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Capítulo treinta y nueve

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La señora Jackson, jefa del departamento de limpieza, hizo un gesto desdeñoso cuando depositó el sobre con el dinero en mi mano. Tenía el ceño fruncido y sus labios estaban haciendo una mueca desdeñosa que hallé de lo más graciosa. Parecía estar haciendo un esfuerzo imposible por lucir molesta al respecto. De cualquier manera, su mal humor no lograría disipar mi sonrisa.

Tomé mi primer salario y me estiré para besar su mejilla. Ella dio un respingo y su rostro se arrugó de tal manera que, si no la hubiese visto antes, creería que acababa de chupar un limón.

—Gracias, Nellie —dije de corazón, a lo que ella me empujó con manotazos. Me reí y guardé el sobre en mi morral—. Lo digo en serio. Gracias.

—Te lo ganaste —rumió ella con desinterés, tras un largo suspiro, porque había decidido que luchar contra mí era inútil—. Largo de aquí, James. No llegues tarde mañana, o te haré limpiar los baños de nuevo.

—No me atrevería —resoplé con una sonrisa, dando media vuelta en dirección a la salida—. Nos vemos, Nellie.

—Nos vemos, niño.

Atravesé la entrada de cristal y me sumergí en las calles húmedas de la ciudad, pobladas de hojas teñidas de marrón, naranja y amarillo, que se arrastraban con el viento de esa fría tarde de otoño. Estaba por oscurecer.

Dejé atrás la pequeña clínica de South End con una sonrisa que nadie podría haber borrado por más que intentara. Ni esa llovizna incipiente y fría que parecía perforar la piel como agujas de hielo me molestó.

Tenía mi primer sueldo, y estaba satisfecho. Lo cual era... extraño.

Supuse que esto sería lo más cercano a la felicidad que había experimentado en varios meses y tampoco se trataba de mucho dinero; a decir verdad, era un sueldo relativamente bajo. La clínica era pequeña, y su prestigio dejaba qué desear, pero no dejaba der ser mi esfuerzo al final del día.

El horario de trabajo era extenso y aún así disfrutaba sacar las sabanas sucias de las camillas, barrer los pasillos, y ni siquiera me molestaba cuando me tocaba limpiar los baños, solo pretendía hacerlo porque eso ponía a la señora Jackson feliz. La señora Jackson, o Nellie, como había insistido que la llamara, disfrutaba gritar las ordenes, y yo disfrutaba acatarlas. Aunque resultaba algo demandante, no me importaba. Me gustaba ser capaz de olvidar quién era, al menos por un rato.

Pretender, debajo de ese apestoso uniforme azul, que solo era una persona más atrapada en la rutina.

Arabella había cumplido su palabra aquella tarde y tiró de varios hilos para conseguir un empleo que no pidiera demasiados requisitos en un hospital. Auxiliar de limpieza había sido lo indicado. No pidieron mi historia de vida, ni referencias. Solo buscaban a alguien que estuviese dispuesto a hacer el trabajo.

Bash había logrado hacerse con un empleo de mozo en un lujoso restaurante, donde al parecer los comensales siempre dejaban una propina generosa si se te daba bien ser un lame botas. Bash, sin duda, era el mejor.

Caminé varias manzanas hasta llegar al comedor comunitario. Atravesé el umbral y advertí a Joe sentado en una de las mesas, hablando animadamente con Tony. El resto del lugar estaba casi vacío, pero no dudaba en que pronto empezaría a llegar las personas. Se acercaba la hora de la cena.

Me acerqué casi por inercia, porque necesitaba contarle a alguien de mi logro. Joe me vio primero y se sonrió, antes de darle un suave golpe a Tony para que hiciera lo mismo.

—¿Qué es lo que te tiene tan alegre? —Preguntó Tony, echándome una mirada de arriba a abajo. Él no confiaba en la felicidad—. Podrías iluminar toda la maldita habitación.

—No estoy alegre —alegué, presionando una mano en su nuca a modo de juego. Él trató de alejarse con un gesto mezquino, pero se rindió a medio camino y se dejó hacer—. Tan solo estoy... Complacido. Hoy recibí mi primera paga.

Joe me dio unas palmadas en la espalda mientras dejaba salir una risilla.

—Eso es taaan genial —Y asintió varias veces, como si eso respaldara su punto. Un segundo después, su expresión se arrugó—. Desearía poder trabajar también.

