Capítulo treinta y dos
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No encontramos un callejón que se adecuara a nuestras necesidades. Aleu y Samuel se quejaron. Joe y Tony también. Yo me quejé. Elena nos llamó unos bebés a todos. Pero creía que no era la idea de dormir en un callejón lo que nos espantaba, sino el fácil acceso que otras personas podrían tener para alcanzarnos. Estábamos muy a la vista, no había cajas suficientes que nos resguardaran.
Caminamos por varias manzanas desiertas. Era muy tarde en la noche, y la lluvia no daba tregua.
Habremos estado caminando por casi una hora a la intemperie de esa lluvia de verano, con los más jóvenes todavía algo adormilados, cuando un lugar oscuro captó nuestra atención. Se trataba de un edificio en construcción, donde no había luces, ni personas.
—Nadie nos verá ahí —dije—. Y los niños necesitan un lugar seco para dormir.
Elena contempló la edificación con consternación.
—Es algo —aceptó—, pero por la mañana vendrán los constructores y nos sacarán de aquí de patitas a la calle de nuevo.
Me encogí de hombros.
—Por el momento, servirá.
Bash dio un paso adelante.
—No creo que haya alguien trabajando en esto desde hace rato. No hay herramientas, ni materiales. Tal vez no lo continuaron.
Era posible.
Había un alambrado rodeando el lugar, pero Joe encontró un punto débil y fuimos capaces de levantarlo lo suficiente para pasar por debajo. Nos arañamos las manos y los brazos, pero lo conseguimos. Subiendo unas escaleras nuevas, me percaté de que el edificio todavía no parecía muy estable. Olía a concreto y madera.
Hicimos de nuestro hogar el segundo piso.
Nos acomodamos cerca de lo que podría ser una pared en un futuro, para poder vislumbrar mejor la entrada en caso de que alguien llegara, y mientras el resto dejaba sus cosas en el suelo, yo me senté en el borde con determinación.
—Haré la primera guardia.
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La lluvia ya se había detenido.
Mis ojos ardían y mi cabeza cada tanto se balanceaba hacia adelante o hacia atrás, dependiendo de la inclinación de mi cuerpo. Mis párpados jamás me habían parecido tan pesados como entonces, e incluso cuando la luz anaranjada de una farola estaba pegando de lleno en mi cara, contemplé la idea de simplemente dejarme llevar por el sueño, entonces tan seductor.
Despierta, Jamie.
Me estremecí.
Enderecé mi postura, con la boca pastosa y mis ojos ardiendo. Parpadee y miré a mi alrededor, pero todo seguía igual.
No podía quedarme dormido. ¿Qué tal si ellos nos encontraban?
Con eso en mente, metí mi mano en el bolso que tenía a mi lado y saqué, con mucho cuidado, la carta que llevaba guardando ansiosamente contra mi pecho durante los últimos meses. El sobre estaba realmente percutido; lo había manipulado demasiadas veces. La carta en su interior estaba igual, con los extremos arruinados y arrugados, y con el papel a punto de romperse en los dobleces. La letra de Jane se veía más borrosa que de costumbre, y tenía algunas manchas de mugre que mis manos, algunas veces sucias, le habían dejado.
Leí las palabras de disculpas de nuevo.
A veces trataba de no sacarla tanto, y sin embargo, mi mente no podía evitar deambular en preguntas y esperanzas. ¿Qué tal si ella...?
—Llevas mirando ese papel más veces que lo usual —La voz de Aleu me llegó desde la distancia.
Me di la vuelta en el acto, con mi corazón en la garganta.
—¿Qué haces despierta?
—Pesadillas. ¿Qué es esa carta? Siempre te la quedas mirando cuando piensas que nadie te ve.
Asentí y volví a mirar la carta entre mis manos con desgana.
—Es una carta —dije en voz baja—. Una carta de mi hermana.
—¿De Jane? —De pronto, Aleu parecía interesada. Sus ojos se ensancharon, y sus cejas pobladas tocaron el nacimiento de su cabello. Ella se acercó un poco más—. Nunca hablas de ella.
