Capítulo uno
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Los muertos tienden a regresar a nosotros en formas de lo más extrañas. Jane regresó a mí, a casi quince años de su muerte, en la forma de una carta.
—Bueno, que me parta un rayo, James —Harold Finnegan soltó la carta sobre la mesa de trabajo como si se le hubiese quemado la mano—. ¿Quién puede ser el autor de una carta tan enfermiza como esta?
Le dediqué una mirada insegura.
—No lo sé —dije.
De hecho, difícilmente habría podido adivinar. Y en lo absoluto conseguía imaginarme a la pobre y desdichada señora Milton, quien además siempre se había jactado de ser una buena cristiana, haciéndose pasar por mi hermana fallecida en una carta. No tenía ningún tipo de sentido, a pesar de que había sido ella quien me había entregado la carta en primer lugar la noche anterior.
—La señora Milton dijo que esa carta llegó a su domicilio cuatro años atrás —expliqué—. En verdad dudo mucho de que ella me estuviera mintiendo.
En realidad, ella hasta me había explicado que cuando la recibió, le había parecido bastante extraño que estuviera a mi nombre, dado que yo no había vivido en ese domicilio desde hacía mucho tiempo. Pero que aún así decidió guardarla, por si en algún momento llegaba a verme una vez más.
Yo había regresado al pueblo hacía menos de un año. Cuando se lo mencioné, ella explicó que había estado haciendo una exhaustiva limpieza por toda la casa durante la tarde de ayer; y que fue allí cuando ella volvió a encontrarse con la carta, guardada y olvidada entre sus cosas. Fue cuando la recordó y decidió dármela.
Procedí a explicarle todo esto a Harold con cuidado, a lo que él solo me dio una mirada de suspicacia.
—¿Y desde hace cuanto que conoces a esta mujer?
—La conocí por primera vez cuando era un niño —confesé—. Ella nos alquiló un cuarto. Siempre fue buena con nosotros.
La señora Milton fue la única mujer —antigua conocida de mi madre— que nos abrió la puerta y nos permitió quedarnos con ella por un tiempo. Estuvimos cómodos solo por un par de meses hasta que, de un día para el otro, Jane decidió que lo mejor era seguir nuestro camino, incluso si no teníamos realmente un destino.
—¿Y acaso la vieja sabía que esta niña de la carta en realidad lleva muerta casi cien años? —espetó con su voz ronca y estridente.
—Quince —No pude evitar corregirlo—. Y no, nunca se lo dije. Llamaría la atención, justo lo que no necesitamos en estos momentos. Ella ni siquiera sabe que la carta es de mi hermana.
—Tal vez es algún tipo de engaño de "ellos" —señaló Harold, y para justificarse, agregó:—Ahí pone que espera que vayas a esa dirección.
No pude negar esa teoría, por más descabellada que fuera.
—Tal vez.
Mis manos, como autómatas, empezaron a acomodar los trineos en su lugar. Los acomodé de manera que nadie chocara con sus extremos al pasar; los miré, y volví a acomodarlos por las dudas. Me mantuve tan inmerso en la tarea que, cuando Harold volvió a dirigirse hacia mí, no pude evitar dar un respingo.
—A todo esto, ¿quién demonios se supone que es Jane? —gruñó.
Mis ojos revolotearon hasta la carta junto al sobre abierto. Mi corazón se estrujó.
—Mi hermana —murmuré.
Harold alzó las cejas hasta el nacimiento de su escaso cabello gris e hizo esa cosa extraña al respirar, como un ronquido que se disfrazaba de una risa incrédula.
—¿Tienes una hermana? Llevamos dos años corriendo juntos por el país, más casi un año trabajando aquí. ¿Tenías planeado mencionar este pequeño detalle de tu vida alguna vez? —cuestionó mientras se reclinaba en su silla, junto al calor de la estufa del taller.
—Tenía —Volví a corregir, cauto.
Cuando había leído la carta por primera vez, la noche anterior, tuve una inquietante sensación que no me permitió dormir a gusto. Y tal vez, en cualquier otro momento hubiese llorado tras hallar entre mis manos lo que parecía una carta de Jane, si no hubiese sido por el hecho de que era casi imposible que la carta fuera de ella.
