los ojos y dejó salir un suspiro exagerado, pero yo no iba a ceder, principalmente porque lo que hablé con Joe no era de su incumbencia. Si Joe no había hablado con él, yo no tenía por qué hacerlo. Sin embargo, podía usar este momento y aprovechar que Tony estaba dispuesto —lo más dispuesto que alguien como él podría estar— a hablar, y tratar de aclarar las cosas con él también.
Carraspeé.
—Tony, yo sé que... —Él negó con la cabeza y levantó una mano.
Cerré la boca, algo desencajado.
—James —comenzó, y el tic en su dedo índice ya se había detenido—, lo que pasó en Tok yo... Creo que puedo entenderlo. Entiendo la decisión que tomaron y entiendo por qué Elena decidió lo que decidió. Sé que es algo tonto también, porque a fin de cuentas nada demasiado grave ocurrió y Joe regresó a tiempo pero, aún así, también pido que tú entiendas.
No pude evitar pensar en lo extraño que era oír su voz tan claramente. Por lo usual, Tony tendía a ser muy reservado —no tímido — y callado. Era un observador hecho y derecho.
—¿Entender qué? —pregunté.
—Que como Aleu es importante para ti, o Sam lo es para Elena, para mí, Joe es mi única familia. —Me miraba directamente a los ojos—. Es mi mejor amigo.
Y daría la vida por él sin dudarlo, entendí. No lo dijo, pero no hizo falta. Me esforcé por reprimir una risa, pero fallé y la carcajada burbujeó en mi pecho con facilidad.
Me cubrí la boca con una mano y le pedí que me diera un minuto para recomponerme, pero no pude. Dejé salir varias carcajadas.
Tony no se tardó en malinterpretarme.
—¿Qué? —espetó con un gruñido molesto.
—Nada, nada, es solo que... —Resoplé otra risa—. Probablemente deberías decirle esto a Joe, creo que le agradará oírlo.
Él estaría encantado, pero Tony todavía parecía confundido.
—¿Por qué?
Finalmente hallé la fuerza suficiente para levantarme del suelo, sintiendo mi espalda protestar por mi deliberada rapidez. Hice una mueca.
—Mejorarás su día, créeme. —Estiré los brazos hacía atrás y moví en círculos mi cabeza, ignorando el dolor y buscando el punto de inflexión—. De todos modos —dije luego—, ¿por qué me dices esto a mí y no a Elena?
Después de todo, Elena era quien sutilmente lideraba la cabeza de este grupo. Puede que yo tuviera el mapa, pero era ella quien daba un paso al frente ante las decisiones difíciles y que nadie más quería hacer.
Tony rodó los ojos, como si la respuesta fuese demasiado obvia como para ponerla en palabras.
—Ella te escucha —dijo aún así—. Te tiene en cuenta más que a cualquiera de nosotros.
Me quedé congelado en mi lugar, tratando de analizar sus palabras un instante. ¿Elena me escuchaba? ¿Qué quería decir con eso? Me refiero a que, entendía lo que me estaba diciendo pero el tono que había usado fue... Inusual. Sin dudas había algo que suponía que yo debía saber pero, de hecho, no lo sabía.
—Ella escucha a todos —contesté sin poder esconder mi extrañeza.
—Te escucha —insistió, como si de verdad significara algo—. Elena por su cuenta es demasiado audaz, y tú eres racional. Tiene en cuenta tu opinión mucho más que la del resto.
Fruncí el ceño, pues yo opinaba lo contrario. Si Elena quería tomar una decisión arriesgada pero necesaria, ella lo haría. Sin importar a quien tuviera que llevarse por delante con tal de salvar al resto, ella ya me lo había advertido.
—Creo que estás equivocado.
—No importa —determinó Tony, impaciente, y pensé que eso iba a ser todo, pero no lo fue. Él respiró hondo—. Deberías habernos dicho... Sobre que eres un bendecido.
De nuevo, su rostro era difícil de leer, por lo que no podía decir qué tan molesto estaba.
—No había planeado estar con ustedes tanto tiempo —confesé, hallando mis palabras—. No los conocía, no tenía por qué decirles nada.