Parecía una acusación. Se oyó como una. Me encogí de hombros y le entregué la carta para que pudiera leerla. El último en leerla, y el único que sabía de ella, había sido Harold. Su recuerdo, incluso si ahora era algo borroso, me generó una calidez en el pecho. A veces, prefería no pensar mucho en él. Pero las veces que lo hacía, trataba de mantener lo bueno conmigo, para que al menos así, pudiera sonreír, incluso si me hacía sentir triste.
—¿Te gustaría que hablara de ella?
Aleu levantó la mirada de la carta y me echó una mirada cautelosa. Ella retrocedió un paso, aún con la carta entre las manos.
—Si tu quieres... —dijo muy despacio.
Mi respuesta ante eso me sorprende todavía más. Sí, quiero hablar de ella. Sobre todo con Aleu. Porque, por extraño que fuera, sentía que era algo que ella necesitaba saber.
—Hazme la pregunta que quieras. —Me imaginaba que tenía muchas. Era una niña curiosa, a veces por demás.
Esta vez, ella dio un paso al frente, mientras sus ojos miraban la carta con la sombra de algo que no pude identificar en la oscuridad.
—¿Era amable?
Respiré hondo.
—Jane era... Amable, sí. Era educada. Me atrevería a decir que era una persona que utilizaba mucho la diplomacia. Resolvía conflictos con soltura, sin dejar de perder las maneras. Así que era amable, sí, excepto cuando estaba muy triste. En ese caso, podía ser cruel sin darse cuenta.
—¿Por qué estaba muy triste?
—¿Eh? Ah, supongo que porque extrañaba a nuestros padres.
—¿Ellos...? ¿Los de La Rosa los...? —Asentí—. Oh.
Creí que no debería hablarle mucho de eso, pero una vez empezado, no pude volver a detenerme. Las palabras brotaron de mi boca una tras otra, igual que un grifo abierto. Me derramé por todo el lugar.
—Vinieron de noche. Mis padres estaban muy emocionados, yo llevaba casi dos semanas dando señales de que mi transformación se hallaba próxima. Los síntomas estaban ahí, y con cada día que pasaba, las expectativas crecían cada vez más. Pero también estaba la preocupación.
»Verás, las primeras transformaciones no tienden a extenderse por tanto tiempo. Usualmente, los metamorfos se transforman pocas horas después de los primeros síntomas. Tú lo hiciste. Pero yo no.
Aleu tenía el ceño fruncido.
—¿Por qué no?
Me encogí de hombros.
—No lo sé —dije con total honestidad—. Quizá no quería que pasara. Nunca fui una persona abierta a los cambios. Dan miedo, ¿no te parece?
—¿Por qué?
—¿Por qué las cosas tienen que cambiar? Preferiría que se quedaran como están. Y así, las cosas buenas simplemente se quedarían en su lugar también.
Ella asintió, incluso si no parecía muy segura de haber comprendido. Miró la carta un momento y me la devolvió con sumo cuidado.
—¿Qué pasó después?
Los recuerdos de una vida lejana relampaguearon frente a mis ojos un instante. Retrocedí en el tiempo, y me hallé a mí mismo en una casa que parecía ser de un sueño de verano. Con una familia que ya no existía.
—Mi tardanza llamó la atención. Mientras mi cuerpo buscaba la paz entre el lado humano, y el lado animal, mi aroma mantuvo inquietos a los perros del vecindario por días. Alguien supuso que habría un metamorfo cerca, y nos vendió a La Rosa. Si hubiera tenido una transformación normal, mi padre me habría llevado al bosque de mi ciudad para poder hacer el cambio sin inconvenientes. De hecho, él lo hizo. Estuvimos acampando todo el primer día, y toda la noche, pero mi cambio no ocurrió.
»Una noche, me sentí más inquieto de lo usual. Sentí que estaba a punto de hacerlo, así que salí de la casa y fui al bosque. Le pedí a Jane que me acompañara.
»Jane, antes de eso, siempre había sido mi confidente y compinche. Siempre me llevaba a jugar al patio trasero, y me tomaba de la mano para ir con ella al bosque mientras me hablaba de los pequeños animales que vivían en él. Me leía cuentos de hadas, y me hablaba de los modales en la mesa, porque cuando cenábamos, los modales y yo no nos llevábamos tan bien.
—Suena agradable.
—Ella me ayudó a través de mi primera transformación.
—¿Fue como mi primera transformación?
