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Capítulo tres


-ˋˏ ༻ 3 ༺ ˎˊ-

Había una niña dentro del armario encastrado en ese olvidado sótano, y detrás de ella un agujero en la pared. Yo no conseguía hilar una cosa con la otra cuando súbitamente ella muy emocionada me habló.

—¿Eres un fantasma?

Mi corazón latía desaforado. Mis oídos palpitaban. Apenas creí escucharla.

—Si lo eres, entonces quiero que sepas que los fantasmas no me dan miedo, solo las arañas.

Parpadeé.

—Los vi entrar. Caminaban con tanto cuidado que creí que podrían ser fantasmas. Creo que a los fantasmas no les gusta ser vistos.

Pude ver todas mis posibilidades de una vida tranquila desmoronarse justo frente a mis ojos nada más esa niña se plantó frente a mí. Si ella iba y le contaba a alguien que un grupo de personas se habían ocultado ilegalmente en su sótano, estábamos condenados.

—¿Cómo...? ¿Qué haces... aquí? —No tenía palabras.

Ella me miró de arriba a abajo con cierta cautela. Luego, en voz baja, se puso a explicarme todo como si lo que estuviera pasando no fuese grave o raro para ninguna de las dos partes.

—A veces vengo a escondidas a jugar —confesó como si fuera su mayor secreto en el mundo—, la puerta siempre está con llave, pero una vez encontré una trampilla en los establos escondida entre el heno, que daba a un túnel que llega hasta aquí. Quería bajar antes, pero tenía miedo de que me atraparan, y más tarde me enfermé. —Hizo una mueca, rascando su antebrazo con ahínco—. La abuela no me dejó salir de la cama en todo el día, pero no tuve clases de piano, lo que es bueno.

Mi boca estaba seca. No logré emitir ni una sola palabra, así que solo me quedé mirando ese peculiar agujero cavado en la pared, buscando algo de sentido. Mi mente se debatía entre la intriga y el nerviosismo

¿Por qué, si lo que la niña decía era verdad, los Blair tendrían un túnel como ese debajo de la casa?

—No puedes decirle a nadie que yo bajé hasta aquí —murmuró ella de pronto, tomándome por el brazo para llamar mi atención—. Mamá me golpeará con la regla de coser si se entera, y la abuela estará decepcionada.

Me eché lejos de su tacto casi por instinto. Balbuceé.

—No diré... No diré nada.

Ella asintió.

—Yo tampoco diré nada. Usted y sus compañeros fantasmas pueden quedarse —dijo, sin siquiera reparar en mi cara desencajada. Ella se rascó el codo distraídamente—. Los conté, los vi llegar por la ventana, son cuatro, ¿no?

Volví a mirarla de arriba abajo, ahora tratando de hallarle un sentido a ella. Me percaté de que solo iba con un camisón blanco de solapas con bordados en hilo rosa, sucio con telarañas y heno en la falda. Sobre los hombros llevaba un chal de lana gris y en los pies botas para la lluvia. El pelo oscuro, a diferencia de cuando nos vimos por primera vez, estaba todo despeinado y libre.

—¿No tienes miedo? —Me hallé preguntando, sin poder creerme nada de lo que estaba pasando.

Ella meneó la cabeza con rotundidad, volviendo a rascarse los brazos y luego las mejillas.

—No... Porque si la abuela Kireama los trajo... ¿Por qué ella iba a traer espíritus malos si es tan buena?

—No puedes decirle a nadie que estamos aquí —dije entonces, porque ya no estaba seguro de qué más hacer o decir.

—¡Que no! ¡Ya te dije que...!

Me apresuré a tomarla por el brazo.

—¡Chist, calla! Habla bajo.

Ella se tapó la boca con una mano.

—Ups, lo siento.

Luego se escabulló fuera del armario y alzó la cabeza sobre los muebles apilados para poder echar un vistazo a mis compañeros. Volví a agarrarla por su delgado brazo para evitar que se acercara a ellos, pero me di cuenta de que era muy tarde.

En la oscuridad nos miraban tres pares de ojos aterrorizados. Walter, Donna y Harold se habían despertado.

En parte, eso consiguió aliviarme un poco porque significaba que ya no estaría solo en toda esa situación tan descabellada. Les pedí ayuda con la mirada, sin saber qué hacer o cómo actuar.

—¿James? —masculló Walter entre dientes.

—... ¡Ella sólo apareció!... —susurré de igual manera.