Aunque, entre un millón de posibilidades...
—Ella era la única que me llamaba Jamie —admití, sintiendo los ojos atentos y llenos de cataratas de Harold inspeccionarme.
Resoplar con molestia mientras me replanteaba mi decisión de haberle enseñado la carta en primer lugar. ¿Por qué lo hice? Tal vez fue mi búsqueda de validación o tranquilidad, porque conocía al viejo Harold Finnegan, porque era un hombre simple y fácil de interpretar. Porque sabía lo que me diría, y yo tan sólo ansiaba el placer de poder oírlo, de volver a entrar en razón. Necesitaba que alguien me sacudiera aquellas ideas tontas de mi cabeza.
—Olvídalo, tira esa basura y ponte a trabajar; tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos, no podemos parar a escuchar los lamentos de un muerto —aseguró, pero en seguida frunció el ceño—. Esto... Sin ofender.
—No te preocupes. —Me acerqué hasta el fuego también, porque mis piernas seguían heladas de la caminata que había hecho desde la posada hasta el taller.
Y volvimos a permanecer en silencio. Harold carraspeó.
—Allí habla sobre otra carta...
—No hay otra carta —Lo corté—. Yo también lo noté y se lo pregunté a la señora Milton esta mañana. Ella me dijo que no hay otra carta.
—¿Y la dirección de procedencia te suena de algo? —Agarró el sobre y leyó la dirección en voz alta—. Brooklyn, calle Midwood al 10, departamento 18ª.
—Solo un demente pondría un pie en Nueva York —repliqué de inmediato.
—Entonces olvídate de esta mierda, seguro que es... una broma de mal gusto, o algo así.
Hice una mueca. De verdad deseaba creerle, pero alcancé a notar la vacilación en su voz al decirlo. Sin dudas era extraño, pero mi mente no podía permitirse distraerse con esto, no en este momento en particular al menos. Harold tenía razón en algo: había cosas más importantes que requerían nuestra atención inmediata.
Sacudí la cabeza y traté de despojarme de los fantasmas. Guardé el sobre y la carta en el bolsillo de mi bolso, y volví a enfrentarme a Harold.
—¿El pedido está listo? —dije.
El viejo Finnegan sonrió, se inclinó detrás del mostrador, arrastró un cajón de madera y sacó un paquete que colocó justo frente a mí con orgullo.
El cajón no era más que una buena excusa para llevarme a la casa Blair sin levantar sospechas. En realidad, en el interior no había nada más que un juguete de madera que yo había tallado durante una tarde de aburrimiento mientras esperaba a que Harold terminara de trabajar en un enorme librero que un cliente le había encargado.
—Definitivamente. —Tomé el paquete y me aferré a él con un vacío creciente en la boca de mi estómago. Harold me apuntó con un dedo y dijo: —Más te vale asegurarnos un buen escondite, James.
—Donna dijo que la mujer la estima mucho. Accederá —prometí, incluso si no tenía una verdadera certeza sobre ello, porque a pesar de que Donna Walker era una mujer de fiar, nada podía asegurarme que ella no estaba equivocada y que esa anciana de la que me habló nos ayudaría a encontrar un lugar para escondernos.
Podríamos haber elegido salir corriendo de esta diminuta comunidad en vez de hacer este desesperado intento, ¿pero qué teníamos para perder al intentarlo?
Tan solo nuestro valioso tiempo (que podríamos haber gastado huyendo lejos), y nuestras vidas, dijo una maliciosa voz en mi cabeza.
—Más te vale ser claro y conciso, James. Actúa con determinación por una vez en tu vida. La Rosa se acerca.
Asentí y me estrellé contra la puerta en mi camino al exterior del taller, con la campana sonando en mi despedida.
Un escalofrío subió por mi cuerpo. La Rosa estaba cerca.
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Los tendones detrás de mi rodilla tiraron de forma dolorosa; el camino no había sido liberado y lo cubría una profunda capa de nieve con la que era difícil caminar.
Levanté la cabeza y miré el largo tramo de colina nevada que todavía me quedaba por subir, con mi destino ahí.
