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Capítulo veintisiete

🗣Nota rápida: capítulo intenso, final de esta segunda parte, no soy buena describiendo escenas de acción así que discúlpenme por eso!






-ˋˏ ༻ 27 ༺ ˎˊ-

Habían empezado a golpear la puerta de entrada. Podía escuchar sus pasos, sus voces. Los sabuesos caminando por el porche, con sus garras arrastrándose sobre la madera y sus hocicos debajo de la puerta. Joe se arrastró por mi costado, levantando algunas pertenencias y guardándolas con prisa dentro de su mochila de piel. Bash estaba inclinado sobre la ventana del cuarto con cuidado, escondido tras las cortinas.

—James —Aleu estaba a mi lado, con una mano temblorosa sobre mi hombro. Me obligué a moverme y me enderecé, llevando mi dedo índice hasta mis labios para indicarle que no hiciera ningún ruido. Ella se relamió los labios y asintió con fervor.

Me percaté de que en el cuarto faltaban Tony y Elena. Samuel se había acercado hasta tomar la mano de Joe.

—¿Dónde están? —susurré con urgencia en dirección a Joe.

Se volteó a verme con rigidez, y los ojos abiertos de par en par.

—Tony quiso quedarse hasta tarde con el auto —explicó en voz baja, atropellando las palabras—. Y no tengo idea de donde puede estar Elena.

—Las armas están en el garage —dije yo en dirección a Bash esta vez, al recordar como Elena había insistido en mantenerlas alejadas de Aleu y Samuel.

Si Tony era inteligente, tomaría el rifle y la ballesta de Elena.

—¿Cómo hicieron para encontrarnos? Fuimos cuidadosos, no nos transformamos —masculló Joe entonces, moviendo la mirada de un lugar a otro con nerviosismo—. Nosotros no... Oh —Abrió los ojos con preocupación, como si hubiera caído en cuenta de algo—. Puede que Tony ni siquiera sepa que están aquí, debemos avisarle, y Elena...

—¡Callense! —espetó Bash, que se había asomado a la puerta para poder tener una mejor vista al pasillo—. Creo que están entrando.

Mi corazón se hundió al mismo tiempo que sentía un escalofrío bajar por todo mi cuerpo. Me moví más cerca de la puerta apenas abierta, para poder ojear también.

—¿Entrada principal o puerta de atrás? —murmuré, sintiendo como la bilis subía por mi garganta.

—Ambas.

Maldije y eché la cabeza hacia atrás.

—No creo que el auto esté listo todavía —dijo Joe para sí mismo.

Eso era cierto, Tony ya nos había advertido que le faltaba bastante para terminar de arreglar el motor. No podíamos escapar en auto, así que tendríamos que ver cómo nos las arreglábamos. La Rosa tendía a moverse con caballos si tenían la oportunidad, eran prácticos para la caza, para seguir a los perros a través de terrenos dificultosos. No tendían a utilizar vehículos, solo para trasladarse a grandes distancias. Pero hasta el momento no había escuchado ningún indicio de caballos, lo que significaba que no tenían planeado seguirnos.

Querían que estuviéramos aquí dentro, sin salida; para terminar con esto esta noche.

—Vamos a tener que correr —decidí—. ¿Cuantos son?

Si nos las arreglábamos para salir de la casa con vida, correr era una opción válida. No podrían seguirnos el paso; no por mucho al menos. Los perros, sin embargo, eran un poco más difíciles de evadir.

—No lo sé, creo que diez hombres, tal vez once —respondió, chasqueando la lengua con molestia—. Armados hasta los dientes, y muchos perros sin correa.

—Mierda —farfullé, alejándome de la puerta—. ¿Dónde está Elena?

—No estaba aquí cuando vine a buscarlos —contestó Bash, al mismo tiempo que nos llegaba el eco de varias voces de hombres.

Nos pusimos tensos, y escuchamos sus voces atravesar el pasillo.

—Deben de estar arriba —dijo uno.

—Estén listos —contestó otro.

Por el rabillo del ojo, vi como Bash sacaba cuidadosamente su revólver, que seguramente había guardado detrás de sus pantalones. Él le sacó el seguro y el suave clic logró inquietar a Samuel, que se quejó con un gemido, a punto de echarse a llorar por los nervios.