Era mentira, por lo menos en parte. Yo sí tendría que haberles dicho. Era lo correcto, pero me parecía que lo correcto no siempre era la mejor opción.
—Si dan con tu rastro de nuevo, ¿planeas guiarlos hasta el refugio en Boston? —inquirió con rudeza, y esta vez parecía verdaderamente curioso por mi respuesta—. No solo nos pones a nosotros en peligro, y lo sabes.
Mi corazón se hundió y, aunque odiaba darle la razón a un adolescente sabiondo y malhumorado, yo...
Tony suspiró, como si no estuviera disfrutando esto más que yo. Luego se dio la vuelta y salió por donde vino.
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Estaban preparando una obra de teatro, o algo así. Los más pequeños, Sam, Aleu y Joe, se habían ataviado en la ropa vieja que habían encontrado, mientras se repartían roles. Eran una familia rica. Un padre, una madre, y dos hijos. Aleu se había puesto un vestido de época que le quedaba demasiado grande. Era de un color rosa pastel y tenía hombros abultados que ocupaban la mitad de sus brazos. Samuel se había puesto una chaqueta formal y un corbatín en un nudo espantoso.
Mientras tanto, Joe había ocupado un bastón de madera, y un sombrero de copa alta con el que fingía ser el señor de la casa. Mientras que Elena, que había decidido darles el gusto, se puso como pudo una falda apolillada azul, con varias enaguas, y un corset de brocado blanco, con un relieve con mangas.
Mientras ellos jugaban en su pequeña obra alrededor de la chimenea, Bash y yo nos habíamos sentado a burlarnos en secreto, ocupando el sofá que ellos habían sacado al pasillo para así tener más lugar para su disparatada obra.
Bash puso el único disco sano a sonar en el gramófono otra vez.
—¡OH, JHONNY! QUÉ IMPRUDENTE DE TU PARTE, COMPROMETER A NUESTRA ÚNICA HIJA EN MATRIMONIO CON EL GALANTE MÁS MUJERIEGO DE LA CIUDAD, ¿QUÉ DIRÁ LA GENTE DE ELLA? ¿DE NOSOTROS?
Elena había empleado su voz más chillona y estridente, mientras pretendía desvanecerse sobre la chimenea. Con un brazo, levantó un viejo abanico y la batió en el aire dramáticamente. Joe carraspeó, inflando el pecho.
—Oh, querida, nuestra hija estará bien, no te preocupes, he hablado con el chico, es un joven muy... Notable —borboteó Joe con un tono de voz ronco, acomodando el sombrero que se le caía sobre la frente.
Elena volvió a juntar aire. Bash se cubrió los oídos.
—¡UN JOVEN NOTABLE ENTRE LAS DAMAS YA CASADAS, QUERRÁS DECIR! ¡QUÉ ESCÁNDALO!
Los miré con una sonrisa y negué con la cabeza.
No había vuelto a tener la oportunidad de hablar con Elena a solas. Cuando traté de acercarme, ella se escapó, y al cabo de un rato, habían armado aquella pantomima. Me incliné por dejar que tomara distancia, porque no quería presionarla, y tampoco quería que sintiera que tenía que huir de mí. Más tarde, me encargaría de dejarle a mano algunas aspirinas, si es que ella todavía sentía algún malestar físico.
—Es una situación de mierda, ¿no te parece? —dijo Bash, sacándome de mis pensamientos.
—Sí —murmuré, cruzándome de brazos—. Espera, ¿qué?
—Tu condición —señaló con sorna, y hubo algo que me resultó completamente deliberado en su mirada—. Tener una fortuna justo sobre tu cabeza y no poder usarla para nada.
Me encogí de hombros. Me gustaría sonar como un santurrón y dar alguna parrafada moral sobre que nunca me había interesado en el valor monetario sobre mis astas, pero sería una mentira. Había pensado en ello millones de veces, incluso traté de quitármelas varias veces, obligar a que se cayeran, pero eso jamás pasó y tan solo continuaron siendo una carga muy pesada.
