Capítulo veintinueve
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Fue difícil volver a reabastecerse en los días que siguieron. Nuestras pocas pertenencias habían quedado en la casa, al igual que la comida y las pocas monedas y billetes que cada uno poseía. No teníamos nada más que algunas cosas que habíamos tomado en nuestro viaje en tren, y otras que Bash y Elena habían conseguido.
Lo gracioso fue que, al no contar conmigo en lo absoluto, ambos habían tenido que hacer el esfuerzo de ponerse de acuerdo para poder acarrear al resto.
Al principio, creí que tenerlos coordinando todo podría resultar desastroso, pero luego me di cuenta de que en realidad, a pesar de todas las discusiones, Bash y Elena tenían la misma metodología a la hora de actuar. Sí, puede que Bash fuera menos ortodoxo, pero Elena casi siempre estaba de acuerdo con él, solo que ella era ligeramente más templada a la hora de actuar.
Un buen ejemplo de esto fue el auto.
Todavía era nuestra segunda semana en la vieja fábrica, Manufacturas North, cuando Bash propuso robar un auto. Estábamos cenando comida enlatada. Elena dijo que la intercambió con alguien por algunas pocas monedas que le habían quedado. Estábamos todos apilados alrededor de una linterna, mientras las latas se movían de mano en mano. Joe dijo algo sobre volver a viajar en tren, pero en una ciudad como Chicago, con una terminal llena de gente eso era casi imposible. Entonces, Bash se estiró hacia atrás dejando todo su peso sobre sus codos y torció los labios.
—Robemos un auto —dijo, como si no fuera nada.
—¿Robar un auto? —murmuró Aleu.
—¿Podemos hacer eso? —inquirió Joe.
—No creo que sea tan difícil. Solo debemos ser precisos, cuidadosos e inteligentes. Yo puedo hacerlo.
Inesperadamente, Elena lo halló como una opción viable.
—Podríamos hacer eso. Debemos buscar una víctima.
—Suenan como delincuentes —me quejé con un resoplido.
—Técnicamente, lo somos —apuntilló Bash.
Hubo un silencio breve, contemplativo. Levanté una ceja.
—Bueno —intervino Joe en voz baja, con los ojos fijos en la linterna—. Todos hemos hecho cosas malas alguna vez.
Cosas malas.
Cuando miré a mi alrededor, me di cuenta de que nadie pensaba llevarle la contraria. Sentí un escalofrío porque, inesperadamente, la tensión entre nosotros era palpable. Podría haberse cortado con un cuchillo. Elena desvió la mirada lejos de nosotros, como si le avergonzara vernos a los ojos. Bash no parecía tan afectado, al igual que yo, miraba al resto con intriga. Tony, que estaba sentado más lejos, también tenía la mirada baja, y Joe lucía avergonzado por algo que, honestamente, desconocía.
—No somos enteramente buenos —farfulló mientras fruncía el ceño, como si eso fuera algo que no llegaba a entender del todo y que al mismo tiempo detestaba.
No, probablemente no éramos enteramente buenos. Tampoco éramos malos. Yo no creía que lo fuéramos. Éramos mayormente buenos, ellos lo eran. Los miré a todos, uno por uno.
Eran buenos.
—No me importa —gruñó Bash, zanjando el asunto con brusquedad, como si de pronto nos encontrara demasiado irritante—. Sí, soy un delincuente, James. No, no soy bueno, y sí, voy a robar un auto. En caso de que quedara alguna duda.
Así que eso hizo. Lo malo fue que Bash no contó con que un buen auto requería ciertos cuidados y chequeos constantes con el motor, por lo que no logramos hacer más de cinco horas de viaje antes de que el auto se averiara. Tuvieron que empujar el auto por diez kilómetros para poder llegar al pueblo más cercano. Ni siquiera Tony pudo salvarlo.
Procuramos evitar que la gente nos viera llegar, así que nos escondimos a las afueras, en la naturaleza, junto a un río que cruzaba por la carretera.
Entonces, llevábamos casi una semana instalados en un pueblo campestre, sin nada más que una radio que sonaba día y noche, y algo de la chatarra que Bash nos traía desde el pueblo.
