Capítulo treinta y tres
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No estoy seguro de dónde fue que saqué el valor. La idea era estúpida por donde se la mirase, pero no había podido dejar de pensar en ello una vez que Aleu me lo señaló en nuestra primera noche en la ciudad.
La carta venía de aquí. De Brooklyn, Nueva York. A solo unas cuantas calles, si Elena no estaba errada con la dirección.
Ella me dijo:
—Solo sigue caminando por esta calle, sigue por al menos once o doce cuadras. Creo que la dirección que buscas queda cerca de Prospect Park. Verás un cartel que te señalará el nombre de la calle.
Yo le dije:
—Volveremos pronto. Con suerte, no tardaré mucho. Entonces, iremos hasta la estación del ferry.
Y ella me dio unas suaves palmadas en el pecho, con una sonrisa delicada, casi tímida.
—Aquí estaremos —dijo, y no pude evitar corresponderle con otra igual.
Les pedí a Bash y Aleu que vinieran conmigo. No sé de dónde saqué las agallas, pero en ese entonces, lo sentí correcto. Ellos eran, después de todo, dos partes muy importantes de mi vida. Una parte de mi pasado, y una gran parte de mi futuro.
Caminábamos por la ciudad lo mejor vestidos posibles. Bash estaba a mi izquierda y Aleu iba sosteniendo mi mano derecha. Nuestro destino era la calle Midwood, al 10. Departamento 4a.
Cada vez que pensaba en ello, me sudaban las manos. De pronto, extrañaba el peso del reloj en mi bolsillo. Y el ciervo quería correr lejos, porque en realidad, no estábamos tan lejos, eran solo unas cuantas cuadras más. En unos minutos estaríamos ahí: la dirección señalada en la carta. Una carta de Jane, ni más ni menos. Enviada por un remitente desconocido, porque ella no había podido enviarla. Estaba muerta. La vi morir. Los vi matarla. Vi la piel que le quitaron del cuerpo.
—Esto es una mala idea —dije de pronto, deteniendo mi marcha en seco.
Bash resopló, puso una de sus manos ásperas y pesadas en mi cuello y me obligó a seguir caminando, haciéndome trastabillar en el proceso.
—Ya estamos aquí, Jamie. No daremos la vuelta.
—Podría ser una trampa.
Sebastian fue muy resolutivo al respecto. Cabrón.
—Pues, en todo caso, solo nos acercaremos a dar una miradita o dos.
A medida que nos acercabamos a una esquina, donde un cartel rezaba en letras grandes Midwood, empecé a sentir que mi corazón buscaba escapar también. Una opresión horrible se instaló en mi pecho y, durante un segundo, estuve muy dispuesto a soltarme y darme la media vuelta. Por lo menos, hasta que Aleu apretó mi mano más fuerte.
Fue como si, en medio de un océano, alguien me lanzara un salvavidas.
Cuando la vi, noté que sus enormes ojos verdes tenían una sombra insegura, pero aún así, ella se las arregló para enseñarme una sonrisa —pequeña, temblorosa—. pero una sonrisa al fin y al cabo. A decir verdad, lucía casi tan asustada como yo.
—Si Jane está ahí —dijo con suavidad, como si de pronto su nombre se hubiese vuelto una mala palabra—, ¿seguirás queriendo que sea tu hermana de mentira? Realmente no me molesta seguir siéndolo. A menos que a ti te moleste.
Me mordí el interior de la mejilla para no reír. Detuve mi paso y me arrodillé a su altura.
—¿Acaso no te gusta tener un hermano mayor de mentira? —dije en un tono jocoso.
Ella suspiró con alivio, y dejó salir una risita nerviosa.
—Habría preferido un hermano menor, pero bueno, creo que si no tengo de otra, me puedo conformar contigo —contestó con el mismo tono.
Sonreí y le revolví el pelo con mucho cuidado, pues no quería poner en riesgo de desastre ese medio recogido sutil que se había hecho con el lazo de seda de un viejo vestido. Más conforme, traté de volver a ponerme de pie, pero unos delgados brazos se me echaron al cuello con fuerza. Apenas logré sostener nuestro peso, así que caí sobre mi trasero con un golpe, pero mentiría si dijera que aún así no le devolví el gesto con la misma intensidad.