—¿Estás borracho?
—Ojalá —repuso con rapidez—. ¿Y nunca te ha pasado eso del desmogue? A mí me ocurre. Cada par de años esas cosas se me caen y duele terriblemente. Es literalmente un puto dolor de cabeza.
—Nunca —dije, mientras me repantigaba más sobre el sofá—. Jamás se han caído.
Bash frunció el ceño.
—Te compadezco —decidió finalmente, inclinándose para poder palmear mi pierna con una mirada que difícilmente podría asociarse con la pena o una emoción similar.
Entonces volvimos a quedarnos en silencio una vez más. A los lejos, Aleu decidió que se casaría si eso hacía falta para salvar a la familia. Una decisión drástica, teniendo en cuenta que Joe había establecido con anterioridad que eran horriblemente ricos.
—Nosotros solíamos jugar de manera diferente cuando éramos niños —murmuró Bash en un tono indescifrable.
—Si es que alguna vez querías jugar conmigo —repliqué entre dientes con molestia. Bash siempre fue un par de años más grande que yo, por lo que rara vez quería pasar tiempo de calidad conmigo.
—Jugábamos a las escondidas —recordó, para nada perturbado por mi comentario—. Eras muy bueno escondiéndote.
—Y tú muy malo buscando.
Bash me dio una patada en mis tobillos con un brillo particular en los ojos.
—Cállate.
Nos volvimos a quedar en silencio.
—¿Te acuerdas de algo de esos días? —pregunté después.
Él no se movió.
—Todo. ¿Tú?
—Algunas cosas más que otras.
Recordaba la habitación de hotel en la que nos quedamos antes de que Jane muriera, pagada con un dinero cuyo origen desconocía. Recordaba la tarde que con Jane, conocimos a aquél niño alto y de pelo oscuro llamado Sebastian, que se quedó con nosotros por mero capricho. Jane nunca lo quiso cerca, pero tampoco tuvo la voluntad de echarlo.
Recuerdo la noche que nos separamos. La misma en la que Jane murió. La mayor parte de mis memorias son sucesos importantes, mientras que los pequeños detalles se me escapan como arena entre los dedos.
—Tu hermana nunca estaba con nosotros —dijo Sebastian—, se iba a quién sabe dónde. Desaparecía por horas. Muchas veces no teníamos qué comer.
Fruncí el ceño, tratando de hacer memoria.
—No...
—En la habitación de al lado vivía una mujer solitaria, una anciana, que siempre nos convidaba porciones de pasteles, y comidas caseras que ella misma preparaba.
—No la recuerdo —confesé, confundido.
—Claro que no, te negabas a dejar el cuarto. Decías que tenías que ser un buen niño y obedecer a tu hermana. Así que yo siempre me comía las porciones más grandes sin que me vieras.
Esta vez, yo le di una patada. Bash se rió.
—¿Hablabas con ella a menudo? —pregunté luego. Él se giró a verme un momento, intrigado—. Me refiero a Jane.
—A veces, pero nunca quería contarme más de lo necesario, mantenía sus asuntos para ella —Él suspiró, como si no pudiera hacer mucho al respecto—. Me odiaba. Me miraba como si quisiera que desapareciera.
—¿Por qué?
Bash se encogió de hombros.
—Quién sabe.
—No, me refiero... ¿Por qué te quedaste?
Él no dijo nada, y por un momento creí que tal vez no me había escuchado. Se había quedado mirando la obra teatral, que al parecer había cambiado de escenario, y ahora todos estaban participando de una especie de baile. Me entraron ganas de reír cuando vi que Aleu, mientras intentaba dar varias volteretas con Samuel, se esforzaba por mantener su vestido quieto, pues éste se le resbalaba por los hombros hasta el suelo, y cada vez que sucedía, Samuel emitía una fingida exclamación de sorpresa, mientras que Aleu, se ponía roja de la frustración.
Bash resopló, mientras se levantaba de su lugar. El sofá gimió ante la pérdida de su peso. Lo miré atentamente.