—Fue lento. Una agonía. Me habría gustado mucho poder tener tu facilidad.
—Es que siempre eres medio lento en todo —medio que bromeó, pero su mirada ansiosa me esquivaba cada vez que intentaba leer su expresión. Seguramente, se veía venir la siguiente parte de la historia.
Tomé aire lentamente. Mis manos habían empezado a temblar, así que las presioné contra mis muslos y me obligué a continuar.
—Cuando regresamos, nosotros... Ellos ya habían estado ahí. Llegaron mientras no estábamos y... —Negué con la cabeza y me limpié la cara—. Así que tomamos lo poco que se salvó en el incendió, y nos fuimos. Regresamos al bosque. A veces me habría gustado poder haber hablado con ella sobre lo que pasó, pero Jane se negó a decir palabra esa noche, y todas las que siguieron.
»Se transformó para lidiar con el dolor. Fue un mecanismo de defensa que yo mismo me obligué a implementar para poder seguirle el paso. Y mientras viajábamos con un destino incierto, los días que pasamos transformados se fueron convirtiendo en meses. Fue un estilo de vida que no supe cuestionar, hasta que las palabras desaparecieron de mi vocabulario y empecé a olvidar lo que era ser humano.
»Había llegado a pensar que llevábamos meses caminando sin sentido, pero luego entendí que Jane solo estaba guiándonos a un lugar seguro. Acabamos así en Bahía Kanaaq, en la casa de una antigua amiga de la familia. Solo estuvimos con ella un mes; fue todo el tiempo que pudo tenernos por el amor a nuestros padres.
—¿Ella sabía lo que ustedes eran?
Sonreí brevemente.
—No. Jane la convenció diciendo que en realidad, estábamos de paso en el pueblo, y que pensó que podría ser recibida en la casa de los Milton. Probablemente la señora Milton no se tragó el cuento, pero no pudo decirles que no a dos niños que golpearon a su puerta.
»Cuando llegó la hora de irnos, lo hicimos con dinero y pasajes de avión. Nunca supe, ni siquiera ahora, de dónde fue que Jane conseguía las cosas, solo sé que lo hacía. Estuvimos otro tiempo en un pueblo Canadiense, hasta que cruzamos la frontera de regreso a Estados Unidos, Vermont.
Debí quedarme en silencio por un buen rato, porque Aleu me tocó de la mano para llamar mi atención.
—¿Qué pasó después?
Lo que pasó después era una historia de la que en realidad, no me gustaba hablar tanto. Tragué saliva mientras mi postura cobraba tensión.
—Después conocimos a Bash, vagando por los bosques de Stowe muy astutamente. Estuvo con nosotros por un tiempo, y nos separamos la misma noche que Jane murió. La Rosa nos interceptó mientras intentábamos escapar junto a un grupo de metamorfos nómada. Fue cuando me hicieron la marca en el brazo también.
—Lo siento.
—¿Por qué?
—No lo sé —admitió quedamente. Ella volvió a mirarme—. ¿Y luego?
Levanté una ceja.
—¿Luego qué?
Ella me miró como si fuera estúpido.
—¿Qué hiciste después?
Hice una mueca.
—Luego, me quedé solo —expresé—. Cuando La Rosa me dejó, no sabía qué hacer. Tenía miedo de que fueran a volver por mí, creí que se enojarían si veían que me había movido, así que pasé varios días quieto en la nieve. Apenas recuerdo esos días, solo sé que un hombre me encontró poco después. Me sentó junto a una estufa y puso un plato de caldo frente a mí. Tuvo que tirarme del pelo y abofetearme un par de veces para obligarme a comer. Creo que era un metamorfo, pero no alcancé a hablar mucho con él, así que no sabría decirte. Solo sé que, en cuanto vio la marca de mi brazo, no dudó dos veces en echarme de una patada a la calle.
»Encontré un grupo poco después que me dejó quedarme con ellos un tiempo. Pero cada vez que descubrían que mi cabeza tenía un precio, me hacían a un lado. Así que empecé a ocultarme, y a mantener las cosas para mí mismo.
Aleu se inclinó, más curiosa.
—¿Y luego?
—Encontré a Harold. O, más bien, él me encontró a mí.
Ella entrecerró los ojos, y se inclinó otro poco más.