Joe lo azuzó para que hiciera silencio.

—¿Escuchaste eso? —dijo el mismo hombre de antes. Tenía una voz ronca y profunda, como la de alguien que fuma con regularidad.

—Lo he oído —respondió el otro, y su voz era diferente, más juvenil.

Miré a Bash a los ojos, buscando alguna señal que pudiera decirme que, de hecho, él tenía algún plan elaborado. Pero cuando me vio, sentí miedo, su miedo. Como un animal acorralado, un animal que sabe que está a punto de enfrentarse a su final. Y entonces, lo supe.

No íbamos a lograrlo. No todos, al menos.

Inhalé hondo y dejé que el aire llenara mis pulmones hasta que se volvió doloroso. Luego, metí una mano en mi bolsillo y levanté el viejo reloj de oro que llevaba conmigo desde que tenía uso de razón, con la tapa arañada y la cadena rota por la mitad. Lo contemplé por un segundo eterno antes de acuclillarme frente a Aleu.

Ella debió adivinar lo que estaba a punto de pasar, porque todo su rostro se deformó en angustia y empezó a retroceder, mientras negaba con la cabeza. Aleu era una niña lista. La niña más lista que alguna vez conocí.

La tomé por el brazo para evitar que siguiera retrocediendo y ella se mordió el labio inferior, que en algún momento había empezado a temblar.

—No llores —imploré, pero las lágrimas descendieron de todas formas—. Escúchame, ¿sí? ¿Puedes...? Lleva esto contigo.

Percibí como las lágrimas también se atiborraban en mis ojos, pero me esforcé en no dejar que ella pudiera verlo. Ella volvió a sacudir la cabeza, bajando la mirada mientras todo su rostro enrojeció por el llanto. Ella sorbió su nariz y se lanzó contra mí, rodeando mi cuello con sus delgados brazos.

—No quiero que mueras —susurró contra mi hombro.

La sostuve en mis brazos con fuerza mientras sentía cómo mi garganta se cerraba.

—Pero es mi turno de ser valiente por ti, ¿sí? —dije en retorno.

—Joe —susurró Bash de repente—. Cuando salgamos por esta puerta, corren.

No sé si Joe contestó, pero cuando los pasos afuera se oyeron demasiado cerca, obligué a mi cuerpo a moverse lejos de Aleu y su obstinada rigidez. Ella hizo lo mismo y retrocedió, aún con el rostro sonrojado y las mejillas empapadas de lágrimas y algunos mocos. En seguida buscó a Joe tan solo para tomarlo de la mano con mucha fuerza, hasta que sus nudillos se tornaron blancos. Ella contuvo la respiración y, cuando miré a Bash, yo hice lo mismo.

Asentí una sola vez y Bash abrió la puerta.

Lo primero que ocurrió fue el disparo. Resultaba que Bash tenía una puntería excelente, puesto que nada más poner un pie fuera del cuarto, se encargó de neutralizar a uno de los dos hombres que venían por el pasillo. Los perros aullaron furiosos ante el sonido, y el hombre —el de voz profunda— cayó sobre su compañero. El cazador más joven intentó quitárselo de encima, pero Bash se adelantó, levantó el brazo y disparó de nuevo.

Contemplé la sangre manchando el piso de madera, estupefacto. Bash no se detuvo a mirar dos veces.

Las escaleras crujieron bajo nuestros pasos apresurados mientras oíamos como más cazadores se acercaban. Tres figuras emergieron de las sombras, sus siluetas amenazadoras iluminadas por la luz tenue que filtraba desde las ventanas. Vislumbre la forma de las escopetas y los rifles de caza que cargaban.

El sonido ensordecedor de disparos resonó en la escalera mientras la madera se astillaba y los escombros volaban a nuestro alrededor. Me arrojé a un lado, lejos del punto de mira, mientras Bash hacía lo mismo, buscando refugio detrás de los escalones. El aire parecía vibrar con el rugido de las armas de fuego y el choque de metal contra metal. Cubrí mis oídos mientras veía a Bash intentar acertar un disparo.