—Es que hay una trampilla en el establo —volvió a explicar Aleu con emoción, interrumpiendo mis palabras—. Entré por el túnel porque no sé dónde guarda la abuela Kireama las llaves. Los vi cuando llegaron, cerca de la hora del almuerzo. ¿Por qué se esconden aquí? Hace mucho frío.

—Jesús —exhaló Harold, abrumado.

Donna fue la primera valiente en levantarse y acercarse a nosotros. Miró a la niña que yo sostenía por el brazo y se inclinó frente a ella con una sonrisa que temblaba en las comisuras, como si temiera que ella fuese una bomba a nada de estallar y arrasar con todos nosotros en el proceso.

—Hola dulzura, soy Donna.

—Yo Aleu.

—Qué nombre tan bonito.

—Ajá, pero ese no me lo puso mi mamá, me lo puso la abuela Kireama.

—¿Kireama? —preguntó, pretendiendo sorpresa—. Yo la conozco, es como una madre para mí, la quiero mucho.

—¡Yo también la amo mucho! —dijo Aleu con una sonrisa—. Ella me crió, es mi madre también, más mía que tuya.

Donna se rió y le atusó un poco el cabello.

—Estoy segura de que sí —asintió—. Escucha, Aleu, ¿sabes guardar secretos?

Aleu asintió una sola vez, rascando su cabeza.

—Sí sé. Sé muchos secretos que nunca dije.

—¡Genial! —la felicitó Donna. Su falso optimismo me irritó de cierta forma—. Porque esto es un secreto muy importante que tienes que guardar, ¿sabes? Nadie puede saber que estamos aquí —dijo acariciando el rostro regordete de la niña, antes de empezar a palpar sus mejillas también—. Oh mi Dios, estás ardiendo, ¿no tienes fiebre?

—Sí, esta tarde la abuela dijo que tenía fiebre, pero yo me siento muy muy bien —afirmó asintiendo varias veces con la cabeza.

—Ah... Pero, de todos modos, deberías volver a la cama, podrías ponerte peor —aseveró Donna.

—Bueno... Sí, eso supongo —Ella comenzó a retroceder—. Guardaré el secreto —prometió entonces, soltándose de su agarre y corriendo hasta el interior del armario.

Ella trepó la pared con agilidad y se metió en el agujero, arrastrándose por su interior hasta desaparecer, dejando atrás tan solo el eco de su paso. Nosotros nos quedamos pasmados, mirando por donde ella se había ido, dejando unos segundos de silencio. Esperamos que ella se hubiese alejado lo suficiente para por fin dejar escapar ese suspiro de alivio colectivo.

—Jesús —volvió a decir Harold masajeando su nuca—. Vamos a tener que irnos —dijo luego con determinación.

—Definitivamente —secundé.

—Ella dijo que no iba a decir nada —señaló Donna con sus brazos en jarra.

—Es una mocosa —gruñó Harold, respondiendo a Donna—, nos va a delatar si piensa que recibirá alguna galleta a cambio.

Mi mandíbula se tensó y asentí.

—Esperen un momento, ¿vieron cómo se rascaba? —mencionó Walter por lo bajo, pero su comentario había sido tan poco relevante que en realidad nadie le prestó atención.

—Él tiene razón, no podemos confiar en ella —dije.

Donna suspiró y enterró las manos en su cabello rubio con desesperación.

—¿Y a dónde piensan que podríamos escondernos? Ya pasó un día, esperar otro no nos va a matar, para mañana ellos se habrán ido, ¿no nos dijiste eso la otra noche, Harold?

—¡Escuchen, la niña tenía fiebre!

El exabrupto nos sorprendió a todos. Walter tenía los ojos abiertos de par en par, mientras nos miraba a cada uno de nosotros como si esperase que pudiéramos entenderlo. Donna carraspeó y se acercó hasta él.

—Sí... —dijo con calma—. ¿Qué ocurre con eso?

—Se estaba rascando como loca, ¿no la vieron?

—... Sí —declaré con cuidado, pero de pronto, como una revelación del más allá, lo comprendí. Comprendí lo que Walter había estado tratando de señalar. Y el horror, ese que deja un vacío espantoso en el pecho, me recorrió de pies a cabeza—. Pero... ¿Cómo...?

—¿Qué? —ladró su esposa, oscilando la mirada entre Walter y yo, confundida.

—¿Cuáles son los síntomas de la primera transformación?

—Fiebre y comezón —contestó Harold, al mismo tiempo que tomaba conciencia de la gravedad del nuevo asunto.