—Puede que me haya quedado por la misma razón que tú quedaste con ella —dijo, sin mirarme a los ojos. Entonces caminó hasta el espectáculo y se presentó a sí mismo como el galán de la obra, a la que Aleu había sido comprometida.
Ella hizo una mueca de asco cuando él intentó presentarse y besar el dorso de su mano, con una exagerada reverencia.
Sonreí e incliné la cabeza, tratando de disfrutar del show mientras que, al mismo tiempo, empleaba todas mis fuerzas para ignorar la certeza de un pasado que no estaba tan claro como lo había pensado.
˗ˏˋ ♕ ˎˊ˗
Aleu me convenció de que la acompañase al ático y me quedara con ella un rato más tarde, en cuanto la obra acabó con un final demasiado trágico para mi gusto. Aunque traté de negarme, puesto que todavía me quedaban varias tareas pendientes, y había que preparar la cena.
Todavía intentaba descifrar qué podía inventar con un par de enlatados y peces que Joe había conseguido.
Me quedé mirando la escalera del tenebroso ático al que se llegaba por una de las habitaciones más grandes de la casa. Aleu también miró hacia arriba con una mueca y me tomó de la mano.
—¿Tienes miedo? —pregunté con suavidad—. Porque está bien tener miedo, ¿recuerdas? —Luego hice una mueca—. De todas formas, estoy seguro de que no hay nada malo ahí arriba. No hay fantasmas, ni monstruos.
—Lo sé —afirmó con ferocidad, levantando la barbilla en lo alto—. Tan solo... ¿Crees que hay arañas?
—¿Arañas? —Ella asintió lentamente—. ¿Te dan miedo las arañas?
Ella se estremeció de principio a fin, antes de girar sobre sus talones para poder enfrentarme con el ceño profundamente hundido sobre sus ojos.
—¿Y qué si le tengo miedo? ¡Son horrendas! ¿Tú no les tienes miedo?
—Seguro que no tanto como tú —Volví a mirar la entrada oscura que había en el techo con extrema cautela—. ¿Por qué quieres subir si te da miedo?
Ella suspiró.
—Pues Elena me dijo que hoy, arriba, vio una bailarina. —Sus ojos volvieron a revolotear hasta arriba—. Yo quiero ver a la bailarina también.
—¿Una bailarina?
—En una caja. Una caja de música.
—Ah —Subí el primer escalón—. Bien —dije—, pero solo estaremos por un rato.
Así que primero subí yo, solo para asegurarle que no había ningún peligro o araña esperando para saltar a nuestras yugulares.
El ático era un cuarto amplio, con varias cajas, baúles y viejos muebles apiñados por los alrededores, descoloridos y gastados, recubiertos por una gruesa capa de polvo que, por un segundo, casi me hizo estornudar y, casi de inmediato, rememoré el sótano de la mansión Blair; en el aire podía sentirse el mismo aroma a humedad y moho.
Ahí, faltaba parte de la pared izquierda, resquebrajada gracias al tronco de un árbol cercano, así que había una brisa sutil que aullaba entre la madera por lo bajo.
Al otro extremo del cuarto, justo frente a mí, yacía una enorme ventana redonda con un banco bajo ella. El vidrio estaba roto, pero lo que quedaba, me dejó ver que alguna vez había sido una bella cristalera policromada, con diversos colores por donde las ramas de un viejo olmo se habrían paso al interior, con sus hojas apenas empezando a crecer. A pesar de esto, en el cristal todavía podía apreciarse algo del intrincado y colorido diseño, que dejaba entrar a la habitación una luz suave y multicolor reflejada por el sol de esa tarde. Era agradable. Casi mágico.
—Ninguna bailarina a la vista —comenté cuando Aleu se animó a asomar la cabeza—. Aunque sí señales de que Elena ha estado fisgoneando por aquí, y telarañas en los rincones, pero ninguna araña en ellas.
Había varias cajas con sus contenidos desordenados en el suelo. La mayoría solo ropa.
Aleu hizo un puchero.
—La encontraré —prometió.
