Capítulo seis
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Fue durante nuestro quinto día de viaje cuando ella nos encontró.
Aleu estaba cansada, y honestamente yo también. A ese punto habíamos caminado por horas desde nuestro último asentamiento. Miré al horizonte, donde el sol parecía estar por asomarse tan solo por unos cuantos minutos antes de volver a esconderse.
Hice una mueca cuando sentí una incomodidad en mi cuerpo, un dolor que corría por toda mi columna, como si hubiera estado en una posición muy incómoda por demasiado tiempo. Detuve mi andar y dejé caer la mochila y el bolso sobre la nieve.
Aleu, que había ido tras mi espalda con una mano aferrada a una de las correas, me miró con sus grandes ojos llenos de esperanza.
—¿Ya podemos descansar?
Eché un vistazo más a nuestro alrededor. El valle todavía nos resguardaba, pero poco a poco el terreno se había tornado cada vez más llano. Estaba seguro de que pronto y a pesar de todo, tendríamos que sumirnos a la tundra. Confiaba en mi sentido de la orientación y en que sin dudas nos estábamos dirigiendo a Nome, pero creía estar lejos del pasaje de Teller.
—Cuando el sol vuelva a bajar —dije entonces—, seguiremos. Por ahora puedes descansar.
Ella asintió y no dudó ni dos segundos en repantigarse en la nieve. La miré un momento. Había tratado de arreglar su pelo en una trenza, pero el viento matinal se lo había vuelto a soltar casi por completo. La piel oculta bajo un gorro y una bufanda estaba roja debido a las quemaduras del frío. Suspiré y me di la vuelta.
—¿A dónde vas? —Ale enderezó su cuerpo de nuevo.
—Necesito transformarme —contesté—. Tú... ¿Sientes que debes cambiar también? Si es así, es mejor que aproveches este momento. Puede que más adelante ya no puedas hacerlo.
Ella no me contestó, en cambio solo dijo:
—Señor Reagan, ¿por qué los cazadores nos encontraron?
La miré, sintiendo una vaga curiosidad.
—Por nuestra esencia. Tenemos una esencia particular que alerta a otros animales. Los pone nerviosos.
—¿Por eso tenían perros?
—Sí.
—¿Y no van a sentirte ahora si te transformas?
En realidad, ese era mi miedo cada vez que lo hacía, por eso siempre trataba de evitarlo; más nadie podía esconder al animal por siempre. Dolía hacerlo. Si no fuera así, entonces el término metamorfo ni siquiera existiría. Seríamos normales. Pero no le dije eso a Aleu, en cambio respondí:
—Con suerte estamos tan lejos de ellos que ni siquiera podrán sentirme.
Me escondí tras un enorme pino a un par de metros de distancia para poder quitarme la ropa. Todavía recordaba que, en mi primera transformación, me fue imposible prevenirla y terminé enredado en todas mis prendas, tropezando con ellas y rompiéndolas en el proceso.
Acomodé la ropa dentro de mi bolso y permití hacer el cambio. Fue un calvario, como cada vez que me transfofmaba. Mis huesos se resquebrajaron y evolucionaron con soltura. Pero eso no era lo que de verdad dolía, sino el peso de las astas que nacían de mi cabeza. Me incliné un momento, tratando de acostumbrarme a la sensación y al cambio físico.
Resoplé con fuerza al mismo tiempo que el sol dio de lleno contra mi pelaje blanco y resplandeció contra las astas de oro. Me estremecí y me levanté en cuatro patas.
Por más que no me gustase, no iba a mentir al decir que de hecho que transformarse era realmente liberador. Como si todo este tiempo me la hubiese pasado atrapado en una caja diminuta donde apenas tenía lugar para moverme.
Me aventuré lejos del enorme pino y caminé hasta donde Aleu estaba sentada, raspando las suelas de sus botas para soltar la fibra y evitar que se volvieran resbalosas para caminar, incauta a cualquier cosa a su alrededor. Cuando me vio, ella abrió tanto su boca que creí ver a su mandíbula tocar el suelo. Parpadeó repetidas veces.
—¿Es usted, señor Regan?
En realidad, detestaba que me dijeran señor. No me sentía tan viejo. Asentí una sola vez como respuesta y erguí un poco más mi postura.
—¡Vaya! —exhaló ella, realmente asombrada—. Nunca había visto un ciervo antes. Solo caribús. ¿Todos los ciervos son así? Su pelaje se parece al de Nieve, y...