—La gente sospecha lo que somos —nos había dicho ayer tras regresar con una caja atiborrada de ropa vieja y medicinas como ibuprofenos y Tylenol.
Él era el que se encargaba de ir hasta la ciudad a buscar cosas como estas para nosotros. Era el único que tenía el temple y la audacia de aparecerse ahí sin agachar la mirada. Las cosas que usualmente traía eran robadas; al parecer tenía una mano rápida, se le daba bien. Solía escabullirse por las noches, se metía a casas vacías cuando nadie veía, y toda la información la sacaba de la boca de ancianas solitarias y boconas, que siempre parecían dispuestas a hablar con un muchacho guapo, misterioso y con aparente talante.
—Marcia es astuta, sin dudas sabe lo que soy, no es tan despistada como el resto. Ella dice que los grupos nómadas de metamorfos no son inusuales, siempre pasan, usualmente no hablan con nadie y solo se quedan un par de días antes de seguir su camino. La policía está acostumbrada a verlos, por eso no nos han dicho nada, así que tenemos que tener cuidado para que eso no cambie. Ella me dio un par de cosas para nosotros, cajas con atuendos de sus hijos, que hace mucho no viven con ella.
Me pareció un gesto demasiado amable viniendo de alguien tan viejo y astuto, como él me la había descrito. No se lo dije, pero Bash debió alcanzar a leer la suspicacia en mi mirada porque en seguida esbozó una sonrisa voraz.
—Es vieja, pero no dirá nada mientras reciba algo a cambio.
Me había dejado pensando qué tanto estaban las personas acostumbradas a los metamorfos en realidad. Sabía que para muchas, nosotros habíamos dejado de existir hace mucho tiempo. Pero las personas que sabían que nosotros todavía existíamos, tendían a odiarnos. Sin embargo, aquí, la policía no nos había echado, ni entregado a grupos de caza como La Rosa, simplemente nos dejaban estar mientras no molestasemos a nadie.
—¿Qué puede querer una anciana adinerada y astuta de tí?
Él se encogió de hombros, luciendo enigmático.
—Compañía —sopesó. Le gustaba guardarse las cosas para sí mismo—. Favores por aquí y por allá. Pero sobre todo, compañía. Está sola, James. La soledad suele obligarnos a hacer cosas estúpidas.
Fruncí el ceño, pensando en su respuesta.
—¿Cuánto tiempo llevas solo, Bash? —me atreví a preguntar, porque sin dudas él sabía de lo que estaba hablando.
Pero él me evadió con facilidad y fue a mostrarles el botín al resto.
Respiré hondo ante el recuerdo. Abrí los ojos y miré el sol que no tardaría en esconderse tras el horizonte. Había grillos orquestando su concierto por todo el prado. El correr del agua era delicado, casi una canción que tomaba un ritmo irreverente cada vez que Aleu chapoteaba en él, con Samuel detrás de ella. Sus risas estridentes me llegaban y reverberaban en mi pecho. Llevaban mucho tiempo jugando ahí. Joe estaba con ellos, inventando juegos divertidos y bruscos que los había tenido entretenidos toda la tarde. Tony los supervisaba al mismo tiempo, como un coyote, postrado entre la hierba alta, apenas visible. Pero si concentraba la mirada, podría divisar el brillo terroso de sus ojos.
Aleu todavía estaba molesta, no tanto como pudo haberlo estado al principio, pero evitaba dirigirme la palabra si estaba en su poder.
No estaba seguro de qué hacer con eso, así que decidí que lo mejor sería dejarlo estar y esperar lo mejor.
Bash llevaba todo el día en el pueblo haciendo solo Dios sabía qué. Le gustaba estar ahí, de eso me di cuenta rápido. Cuando regresaba, unos minutos antes de que el sol se escondiera, lo hacía de buen humor. A veces me preocupaba no conseguir una forma de seguir, pero él no se cansaba de prometer que estaba ideando una forma segura de poder continuar nuestro viaje sin necesidad de hacerlo a pie.
Ahora mismo no teníamos de otra más que confiar en él.