Él no tenía muchas balas, y entonces recordé en mi rifle, resguardado en el garaje al que se llegaba por la puerta trasera, a menos de dos metros de distancia de donde estábamos resguardados. Atisbé la puerta con facilidad, y con el corazón en la boca, me lancé hacia adelante, sintiendo como el mundo se difuminaba a mi alrededor.

—¡James! —rugió Sebastian.

Pero ya estaba ahí, a media distancia, cuando sentí una bala incrustarse sobre mi hombro. Un grito se escapó de mis labios sin previo aviso, rasgando el aire en un torrente de dolor, y la fuerza del impacto me tiró al suelo.

Juré una maldición, presionando mis muelas unas contra otras.

—¡Jamie!

Miré hacia arriba cuando sentí como la puerta del garaje se abría, dejando a la vista un par de botas de cuero. Se me ocurrió que tal vez era Tony, que venía a nuestro rescate, pero mis esperanzas pronto se disiparon. Se trataba de otro cazador, un hombre corpulento con una escopeta de doble cañó. Él avanzó a paso lento pero seguro. Sus ojos brillaban con una mezcla de ira y determinación que me dejó helado en mi lugar, y entonces él levantó el pie y un estallido de dolor se expandió por todo mi cráneo.

Fue como si, por solo un instante, el mundo a mi alrededor desapareciera y solo existiera dolor puro.

Supuse que al final, Bash debió quedarse sin balas, porque de repente él estaba a mi lado. También supuse que debí desmayarme momentáneamente, porque cuando quise darme cuenta ya no estábamos dentro de la casa, sino afuera. Los perros habían dejado de aullar y ahora estaban sobre nosotros, olfateandonos con fervor.

El sonido de unas botas moviéndose sobre la grava me alertó.

—Debe ser Navidad, muchachos. —La sombra de Raymond Pierce se ciñó sobre mí pero el mundo todavía se sentía lejano a mi alrededor—. Creo que este es, ¿no es así? Lo hemos encontrado por fin.

Se hizo silencio.

—Mataron a Chris y a Bobby.

No quería levantar la mirada. No quería ver al monstruo de mis pesadillas a la cara.

—Lo sé —dijo Raymond con una inquietante tranquilidad en su voz. Él se movió hasta Bash, que yacía arrodillado en el suelo, con su respiración irregular y el rostro hinchado y sangrante. Seguro había dado una buena pelea—. Ah, podremos ajustar un par de cuentas con él cuando terminemos con el pequeño escurridizo de aquí, ¿les parece?

Bash echó la cabeza atrás, profiriendo una carcajada entrecortada, complacido consigo mismo. Estaba claro que había disfrutado mucho haberse llevado, por lo menos, a dos cazadores con él.

—Elijah —dijo Raymond, y todo mi cuerpo se contrajo. Me removí y eché una mirada a mi alrededor, buscando. No eran tantos como pensé, con los dos hombres que Bash había matado, eran cinco en total, con Elijah entre ellos, asomándose con cuidado, como si no quisiera ser visto en lo absoluto. Elijah Pierce era igual a su padre: ambos con el cabello oscuro, miradas frías, y complexión delgada. Ellos también compartían la misma afinidad por el deporte de la caza—. ¿Estás seguro de que este muchacho es a quién buscamos?

Elijah ni siquiera me miró a los ojos. Tampoco dijo mi nombre. Pero sí debió decirle que me vio en Tok, varios meses atrás porque, por alguna razón, él me reconocía en mi forma humana, incluso si nunca antes nos habíamos visto. Al menos no conmigo siendo humano.

—Sí, es él. El ciervo con astas de oro —dijo.

Raymond aplaudió, dejando salir una risa. Entonces, estaba de nuevo sobre mí, inclinado sobre mi cuerpo inerte en el suelo.

—Has sido realmente difícil de localizar, ¿lo sabes? —murmuró, y sentí su respiración sobre mi nuca—. Esperé quince años por ti. —No podía respirar apropiadamente, me faltaba el aire—. Te estoy hablando, muchacho. Mírame cuando lo hago.

Cerré los ojos, mientras mi cuerpo entero empezaba a temblar. Luego, la punta de su bota se incrustó en mis costillas y algo se rompió. Me retorcí con un gemido de dolor y el aire entró a mis pulmones a pura fuerza de voluntad.