Ladeé mi cabeza cuando creí haber oído algo. Aleu continuó parloteando, ajena. Mi cuerpo entero se congeló, como si algo hubiera respirado una advertencia en mi nuca. Mi nariz se estremeció, tratando de buscar algún aroma que se escapara de lo normal.
Sin querer mi corazón había empezado a latir rápido, como si un ave estuviera aleteando en mi pecho. El miedo era una emoción que me encontraba con facilidad, y estando en esa forma, la necesidad latente de salir corriendo eran aún más intensas. Mis pezuñas removieron la nieve mientras me acomodaba para dar mi salto a la huida, pero entonces recordé a Aleu, a la niña.
Así que esperé.
Fue cuestión de un segundo, una respiración. Entonces la vi.
Sus ojos felinos eran del color de la arena bajo un sol abrasador. Quemaban. Sus fauces estaban entreabiertas y dejaban escapar el vaho de su respiración. Era silenciosa. Estaba agazapada y nos miraba con atención; vi que sus pupilas se habían dilatado cuando comprendió que podía verla.
En realidad estaba tan quieta que hasta me pareció irreal, como el escenario de un sueño. Una leona, demasiado lejos de la amplia sabana africana, sumida en el seno salvaje de la fría Alaska.
Realmente extraño panorama.
Resoplé y la leona avanzó hasta mí con gracia y confianza. Me otorgó una mirada mucho más noble y se inclinó ligeramente para presentarnos sus saludos. Yo traté de actuar como si mi corazón no fuera a estallarme del terror en ese momento, y como si no hubiese estado a punto de salir corriendo igual que un cervatillo indefenso.
Reconocí en ella a uno de los nuestros, y a cambio esperé a que ella hiciera lo mismo. Pero, por las dudas, me obligué a moverme hacia Aleu, que se había quedado congelada de la impresión cuando por fin consiguió reparar en la leona.
Entonces, de repente, la gigante felina se despojó de su figura animal en apenas un parpadeo. A Aleu se le escapó un chillido ahogado y se apresuró a taparse los ojos. Yo solo pude quedarme mirando como bobo.
La leona no nos quitó el ojo. Era humana, sí, pero podía seguir viendo a la gran felina en cada rasgo que poseía; en los sublimes y estoicos ojos canela, en la melena leonina de color rubio oscuro, cortada de manera desigual de forma que apenas tocaba sus hombros.
—Nunca había visto a un bendecido antes. —Asintió con la cabeza, como si ese fuera un logro con el que estaba satisfecha de haber conseguido—. Pero he oído de ellos... Ya no quedan muchos. Por no decir ninguno.
Era de baja estatura, joven —seguro que no me pasaba en edad— y existía cierta calma que afloraba naturalmente de su sola posición. Más era válido destacar que esta no era una calma que me inspiraba paz precisamente, sino todo lo contrario. Era la serenidad de un gato que se estaba quieto antes de saltar sobre un ratón. Aterradora. Hermosa. Si hubiera podido, el ciervo se habría ruborizado de pies a cabeza. Me pareció algo injusto que alguien pudiera lucir tan bien incluso en el fin del mundo. Luego, me enojó el hecho de que hubiera logrado apabullarme con su sola presencia.
Ella miró a Aleu.
—¿Están solos? —Se interesó.
Aleu asomó sus ojos por entre sus dedos y abrió la boca para intentar responder, pero me incliné con velocidad, interponiéndome entre ellas. Aleu se echó para atrás de la sorpresa y guardó silencio ipso facto.
No pensaba en confiar en una extraña así como así.
—¿Y por qué vagan solos por aquí? —continuó ella, manteniendo intacta su jocosidad—. Últimamente estos bosques son peligrosos.
Resistí el impulso de rodar los ojos.
—¿El gato les comió la lengua? —replicó, juguetona. La leona mecía su cola como un látigo e inclinaba la cabeza con una intriga intimidante. Ella saltó frente a nosotros con una sonrisa, sin pudor—. La comunicación es buena, se los garantizo.
Hablar. Qué tedioso.
—Es adorable como se mueve tu nariz —señaló entonces, con una carcajada.
Incluso su risa me hizo enojar, porque, ¿de verdad se estaba riendo de mí? ¿Con qué derecho?
—¿Puedo llamarte Bambi? Lo haré de todos modos a menos que decidas transformarte y llevarme la contraria.