Sentí un movimiento a mi costado y cuando abrí un ojo para poder espiar, vi la sombra de un felino enorme deslizarse a mi alrededor. Elena se movió con gracia felina, bostezando. El prado tembló ante ella y cerré mis ojos de nuevo. Sentí el peso de la leona acoplarse a mi costado. Le gustaba echarse conmigo. Últimamente se transformaba seguido, disfrutaba el verano. Bebía del sol como si fuera agua. Pasaba horas enteras así, dormitando, juntando energía. Había veces que se alejaba por el río, iba con Samuel a transformarse, solos, porque según ella Sam era demasiado tímido para hacerlo frente a nosotros. Pasaban un buen rato lejos, lejos de la vista de todos, hasta que regresaban, siendo solo humanos. Ambos venían de buen humor, y se notaban más alegres, hablaban más, sobre todo entre ellos.
Yo llevaba tiempo sin transformarme. Mi piel me picaba, pero temía arruinar el progreso en mi costilla con la transformación, así que no me quedaba de otra más que permanecer como estaba.
—Me gustaría que esto no acabara nunca —confesé, cuando creí que estaba por quedarme dormido—. Son los momentos pequeños que me hacen sentir bien. Desearía que pudieran ser más largos. Eternos, en todo caso.
Elena movió la cabeza con pereza a un lado y resopló. No supe qué significaba, pero asumí que me estaba escuchando.
—Cada vez nos queda menos —dije—. Me asusta un poco pensar en lo lejos que llegamos, porque en el fondo creo que jamás creí que lo lograríamos. Al menos no yo. Parece un sueño. Uno bueno.
La leona empezó a ronronear igual que lo haría un gato. Una vibración poderosa que sacudió mi cuerpo entero. Su cola se elevó con languidez antes de barrer el aire como un látigo. Giré la cabeza para mirarla a los ojos, y me atrapó casi de inmediato con los suyos.
Ella podría derribarme si quisiera, pensé.
Era enorme, musculosa, con colmillos largos y filosos, capaces de quebrar cada hueso de mi cuerpo con solo un mordisco. Si de verdad quisiera hacerme pedazos, la dejaría. Yo no era más que una presa, al fin y al cabo. Podría tener mi corazón en las garras que ahora mismo se enterraban en la tierra; podría volverme su juguete si le apetecía. Yo estaba hecho para ceder ante fuerzas de la naturaleza como la de ella; mi destino siempre sería perecer ante depredadores. El suyo era tenernos a su merced.
Ella enseñó los dientes y se los relamió. Claramente no era más que un hábito felino, pero aún así me estremecí. Me asustaba. Pero no era ella, sino el poder que poseía. Yo no podría luchar contra eso, tal vez correr, pero no luchar. No estaba hecho para resistir, sino para vivir y esperar lo mejor. Esperar que nadie me atrape. Esperar a vivir sin tener que morir bajo la mano de otro.
Pero en la vida real, el ciervo perece. La leona, conquista.
La mayor parte de veces olvidaba la naturaleza de Elena. Sospechaba que era todo su culpa, ella se moderaba con nosotros. Aunque no la podía ocultar del todo, porque la leona estaba para ser vista, temida. La leona era ella en cada gesto, en cada movimiento mesurado. Me di cuenta cuando ocurrió el incidente de Whitehorse, en la forma en la que se abalanzó sobre Raymond Pierce con la furia y destreza propia del felino que en realidad era. El animal muy pocas veces se manifestaba plenamente en la piel humana, pero ella ya me lo había dicho.
«La leona me protege».
Hasta ahora, había visto a la leona dos veces. La primera vez fue en Anchorage. La había defendido del aviador. Hizo lo mismo aquella noche en Whitehorse, con los cazadores. Nos defendió. Esperó en la oscuridad, lejos, aguardando el momento perfecto para atacar.
Entonces, una voz en mi cabeza a lo lejos, se preguntó qué estaría defendiendo ahora. Ella misma, tal vez. No podía tener la certeza. Pero, ¿a qué teme? ¿A mí?
—¡Traigo buenas noticias a todos!
Levanté la cabeza, sorprendido por la voz.