—Mírame, chico.

Así que lo hice.

Levanté la cabeza despacio, apenas un poco, puesto que no necesitaba moverme mucho para tener una buena vista de él. Estaba sonriendo, justo sobre mi, como si en realidad estuviéramos teniendo una conversación placentera. En mi cabeza, lo veía muchas veces, pero en mi imaginación era mucho más aterrador. En mi imaginación, su rostro no tenía tantas arrugas, ni el pelo oscuro cubierto por canas, y tampoco tenía esa barba. Viéndolo en retrospectiva, Elijah se asemejaba mucho más a la imagen de mi memoria que el hombre que ahora se cernía sobre mí.

Aún así, nada de eso quitaba la imagen que tenía de él. La de un hombre sentado frente a una fogata luego de una caza exitosa, con los perros descansando a sus pies, y el resto de sus hombres disfrutando una cena abundante, mientras que él, con la ayuda de un cuchillo, desprendía la piel de mi hermana lejos de su cadáver. Un premio, me había dicho mientras yo yacía aún junto a ellos, congelado por el miedo. Es una piel demasiado especial que le encantaría a su esposa, una vez regresara a casa.

—¿Eres mudo, acaso? —preguntó, dejando su pie descansar sobre mi brazo, devolviéndome al mundo real.

Rehuí de sus ojos fríos e inhalé todo el aire a mi alrededor.

—No... —di otra bocanada de aire—. No te dejaré tener lo que quieres.

—¡El chico habla! —exclamó, enderezandose—. Detesto ser un aguafiestas, no disfruto romper las ilusiones de un muchacho, solo su voluntad, sin embargo debo decirte que no eres especial. No más allá de tu condición, por supuesto. Te quebrarás.

—No lo haré —mordí, y desee que toda mi determinación pudiera reflejarse en mi voz.

—Te lo advertí cuando eras pequeño, ¿te acuerdas? —mencionó—. Te arrancaré esa bonita corona con mis propias manos, de una forma u otra. Mi hijo señaló que él te vio, en compañía de una niña pequeña. —Sentí mis músculos tensarse—. Estoy deseando poder conocerla, pero sospecho que es esa pequeña que solía vivir en la casa Blair, ¿no es así? —Y cuando me miró a los ojos, él supo que tenía razón—. Una tragedia innecesaria la de esa noche. La madre estaba tan confundida cuando nos vio llegar. Pero fue una buena caza; esa enorme bestia en el sótano era digna de admirar, y le tomó su tiempo morir. Dios, era monstruosamente grande.

La imagen de Harol relampagueó por mi mente e, inevitablemente, sentí las lágrimas acumularse en mis ojos.

—Sé que todavía se esconden dentro de la casa —susurró entonces.

Cuando empecé a temblar de nuevo, noté que ya no era únicamente por el miedo. Cerré mis manos en puño y me obligué a levantarme lejos del suelo. Él sonrió.

—Eso, muy bien, chico. ¡Levántate! —rugió, elevando sus manos hasta el cielo. Luego, se volteó hasta sus hombres, y les hizo una seña—. Vayan a buscarlos, todavía quedan niños en la casa.

Cuando intenté detenerlos, los perros, que hasta entonces habían estado recostados dócilmente en el suelo, saltaron sobre mí, mordiéndome los tobillos y las muñecas. Intenté quitarlos de encima sin mucho éxito.

—Ah, ¿has visto? Son buenos perros —dijo Raymond, acariciando la cabeza de uno de los sabuesos—, mucho mejores que los comunes. —Abrí los ojos, sintiendo como el aire dejaba mis pulmones. Bash levantó la cabeza también—. Resulta que es más fácil cazar metamorfos con metamorfos, ¿no te parece una gran ironía? Al principio, empezó como un pequeño experimento. Hay muchos de ellos que ocupan la forma de perros, entonces pensé que podrías darle un propósito. Resultan que no solo pueden ser adiestrados, sino que saben cual es el mejor escondite.