Di un respingo casi violento. Aleu, por el contrario, explotó con una risa que me pareció casi malévola. Bambi. Sin dudas era una broma que yo no capté y Alue sí, lo que solo me enfureció más. Odiaba que la gente se burlara a mi costa.
Aún así, no pensaba en gastar aliento en ella, mucho menos luego de eso; así que me di la vuelta, recogí el bolso entre mis astas y junto a él, algo de mi dignidad. El orgullo me sobraba y la soberbia también; así que hice buen uso de ella cuando pretendí alejarme de ahí con Aleu a cuestas. Me moví con elegancia y agilidad. Ella no era valiosa de mi aliento o mi tiempo. En lo absoluto.
El alivio me inundó cuando creí que podría seguir mi camino y borrar de mi sola memoria aquel extraño encuentro. Mi alivio... duró un par de segundos.
Antes de poder darme cuenta, ella estaba caminando muy tranquilamente a nuestro costado, andando sobre la nieve y haciendo frente al clima bajo cero con su piel de oro. Seguía abiertamente desnuda, sin ningún tipo de pudor.
Evité mirarla lo mejor que pude.
Como metamorfo, la desnudez tras los cambios era algo que la mayoría tenía naturalizado; no se solía encontrar ninguna vergüenza en ello. Yo sabía estar desnudo y no temblar despavorido cuando alguien me miraba, incluso si era lo que más detestaba en el mundo.
—Oye, Bambi.
Resoplé cuando volví a escuchar la risilla de Aleu.
—¿Qué? —preguntó ella con otra amplia e intencionada sonrisa felina—, ¿te molesta el apodo, Bambi? Yo creo que es adorable... ¡Bambi! —siseó, y luego se puso a cantarlo, como una niña—. ¡Bambi, Bambi, Bambi, Bambi...!
Mastiqué mi irritación y enojo lo mejor que pude, pues no pensaba rebajarme a su nivel tan infantil.
Al ver que no sacaría nada de mí, la que terminó por resoplar con fastidio fue ella.
—Veo que no llegaremos a ningún lado así —murmuró —. Escucha, no pretendía ofenderte... —Le dediqué una mirada desdeñosa y ella lo pensó mejor—. Bueno, un poco sí, pero eso no importa. Hay que admitir que el apodo es ingenioso y te queda, a menos que no hayas visto la película, lo que me dejaría en ridículo, solo un poquito. Además, me gustaría poder hablar con ustedes, y las conversaciones no ocurren de a una persona..
Bueno, consideré que ella parecía estar llevando esta conversación a flote bastante bien por su cuenta.
—Hay cazadores aquí en Alaska —continuó y yo solo seguí caminando—-. Por tu claro desinterés, asumo que ya estabas al tanto.
Aleu, sin mi consentimiento, asintió con la cabeza y ella sonrió.
—Oh, es bueno saber que en realidad no estoy hablando sola —declaró con un suspiro de alivio—. Estoy con un grupo de metamorfos no muy grande a unos kilómetros de aquí — aseguró y eso de inmediato atrapó mi atención—, nos dirigimos a un lugar seguro. Hospedaje, comida, una bañera con agua caliente y shampoo... ¡Ay, ¡cuánto extraño no apestar, los perfumes y la buena ropa! Ustedes deben extrañarlo también, seguro vienen de alguna buena familia si son bendecidos.
Ella podría haber tenido razón. Tal vez yo sí era de una buena familia, pero nunca podría saberlo con seguridad.
Nunca conocí la buena vida, solo probaditas. A veces, una cama cómoda y caliente. Otras, una comida abundante y variada. Risas con amigos. La idea de algún sueño que más tarde me obligué a descartar, como si fuera lo más tonto del mundo. Una palmada en la espalda, una sonrisa...
La historia de los metamorfos en el mundo era una que permanecía manchada en sangre, hilada en mentiras e ilusiones, y bañada en oro. En la historia no fuimos menos que reyes, reinas, príncipes y princesas. Monarcas y tiranos. Fuimos dioses, elevados por sobre el resto de humanos.
Y así fuimos idolatrados únicamente hasta que las personas, aquellas de las clases bajas, decidieron arrebatarnos de ese pedestal luego de años de explotación, rencor e injusticias. Las monarquías fueron derrocadas, y las familias de metamorfos masacradas y dadas a la caza.