—La escuela es probablemente mejor —sopesé, lo que me ganó una mirada de censura por parte de Joe.

—Es aburrido —contradijo, luciendo infeliz—. No es justo que Tony sí pueda hacerlo y yo no.

—Los niños mayores tienen privilegios —canturreó Tony por lo bajo, escondiendo una sonrisa fanfarrona. Joe lo golpeó con el dorso de su mano y Tony se carcajeó, solo un poco.

—¡Solo por un año!

—¿Saben si las clases de los más pequeños terminó? —pregunté entonces.

—Seguro que están por terminar —Joe volvió a centrar su mirada sobre mí—. Si subes rápido, puede que alcances a Aleu en la salida.

Me enderecé y volví a retomar mi marcha.

—Eso haré.

—¿Hablarás también con Samuel?

Me detuve en seco. Parpadeé.

—Lo haré también —dije, pero desearía haber sonado más seguro. De verdad que sí.

—Eso dijiste la última vez —mencionó Tony casualmente, a lo que me giré para mirarlo con enfado. Como toda respuesta, él levantó ambas manos arriba como gesto de rendición.

—Lo haré —insistí, con los dientes presionados—. Será pronto, solo...

—¿Necesitas tiempo? —adivinaron los dos, cantando al unisono.

Me encogí de hombros y evité sus miradas llenas de esa desagradable y pegajosa simpatía.

—¿Quieres que te digamos qué decir? —ofreció Joe amablemente, mientras que Tony negaba con la cabeza para dejar en claro que no consentía que Joe me ayudara—. Ya sabes, para que sea más fácil y eso.

—Sería hacer trampa —murmuré antes de suspirar, sintiendo algo de ese dolor familiar en mi pecho—. Pensaré en algo. Lo juro.

˗ˏˋ ♕ ˎˊ˗

Los niños pequeños tenían una escuelita.

Así la llamaban la mayoría de residentes en el edificio. Era una alternativa para los niños pequeños sin papeleos que no podían ser introducidos en las escuelas públicas de Boston de inmediato. Los adolescentes como Tony tenían la alternativa de seguir estudiando, o adquirir un empleo. Tony había elegido el trabajo.

Un par de semanas atrás, me confesó que había hablado con Joe respecto a lo que les gustaría hacer a partir de ahora. Conversaron del futuro y cosas que daban miedo. También mencionaron a la madre de Tony, con quien había perdido el contacto hace muchos años.

—Vamos a empezar en algún lugar nuevo —me dijo con decisión una mañana, mientras preparábamos el desayuno con otros voluntarios—. Y convenceré a mi madre de que venga con nosotros, tal vez. Si ella quiere.

—¿Por qué no querría? —le pregunté, sin entender del todo el miedo que me pareció ver en su rostro. Resultaba extraño ver a Tony asustado. Podría contar con los dedos de la mano las veces que lo vi angustiado por algo.

Mientras tanto yo trataba de hacer un buen trabajo sirviendo avena en cada recipiente alineado en la mesada de la cocina.

—Yo... —Se detuvo a tomar aire un momento, mientras tomaba los recipientes ya llenos con cuidado—. Nunca traté de ponerme en contacto con ella. Podría haberle enviado una carta, pero no lo hice. Nunca le dejé saber que estaba con vida. Tal vez me odia.

—Estoy seguro de que no lo hace —murmuré con paciencia, sin quitar los ojos de mi trabajo.

—No puedes saber eso.

Me detuve, solo un segundo, para poder mirarlo de reojo.

—Y tú tampoco —dije—. Probablemente estará radiante de poder volver a verte, ¿sabes? Seguro que se sorprende. Puede que le cueste procesarlo, sí. Pero en verdad dudo mucho de que te odie por eso. En todo caso, estará agradecida. Créeme.

—No creí que fueras ese tipo de persona —dijo en voz baja. Él se apresuró a explicar: —Ya sabes. El tipo de persona que ve el lado bueno de las cosas.

—Se le dice optimismo, y no lo soy. Tan solo... estoy señalando un hecho. Soy realista.

Él no volvió a decir nada, solo tarareó, pensativo.

Me había puesto contento ver que Tony estaba dispuesto a darle un intento a la vida él también, pero sobretodo, me dejaba tranquilo que tanto él como Joe tendrían a alguien a quien acudir cuando ya no estuviera con ellos. Alguien que los cuidaría.