Bash carraspeó. La punta de su zapato tocó mi espalda baja.
—Hay gente en la calle —dijo entre dientes, con los labios fruncidos en una mueca de desagrado—, me avergüenzan.
Sonreí y puse los ojos en blanco.
—Vamos —dije, levantándome y ofreciendo una mano a Aleu para que hiciera lo mismo—. Sigamos.
Ella aceptó de inmediato, y seguimos caminando.
El edificio tenía varios pisos. Era una estructura bastante típica de Nueva York, con una fachada de ladrillos rojos, ventanas grandes y rectangulares, y una escalera de incendios en el extremo izquierdo. Nos paramos justo sobre la entrada al vestíbulo, y no pude evitar mirarlo como si fuera alguna clase de bestia que se cernía justo sobre nosotros, lista para atacarnos.
Respiré hondo. Aleu volvió a apretar mi mano, como si fuese capaz de sentir mi malestar. Ella siempre tuvo un ojo excelente para leerme. Pero no quería que se siguiera preocupando por mí, así que le devolví el apretón y fingí ser valiente por hoy.
Nos acercamos hasta la caja de timbres donde podía ver cada departamento. El botón del departamento 4a estaba justo frente a mí, y lo único que yo tenía que hacer era presionarlo. Resoplé, moviendo mis hombros para quitar algo de la presión que sentía.
Levanté la mano. Contuve la respiración. Lo presioné.
El estridente chirrido me hizo dar un salto del susto. Esperé un segundo eterno. Mi pulso era tan fuerte que podía sentir como mi cuerpo entero se estremecía con cada uno de los latidos de mi corazón.
—Puede que no haya nadie —murmuré al ver que en realidad, nadie parecía responder.
Bash se echó hacia atrás y se cruzó de brazos.
—No hemos venido hasta aquí por nada —afirmó, mientras se inclinaba sobre el ventanal de cristal para tener una mejor visión del interior del vestíbulo—. No hay portero cerca. Solo necesitamos forzar la entrada.
—¿Cómo haremos eso sin parecer delincuentes en el proceso?
Él guardó silencio, con los labios presionados entre sí mientras que sus ojos ansiosos oteaban los alrededores. Miró la escalera de incendio, pero cuando se dio cuenta de que no era la opción más disimulada, pareció desistir. Giró sobre sí mismo y continuó buscando. Debió encontrar algo, porque de pronto, su mirada adquirió un brillo particular.
Salió despedido en dirección a una anciana que se acercaba a la entrada, cargando con mucho esfuerzo varias bolsas de mercadería. La anciana era pequeña y encorvada, tanto así que incluso sentí pena por ella.
—Disculpe, señorita, ¿necesita ayuda con eso? Se ve pesado —Bash Vygotsky desempolvó sus encantos, y enseñó una sonrisa torcida, radiante, indulgente. Como si él nunca hubiera roto un plato en su vida—. Por favor, permítame.
—Oh... Claro, por supuesto, aprecio la ayuda —respondió la anciana, mientras que sus ojos caídos se abrían por la sorpresa. Pero en seguida, mientras se tomaba el tiempo de apreciar a Bash mejor, algo en su expresión se fue encendiendo—. Los jóvenes de ahora ya no se acercan a ayudar a ancianas como yo estos días. Es un alivio ver que la juventud no está del todo perdida.
—Hay muchos delincuentes —dijo Bash con pesar, como si comprendiera el sentimiento. Después, les hizo un gesto a James y Aleu, así que nos apresuramos a tomar un par de bolsas nosotros también—. Mi compañero llevará eso por usted, descuide.
Cuando Aleu tomó la última bolsa lejos de los brazos de la anciana, ésta pareció quedar encantada con ella.
—¡Ah, pero que dulzura! —exclamó, echando los brazos libres al aire—. ¿Ella está con ustedes?
—Mi hermana —intervine, con una sonrisa.
La mujer me la devolvió enseguida.
—¿Tienen a alguien viviendo aquí? No recuerdo haberlos visto antes —dijo.
