Capítulo treinta
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Temprano por la mañana, me desperté antes que cualquiera. Incluso antes que el sol. Me sacudí la hierba del cuerpo y con mi pie, eché tierra sobre las brasas que permanecían de la fogata de la noche anterior. Mastiqué una galleta marinera que encontré en el fondo de nuestra caja con raciones, y me dediqué a guardar lo poco que sobró de anoche para llevar con nosotros a nuestro posible viaje con Betty, la señora que Bash había engatusado.
El resto del grupo se fue despertando poco después, y para las ocho ya estábamos todos alistados, esperando al borde del camino, vistiendo nuestras mejores prendas. Elena se había puesto un vestido de una pieza color verde menta que la hacía ver mayor de lo que era. También había atado su pelo en un moño bajo con un lazo amarillo. Bash iba con unos pantalones rectos beige y una camisa azul. De la misma manera, Joe usaba un pantalón opaco de tiro alto, y una chomba verde, mientras que Tony solo usaba una camisa blanca y pantalones grises. Aleu se había ataviado en un vestido lleno de volados rosa que Bash le había traído solo para ella, y Sam tenía una camisa blanca, y pantalones cortos con tirantes. Lo tuve que ayudar un poco, y también le enrosqué una corbata de Bash en su pequeño cuello, esperando que el aspecto salvaje que le daba su cabello rubio y largo se viera algo opacado.
Bash, Tony y yo habíamos tratado de cortar nuestro cabello días atrás con un par de tijeras oxidadas, por lo que ahora nuestro pelo —ahora más corto— iba en todas direcciones de manera desprolija. Joe y Samuel se habían negado rotundamente a cortarse el cabello, Joe porque estaba intentando dejárselo crecer nuevamente, y Sam porque cada vez que intentábamos acercarnos con las tijeras empezaba a gritar. Así que ahora, tenía una melena rubia y ondulada que le caía sobre los hombros.
—Debemos dar una buena impresión —dijo Bash, mientras nos miraba uno a uno con detenimiento—. Tony, pon esa camisa debajo de tu pantalón.
—Ni siquiera sabemos si esa señora va a venir —refunfuñó Joe al otro extremo.
—Lo hará.
—Estamos esperando desde hace una hora —señaló Tony, poco impresionado, como si nunca hubiese creído que aquella señora llamada Betty en realidad existiera.
—Ya vendrá —insistió Bash con los dientes apretados.
Pero entonces, el sol empezó a quemarnos la espalda y nosotros todavía estábamos ahí. Los minutos se convirtieron en horas. Dos, para ser precisos. Debieron de ser las diez de la mañana cuando una chicharra empezó a cantar, y alcancé a oír el violento traqueteo de un auto sobre el camino, junto al congestionado rugido de su motor. A la distancia, divisé un enorme auto negro que se acercaba con paciencia, mientras surcaba el camino irregular. Al volante, iba una anciana de cabello gris, atado en un moño desprolijo, usando un elegante vestido floreado de mangas largas, inapropiado para el calor de ese día.
Ella, y aquella bestia de metal que gemía con cada centímetro que recorría, se detuvieron a un par de pies de nosotros. La anciana giró la llave y el auto se apagó con una exhalación ahogada. Se volteó a mirarnos, exuberante.
—¡Ah, Bash! ¡Temía que se hubieran cansado de esperar! ¡Siento tanto la demora! —exclamó quien parecía ser Betty con un escandaloso tono de voz. Se bajó del auto con rapidez y fué á besar las mejillas de Sebastian con efusividad—. Mi auto es una reliquia a esta altura, me ha costado lo suyo poder encenderlo. Me temo a que él se debe mi demora.
Elena tenía la boca tan abierta que temí que podría entrarle un insecto. Le di una sacudida para sacarla de su impresión. Ella parpadeó y me miró como si no se lo creyera.
—Es una carroza fúnebre —susurró, y un segundo después, se giró hacia Bash, pero con más decisión—. Es una carroza fúnebre.
Bash la miró como quien no ha roto un plato en su vida. Betty también se volteó a verla.
—Es lo suficientemente grande como para llevarnos a todos —replicó él.
—Era de mi marido —le confesó la anciana sin pena, y sin perder su entusiasmo. Claramente no era consciente de nuestra impresión y cierto disgusto—. Mi dulce Roy tenía una funeraria que manejaba antes de fallecer, tristemente. Por supuesto que tuve que cerrar ese negocio luego, pues no era algo que con la edad que tengo pudiera hacer. Además, no pienso ver más cadáveres de lo necesario. Como mucho, me convertiré en uno, pero para eso me faltan un par de años, espero. Sin embargo, el auto es lo único que conservo de aquél negocio. Es muy eficiente para trasladar cosas, y ya le guardo cierto cariño, me daría mucha pena deshacerme de él también.