Aún así, le dejé saber que si alguna vez cambiaban de idea, o llegaban a necesitar algo, me lo hiciera saber. Incluso a mundos de distancia. Tony me agradeció y dijo que lo haría, si el caso llegaba a presentarse.

La pequeña escuela estaba en el quinto piso, y no era más que otro departamento al que solo entré una vez, arrastrado por mi insana curiosidad. Usaban la sala como aula, y las paredes estaban todas llenas de dibujos infantiles y carteles educativos. Tenían pequeños pupitres antiguos y también una enorme pizarra. La profesora se llamaba Nancy, una mujer de avanzada edad, no metamorfo, que solía vivir en la calle antes de que su camino se cruzara con el de Arabella. Cuando Arabella descubrió que Nancy había sido profesora, no dudó en ofrecerle un asilo permanente con todo lo que eso implicaba a cambio de sus servicios.

Era una mujer agradable; disfrutaba hablar con ella durante las cenas, a pesar de que no muchas veces tuvimos el placer de coincidir en nuestras mesas. Me contó su historia con mucho orgullo, y me habló de Aleu, y de lo inteligente que ella parecía para su edad.

Me senté en el pasillo, con mi espalda recargada contra la pared, esperando a que fuera la hora de salida. Quería enseñarle a Aleu el sobre, y estaba seguro de que querría acompañarme a llevárselo a Arabella.

Fue cerca de las cinco cuando la puerta se abrió y un tumulto de niños pequeños cuyas edades rondaban entre los cinco y trece años salieron a trompicones, entre risas abiertas y charlas sobre lo que harían hasta la hora de la cena.

Aleu me halló apenas atravesó la puerta, creí que vendría a abrazarme, pero sus manos ágiles fueron directo a mi morral. De allí, deslizó el sobre marrón con una sonrisa triunfal. Parpadeé, sin poder ocultar mi sorpresa.

—Me siento asaltado —confesé, llevándome una mano al pecho.

Ella se rió y abrió el sobre para poder espiar el interior.

—¿Es mucho dinero? —preguntó, entrecerrando su ojo derecho, como si con eso pudiera tener un mejor vistazo.

Se lo arrebaté con una mueca divertida.

—Probablemente no tanto como te estás imaginando —le advertí. Luego me encogí de hombros—. Pero algo es algo.

—¿Tienes mil dólares ahí?

—Demasiada positividad —advertí una vez más, mientras reanudábamos nuestra marcha por el pasillo—. Ni siquiera con un año entero de trabajo podría logar esa suma.

Ella hizo un puchero, disconforme. Nos precipitamos a las escaleras, donde alcanzaba a oír el eco vibrante de los pasos y las voces de todos los niños que iban delante de nosotros.

—Tal vez deberías buscar otro trabajo —opinó, demasiado crítica para mi gusto.

—No tendremos que preocuparnos mucho en un par de meses. Con suerte, con mi dinero y el de Bash, será suficiente.

Arabella nos hizo esperar afuera de su oficina solo unos minutos. Al abrir la puerta nuevamente, me invitó a mí y a Aleu a sentarnos frente a su escritorio. Aleu ocupó un lugar junto al mío con movimientos aparatosos, y se sentó sobre sus rodillas para parecer más alta. Luego, me tocó el brazo con disimulo para llamar mi atención.

—¿Puedo darle yo el dinero? —preguntó en voz baja, para que solo yo la oyera.

Me la quedé viendo con los ojos entrecerrados. Ella me enseñó todos sus dientes con inocencia, como si no hubiera roto un solo plato en toda su vida.

Al final, le pasé el dinero disimuladamente a su mano, con lo que pareció encantada de la vida. Se volvió hasta Arabella, luciendo triunfal. Aplastó los billetes contra la mesa y los dejó a su alcance.

—¿Ya podemos irnos? —Le preguntó sin titubeos, sosteniendo su mirada con la de Arabella como si ella misma fuera un adulto más en la habitación.

Lo encontré de lo más irónico, porque un adulto sabría que esos veinte dólares de mi primer pago semanal eran tan solo el primer grano de arena.

Arabella, que no se prestaba para las situaciones humorísticas ni a las demandas de una niña de siete años, tomó el dinero y lo contó con paciencia, humedeciendo sus dedos con la lengua para pasar cada billete.

Su rostro alargado y por siempre estoico, se levantó para mirarme.