Bash se acercó por el camino marcado entre el pastizal, blandiendo otra caja llena de baratijas y comida en el aire, mientras relumbraba una sonrisa. Los niños chillaron emocionados cuando lo vieron. Para ellos, las cajas eran como un tesoro. Nunca sabían lo que Bash podría llegar a tener ahí. Salieron del agua a trompicones, empapados de pies a cabeza, dejando un rastro de agua a su paso. Me enderecé en mi lugar para poder ver también.
—¿Conseguiste otro auto? —aventuró Joe, acercándose tras Samuel y Aleu, con Tony siguiendo su paso.
—Ya lo dije antes, robar un auto en una ciudad es una cosa, robar en un pueblo es otra —respondió Bash, rodando los ojos—. Así que no, pero resulta que mi vieja amiga Marcia me comentó sobre la venta de garage de una pobre viuda llamada Betty Greyson. Fui de inmediato. Logré regatear por algunas baratijas.
Él dejó la caja en el suelo e hizo un ademán, mientras su rostro relucía una mueca de suficiencia. Los niños se adelantaron hasta ella para poder curiosear.
—¿Esa es la buena noticia? —pregunté, levantando una ceja.
—En parte, sí. Es una buena noticia, traje cosas muy interesantes —objetó él con orgullo—. Pero también hablé con Betty sobre varias cosas, y resulta que ella hará un viaje a Nueva York para visitar a su hija mayor para este cuatro de julio, y se ofreció a llevarnos en su vehículo.
Todos se voltearon a verlo, tan desconcertados como yo.
—¿Llevarnos? —repliqué—. ¿Gratis?
Se encogió de hombros, como si no fuera la gran cosa. Sin dudas estaba queriendo restarle importancia.
—Es una buena mujer.
—Y dedujiste eso de conocerla por apenas unas horas.
—Las otras damas hablaron muy bien de ella.
—¿Y tú confías en ellas?
Él me miró a los ojos.
—Plenamente.
Pero la cosa era que Bash nunca confiaba. Por lo que sí, esto era extraño, por no decir completamente bizarro. Tal vez el verano nos estaba afectando a todos de cierta forma.
«Las cosas buenas solo pasan en verano».
—Pasará por nosotros en la carretera, mañana a primera hora —reveló, y eso fue todo. La conmoción recorrió el grupo entero como pólvora, todos se animaron—. Aleu, no te olvides de darle cuerda a tu baratija. No queremos llegar tarde.
Aleu asintió, corriendo a buscar el reloj de oro que le había obsequiado. Usualmente lo llevaba colgado por el cuello casi todo el tiempo, salvo cuando le apetecía ir a nadar.
—Prepararé el fuego para la noche —murmuró Joe antes de alejarse también, con una sonrisa en su cara—. Una fogata grande, ¿eh, Tony?
El coyote se limitó a seguirlo en silencio, pero lo vi agitar la cola contra el suelo.
Pensé en que el sueño continuaba. Todavía no despertaba, y rece por no tener que despertar nunca, porque Nueva York era un gran paso, y estábamos cada vez más cerca de nuestro destino.
Inhalé todo el aire abruptamente, causando nuevamente dolor en mi pecho. No me importó. Lo dejé ir con la misma brusquedad.
Boston estaba a la vuelta de la esquina.
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Para cuando se hizo la noche, los grillos se oían más fuerte, las ranas entonaban canciones y las luciérnagas brillaban por cada rincón. Joe no había faltado a su promesa. Hizo la fogata más grande que pudo; pasó mucho tiempo recolectando los leños más grandes que pudo encontrar y ahora la fogata se levantaba como una bestia que buscaba tocar el cielo. A su lado, la comida se calentaba. Desde la radio en el auto, escuchábamos a un hombre cantar sobre un niño que decía que la cosa más importante que podría aprender alguna vez, era aprender a amar y ser amado en retorno.
La risa de Aleu llegó flotando a mis oídos y la busqué casi de inmediato. Joe estaba con ella y con Samuel; los tres al otro lado del fuego. Estaba alentando a los niños a jugar con el fuego, tirando ramas y hojas a él, riéndose a carcajada limpia cada vez que los veían arder. Tony, como ya era usual, se aseguraba de que nadie saliera lastimado, sentado sobre un tronco, con los codos recargados en las rodillas. No lo hacía obvio para que Joe no se diera cuenta y se molestara con él por eso, pero sí lo suficiente para dejarme a mí más tranquilo.