—¿Y luego? —insistió.
—Y luego... —Me incliné sobre ella con una sonrisa tirando de mi rostro, y le atusé el pelo—, una niña preguntona cruzó mi camino.
Ella sonrió, pero apenas. Volvió a mirar la carta.
—La carta es de Brooklyn.
—Sí —asentí, sin saber lo que buscaba decirme.
—¿Eres de aquí, entonces?
—Yo...
No lo era. Pero estaba aquí, después de todo. Brooklyn era el lugar de origen de esta carta, y yo estaba en él. La realización me golpeó tan fuerte, que después, no volví a sentir más sueño.
˗ˏˋ ♕ ˎˊ˗
Era la única joyería abierta ese cuatro de julio. La única que pudimos encontrar, al menos.
—¿De dónde robaron esto? —dijo el dependiente, con los ojos entrecerrados bajo sus gafas de gran aumento. Nos miró de arriba a abajo. Era la segunda vez que lo hacía, y lo encontré bastante ofensivo.
—No la robamos —le aclaré con toda la calma que pude hallar—. Es una vieja pertenencia.
El dependiente levantó su mirada del brazalete a mí y volvió a inspeccionarme, mientras un destello burlón le surcaba el rostro.
—Sí, claro —dijo con sorna. Luego, volvió a inspeccionar con más cuidado la pieza de joyería—. Para su suerte, no son los únicos criminales con los que suelo comerciar.
De hecho, eso no me tranquilizó en lo absoluto.
—No somos... —Traté de decir, pero me rendí a media oración y resoplé—. Sí, bueno, lo que sea. ¿Va a querer esto sí o no?
—Mmm... Ponle un precio.
—Setenta —interfirió Bash rápidamente, y abrí los ojos como platos, porque eso era una gran cantidad de dinero. Demasiado.
El vendedor negó con la cabeza.
—Cincuenta.
—Setenta.
—Cincuenta y cinco.
—Sesenta y cinco. Es todo lo que lo bajaré.
El hombre resopló audiblemente. No quiso regatear mucho más con Bash, seguro porque a simple vista, Bash se veía como alguien potencialmente peligroso, sobre todo cuando fruncía el ceño y su mirada azul adquiría esa gelidez poco usual en él.
—Hecho.
Reprimí las ganas de echarme a reír, era muy pronto para eso. El dependiente no podía verme tan feliz, o creería que lo estábamos estafando, pero es que no podía creer que Bash nos había conseguido tanto dinero por ello. Yo no daba más de veinte dólares por esa baratija, y eso era decir mucho.
Cuando salimos de la tienda, sin embargo, Bash encontró la manera de ponerme de mal humor en seguida. Naturalmente.
—El oro, como ya te imaginarás, es muy valioso. No es de extrañar que La Rosa ansíe tanto tu cabeza.
˗ˏˋ ♕ ˎˊ˗
Durante la noche, cenamos comida de verdad por primera vez en mucho tiempo. Con tanto dinero en nuestros bolsillos, nos propusimos a festejar el cuatro de julio como cualquier familia lo haría. Bash consiguió una radio, y Elena compró comida en una tienda de conveniencia que estaba vendiendo una enorme bandeja llena de carne asada y ensalada. Con un par de cubiertos, nos las arreglamos para pasar la bandeja de mano en mano, con Joe contándonos la historia de cómo conoció a Tony en lo profundo de un bosque canadiense, al mismo tiempo que nos llegaba la música lejana de una orquesta, seguramente parte de un desfile que estaría teniendo lugar varias calles más abajo.
Los fuegos artificiales empezaron poco después. Pero el hombre nos halló antes.
Había estado a punto de meter un bocado de carne a la boca cuando lo vi, asomando lentamente por las escaleras. Me enderecé de golpe, y me apresuré a dar un paso al frente para interponerme entre él y ellos.
Oí movimientos arrastrados por el suelo, y en seguida sentí a Bash y Elena moverse hasta ocupar mis laterales.
El hombre tenía ropa vieja y sucia, cabello gris y grasoso, y una barba tupida e hirsuta que le caía sobre el pecho. Era un vagabundo a simple vista, pero una vez más, también lo éramos nosotros.
El hombre levantó las manos en el aire casi de inmediato.