Yo me limité a tomar su palabra y decidí ir a sentarme en el banco bajo la ventana para recibir algo de la luz cálida que entraba. Aleu se apresuró hasta las cajas en el sótano con cuidado, fijándose bien antes de meter las manos, seguramente preocupada por alguna araña. Me tomé la libertad de espiarla con el rabillo del ojo y, súbitamente, fui invadido por una sensación de nostalgia que aplastó mi pecho dolorosamente.
«Puede que me haya quedado por la misma razón que tú quedaste con ella»
¿Cuál era esa razón? Supuse que tal vez Bash había visto algo que yo no fui capaz. Tal vez sintió que, al igual que con Aleu, yo necesitaba que alguien velara por mí. Pero yo no estaba solo, tenía a Jane y ella me tenía a mí.
¿Es así? Preguntó una malintencionada vocecita en mi cabeza. Tragué saliva.
Jane me amaba. Incondicionalmente. Lo sabía. Habíamos pasado por muchas cosas juntos. Era mi hermana. Mi única familia. Pero... Era cierto que, luego de la muerte de mamá y papá, las cosas se tornaron algo... diferente.
A veces ella se enojaba cuando no sabía comportarme y... Ella era cruel, en el peor de los casos. Incluso si gran parte de nuestros días de convivencia eran ligeramente borrosos, las palabras son algo que difícilmente podría olvidar alguna vez. Se clavaban en mi cuerpo como flechas, y quedaban atascadas ahí hasta que la carne se cerraba y trataba de sanar en torno a ellas.
«Sé amable, sé bueno, y guarda silencio, Jamie».
Contuve la respiración cuando percibí a Aleu y su expresión risueña atravesarme desde la distancia. Ella había encontrado algo. Cuando bajé la mirada, descubrí una caja en sus manos. Una caja musical.
Esta era redonda y de plata, tan antigua que parecía un tesoro olvidado en el tiempo. Tenía un diseño labrado y enrevesado que resplandecía a través de la mugre adherida, con una vitrina de cristal en la parte superior donde se escondía la figura de una bailarina, vestida con un delicado atuendo color celeste.
—La encontré —susurró Aleu con ojos brillosos, como si de hecho hubiera encontrado una maravilla. Ella avanzó hasta mí con pasos lentos y me dejó ver la caja más a detalle. En la vitrina sucia había pequeñas estrellas de oro, y cuando Aleu la levantó, el polvo se elevó y flotó a nuestro alrededor por varios segundos, destellando en dorado gracias a la luz del sol.
Aleu echó mano a la pequeña manivela que había en la parte lateral de la cajita. Le dio cuerda cuatro veces y, cuando la soltó, hubo una pausa de un par de segundos angustiosos. Aleu me miró como si temiera que ya no funcionara pero, finalmente, la caja cobró vida. Los engranajes crujieron con dulzura, un suave click click clik que se asemejaba al palpitar de un corazón, y la bailarina se estremeció como quien despierta de un sueño eterno, justo antes de agitar sus pies y girar al ritmo de una melodía que se elevó en el aire casi con pereza. Un sonido suave pero constante.
Aleu sonrió.
—Nunca escuché una canción parecida —dijo.
Asentí dándole la razón, pues yo tampoco había escuchado algo similar antes. Casi podía sentir la historia detrás de ella, un pedacito del pasado que se fue tejiendo en el aire entre nosotros.
—Es hermoso —murmuró y sentí una opresión en mi pecho.
Me di cuenta de que yo no quería ser una memoria que ella no pudiera recordar.
—Es una canción muy bonita —accedí en voz baja.
—Lo es.
—Aleu —dije entonces, mientras la bailarina continuaba dando piruetas sobre sus propios pies de madera—. ¿Qué te gustaría hacer?
Ella parpadeó con lentitud, como si la hubiera arrastrado lejos de un sueño.
—¿A qué te refieres?
—He estado pensando mucho en estos días —confesé y ella se apresuró a tomar asiento a mi lado—. He pensado que este es un buen lugar. Algo roto, sí, pero yo podría arreglarlo y podría hacer de esto un... Un hogar.