—Voy a matar a Joe si Sammy se quema —resopló Elena, a mi lado.
—Siempre puedes detenerlos —ofrecí, haciendo una pequeña reverencia—. Eres bienvenida a hacerlo.
Ella los miró con el ceño fruncido por un segundo, antes de negar con la cabeza. Su mirada se suavizó.
—No —decidió después con un largo suspiro—. No se divierten así desde hace rato. No me gustaría tener que arruinarles esto. Todavía.
De pronto, oí el susurro del fuego absorbiendo algo grande, seguido por una carcajada diabólica de Bash. Ahora, él se había unido a ellos. Llevaba una botella de vino en su mano que no parecía dispuesto a compartir con nadie. Valoré intervenir, pararles los pies a todos, pero cuando los miré bien a través de la pared de fuego, tuve un vistazo breve de sus sonrisas abiertas, y sus mejillas sonrojadas por el calor del fuego. Aleu se rió de algo que Joe dijo, y Samuel sonreía como nunca antes. Incluso Tony, más al fondo, parecía complacido.
No tuve corazón para hacer nada.
La canción en la radio terminó y comenzó a sonar otra mucho más animada. Bash aulló al cielo, y de pronto su cuerpo comenzó a convulsionar. Tardé un segundo en darme cuenta de que estaba bailando. Elena se rió de él y su posible estado de ebriedad.
—¡Oh por Dios! —susurró entonces, escandalizada, llevándose una mano a la boca.
Cuando volví a ver, mi boca casi tocó el suelo. Tony había empezado a moverse también, sutilmente, al ritmo de la música. Empujó a Joe, lo invitó a bailar, y él, que pareció tan sorprendido como nosotros, no tardó en aceptar su invitación.
Anthony Williams danzaba al ritmo del jazz.
—Creo que ya lo he visto todo —decidí en voz baja.
Más abajo, Aleu empezó a moverse también, contagiada por el resto. Sammy hizo lo propio, y empezó a sacudir sus brazos en el aire mientras giraba al ritmo de la canción.
—¡Vamos, Jamie! —rugió Sebastian, acercándose peligrosamente hasta nosotros—. ¡Levántate y únete!
Cuando él me tomó del brazo, no tuvo consideración. Sentí un tirón doloroso en mi pecho al mismo tiempo que me sacudía de un lado para el otro. Incluso así, con el terrible y punzante malestar, lo consentí. Dejé que me zandareara a su gusto. Como Elena dijo, no me habría gustado acabar con su diversión.
—¡Adelante, rubia, tú también!
Pero con Elena no fue tan fácil. Ella lo esquivó ágilmente y se limitó a declinar con un movimiento sutil de cabeza y una carcajada, porque Bash casi cae al suelo al tratar de llevarla.
Yo bailé con ellos, sentí su entusiasmo como si fuera el mío. Sus esperanzas estaban en el aire. Podía sentirlo. La ferviente ansiedad que nos daba la certeza de que por fin estaba ahí, todo por lo que habíamos luchado los últimos meses. Estábamos por tocarlo, solo teníamos que estirarnos un poco más. Un poco más, eso era todo.
Me moví hasta que mis pies dolieron y robé algo del vino de Bash.
Pero cuando miré atrás y vi a Elena todavía sentada en el suelo, me detuve. El pelo lo llevaba suelto, enmarañado por la brisa de verano. Tenía las mejillas rojas por el calor y una capa de sudor apenas visible en su frente. Sus ojos permanecían fijos en el fuego, siguiendo cada llama que lamía su camino hacia arriba, mirandolo con un deje reverencial. Usaba esa camisa amarilla, que ahora era su favorita, y la mía también.
Como si hubiera sentido mi mirada sobre ella, Elena levantó la cabeza y sus ojos encontraron los míos. Entonces vi las lágrimas, resplandeciendo en la luz anaranjada, y comprendí que, tal vez, yo no era el único que tenía miedo de encontrar el fin de este viaje.
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