Miré a los perros a mi alrededor, buscando algún rastro de humanidad en ellos, algún tipo de arrepentimiento. Pero en cambio, me encontré tan solo con miradas vacías. Me pregunté qué clase de cruel tortura habría implementado Raymond en ellos para eliminar cada rastro humano de ellos. También pensé inevitablemente en Aleu, supe que no podía permitir que él tan siquiera respirara cerca de ella.

—Estás enfermo —escupió Sebastian.

—No, tan solo viejo y, en ocasiones, aburrido —Él se volteó hacia mí—. Ahora, dime, chico. Tus astas deben haber crecido bastante, ¿no es así? ¿Podrías señalar con tus manos qué tan grandes son? Aunque mi hijo aquí me dio una aproximación, me gustaría saber tu opinión, visto que eres tú quien las ha llevado en su cabeza por tanto tiempo.

Justo entonces, los hombres de Raymond salieron de la casa, junto a Joe, Samuel y Aleu. Intenté moverme de nuevo pero uno de los perros se abalanzó sobre mi cuerpo. Volví a sentir la grava contra mi mejilla, mientras sus dientes acariciaban mi nuca.

¿Por qué no habían huído?

—Mierda, mierda, mierda.

—Ah, debe ser ella, ¿no es así?

—¡Alejate de ellos! ¡No tienen nada que pueda interesarte!

—Puede ser —concedió, haciendo una mueca—, son jóvenes. Demasiado. Supongo que puedo venir a buscarlos más tarde, como hice contigo. Dejarlos que crezcan, que sean más dignos.

—¡James! —gritó Aleu, al tiempo que se zafaba del agarre de uno de los hombres y echaba a correr. Se estrelló contra mi cuerpo y apenas logré levantar mis brazos para sostenerla.

—Entonces, el chico de oro tiene un nombre —rió el monstruo.

—Vete —farfullé, presionando cada palabra contra su oído para que solo ella me oyera. Porque Raymond Pierce no podía llevarla, ni marcarla. No a ella—. Aleu, vete, ve-

—No, no, no —rumió ella, demasiado obstinada para su propio bien, al mismo tiempo que se aferraba con más fuerza a mi cuello. El mismo hombre se acercó para llevársela y mi corazón se desató en un ritmo frenético—. ¡No! —gritó Aleu, desgarrando el aire con su desesperación mientras sus dedos fríos se aferraban a mis brazos—. ¡James!

Tragué saliva, sintiendo las lágrimas finalmente cayendo. Me di la media vuelta y busqué la mirada de Raymond, elevando mis manos en el aire, como si con eso pudiera detener el tiempo, impedir que el peligro se acercara.

—P-por favor —dije, palabras incomprensibles, tan solo un susurro desesperado—. Ella no tiene nada que ver con esto, ninguno de ellos. Me buscabas a mí, todo este tiempo, solo a mi, y aquí estoy. Me tienes.

El monstruo inclinó la cabeza, como si estuviera considerando mis palabras.

—Tienes razón, te tengo —meditó con calma y una media sonrisa.

—¡Son solo niños, por Dios! —bramé—. Me tienes, y si los dejas ir, no lucharé, no me resistiré a cambiar de forma. ¡Lo prometo!

Hubo silencio.

Raymond Pierce no se inmutó, simplemente volvió a mirar a Joe, Sam y Aleu un instante, y luego volvió su vista hacia mí. A la distancia, oí el eco lejano de un motor acercándose por el horizonte. El tren se movía a toda velocidad. Los ojos del monstruo resplandecieron en la oscuridad.

—¿Dónde estaría lo divertido en eso? —dijo.

Y en ese mismo instante, algo rasgó el aire desde la distancia a una velocidad vertiginosa. Un objeto zumbó justo sobre mi oído y se estrelló contra el hombro de Raymond Pierce. Él cayó de bruces al suelo y él maldijo en voz alta, llevando una mano hasta la zona de impacto.

Giré la cabeza, buscando el origen del arma, y a unos metros de nosotros pude ver a Elena, emergiendo de la parte trasera de la casa, apuntando a los hombres con su ballesta.

Los perros levantaron las orejas y empezaron a gruñir, al mismo tiempo que los hombres se apresuraban a echar manos sobre sus armas. Ella lanzó otra flecha y el disparo de un arma de fuego le siguió casi un segundo después. Por un instante, creí que habían sido ellos, pero ese no era el caso; los hombres apenas habían llegado a sacar el seguro de sus armas.