—¡No...! ¡ No busco problemas! —aseguró, echando una mirada ansiosa a los niños, que permanecían mirando todo a una distancia prudente—. Solo... Pensé que, tal vez, podrían compartir algo de esa comida que tienen ahí. Solo tengo hambre. Solo eso...
—No podemos confiar en él —oí a Elena cuchichear en voz baja.
—¿Qué más da? —resopló Bash con desdén—. De cualquier manera, no estaremos aquí mañana.
El hombre empezó a balbucear de nuevo. Sus ojos saltones se movían en todas direcciones, como si no supiera dónde mirar.
—No tengo que quedarme, solo... Me gustaría comer, eso es todo. Si tuviera algo para intercambiar, se los daría.
Inhalé y exhalé. Ellos habían terminado de comer. Teníamos dinero. Lo que había sobrado podíamos compartirlo, podíamos permitirlo. Me di la vuelta y tomé la bandeja de plástico con la comida que nos había quedado. Era una porción abundante que seguramente él disfrutaría más que nosotros.
Cuando se la entregó, vi la sorpresa en su expresión cubierta por la barba. Me miró a mí, y luego la comida en mis manos.
—Llévatelo, pero tienes que irte.
Él tomó la bandeja con las manos temblorosas. Asintió con la cabeza, y de sus labios salió la palabra «gracias» varias veces, hasta ser sólo un murmullo incomprensible. Empezó a caminar hacia la salida, y me giré hacia Bash.
—Ve con él y asegúrate de que deje el lugar.
Bash asintió con rotundidad.
—Claro.
Luego de eso, la noche transcurrió sin ningún otro inconveniente.
˗ˏˋ ♕ ˎˊ˗
Cuando no quedaba nadie más despierto, subimos las escaleras que quedan hasta el último piso, como si fueramos niños escapando a escondidas de padres muy estrictos. Nuestras risas sofocadas hicieron eco en la estructura. No estábamos borrachos, de hecho, nunca había estado borracho, pero creía que así era como debía sentirse.
Estábamos haciendo guardia esa noche, bebiendo de una botella de vino de Bash, y entonces ella sugirió hacer algo divertido. Yo dije que sí, porque no me hallé con la fuerza necesaria para decirle no. No creía que alguna vez fuera así de fuerte. Nunca.
Me tropecé en el último escalón y Elena profirió una carcajada que escondió bajo su mano. Me enderecé, sintiendo el fresco viento veraniego llenar mis pulmones. Su aroma me recordó al campo, al bosque en verano incluso si a mi alrededor solo había edificios. Sonreí, con un agradable cosquilleo en la boca de mi estómago.
El cielo sobre nosotros no era al que estaba acostumbrado, ese que siempre estaba poblado de incontables estrellas y, en ocasiones, auroras boreales. Este cielo era opaco, con nubes oscuras que emitían un fulgor rosado, que podría indicar que pronto volvería a llover.
Elena se sentó al borde de la terraza, con sus pies balanceándose en el vacío. Yo hice lo mismo, y ocupé un lugar a su lado.
—¿Qué te gustaría hacer cuando lleguemos? —pregunté.
Ella se encogió de hombros, como si no importara.
—Me gustaría sentarme y descansar —dijo aún así—, y no tener que preocuparme por las cosas al menos por un tiempo. Sería agradable.
Asentí, pues entendía el sentimiento.
—Yo le prometí a Aleu que nos buscaría la manera de llegar a París —confesé, bajando mis ojos hasta mis pies—. Buscaría trabajo, estudiaría. Me gustaría ser médico.
—Me lo imaginaba. Estoy segura de que les irá genial.
La miré por el rabillo del ojo. Estaba sonriendo, mirando la ciudad bajo ella como si esta fuera suya. Carraspeó.
—¿Te gustaría? —dije.
Ella ladeó la cara.
—¿Qué cosa?
Me mordí el interior de la mejilla, y de pronto me entraron ganas de lanzarme por el vacío con tal de escapar.
—Me estaba preguntando, si acaso te gustaría venir con nosotros. A París. —Conmigo. Por favor. Me gustaría que así fuera. Lo deseaba, con todo mi corazón—. Claro, si tú quieres. Puede que sea un camino complicado, entendería si no lo quieres. Podríamos enviarnos cartas.