La casa Blair yacía en lo alto de una colina boscosa, aislada al completo de la comunidad. Era de conocimiento público, gracias a los rumores esparcidos, que los Blair habían sido una familia de académicos excéntricos y conservadores, muchos reconocidos en grandes universidades de Estados Unidos e incluso Inglaterra, como Yale, Harvard y también Oxford. Y sabía que, gracias a las acciones militares en las islas Aleutianas, la casa había tomado como siervos a los nativos evacuados cerca de 1942.
Jamás había visitado la casa hasta esa mañana, y si debía describirla en una sola palabra, yo habría elegido «soberbia».
Era alta, probablemente de la época victoriana por el techo pronunciado junto a sus torres ostentosas, y el corte adornado que había alrededor del amplio porche. La madera de las paredes irregulares estaba pintada de un suave amarillo que lograba resaltar el tono rojizo de las tejas esmaltadas. La propiedad Blair se alzaba con una hermosura señorial que la hacía destacar por su increíble soledad en el paisaje nevado y salvaje de los árboles altos que intentaban abrazarla.
De hecho, la casa chirriaba tanto con el entorno, que era como si alguien la hubiera arrancado de algún suburbio para abandonarla sobre esa desprovista colina.
Me di cuenta como a los alrededores se movían los nativos que servían en la casa, yendo de un lado para el otro. Los que parecían trabajar en el cuidado externo de la mansión iban vestidos con anoraks hechas de piel de oso y caribú, pero aquellos que parecían servir adentro, se vestían con los uniformes grises de los empleados.
Caminaban de manera dócil alrededor de la casa, la mayoría no era mayor de treinta años.
Subí por el alto porche y sacudí los pies en la alfombra de alambres antes de animarme a tocar a la puerta. No pasó mucho tiempo hasta que esta se abrió, revelando a una niña de no más de siete años. Usaba una falda de estilo escocesa color azul, medias largas de lana y botas de invierno. Abrigada con un suéter gris.
—Hola —dijo ella. Llevaba el pelo corto y castaño peinado en amplios y prolijos bucles que se sostenían con lazos de seda azules desde los costados—. ¿Usted quién es?
—James —dije, pero luego recordé que debía ser claro, así que aclaré mi garganta y, para agregar un poco más de seriedad al asunto, agregué:—Reagan. James Reagan.
Ella se inclinó con rapidez y me tomó de la mano para estrecharla. Su rostro era dulce y agradable, y tenía los enormes ojos de un juzgador y un soñador al mismo tiempo (más tarde yo sabría que era un peculiar gesto heredado de su madre).
—Aleu. Aleu Jelena Blair. ¿Y a qué se dedica? ¿Es acaso un nuevo profesor? ¿Cuál es su intención en esta casa?
Levanté la barbilla y la miré con desdén, deslizándome lejos de su mano sudorosa. En realidad, no era un gran aficionado a los niños.
—Estoy en la entrega de un paquete —clarifiqué, apretando dicho objeto contra mi cuerpo como si temiera que ella pudiera arrebatarmelo—. Busco a Kireama, se supone que ella es la ama de llaves de la casa, ¿no?
—Soy yo. —Kireama se acercó hasta nosotros por el pasillo que había detrás de la niña. Era una anciana, como Donna me la había descrito. Su piel cobre estaba flácida y arrugada, pero sus pequeños ojos eran atentos y dulces—. Aleu, ve a jugar.
La niña protestó de inmediato.
—¡Pero.... Abuela!
Kireama insistió.
—Tu profesor de música podría llegar en cualquier momento, ve a prepararte.
Aleu, airada y con sus ojos verdes desprendiendo chispas, dio un fuerte pisotón en el suelo. Luego se dio media vuelta con mucho dramatismo y corrió de nuevo hacia el interior, subiendo por la escalera alfombrada, saltando los peldaños de dos en dos. Yo no pude hacer más que mirar todo con una ceja alzada ante tal muestra de carácter.
La anciana carraspeó y me dio una sonrisa de disculpa.
—¿En qué puedo ayudarlo, señor? —preguntó.
Empujé la caja envuelta contra ella, una caja que sin dudas no era más que una excusa para que yo estuviera ahí. Ella pareció sorprendida, pero yo debía ser claro y conciso. Tenía que tener determinación.
—Su pedido estaba listo, y me molesté en acercarme para dejárselo —dije, y me sorprendí a mí mismo siendo capaz de mantener el contacto visual.