—¡Nos disparan! —gritó uno.

—¡Viene de arriba! —dijo otro.

—¡Es un francotirador! ¡Busquen refugio!

De hecho, sospechaba que era Tony, usando el rifle de aire comprimido desde alguna ventana de la casa.

Ellos y apresuradamente se cubrieron tras un grupo de abetos que crecían cruzando la calle de tierra. Pero Elena no dio tregua y volvió a ir contra ellos, acertando otra flecha en el estómago del hombre que me había noqueado de una patada. Tony, por si acaso, volvió a disparar el rifle, y aquel estruendo fue lo que logró sacudirme lejos de aquél estado de sopor.

Obligué a mis piernas a levantarse, haciendo caso omiso al dolor punzante en mis costillas. Los perros se habían dispersado entre el ajetreo.

Vi como Joe se soltó del cazador que lo apresaba y Sam hizo lo mismo, ambos corriendo hasta el encuentro de Elena. Pero, cuando Aleu intentó correr, Raymond Pierce —que yacía adolorido en la tierra— la detuvo, tomándola por la muñeca.

—Tú no estás yendo a ningún lado, dulzura.

Mis muelas chirriaron entre sí y me precipité hacia él, con las manos cerradas en puño. Iba a matarlo.

Sin embargo, Elena se me adelantó. Ella avanzó a paso decidido y se inclinó para tomar la flecha que había incrustado en su hombro con su mano. No teníamos muchas municiones para las armas, así que supuse que se le habrían acabado.

Presionó la flecha más profundo, logrando que Raymond aullara de dolor. Los perros se agazaparon y continuaron ladrando, pero ninguno volvió a saltar sobre nosotros, se quedaron en sus lugares.

—¡El tren! —gritó Joe de repente, y cuando me giré a verlo, me di cuenta de que Tony había salido de su escondite y ahora estaba junto a ellos, lo que significaba que sus balas se habían acabado y era hora de correr.

—Elena, hay que irnos —dije.

Bash se movió a mi lado y levantó a Aleu en brazos con agilidad.

—Larguémonos —presionó él con urgencia—. No lo vale, rubia. Este no es el momento.

Elena se aferró a Raymond Pierce como si quisiera descuartizarlo vivo. El monstruo, en su dolor, soltó una carcajada. Elena parpadeó y lo soltó, mientras yo tiraba de ella para salir corriendo.

Con la adrenalina bombeando a través de mis venas, me impulsé a través de la calle, intentando seguir el paso del resto del grupo, percibiendo mi corazón retumbar en mis oídos como un tambor. Cada zancada era un sobreesfuerzo, cada bocanada de aire implicaba dolor.

Cuando llegamos hasta las vías, el tren ya estaba ahí, rugiendo a nuestro lado sin detenerse, deslizándose por los rieles con velocidad. Se trataba de un carguero con varios vagones abiertos.

El viento aulló a nuestro alrededor mientras nos inclinabamos cada vez más cerca. La distancia entre el vagón y nosotros parecía imposible por varias razones, pero las principales eran simples: era un salto muy alto y nosotros estábamos exhaustos. O eso creí hasta que vi como Bash, quien corría la delantera de esta carrera, alzaba a Aleu y la lanzaba al interior del vagón como si fuera una bolsa de papas.

Luego, Tony se adelantó y, con un salto audaz, extendió su cuerpo y se aferró al barrote de metal que sobresalía del costado. Un segundo más tarde, él estaba adentro. Luego, contra todo pronóstico, Elena lanzó a Samuel contra Tony, y ella se impulsó un segundo después. Joe, que era de baja estatura y piernas más cortas, tuvo que ayudarse de Bash y aceptar la mano que Tony le ofrecía desde el interior del tren.

Y entonces, solo quedabamos nosotros dos.

Sebastian aminoró su marcha hasta quedar codo a codo conmigo. Él me tomó del brazo y me obligó a correr más rápido.

—Tu turno, Jamie.

Hice una mueca de dolor mientras mis pies tropezaban en un intento de seguirle el paso.

—¡No voy a poder!

No podía hacer un salto como ese con la costilla rota.