El odio de las personas nos obligó a correr, porque dejamos de ser dioses para descender a simples animales. Millones masacrados, familias enteras y de largas generaciones. El resto, los que quedaron, permanecieron escondidos; rezando por lograr pasar inadvertidos entre ellos y tener una vida normal, ocultando el largo pasado de una buena posición social con joyas o herencias secretas a las que se aferraban como si fueran el mayor tesoro del mundo.
Y todos ellos tuvieron hijos. Hijos que más tarde nos tuvieron a nosotros.
—Dicen que está en algún barrio bajo de Boston —continuó—. Dicen...
Pero la interrumpí antes de que pudiera llevar esa esperanza tan absurda más lejos y me transformé. Me estremecí entre la nieve y apreté los dientes hasta que el dolor se mitigó. Solo pude levantar la cabeza cuando todos los huesos dejaron de romperse.
Aleu seguía con los ojos tapados. Tenía las manos presionadas con tanta fuerza contra su cara que era doloroso de solo ver. Me compadecí de ella un segundo antes de enfrentarme a la leona, quien por primera vez desde que nos conocimos, parecía sin palabras.
—Sabes que irá mal cuando todas tus esperanzas empiezan de esa manera —espeté sin intención de sonar amable—. Nunca apuestes por algo que otros dicen".
—Es —corrigió de inmediato, recuperando su tono socarrón— un lugar dirigido por una mujer llamada Arabella.
Torcí mi gesto.
—No recuerdo haberte preguntado.
La sentí moverse en la nieve y por el rabillo del ojo la vi arrodillarse a mi costado. Su sombra me cubrió.
—Un grupo de personas se encarga de auxiliar a los nuestros y redirigirlos hacia ella. Nosotros somos ese grupo.
—Suena como una trampa, o solo una muy mala idea, y lo es.
Los refugios no eran seguros para siempre. Era cuestión de tiempo para que ellos nos encontraran. Por eso, viajar solo siempre era la mejor opción, los grupos pequeños llamaban menos la atención. Sin embargo, eso no significaba que por eso fuera el camino más fácil. En cuestión de supervivencia, los números hacían una gran diferencia. En cualquier caso, la opción más viable era dejar el continente. Huir a lugares como Inglaterra, donde la caza era mucho menor, menos naturalizado. La monarquía de Inglaterra se había desecho de los metamorfos en el linaje real de forma pacífica, lo que había marcado parte de la diferencia. España había hecho lo mismo. Francia, la cuna del odio, todavía era un lugar peligroso para nosotros al igual que Italia. Sin embargo, viajar no era fácil, la mayoría de nosotros no contaba con los papeles necesarios para abordar un avión sin preguntas de por medio, y mucho menos abordar un barco.
Un refugio no era seguro. La clave estaba en moverse constantemente. Si te quedabas mucho tiempo quieto, entonces estabas muerto.
Me enderecé y extendí un brazo hasta el bolso que había dejado caer en la transformación.
—Es bueno saber que eres del tipo optimista, siempre viendo el lado bueno de las cosas —replicó, desbordando sarcasmo.
—Tan solo es la voz de la razón —murmuré con el mismo tono.
Ella se rió.
—Creo que me agradas —decidió, tomándose la libertad de invadir mi espacio personal al inclinarse sobre mi brazo como si de pronto hubiera perdido la habilidad de sostenerse por sí sola. Ella estrechó los ojos y, con un tono confidente, añadió:—. Definitivamente es mucho más fácil lidiar con eso que con tu yo apático, Bambi.
—Supongo que en cambio, lidiar contigo no se vuelve más fácil en tu otra forma, ¿me equivoco?
Irritada, me dio una sonrisa de labios presionados entre sí y volvió a alejarse de mí.
—Ya te gustaría tener tanta suerte.
—¿Por qué quieres que vayamos contigo? ¿No te da miedo...? —La pregunta se quedó colgando en el aire. Por lo general, cuando las personas se enteraban de lo que era, corrían en la dirección contraria. Éramos un terrible imán de cazadores, pues éramos piezas coleccionables de ediciones limitadas.
—Bueno, aunque no eres la simpatía en persona, la niña contigo parece una dulzura. De hecho, la invitación es más para ella que para tí —aclaró, para mirar a Aleu con curiosidad—. ¿Es tu hermana?
Hice una mueca.
—Puede decirse que sí.
—El grupo con el que estoy se especializa en trasladar a los niños a un destino seguro —dijo entonces, y eso fue todo lo que necesitó para ganar mi honesta atención.