—Lo añadiré a tus ganancias —aseguró, arrastrando la silla para poder levantarse. Se dirigió a una vieja y alta cajonera, de la que sacó una carpeta amarilla. Desde mi lugar, pude distinguir mi nombre escrito junto al de Bash y Aleu.

Me relamí los labios y me incliné un poco más al borde de mi asiento.

—¿Cuánto dinero hace falta? Nunca... —Dudé—. Nunca me dijiste cuanto cuesta todo este procedimiento.

Arabella soltó un largo suspiro, claramente anticipando esa pregunta. Parecía que manejaba este tipo de situación a diario. Puede que lo hiciera. Puede que estuviera muy acostumbrada a las preguntas impacientes de metamorfos desesperados.

Ella regresó a su asiento sin titubear en su postura o movimientos.

—Te diré lo mismo que le digo a todos —Entrelazó sus manos sobre la mesa y me sentí en la necesidad de erguirme yo también, listo para recibir el impacto—. Esto toma tiempo. Y mucho dinero. No es fácil. A muchos les lleva casi dos años conseguir lo suficiente. Tu situación ya es delicada de por sí. El precio, dependiendo de lo que necesitemos, puede variar. Yo estimo que el total será alrededor de trecientos cincuenta dólares por cada uno de ustedes.

Mi corazón se hundió un poco. Tragué saliva. Era mucho dinero.

—¿Qué podemos hacer? —pregunté, y odié que mi voz se hubiera oído tan desesperada.

—Te recomendaría tomar más horas extras.

—Estas son mis horas extras —recalqué con vehemencia, haciendo un ademán impaciente hacia el sobre ya vacío—. Tomé tantas como pude.

—Entonces si tienes algo de valor, te recomiendo venderlo —Ella se encogió de hombros, como si no supiera qué más decirme—. Muchos hacen eso. He visto metamorfos ataviados en joyas que han recaudado la mitad o incluso la totalidad del dinero con tan solo vender un par de anillos y collares.

Parpadeé, sintiéndome miserable. Un contraste desagradable con mi alegría de hace un par de minutos atrás. Los veinte dólares semanales se sentían como un chiste ahora.

Negué con la cabeza y abrí la boca para ofrecer alguna idea, pero en realidad no tenía nada así que la volví a cerrar. Tal vez podría mandar al carajo las formalidades y el papeleo y solo... Subir de polizón a un barco. Sí. Eso era una opción. Supuse que a Bash seguro que le gustaba mi idea. Sonaba más a algo que él haría.

—Podemos vender esto —Prorrumpió Aleu con un jadeo, sacándome abruptamente de mis pensamientos. Ella levantó algo en el aire y mis ojos tardaron un segundo en descifrar ese brillo dorado. Era mi reloj. Bueno, su reloj.

Se lo había obsequiado varios meses atrás, cuando creí que moriría a manos de Raymond Pierce. El mismo reloj que mi madre me había obsequiado de niño. Una reliquia cedida en su familia por varios años.

Me pareció atisbar un destello de simpatía en Arabella. Puede que notara que vender el reloj de mi madre en realidad no me hacía ninguna gracia. Una parte de mí quería atesorarlo para siempre, como sé que se lo merecía. Atesorar su recuerdo, que era en realidad lo que más importaba.

Tenía el recuerdo de cómo ese reloj había sido una de las pocas cosas a la que podía aferrarme cuando me sentía demasiado solo de pequeño.

Sabía que no podía sentirme traicionado por Aleu al querer venderlo, pero lo hice de todas formas.

También sabía que no podía evitarlo; que venderlo era lo mejor que podíamos hacer en ese momento. No permitirlo sería egoísta y cruel.

—Yo... Sí, claro —murmuré, sacudiendo la cabeza para tratar de deshacerme de la imagen de mi madre—. Podríamos... Supongo que podemos sacar un buen porcentaje de esa baratija.

Arabella señaló el reloj con un dedo y, en lo que me pareció un tono más afable, dijo:

—Esa de ahí es de oro puro.

Un segundo más tarde, me di cuenta de que no hablaba del reloj en lo absoluto.

Estaba señalando a Aleu.

Me reí débilmente por su ocurrencia, deslizada con tal sutileza que solo yo la entendería. No estaba equivocada. Y mientras miraba a Aleu parlotear sobre cuanto dinero pensaba que nos darían por el reloj, las dudas en mi mente se volvieron más livianas, hasta casi desaparecer.

—No te imaginas cuanto —añadí, resoplando una risa.

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