—Un amigo —Bash dio un paso al frente, desviando la atención de nuevo a él—. Fuimos juntos durante nuestros años de secundaria, pero le perdimos la pista en la universidad. Sabemos que vive aquí porque hemos intercambiado un par de cartas, entonces, como estamos por la zona durante este verano, pensamos en venir y darle una sorpresa.
—Qué considerado —dijo ella, mientras se apresuraba a sacar un par de llaves de su bolsillo para poder abrir la puerta.
Bash era rápido para las mentiras. Se le deslizaban por la lengua con facilidad. Su encanto, o el poder que poseía gracias a él, todavía era algo que me maravillaba y que al mismo tiempo no terminaba de comprender. Era espeluznante.
El aroma a cera para pisos y humo de cigarrillo —alguna persona había estado fumando recientemente— era una mezcla intensa que me hizo escocer la nariz. La mujer nos guió hasta una puerta que desembocaba a los pies de una larga escalinata.
—El comité está trabajando para conseguirnos un elevador para el próximo año —explicó con un gruñido, mientras hacía el esfuerzo de poner un pie sobre el alto escalón—, pero necesitan fondos para poder financiarlo todo. Para eso, harán una venta benéfica, por lo que escuché. ¡Uf, qué dolor! Mi rodilla no podrá soportar hacer estos viajes por la escalera mucho más tiempo. Estaré postrada en la cama dentro de muy poco. A ver si con eso, mis hijos por fin vienen a verme.
—¡Dios, pero si estás radiante! —argumentó Bash con una sonrisa radiante.
Esta vez la mujer no pareció dejarse engañar tan fácilmente. Aún así, su diminuta boca esbozó una sonrisa indulgente.
—Gracias por el cumplido, pero me veo al espejo todos los días —afirmó, y luego se tomó un momento para tomar aire—. Veo y siento la pesadez de mi cuerpo y alma.
Aleu se apresuró a ayudarla tomándola del brazo. La mujer la miró y le palmeó la mano con una sonrisa.
—Gracias, dulzura.
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La señora de las compras, para nuestra suerte, vivía en un departamento del segundo piso. Ella nos dejó pasar y nosotros acomodamos las bolsas sobre la mesa en la sala de estar. Cuando terminamos, nos acompañó afuera del departamento y le tendió un billete de diez dólares a Aleu.
—Por las molestias —dijo.
Aleu tomó el billete con timidez.
Ella nos dijo adiós amablemente, nos deseó suerte con nuestro amigo, y cerró la puerta.
Fue como si una burbuja hubiera explotado. Mi burbuja. De pronto, el sentimiento agarrotado en mi estómago regresó con más intensidad, y cuando nos miramos entre nosotros, me di cuenta de que a ambos les había pasado algo similar. Bash dejó salir un suspiro y enderezó su postura.
—Andando —dijo.
Tratando de no ser vistos, nos dirigimos de nuevo a las escaleras para continuar subiendo dos pisos más arriba. El camino, nuevamente, se tornó eterno. Esta vez, traté de no detenerme ni siquiera para tomar aire, porque sabía que si lo hacía, sucumbiría a la necesidad de saltar y echar a correr lejos; un impulso animal que hace mucho tiempo no me carcomía el cuerpo. Era el ciervo. ¿O podría ser simplemente yo? Mi lado más humano a flor de piel.
A veces, era difícil saber.
El departamento estaba al final del corredor. El edificio tenía corredores estrechos, con pisos terrazos y alumbrados con lámparas que irradiaban una tenue luz anaranjada. La puerta que buscábamos, la 4a,era de madera maciza, y el número 4 era dorado en el centro. El eco sordo de los pasos que dábamos retumbaron en mis oídos, y solo me detuve porque Bash lo hizo, de lo contrario, tal vez me habría llevado la puerta por delante.
—Estamos aquí —dijo él en voz baja. Al ver que no podía responder, se apresuró a darme un codazo—. Toca a la puerta, James.
—Ya comprobamos que no había nadie —contesté.
—Tal vez estaba roto. Toca igual.