¿Podría ser que, después de todo, los había encontrado?
—¿Están yendo por la ruta Teller?
—Estábamos —corrigió—. Tuvimos que desviarnos por unos problemas. ¿Cuánto vale tu cabeza, Bambi? Si no te importa que pregunte, claro. Y no me refiero solo a los varios quilates que la decoran.
Mi cuerpo se tensó ante la mención del precio sobre mi cabeza, pero traté de disimularlo y continué abrochando mi camisa. Mis dedos temblaban y el botón superior no dejaba de resbalar entre las yemas. Me había olvidado por completo de la cicatriz que resplandecía en mi brazo. La marca. Ella sin dudas había llegado a verla. Me sentí tonto. Había sido precavido por años respecto a la marca, evitando que incluso mis más allegados pudieran verla, y sin embargo, ahora mismo, había bajado la guardia por completo con una extraña.
Tragué saliva y me relamí mis labios resecos y partidos.
—¿No nos dejarás ir con ustedes dependiendo del precio? —susurré con recelo.
Ella me estaba mirando como si fuera un rompecabezas que estaba decidida a resolver.
—He aquí una mala noticia para tí —anunció entonces, con un tono de voz demasiado solemne y socarrón—. Resulta que soy una persona... Decente, aunque no te lo parezca. Ahora mismo solo peco de curiosa.
—¿Ya puedo mirar? —cantó Aleu a lo lejos, con un largo suspiro. Como si estuviera cansada de escucharnos hablar.
—Ella continúa desnuda —declaré con un bufido.
Aleu asintió, impasible.
—Así que no —dijo, sin mover sus manos de sus ojos ni un poco
Hubo una pausa contemplativa. Me levanté del suelo.
—No es de tu incumbencia y tampoco es relevante.
En realidad, sí era relevante. Si yo fuera ella, jamás me permitiría viajar con el grupo. Estar a mi alrededor era peligroso.
—Supongo que no, no lo es —dijo aún así, contra todo pronóstico. Ella se echó el pelo para atrás—-. ¿Entonces quieren venir con nosotros o no?
La miré como si le hubiera brotado del cuello una segunda cabeza.
Terminé de subir por mis piernas un par de pantalones. Me estaba muriendo de frío y todavía no lograba comprender cómo es que ella podía estar tan tranquila ante esas temperaturas.
—¿De verdad quieres que vayamos con tu grupo?
No lo podía creer.
—Será nuestro pequeño secreto, Bambi. —Ella me guiñó un ojo con complicidad—. Estamos en Fort Davis , a unos cuantos kilómetros más abajo de este valle. Estaremos allí hasta mañana por la noche, luego partiremos a Nome.
—¿Qué es Fort Davis? —No pude evitar preguntar, todavía estupefacto por su reacción tan imprudente y despreocupada.
—Un pueblo fantasma.
Entonces se dio media vuelta y yo contuve el aliento.
Las cicatrices de la chica resplandecieron bajo la hora dorada. La marca de Raymond era prominente y se burlaba de mí, junto a las otras viejas heridas que parecían haber sido cruelmente esparcidas a lo largo de su cuerpo curvilíneo por diversos objetos punzantes.
Es una leona, me recorde inmediatamente, sintiendome más allá de idiota. ¿Cuántos aficionados al deporte de la caza no matarían por tener su cabeza en la pared?, me pregunté. Ni siquiera aquellos que pertenecieran a la comunidad de los cazadores, bastaba ser un bruto cualquiera con un rifle, deseos de un trofeo y condescendencia suficiente estaría detrás de alguien como ella.
Mis manos temblaron ligeramente cuando me aferré a la correa de mi bolsa. Tomé a Aleu de una mano, pero ella continuó cubriendo sus ojos con la otra.
Nos apresuramos a seguirla, con nuestros pasos crujiendo sobre la nieve. Adelante, la oí reírse de mí. Sentí la sangre subir por mis mejillas.
—Nuestro pequeño secreto —insistió, como si precisara otro recordatorio.
—Mejor que se mantenga de esa manera —advertí entre dientes.
—¿Es eso una amenaza, Bambi? ¿De verdad tú vas a amenazarme?
Sin dudas sonaba patético si lo decía así.
—Es James —farfulle después, sin molestarme en ocultar mi odio—. Y ella, mi... Hermana, es Aleu.
Ella nos observó de reojo por sobre su hombro y se transformó nuevamente, pero antes de eso, respondió:
—Elena.
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