Había una sonrisa sutil en sus labios, casi imperceptible. ¿Estaba halagada, le resultaba gracioso, o sentía pena por mí?
—¿Por qué quieres que vaya?
Porque te quiero en mi vida, porque me gusta la forma en la que te mueves a mi alrededor, y odiaría perder... Perderte. Porque me gusta la manera en la que ríes, porque tu sola presencia es como estar durmiendo bajo el sol de verano en la pradera, donde podría yacer por horas, y no entiendo por qué.
—Tengo planeado preguntarle a Joe y a Tony también —dije en voz baja, parpadeando y huyendo de su escrutinio—. No sé cuales son sus planes tampoco, pero...
Los quiero conmigo, porque son lo más cercano a una familia que he tenido en mucho tiempo.
Elena se me quedó viendo un momento, como si hubiera algo en mi cara que le causara gracia. Resoplé y huí de su juicio, abochornado. Temía que, si le sostenía la mirada por más tiempo, acabaría por descifrarme al completo. Después de todo, a los demás, yo no era otra cosa más que un libro abierto. Siempre lo fui.
—Deberías decirles, entonces —me apremió, dándome un suave empujón—. Les gustará saber que te importan, pero no te prometo que acepten. Sospecho que ellos ya tienen sus propios planes.
Asentí con entendimiento.
—No me sorprendería —dije—. Me alegro por ellos, en todo caso.
Entonces Elena volteó su cuerpo, y yo hice lo mismo, de manera que ambos nos encontramos cara a cara. Había una urgencia no dicha en sus movimientos. Se inclinó y me tomó de las manos. Su agarre era fuerte, áspero por las cicatrices. Cálido.
—¿Tienes miedo? —preguntó suavemente.
—Todo el tiempo —exhalé.
—¿A qué le temes?
—A todo. A nada. Al cambio.
Ella me sostuvo la mirada con firmeza, como si buscara algo desesperadamente en mí. Al final, la firmeza en su rostro vaciló y ella se lanzó sobre mí, echando sus brazos sobre mi cuello, y hundiendo la cara en mi hombro. Me quedé de piedra por un momento, y luego, con movimientos pausados, la abracé yo también.
—Tendremos que cambiar nosotros también —cuchicheó en mi cuello. Su aliento cálido golpeando mi piel me generó escalofríos—. Tendremos que adaptarnos a lo nuevo.
Nunca habíamos estado tan cerca el uno del otro. Al menos, no de una manera que me hiciera sentir así, por lo que tardé un momento en responder. Me encontré con que poner en orden mis ideas era una tarea extremadamente difícil estando así.
—¿Tú también tienes miedo? —pregunté.
Su agarre se afianzó todavía más.
—Todo el tiempo. Creo que odio estar aquí, me gustaría regresar al campo. Me gustaba que nadie parecía siquiera estar molesto con nuestra presencia.
—El campo fue agradable. Me habría gustado poder nadar en el río también.
Ella guardó silencio un momento. Percibí la manera en la que respiraba, con lentitud, como si le doliera.
—¿Me tienes miedo? —susurró al cabo de un rato.
Respiré hondo. Una calidez apabullante me invadió de pies a cabeza.
—¿Por qué piensas eso? —Me forcé a decir. Mi garganta estaba seca. Tragué saliva.
—Porque puedo sentir como tiemblas, como un animalito —dijo con paciencia, sonando divertida—. Porque desde aquí, puedo ver esa vena en el cuello que delata tu pulso. Estás tan tenso que es visible. Apenas, pero ahí está.
—Nunca podría tenerte miedo —No estaba mintiendo.
—Pero podría matarte. ¿Tienes miedo porque podría matarte? —preguntó, y la honestidad de su tono me hizo saber que su inquietud en realidad solo era simple curiosidad.
—Sé... Sé que podrías matarme si quisieras —aclaré, porque no creí que hubiera dudas de eso—, pero sé que no lo quieres. E incluso si lo hicieras, eso no es lo que me asusta.
Ella se separó un poco de mí, pero deseé que no lo hiciera. Deseé que volviera a sentirse cómoda aquí, en mí, conmigo.
Por favor, regresa.
Sentí frío allí donde había reposado su mejilla.