Respiré hondo, y con mi mano derecha sobre la de Aleu, usé mi izquierda para tocar. Di tres golpes y contuve el aliento como si estuviera parado justo al borde de un precipicio, con la mitad de mis pies en el vacío, y con el viento balanceándome con sutileza a mi final. Aunque bien podría no ser un final en absoluto, podría ser algo bueno, algo excelente, o tan solo algo no tan sorprendente. Algo simple, algo que no cambiara las cosas por completo. Algo simple y lógico era mi mejor opción. Deseaba, con todo mi corazón, que lo que fuese que se ocultara tras esa puerta de madera fuera nada. Nadie. Mi hermana.
Jane.
Al mismo tiempo, no podía evitar preguntarme si quizás... Quizás las cosas buenas eran reales. Y mientras una parte de mí deseaba que esto acabara de una buena vez para poder volver al edificio con Elena y los niños, mi mente disfrutaba hacerme retorcer en la pegajosa esperanza de que, tal vez, y solo tal vez, ella realmente podría estar aquí. Viva. Esperándome. Y me aterraba. Me aterraba porque incluso si era imposible, la idea de que ella estuviera ahí me generaba mil emociones: amor, ansiedad, miedo, enojo, rechazo.
Lo cierto es que no la quería aquí.
¿No la quería?
No sabría dónde ponerla. Ni Jane, ni nadie de mi pasado podría encajar dentro de mi presente. No había forma de que pudieran ser parte de esta extraña familia a la que ahora pertenecía. Una familia que había armado a mi alrededor sin quererlo. Una familia a la que amaba profundamente, y a la que protegería con uñas y dientes, incluso si no estaba en mi naturaleza esa clase de comportamiento.
Mi miedo se extenuó con el paso de los minutos, porque nadie salió a recibirnos. En el departamento, no había nadie. Parpadeé varias veces y me volteé hasta Bash. Él juntó las cejas, parecía menos desconcertado, y más resolutivo. Aleu sí estaba consternada. Tal vez ella la estaba pasando tan mal como yo.
—Bueno —suspiró Sebastian con cansancio, mientras echaba una mirada furtiva sobre su hombro para asegurarse de que no había nadie en aquél pasillo—. No venimos hasta aquí para nada, así que si no hay nadie, supongo que no habrá problema con que entremos a husmear un poco.
—¿Qué piensas hacer?
Él me ignoró.
—Aleu —dijo—, tengo una misión para tí. —Ella dio un paso al frente, con la cabeza bien alta, dejando claro que estaba dispuesta a cooperar. Bash se inclinó y le revolvió un poco el pelo, hasta que le quitó el lazo que sostenía su pelo recogido—. Quiero que bajes al piso de la señora que ayudamos, toques a su puerta, y le pidas, por favor, que te preste una horquilla para sostener tu pelo. Tienes que lucir desesperada y frustrada, como la mocosa que sé que eres.
Ella frunció el ceño, disgustada, pero no se negó. Se limitó a darse la vuelta y correr por el pasillo hasta las escaleras.
—¿Por qué necesitas una horquilla? —pregunté.
—Necesito herramientas que puedan abrir una puerta discretamente, James. Mientras tanto, tú ve a fijarte que nadie más venga.
No me quedó de otra que hacerle caso y fui a asomarme hasta las escaleras.
Aleu regresó un par de minutos después; la vi subir la escalinata a toda prisa, todavía despeinada, y con una horquilla de pelo en la mano. Al verme, me sonrió triunfante. Le devolví la sonrisa de inmediato.
Ella pasó por mi costado y corrió hasta Bash, que la esperaba ya de cuclillas sobre la cerradura de la puerta. Él tomó la horquilla y de su bolsillo sacó una pequeña moneda oxidada de diez centavos. Insertó la moneda en la parte inferior de la cerradura y la giró suavemente, creando presión. Luego, introdujo la horquilla en la cerradura y comenzó a manipular los pasadores, uno por uno.
Estuvo así por un par de minutos, hasta que de pronto, el eco lejano de unos pasos subiendo las escaleras llamaron mi atención. Me asomé, tratando de ver quién se acercaba, pero todavía no estaba tan cerca. Tragué saliva y corrí la distancia que me separaba de Bash y Aleu.
—Alguien viene.
Justo en ese momento, la cerradura emitió un suave click y la puerta se abrió con un suave rechinamiento. Bash borboteó una risa, y se apresuró a abrirla más para dejarnos pasar. Nos metimos con una exhalación, y Bash cerró la puerta a sus espaldas con delicadeza.