La primera transformación era la razón principal por la que muchos de nosotros no llegamos a la edad adulta. Era como echarse la soga al cuello. Los niños metamorfos que tenían su primer cambio, eran carnada fácil para los cazadores. Al ser un cambio inesperado e involuntario, los animales comunes —casi siempre los perros—, se volvían locos y eran capaces de distinguir a un metamorfo a gran distancia. La única manera que nosotros teníamos para pasar de inadvertidos era mantener la calma y no sucumbir a los instintos animales que nacían de la emoción más profunda del ser humano: miedo.

Pero entonces, con una niña con el animal a flor de piel y a nada de tener su primera metamorfosis... Bueno, era casi lo mismo que lanzar una bengala al aire.

—Dios santo —susurró Donna, llevándose las manos al pecho con angustia.

—Tenemos que advertir a Kireama, que nos saque de aquí ya. —Harold corrió hasta poder ver el agujero en la pared por donde Aleu, la niña, había desaparecido—. No cabemos por aquí.

Justo entonces, cuando el miedo se estaba apoderando de cada uno de nosotros y hacíamos lo posible para mantenerlo a raya, empezaron a oírse los ecos. La cabeza de Aleu volvió a emerger desde la pared. El viejo Finnegan se echó para atrás nada más verla.

—¡Aleu! —susurró Donna.

Aleu tenía los ojos muy abiertos y se veía tan preocupada como nosotros.

—No puedo entrar a casa —susurró ella—, se está acercando gente, y me iban a ver. Tuve que meterme aquí otra vez, si mamá se entera de que estoy fuera de la cama ella...

—¿Gente? ¿A estas horas?

Aleu parpadeó.

—Ajá... Con perros, muchos perros y...

Arriba, se oyó como la puerta era zamarreada.

¡Toc, toc toc!

—Son ellos.

Miré la puerta pequeña del sótano, congela. Volcí a sentir mi corazón en los oídos, igual de fuerte que un tambor. Mis piernas se plegaron ligeramente, listas para darse a la huida, salvo que en realidad yo estaba completamente congelado y de hecho no había lugar al que escapar. Mis manos empezaron a temblar. Las presioné contra mis muslos para detenerlas.

—James sí cabe, es de hombros pequeños —dijo apresuradamente.

Arriba, la puerta volvió a ser sacudida.

—¿Donna tampoco cabe? —escuché que decía Harold agitado, y era la primera vez que lo oía así, pero yo no podía quitar los ojos de esa puertita que se alzaba escalinatas arriba.

Te arrancaré esa corona con mis propias manos, había dicho.

Al igual que si fuese algún tipo de recordatorio, la cicatriz en mi brazo comenzó a arder como si ellos estuvieran volviendo a dejar el hierro ardiente sobre mi piel de nuevo. Con la uña de mi pulgar empecé a rascar otra vez la tapa gastada del reloj de bolsillo que tenía.

Me di cuenta de que necesitaba respirar. Traté de hacerlo. No funcionó, mis pulmones estaban cerrados.

—No quepo, mis caderas no caben. Y no... n-no me iré sin Walter, no pienso irme.

Los pasos resonaron arriba. Alguien estaba bajando a atender la puerta.

—James, James escucha. —De pronto Harold estaba parado frente a mí, sosteniéndome por los hombros. Él me sacudió un par de veces para hacer que le prestara atención—. ¡James!

Parpadeé y fregué mis ojos porque estaba llorando, como un cobarde. Odiaba ser así. Odiaba portarme como un niño. Odiaba que ellos tuvieran el poder de volverme uno.

—James, debes irte tú —dijo Donna, y pude sentir su mano cálida en mi espalda, queriendo influir ánimos.

—Y-yo...

Alguien estaba hablando arriba, voces. Probablemente la señora Blair había abierto la puerta.

Mal, mal, mal.

—James, mírame bien —murmuró Harold—. Esta es tu única salida chico, vete ahora. Eres el más joven de todos nosotros, tú y esa mocosa. Sal ahora que puedes. Ya, ya.

—Vete ya, James —dijo Walter empujándome hasta el armario.

—Aleu, haz lugar a James —escuché decir a Donna con premura.

La niña asintió con determinación y obedeció, pero pude adivinar que no era capaz de comprender la gravedad del apuro en el que estábamos, y mucho menos que esto era por su culpa.

Los perros la estaban buscando a ella.

—P-pero... Ustedes —balbuceé, tropezando con mis propios pies.

—Vete ya, James. Vete ahora.