Desde el piso de arriba, la niña gritó:
—¿¡Es un regalo para mí!?
Kireama parpadeó e inclinó la cabeza con incertidumbre. Ella cerró un poco más la puerta detrás de sí para impedir que la niña siguiera escuchando a escondidas.
—No recuerdo haber pedido nada.
Entonces, la tomé por la mano y la obligué a salir del interior de la casa, acercándola un poco más a mí, y aprovechando la poca distancia, me incliné sobre su oído y susurré:
—Necesitamos un escondite, por favor. Somos cuatro personas y ellos están cerca.
Kireama abrió sus pequeños ojos, alarmada. Ella miró a los costados, cerciorándose de que no hubiese nadie cerca, y es que eso no era cosa menor; todos sabían lo que podía pasarte si ayudabas de cualquier manera a un grupo de metamorfos y eras atrapado.
Ella balbuceó unas palabras mientras intentaba soltarse de mi agarre con algo de torpeza.
—Me temo que eso no es posible, señor.
Ante el rechazo, me eché para atrás sintiendo como la determinación abandonaba mi cuerpo.
—Los cazadores están a horas de distancia —imploré, apretandola de la muñeca un poco más fuerte—. No queremos que nos lleven a la frontera, no queremos irnos, solo deseamos un escondite por un par de días.
Ella lucía afligida, y me fue fácil volver a leer la respuesta en su rostro. Pero yo no podía permitirme aceptar un no; Harold, Donna y su marido, Walter, dependían de mí en esos momentos. Necesitábamos desesperadamente un plan que no fuese uno de escape, a pesar que desde el comienzo, huir precisamente, había sido la opción más sensata.
En realidad, resultaba casi gracioso porque Harold era de los que corrían apenas oía algo que estuviera relacionado con la asociación de caza La Rosa, pero en esta ocasión él, de todas las personas, había decidido tomar un plan menos evasivo y drástico, y quedarse en los alrededores del pueblo.
Y todo esto solo por mí.
Harold sabía lo mucho que yo daría por no tener que volver a sumirme en esos largos viajes alrededor del país con tal de evitar mis cazadores personales.
Honestamente apreciaba su intento por ser lo más parecido a una figura paterna que se preocupaba, pero quedarse era casi tan peligroso como irse. Se lo dije, se lo dije un millón de veces en ese último día, y sin embargo cuando algo entraba en la cabeza gigante de ese viejo oso, nada podía hacerlo cambiar de opinión.
—¿Hay algún niño con ustedes? —preguntó Kireama, tomándome por sorpresa.
Parpadee por el repentino cambio de parecer en la ama de llaves.
—No —respondí, cauto—, somos cuatro adultos.
—Ellos no llevan a adultos, me temo —Kireama retrocedió un paso—, solo se llevan a los niños.
—No queremos que nos lleven con ellos —volví a aclarar con apuro—, solo que nos escondan hasta que todo pase. Donna nos dijo que los estaban escondiendo temporalmente en algún lugar cerca, por favor. Solo hasta que ellos se vayan.
Y entonces, algo en lo que le dije pareció captar su atención. Los ojos de Kireama se abrieron con una angustia que pareció a punto de querer ahogarla.
—¿Donna está con ustedes? —preguntó— ¿Donna Walker?
Asentí con prisa, saboreando lo que parecía mi victoria.
—Su esposo es como yo —dije entonces de sopetón, tan solo para tratar de meter más presión—, él es un metamorfo.
Y logré convencerla.
N/A: Yyy traje de vuelta de esta historia, con algunos ligeros cambios de su versión anterior xd
No me odien por ser así jsjs les juro que si mando una historia a borrador para remodelar todo, lo hago con la mejores de las intenciones 😅
Pero es que nunca estoy conforme con el resultado final y quiero que todo tenga coherencia, igual, prometo no volver a hacerlo, y si lo hago, pueden lincharme que no me voy a quejar jajaja
Igual lxs amo por aguantarme ❤️
Btw, sé que puede ser algo confuso al principio, pero a medida que todo avance la historia va ir tomando forma, lo prometo <3
Sin nada más que agregar, los veo en el capítulo 2 👀✨
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