Nos hallamos entonces dentro del departamento 4a, de la calle Midwood, en Brooklyn, Nueva York. Fue extraño incluso pensarlo.
La adrenalina del momento disminuyó a los segundos. Respiré hondo, y el aroma a humedad y polvo de meses llenó mis pulmones. El departamento no solo estaba vacío, sino que parecía llevar así por mucho tiempo.
Sin embargo, todavía estaba amueblado. Tenía una mesa, sillas, armarios de madera con libros sentados en los estantes, además de tener todo lo que una casa podría necesitar. La iluminación era pobre, había una ventana en la sala, y a pesar de que las cortinas de encaje estaban abiertas, en frente había un edificio el doble de alto que tapaba cualquier luz solar.
—No creo que alguien estuviera viviendo aquí en mucho tiempo —murmuró Aleu quedamente, escudriñando el lugar con un ojo crítico.
—No, para nada.
—Deberíamos separarnos y buscar —intervino Bash con determinación.
—¿Qué cosa?
—Lo que sea que conecta a tu hermana con este lugar.
Así que eso hicimos. Nos dividimos por la estancia, a pesar de que no era tan grande, y empezamos a husmear por cada rincón. Aleu se encaminó a la única habitación disponible, Bash se quedó en la sala y yo me dirigí a la cocina. Encontré una isla sin nada más que una taza de café media vacía. Había una nevera, pero al abrirla no encontré nada. Estaba vacía y apagada. Me pregunté entonces quién pudo haber bebido esa taza, incluso si nadie parecía haber ocupado este lugar en meses. Me incliné sobre la solitaria pieza de cerámica, y el café ni siquiera estaba en mal estado, olía bien; no llevaba mucho tiempo ahí. Alguien, antes que nosotros, sin duda estuvo aquí.
Abrí los estantes y las alacenas, y solo vi más porcelana: platos, tazas, y copas de vidrio empolvadas, acomodadas en un orden meticuloso. Nadie había tocado nada de esas cosas en meses, y aún así, alguien llegó, tomó una taza de allí e hizo café.
—James —La voz temblorosa de Aleu me llegó a la distancia.
En seguida me puse en alerta. Me di la media vuelta y regresé a la sala con un par de zancadas. Pero Aleu estaba en el cuarto, así que me dirigí ahí. El cuarto también estaba en oscuridad, apenas una luz que entraba por la hendija de la cortina. Había una cama, con un colchón sin sábanas ni almohadas. Había una mesa de luz, y un ropero de madera oscura, con detalles intrincados tallados a mano. Aleu estaba parada justo frente a él, con las puertas abiertas de par en par. Me acerqué y puse una mano en su hombro, y traté de ver lo que se escondía en la oscuridad; lo mismo que parecía tenerla aterrada.
Aleu me lanzó una mirada nerviosa, mientras se apresuraba a tomar mi mano. Yo apreté su agarre de inmediato mientras mi garganta se cerraba y retrocedí, obligándola a hacer lo mismo.
El ropero estaba vacío, salvo por la percha solitaria de la que colgaba un impecable uniforme de color verde que conocía muy bien. El estandarte de la rosa plateada, siendo atravesada por dos flechas se distinguía perfectamente, bordado en hilo plateado justo sobre el hombro derecho. Se burlaba de mí.
—Tenemos que salir de aquí —dije.
Tomé a Aleu del brazo y la arrastré de nuevo hasta la sala, donde Bash todavía merodeaba. Salvo que, en realidad, Bash estaba quieto, arrinconado contra la pared, con su cuerpo en total tensión mientras miraba a la puerta de entrada, media abierta, donde Elijah Pierce nos miraba de la misma manera.
Tenía los ojos bien abiertos, las llaves del departamento en su mano derecha y, en la izquierda, un enorme bolso cuya correa estaba a punto de terminar de deslizarse por su brazo, camino al suelo.
El aire dejó mis pulmones como si alguien me hubiera golpeado justo en la boca de mi estómago.
Ninguno fue capaz de decir nada. Ni yo, ni Elijah, ni Bash, ni Aleu. Así que nos quedamos ahí, atrapados en ese instante por lo que me pareció una eternidad.