Elena se asomó por la puerta del vagón y extendió una mano, lista para recibirme.

—¿Listo, Jamie? —gritó Bash sobre el viento.

Tragué saliva. No podía.

—¡Corre y toma su mano, Jamie, rápido! —me exhortó, soltando mi brazo.

Y eso hice. Empleé lo último que me quedaba de fuerza y corrí lo más rápido que pude, corrí hasta que mis rodillas dolieron y mis pulmones ardieron. Me impulsé contra el viento y, cuando estuve lo suficientemente cerca, extendí mi mano. Elena estaba ahí, con el brazo afuera, lista para recibirme, para ayudarme a subir.

Presioné mis labios entre sí y me estiré un poco más, porque sus dedos estaban justo ahí, tan solo un poco más y...

El estruendo súbito de un arma siendo disparada me sorprendió. Me estremecí y volteé sin poder evitarlo. Elijah Pierce se acercaba por atrás, liderando el grupo con un rifle humeante en la mano y la voluntad de su padre en su corazón.

Apreté el paso, pero cuando busqué la mano de Elena para poder tomarla, me di cuenta de que ella ya no estaba ahí. El espacio que había estado ocupando estaba vacío y, la madera de las paredes del tren ahora estaban manchadas con sangre.

Mi corazón se hundió al mismo tiempo que el vagón volvía a alejarse. Mi cuerpo inevitablemente se rezagó ante el cansancio y fue justo cuando creí que eso era todo para mí que una mano se aferró a mi hombro derecho desde arriba para poder alzarme en el aire. Levanté la cabeza y vi a Bash, que había logrado subirse a uno de los vagones traseros.

—¡Vamos, Jamie!

Alcé mi brazo y me aferré a su agarre con una fuerza casi sobrenatural. Trepé el tren con dificultad y, cuando sentí que por fin estaba resguardado, mi cuerpo se dejó caer en el suelo astillado.

El rugido del viento y el estruendo de los rieles crearon una sinfonía caótica a nuestro alrededor. Bash se dejó caer a mi lado, jadeante y probablemente tan exhausto como yo.

—Creo... —jadeé—, creo que le dispararon, Bash.

¿Por qué Elena no había vuelto a asomarse de no ser así?

Sebastian tardó varios segundos en contestar.

—Hay que esperar —exhaló por fin—. Cuando el tren disminuya la... La velocidad. Vamos al vagón de al lado, con... Con el resto. Estoy seguro de que están... Bien.

Pero el recuerdo de la sangre, el arma humeante, y la ausencia de Elena generó una sensación de vacío no me dejó respirar tranquilo. Y me di cuenta de que el bolso que el doctor Andrews me había obsequiado había quedado en la casa, completamente olvidado. Si alguien estaba herido de gravedad, yo... No podría ser de utilidad.



˗ˏˋ ♕ ˎˊ˗



El tren realmente no se detuvo, pero sí disminuyó la velocidad una vez se acercó a una localidad poblada. Bash se levantó del suelo y se asomó por la compuerta, cauteloso, como si temiera que de repente algo fuera a saltar sobre él. Aunque no podía culparlo por ello.

—No hay mucha gente aquí —dijo—. Podríamos bajar y correr hasta el siguiente vagón. Nadie ni siquiera notará que estamos aquí —Él volvió a verme, y cuando se dio cuenta de que yo seguía en el suelo, frunció el ceño—. No te ves particularmente atractivo así, Jamie.

—No me siento muy bien.

—¿Vas a morir ahora o...?

—Bueno, siento que podría morir si intento levantarme —mascullé, sin poder contener mi mal humor. Hice una mueca cuando me esforcé por levantar la cabeza pero inmediatamente fui invadido por un dolor punzante en mi pecho, como si me estuvieran clavando una cuchilla. Inhalé bruscamente, e incluso eso dolía. Me dejé caer contra el suelo de nuevo—. Definitivamente rompieron algo.

Y la persecución del tren no habría hecho más que empeorar la situación.

—¿Dónde dejaste esos juguetes tuyos? —Levanté una ceja—. Ya sabes, las cosas de médico.

Contuve el impulso de rodar los ojos.

—En la casa —gruñí en cambio con los dientes apretados.