A veces, o bueno, muchas veces, deseaba haber mirado atrás antes de trepar hasta el interior de ese angosto agujero en la pared del armario. Si lo hubiera hecho, ¿habría visto los rostros angustiados? ¿Habría visto envidia, porque yo fui el único que cabía por ese agujero gracias a mi complexión delgada? ¿Los habría visto llorar? ¿Habrían estado aliviados de que por lo menos uno de nosotros iba a lograr salir?

Jamás me giré a verlos una última vez. Pero debería haberlo hecho. Debería haberme quedado. Debería haber muerto yo y no ellos. Todos queríamos vivir. Teníamos sueños y vidas que nos esperaban. Mis propios sueños eran los que menos valían la pena, ¿por qué tuve que salir yo? Walter debió salir, o Harold y Donna.

Donna, que ni siquiera era un metamorfo.

Frente a mí, la niña se deslizó por el túnel con agilidad y mucha más rapidez que con la que yo podría llegar a moverme alguna vez. No tengo memorias de mis pensamientos exactos mientras iba por el angosto túnel de abajo de la propiedad Blair, pero sí recuerdo la incómoda sensación del cemento áspero que lo cubría, tirando de mi suéter de lana como si la casa intentara retenerme.

Yo sabía que el establo no estaba tan lejos, un par de metros como mucho, pero el camino fue eterno y angustioso de una manera que jamás podría explicar.

Como Aleu me había dicho antes, había una trampilla al final que daba al establo. Al salir lo primero que sentí fue el frío helado y el hedor a estiércol. Los caballos, acomodados en sus respectivos corrales se estremecieron, pero no llegaron a escandalizarse. Aleu me estaba esperando con la cabeza pegada al gran portón, espiando con un solo ojo por la rendija de en medio. Yo me arrastré junto a ella y también me acerqué para poder ver lo que pasaba.

En la casa, las luces estaban encendidas, los hombres —no pude ver cuantos eran en total— se apiñaban en torno a la propiedad, con numerosos sabuesos retenidos por correas y con hocicos hundidos en la nieve. Los cazadores, naturalmente, iban bien armados con rifles y escopetas. La señora Barbara Blair estaba hablando con ellos, y por sus gestos y su voz ella sonaba realmente molesta por tal numerosa intrusión.

Una voz en mi cabeza preguntó si acaso ella estaría al tanto de la más que posible condición de su hija.

—Están adentro —susurró Aleu, como si yo no estuviera viendo lo mismo que ella—. Mamá está hablando con ellos, creo. ¿Quiénes son?

De repente, el ladrido de uno de los perros rompiendo la noche nos tomó por sorpresa. Caí hacia atrás y arranqué a Aleu lejos del portón. Los perros ladraron enfurecidos, pero tardé unos segundos en comprender que esa furia no iba dirigida hacia nosotros, sino a alguien en la casa.

Me congelé. Alguien allí adentro se había transformado.

Comprendí que nos estaban ganando tiempo para poder huir, pero no encontré la fuerza para levantarme y hacer algo al respecto.

Escuché gritos de hombres, pasos fuertes entrando en la casa y el rugido feroz de un animal, uno que me perforó el alma. Los disparos empezaron a oírse también, como ecos. Las conté. Fueron cinco disparos. Cinco balas destinadas a derribar a Harold, un viejo oso polar en desventaja, atrapado en el sótano de una propiedad ajena, muriendo por alguien que no lo merecía.

Aleu jadeó aterrada, pero llegué a taparle la boca antes de que pudiera gritar. Había sentido su respiración agitada mientras pateaba y mordía, tratando de liberarse. Sin embargo, me mantuve firme.

Me levanté del suelo con ella a cuestas, aprovechando el bullicio en la casa. Miré a mí alrededor tratando de hallar algo que pudiera ayudarnos; fue entonces cuando vi la salida trasera del establo.

Le abrí el corral a uno de los caballos —era una yegua saludable de pelaje blanco y ojos negros como escarabajos—, la bestia trotó afuera y me apresuré a subir a la niña en su lomo. Un segundo después subí yo. Nunca había montado a caballo antes, por lo que fue difícil mantener el equilibrio.

Afuera, una mujer gritó. No supe decir si había sido Donna o la madre de Aleu, solo supe que le siguió otro par de disparos.

Uno, dos, tres.

Los perros aullaron, salvajes.

Otro disparo, y otro y otro.

Me estremecí y me limpié los ojos antes de espolear a la yegua que relinchó antes de despegar como un misil, arremetiendo con la puerta trasera del establo. Los perros ladraron, Aleu chilló, y el caballo se abrió paso entre la nieve, cabalgando hasta adentrarse en la mañana próxima y los bosques salvajes de Alaska.
















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