El bolso cayó con un estrépito. Me estremecí. Había sonado como un montón de herramientas, pero debían ser armas.
Elijah no hizo el intento de recuperarlas. Sin quitarnos los ojos de encima, usó su pie para moverlo de su camino. Luego se enderezó, dejó las llaves del departamento en la mesa y cerró la puerta tras de sí.
Click.
No podía moverme. No tenía a dónde ir. No sabía qué hacer, no... Mi cabeza iba a mil por hora, y no era capaz de rescatar un pensamiento coherente.
—¿Fuiste tú?
Mi voz no sonaba como mi voz. Ni siquiera estaba seguro de si quien habló fui yo. Lo único que sabía era que mi cuerpo temblaba, y no era solo de miedo.
—¿Yo? —dijo, y su voz también era extraña. No como lo recuerdo de Whitehorse, ni de Tok. Había algo más hostil, más oscuro.
Incluso él se veía diferente a aquella vez; pálido, ojeroso, y tenía la mirada de alguien que parecía cansado de haber mirado el horizonte por mucho tiempo.
—¿Enviaste esa carta? —Era yo. Yo estaba hablando.
Me paré frente al fantasma del monstruo como si no hubiera tenido pesadillas con su rostro.
Parecía perdido al principio, pero al cabo de un momento, el reconocimiento brilló en su expresión y sus hombros se vinieron abajo.
—Hace mucho tiempo —dijo, y mi corazón se hundió—. Envié la carta hace años. Jamás creí que vendrías. Ni siquiera estaba seguro de que llegaría a tus manos alguna vez. Ella...
Di un paso al frente.
—¿Ella? —repetí.
Elijah me miró de arriba a abajo. Ni siquiera estaba vestido como cazador, solo traía puesto un pantalón y una larga gabardina de color negro. Casi parecía una persona normal. Lo oí suspirar.
—Te pareces a ella —dijo entonces, y al ver que no comprendía, me señaló con un dedo—, tu cara. Así fue que te reconocí aquella noche, tú... Te pareces muchísimo a ella. Es como si me persiguiera, su presencia nunca deja de estar conmigo. Y verte por fin de manera apropiada, frente a frente... Ella viene, me acecha, se disfraza en tu carne y tus huesos.
—La conocías —Y no era una pregunta, yo sabía que lo hacía. ¿Qué otra explicación podría haber?
Sentí la mirada de Sebastian al otro lado de la habitación, incluso si no era capaz de verlo.
—Jane —odié que supiera su nombre, pero sobre todo, odié que sintiera la libertad de nombrarla cuando él, de todas las personas, era el que menos derecho tenía—. Jane Reagan. Ella te escribió esa carta, pero era yo quien debía hacértela llegar. Envíala en caso de que algo vaya mal, creo que dijo. En caso de que algo me pase, Jamie sabrá a dónde ir. Envía la carta a esa dirección, porque eventualmente llegará a él. Supongo que tenía razón.
—¡Tú la mataste! —grité. Todo era rojo y tuve que presionar mis manos contra mi cuerpo para no saltar sobre él—. ¡La mataste! La mataste... Está muerta, y-y... Tú... ¿Cómo es que siquiera ella...? ¿Por qué confiaría en...?
—¿Por qué confiaría en mí? —interrumpió. Ahora, parecía estarse divirtiendo—. La conocí en su paso por Vermont —explicó—. La casa residencial de mi familia está en Stowe, y ella entró a robar. No sabía en dónde se metía al principio. E incluso cuando lo descubrió, siguió viniendo. La ayudé a llevarse varias cosas de ahí, le di ropa y comida. Lo suficiente para ella y el hermano que cargaba sobre su hombro como una cruz.
—Mientes —espeté, negando con la cabeza.
No podía ser verdad. Jane jamás... Pero ahí estaba el problema. Nunca conocí realmente a Jane. Así que, ¿qué tanto podría saber yo de lo que ella haría o no haría?
—Podré ser muchas, Jamie, pero no un mentiroso. Aunque, puedo guardar uno o dos secretos.
—¡No me llames así!
—Ella te decía así, lo siento —se apresuró a decir—. Tomé su costumbre. Pasábamos mucho tiempo juntos.