—Mierda —Bash se dio la media vuelta y volvió a asomarse—. Debo decir que el dolor te vuelve más irascible. Mmm. No me des esa mirada. Y, de cualquier modo, no nos habrían atrapado si no hubieras corrido a hacerte el héroe. Tendrías que haberte quedado oculto.

—Bash.

—Hablo en serio, eres un imbécil. ¿La bala te atravesó el brazo o sigue ahí? Si sigue ahí, la cosa se pondrá fea, te lo advierto.

Negué con la cabeza muy despacio.

—Salió por el otro extremo. Y el sangrado se detuvo hace rato, pero...

—Bueno, bien, quédate aquí. Iré a buscar el resto.

Y de repente, Bash ya no estaba conmigo. Contemplé el silencio, agradecido por la momentánea paz. Me concentré únicamente en el traqueteo del vagón sobre las vías, y el chirrido ocasional de las bisagras que mantenían a los vagones juntos.

Por supuesto, la paz duró muy poco.

Oí el rumor de varias pisadas sobre el camino de piedra, y un par de golpes que sacudieron el vagón. Abrí los ojos y parpadeé —ni siquiera sabía que los había cerrado— tratando de ajustar mi visión. Me percaté de que Elena estaba justo ahí, inclinada sobre mi cuerpo lánguido con sus ojos canela fijos sobre mí. Los rayos del sol matinal que se filtraban desde fuera por la compuerta resplandecía en torno a ella, envolviendola por completo con su tono dorado, creando un contraste luminoso y casi etéreo. Una fugaz expresión de inquietud se asomaba en su semblante, pero esa preocupación se desvaneció repentinamente en una sonrisa.

Comprendí en ese mismo instante que a partir de allí, el mundo giraría diferente para mí. Porque ella sonrió y todo en mi interior se sobresaltó como hace mucho no me ocurría. Como si una corriente eléctrica atravesara mi cuerpo, pues ella estaba bien.

Viva.

E inmediatamente pensé en verano, porque sentí calor y en realidad nada malo ocurre en verano. Hay una sensación de ligereza en mi cuerpo que, por un milisegundo, parece adormecer cualquier otro dolor y aflicción.

Porque el verano bien puede ser mi maldita estación favorita del año, después de todo.

—Bambi —exhaló ella, aliviada, como si no pudiera creer que de hecho, yo estaba ahí—. Por un segundo pensé que estabas muerto con lo pálido que estás.

—Casi —respondí, sintiendo mi garganta repentinamente seca.

Ella bajó sus ojos hasta mi hombro, donde seguramente estaba la herida que me dejó la bala. Se echó para atrás con una risita y luego me mostró su brazo.

—Mira —dijo, haciendo un movimiento extraño con las cejas—, hacemos juego.

Y vi la herida que había ganado. Un raspón, una bala que había rozado su brazo. Seguramente la bala que Elijah había disparado.

No pude evitar la inesperada carcajada que explotó desde lo profundo de mi pecho. Y dolía, dolía como el infierno, pero al mismo tiempo se sentía demasiado bien. Un buen dolor.

Jamás creí que algo así podría existir.

—Lo que nos faltaba, ha enloquecido —oí la voz de Joe.

—Cállate —dijo Aleu, sonando muy molesta—. Él no está loco.

—No, pero creo que se rompió —argumentó Bash, y casi podía ver cómo cruzaba los brazos sobre su pecho mientras me miraba de arriba a abajo, para nada sorprendido—. Le dieron un buen golpe en la cabeza.

—Estuvo una hora contigo aquí encerrado —intervino Tony, lógico—. Debes haberlo empujado a la locura.

Negué con la cabeza y mordí mi labio inferior, haciendo lo posible por contener la explosión, pero no pude. No pude detener el sentimiento. La risa brotó de mí, sacudió mi cuerpo hasta que de repente las lágrimas hallaron su camino a lo largo de mis mejillas y eso fue todo

Estábamos bien.

Estábamos vivos.

Sabía que luego de eso, lo fuese que nos deparase el camino, no me importaba. El mundo se movía diferente, todo dolía, desde la cabeza a los pies, pero era un buen dolor. Un dolor con el que valía la pena vivir.

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