Bash sonrió. Todo dientes y entusiasmo. Como si la idea de viajar en una carroza fúnebre fuera la aventura más emocionante de su vida.
—Es perfecto, Betty. Gracias por hacer esto por nosotros.
—Por favor, no necesitan agradecerme, quería ayudarlos. Cuando el rumor de que un grupo de metamorfos con tantos niños pequeños estaban en el pueblo, sentí tanta pena. Pobres criaturas. Me parece tan injusto que sean rechazados en la sociedad, teniendo en cuenta que los conflictos con ustedes fueron hace tanto, tanto tiempo. Nuestro padre en las misas siempre predica el perdón al prójimo. Algo que muchos deberían empezar a aplicar a sus vidas, ¿no les parece?
Todos asentimos, no había de otra. Habría que seguirle la corriente.
—Claro.
—Por supuesto.
—Tiene toda la razón.
Ella esbozó una sonrisa radiante, hasta que pareció darse cuenta de cuántos éramos en realidad.
—Bash... —comenzó la anciana, mientras se apretujaba las manos con nerviosismo—. No sabía que eran tantos, no sé si... No estoy segura de que todos puedan caber. Y mi auto es grande, ya te lo digo yo.
Bash carraspeó, moviéndose para poder estar frente a ella y así tomarla de las manos, adoptando una sonrisa indulgente, ese tipo de sonrisas que podrían convencer a cualquiera de cualquier cosa.
—Sé que te pido demasiado, Betty, pero nos acomodaremos lo mejor posible —dijo con voz aterciopelada. De pronto todos nos convertimos en testigos de cómo Betty se derretía entre sus brazos lentamente. Asqueroso—. Tú eres la única que puede ayudarme. La única. Por favor, Betty... No me atrevería a pedírselo a nadie más.
Betty se sonrojó y asintió repetidas veces, retrocediendo y alisando su vestido floreado con nerviosismo.
—Por supuesto, claro, claro que sí —masculló con bochorno, apenas audible—. S-suban, por favor. Adelante.
Subimos lo más rápido posible, de manera que Betty no tuviera tiempo a pensar en sus decisiones dos veces. Cuando Tony pasó junto a Bash, me pareció oírlo decir con un tono sardónico: prostituto, a lo que Bash tan solo le dedicó una mirada irritada, y un golpe en el brazo. Naturalmente, Bash ocupó el asiento delantero, mientras que el resto nos acomodamos incómodamente en la parte trasera, en el vagón donde usualmente, viajaban los cajones.
El auto rugió —como un monstruo que padece alguna clase de enfermedad pulmonar— y retomó el camino en dirección a la carretera.
Como era verano, pronto el auto empezó a calentarse. En la carretera no había muchos árboles, por lo que ninguna sombra nos resguardaba del calor sofocante del sol. Incluso con las ventanillas bajas, era asfixiante. Empecé a sentir las gotas de sudor cayendo por lo bajo de mi espalda, y mi nuca, y mi frente. Cuando miré a mi lado, me di cuenta de que el resto estaba igual. Pensé en tratar de dormir durante el camino, tal vez así podría eludir un poco la sensación de ser cocinado vivo, pero no lo logré; cada vez que cerraba los ojos, oía la voz de Betty y el tono complaciente de Sebastian.
La anciana decía cosas como «¿Qué diablos le ocurre al mundo? ¡Niños sin hogar! ¿Puedo preguntarles, dónde se encuentran sus padres?», o también «no sabía que todavía quedaban tantos de ustedes». Luego nos contó con cierto aplomo como los metamorfos solían tomar esta carretera, generalmente yendo en dirección contraria a la que nosotros nos dirigíamos.
Nadie va a la ciudad. En todo caso, escapan de ella. Sentí un tirón incómodo en la boca de mi estómago. Podrían ser náuseas, o solo nervios.
—Aparecen cada par de veces al año —dijo—. Montan sus tiendas a las afueras, como ustedes, y no se quedan por mucho. Hace un par de años una pareja tuvo la mala suerte de buscar un lugar para dormir en la granja de Michael, y aquél viejo cruel les disparó con su escopeta. Por lo menos uno de ellos escapó ileso.
—¿Qué le pasó al que no lo logró? —preguntó Elena.
—Me temo que no lo sé. La policía intervino, trataron de llevarlo al hospital pero ya allí el personal médico se negó a recibirlo. Dijeron algo sobre la ética, y la moral.
—¿Cómo supieron que eran dos metamorfos y no dos personas muy desafortunadas?
—Se transformaron. Uno de ellos era una cabra. Michael sufrió un susto terrible, seguro que creyó que el diablo llegó a recoger su alma.
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