—Ella confiaba en tí...
Era algo que mi cerebro todavía no lograba dimensionar.
—Habíamos planeado fugarnos todos juntos, íbamos a venir aquí, a este departamento lleno de mugre. Mi familia tiene varias propiedades, muchas sin uso por años. Empezaríamos de nuevo lejos de todo.
—La mataste.
—Pero las cosas fueron mal. Mi padre se enteró de que un grupo nómada cruzaba la ciudad, y quiso hacer algo al respecto.
—Le disparaste.
—La amaba.
Parpadeé, atónito. Se instaló un silencio ensordecedor en la sala, y la declaración se sentó entre nosotros como una granada lanzada al aire.
—La mataste —Mi cuerpo no era lo suficientemente grande para guardar mi indignación, mi ira y desconcierto—. Le disparaste desde la distancia, ¿y aún así te atreves a hablar de amor?
Elijah se estremeció y su postura entera tomó fuerza. De pronto, ya no parecía ser él. Ahora, su padre era quien tomaba un lugar frente a mí. Raymond Pierce se sentaba en su carne y sus huesos.
Retrocedí.
—¡Arrêtez de parler comme si vous saviez vraiment quelque chose! ¡Mi padre no esperaba nada más que lo mejor de mí! ¡Perfección! —bramó—. ¡Eres tú a quien iba a disparar esa noche! ¡Ella se cruzó en mi mira por accidente! No era... No quería matarla. Jane... Pero ella adoraba acaparar todo. Amaba acaparar cada uno de mis sentidos, y yo la dejé.
»Esa noche, te vi, y pensé que ibas a ser suficiente. Mi padre se habría conformado contigo. Pero cuando ella se cruzó frente a mi mira... No pude detener lo que le ocurrió. Era muy tarde.
—Tú fuiste lo que le ocurrió —musité.
—Llevo siguiéndoles la pista desde Whitehorse —confesó, ignorándome—. Mi padre... Falleció un par de días después de que aquella metamorfo lo atacara con una flecha. Su condición de salud ya era delicada de por sí, así que tras el ataque, todo se vino en picada. Los médicos dijeron que su resistencia era nula, su sistema inmunológico era débil debido a su avanzada edad.
La revelación de la muerte de Raymond Pierce no tuvo el efecto que, en otro momento, habría tenido.
—Espero que se pudra en el infierno —sentencié abruptamente. Elijah me miró a los ojos. Su expresión se había tornado fría, y sus pupilas se dilataron.
—No estamos aquí parados, en esta ciudad, por mera casualidad —expresó, comenzando a sacarse la gabardina con movimientos pausados, lo que me permitió advertir mejor las manchas de sangre que salpicaban sus mocasines, y las mangas de su camisa—. No esperaba verte en el departamento, pero supongo que, si llegaron tan lejos, entonces tiene sentido.
—¿Qué fue lo que hiciste?
—Deberían irse. —Se inclinó y puso su mano en la perilla para girarla y abrirnos la puerta—. A lo mejor quieran llorar su pérdida. Yo me despedí de mi padre, ustedes podrán hacer lo mismo.
Tragué saliva.
—¿Qué hiciste?
—Es curioso, ¿no? Aquí en la ciudad es difícil rastrear metamorfos. Los perros pierden su utilidad; el aroma de la ciudad los confunde. Además, son poco prácticos. Mi padre creía que cazar metamorfos en la ciudad hacía que el deporte perdiera el encanto, y por eso creó el rumor de la ciudad, para espantarlos a lugares menos poblados. Pero creo que yo me las arreglé bastante bien; los perros son inútiles, sí, pero si sabes qué hilos tirar... Ubicarlos no fue tan difícil.
—¿¡Qué hiciste!? —grité.
Su mirada encontró la mía, pero en ella no vi nada. Él sonrió.
—Un viejo autor dijo una vez que las historias no suelen repetirse, pero que en ocasiones riman. Creo que puedo ver a lo que se refería, Jamie. Váyanse. Mañana iré por tu cabeza.
El monstruo nos dejó ir por el bien de su propia diversión. Un postre para después.
NOTA DE AUTORA
Ajem, bueno... Se aclararon algunas cosas.
🥲
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