Era extraño decirlo en voz alta. Había sido un pensamiento recurrente desde que llegamos, y no había podido dejar de mirar la estructura de la casa sin poder evitar pensar que yo podría restaurarlo todo, de pies a cabeza. Convertirlo en el hogar que seguramente había sido algún día. Algo bueno.
—¿Y qué hay del refugio? —preguntó, con las cejas hundidas sobre sus ojos.
—Creo que no es estrictamente necesario que nosotros tengamos que dirigirnos a este refugio. Creo que tenemos opciones —murmuré, encogiéndome de hombros—. Me parece que sería justo hablar de ellas.
—¿Nuestras opciones?
—De lo que tú quieras ser y hacer. —Pude percatarme de que no parecía segura o cómoda con eso.
—¿Incluso si es algo tonto? ¿Algo tan tonto que a veces parece imposible?
Parpadeé, algo perplejo.
—¿Por que sería tonto?
Aleu se miró los pies que colgaban en el aire, y los hizo chocar entre sí.
— Siempre quise ser una bailarina, pero mamá decía que no podía, que era un sueño estúpido y que no dejaría que el todo el tiempo y dinero que había invertido en mí se fuera a la basura por una tontería.
—¿Qué quería que fueras en cambio?
Se encogió de hombros con un mohín en los labios.
—Mis profesores me enseñaron historia, ciencias y matemáticas. También música y arte, pero de eso casi siempre solo era teoría —dijo, apesadumbrada—. Aunque la historia y la matemática se me daba bien. Mamá quería que fuera como ella.
—Pero a ti te gusta bailar.
—Yo quiero ser como mi tía abuela.
—Daria —recordé.
Ella asintió con los labios apretados en una línea y entonces nos quedamos en silencio, escuchando el resto de la canción. Cuando la bailarina se detuvo, ella dijo:
—Quiero ser una bailarina. Quiero estudiar para ser una y no quiero morir, ¿eso...? —Ella tomó una gran bocanada de aire—. ¿Es eso demasiado tonto también?
Me la quedé viendo un momento, buscando las palabras adecuadas. Al final solo me incliné para poder darle cuerda a la caja musical y acto seguido, deslicé mi brazo por su hombro, atrayéndola más cerca.
La bailarina bailó.
—Creo que sí, es un poco tonto —dije—. Había estado pensando en esta casa, y en cómo utilizarla para volver a empezar, pero creo que a lo mejor, en vez de aferrarme al pasado, debería ver al futuro. Y tu deseo, si bien puede ser algo tonto, me arriesgo a creer que no es imposible.
Ella frunció el ceño sin entender.
—Entonces, ¿qué opinas si, en vez de quedarnos en el refugio, pedimos ser reubicados en algún lugar lejos? Algún lugar como Francia, ¿te gustaría? ¿No es de ahí de donde vienen las bailarinas?
A ser verdad, no estaba del todo seguro, pero por la manera en la que el rostro de Aleu se iluminó, me precipité a pensar que no estaba tan errado.
—¿¡Puedes hacer eso!? —exclamó, saltando en su lugar igual que un resorte.
Me encogí de hombros.
—Creo que puedo ser lo bastante convincente. Yo podría encontrar un trabajo nuevo allá, y pasaremos desapercibidos. Tú irías a la escuela, ¿eh? Estudiarías Ballet también.
Ella sonrió de oreja a oreja e, inesperadamente, saltó echando los brazos alrededor de mi cuello con mucha fuerza. Por un segundo, me quedé algo patidifuso, sin saber qué hacer, abrumado por la calidez en su gesto.
Me estaba abrazando.
Me abrazaba como si de hecho, yo fuera algo realmente bueno. Algo que valía la pena.
Me obligué a mí mismo a levantar los brazos y así estrecharla con más fuerza contra mi cuerpo. Ella suspiró con alegría y hundió el rostro en mi hombro.
—¿De verdad vamos a ir a París? —susurró luego en mi oído, esperanzada—. ¿No lo decías de mentira?
—Nunca mentiría.
—¿Lo prometes?
—Lo juro.
Y la bailarina continuó bailando.
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