De pronto, hallé su mirada en la oscuridad, y me sentí tan expuesto, y tan maravillado. Era como ver la luz en un cuarto oscuro, el tipo de luz más maravillosa: aquella que se filtra, aunque no lo quieras, entre una cortina. Ese rayo dorado que llega durante las tardes, y te deja ver el oro en cada mota de polvo.
—¿Qué es lo que te asusta entonces? —susurró.
Su aliento muy pronto se convirtió en el mío. El calor no se iba. Estaba en mi rostro, y en mi pecho, expandiéndose con rapidez como una enfermedad letal.
—Me asusta que, en el caso de que fueras mi final, moriría como un hombre feliz.
Y ella me sonrió y volví a verme invadido por esa misma sensación abrumadora que corría por mi pecho como una onda expansiva. Me gustaba que aquella sonrisa fuera para mí, y que me permitiera verla tan de cerca.
Ella puso una mano en mi pecho, sintiendo mi corazón justo sobre su palma.
Me lo arrancaría y se lo daría, si ese era su deseo. Le daría todo y no pediría nada a cambio.
Tómalo.
—¿Vendrías conmigo a París?
Su sonrisa se ensanchó.
—¿Por qué quieres qué vaya? —volvió a preguntar, con su voz cargada de cariño.
—Porque te quiero.
Elena no dijo nada. Se inclinó, dejando caer todo su peso contra mí. Volvió a esconder su cara en mi cuello y yo la rodeé con los brazos.
—Tan cursi, bambi —masculló, pero sentí su risa a través de mi piel—. Pero, sí, me gustaría ir con ustedes. Contigo.
La felicidad no era algo que experimentara con regularidad. Entonces, cuando la sentí estallar dentro de mi cuerpo, fue extraño. Como si estuviera sentado en la cima del mundo. Era excitante, y disparatado. Era algo que me daba ganas de reír y no parar.
—Podría intentar dedicarme al arte, como Aleu piensa hacer. Aunque el ballet no es mi rama favorita. Podría pintar, creo que tengo la paciencia para desarrollar alguna técnica.
—No, no la tienes —tercié con diversión. Pintar requería paciencia y perseverancia—. Terminarías por lanzar el lienzo por la ventana.
Ella me pellizcó el brazo y me reí.
—Podrías actuar —ofrecí en cambio—. Eres expresiva, avasallante. Tal vez en un teatro te iría mejor.
—El drama —exclamó—, la única cosa que se me da bien. Me gustan las películas, las obras de teatro no pueden ser tan diferentes. ¿Sabes qué? Deberíamos ir al cine.
—¿Por qué al cine? —pregunté, empezando a mover mi mano por su espalda de arriba a abajo.
—Porque oí que eso es lo que los enamorados hacen.
Lo pensé un instante.
—¿Crees que estamos enamorados?
—¿Qué otra cosa puede ser? No lo he experimentado antes, así que todavía tengo mis dudas.
Sonreí.
—No soy un experto tampoco —admití—. Pero puede que nuestro amor sea diferente al de otra gente.
Ella dejó salir una risita. Luego, dio un suspiro burlón.
—Ah, el amor de los condenados.
Dejé salir una carcajada; no me pareció muy errada. El amor era sinónimo de muerte. Así se sentía al menos. Pero eso no significaba que la muerte tuviera que ser algo malo, claro. Sin dudas era una idea controversial, pues la gente tiende a asociar al amor con la vida, pero cuando se trata de amar a un condenado, todo es diferente. A nuestros ojos la muerte tiende a ser gentil, pues la vida en sí misma, siempre nos fue cruel.
El amor era la muerte: un hermoso proceso que da final a algo de lo más cruel.
NOTA DE AUTORA
Bueno, hasta acá los capítulos. Dentro de unos días, voy a publicar los últimos tres de esta tercera parte y podremos avanzar a otoño.
¿Qué les pareció todo? Me encantaría saber qué piensan!!
En este capítulo James nos habla por primera vez de su pasado, y pasan un par de cositas entre él y Elena.
Bueno, en todo caso, los leo en comentarios 💘
Gracias por la paciencia, y ojalá nos estemos viendo muy pronto en los próximos y últimos capítulos.
Estén atentos, y temed 👹
Nos leemosss💞✨💞✨
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