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Capítulo quince




-ˋˏ ༻ 15 ༺ ˎˊ-

—Nunca habría pensado en tí como alguien comprometido con los niños —dijo Bash en cierto momento, mientras merodeabamos alrededor del poblado con cuidado, en busca de la clínica—. Pero que hayas adoptado a una niña... Creo que tiene sentido. Siempre tuviste algo de justiciero en ti.

Levanté una ceja.

—¿Qué estás intentando decir exactamente?

—Lo que oíste —Se limitó a responder él.

—Sí, bueno... —Hice una mueca y me permití echar una mirada breve sobre Aleu, que caminaba aferrada a mi abrigo desde una mano y nos miraba de tanto en tanto con curiosidad—. Definitivamente no fue algo dentro de mis planes.

—Esa es la magia de los niños, James —murmuró—, ellos jamás están en los planes de nadie.

El viento era cada vez más y más fuerte, por lo que nos sentimos con la libertad de poder hablar sin el temor de ser escuchados. Lo bueno de la tormenta de nieve que estaba a punto de desatarse, era que los pueblerinos se mantendrían resguardados en sus hogares por un buen rato. Aún así, Bash, Aleu y yo procuramos movernos por las sombras y nos mantuvimos lo más lejos posible de cualquier ventana.

—De todos modos —Bash parecía estar haciendo un gran esfuerzo por pretender que la herida a su costado no dolía como los mil infiernos—, ¿dónde has estado, Jamie? Siendo sincero, te había dado por muerto mucho tiempo atrás.

—En todos lados —respondí con una exhalación exhausta—. ¿Dónde has estado tú?

Él sonríe brevemente.

—En todos lados también. ¿Qué hay sobre Jane? —dijo entonces, el aire dejó mis pulmones abruptamente—. Siempre creí que vivirías eternamente oculto tras su falda, llorando.

Inhalé con fuerza, enderezando mi postura.

—Nunca pensaste eso, Bash —murmuré—, al menos no entonces. Tenías siete años, apuesto a que ni siquiera sabías lo que esa expresión significaba entonces.

—Eso no quita el hecho de que tenga razón.

—¿Quién es Jane? —preguntó Aleu. Se sintió extraño haber oído su nombre salir de sus labios con tanta facilidad. Envió escalofríos por mi nuca, como si un fantasma hubiera soplado su frío aliento sobre mí.

—Jane es su hermana —contestó Bash en un tono mucho más apático, porque sin dudas era reacio a la idea de relacionarse con niños de manera amistosa—. Jane, la santa mandona, Jane Reagan.

Oír el nombre de Jane nuevamente era igual de violento como un látigo golpeando el aire. Con el paso del tiempo, este se había ido borrando de mi sistema, tanto que casi creía haber olvidado cómo modularlo.

Entonces recordé la carta que llevaba conmigo, guardada cuidadosamente en un bolsillo oculto de mi bolso al igual que si fuese algún tipo de sucio secreto. No había pasado un gran lapso de tiempo desde que la señora Milton me la entregó, apenas una semana y media, tal vez. Pero desde el incidente en la casa Blair, los días corrían al igual que años.

Traté de seguir el consejo que Harold me dio entonces y simplemente no pensar en ello más de lo necesario. Pero ahora me era difícil ignorar la carta y no asociarla de inmediato a la presencia de Sebastian. Así que por un segundo, me permití navegar a través de la incertidumbre.

Un segundo después, decidí que le preguntaría cuando estuviéramos solos.

—¿Tienes una hermana? ¿De verdad? ¿Por qué no hablaste de ella? ¿Dónde está? —preguntó Aleu, tirando de mi ropa con fuerza y mirándome con el ceño fruncido, como si por alguna razón hubiera sido mi deber confiarle esta información.

—No —farfullé, devolviendo mi mirada al camino frente a nosotros—. No tengo nada.

—¿De qué estás...? —Pero entonces Bash se detuvo y abrió los ojos como plato—. Oh...

Tomé aire en una bocanada lenta y cautelosa. Casi podía sentir los ojos de Aleu alternandose entre él y yo, completamente incauta, intentando comprender lo que estaba pasando. En parte no me sorprendía que Bash no lo supiera. Después de todo, para cuando ocurrió, él y yo nos habíamos perdido el uno al otro en esa nevada. Pero la historia que precedía nuestra peculiar relación precedía unos cuantos meses antes.

Me gustaría poder decir que mi memoria era precisa, pero sería una mentira. Lo único que quedaba de ello eran reminiscencias, vestigios de lo que alguna vez fue un niño conociendo a otro; el origen de algo que no era enteramente una amistad, sino algo, tal vez, más complejo.

Era fácil reparar en que Bash y yo no éramos más que dos personas cortadas por la misma tijera. Lo que nos unía era todo lo que compartimos en común, y todo lo que no. Él tiraba de un lado y naturalmente yo del otro, pero era la misma cuerda a la que ambos nos aferrabamos. Usualmente ninguno quería ceder; éramos territoriales, nos detestamos pero al mismo tiempo comprendimos el abominable hecho de que incluso a pesar de todo, seguíamos siendo nosotros: dos lados de una misma moneda.

—Mierda, James...

No le permití continuar. Levanté una mano y señalé a una cabaña de troncos de roble que resaltaba por su aspecto mucho más rústico. Era un poco más grande también, y sobre la puerta había un cartel negro donde en letras grandes rezaba la palabra HOSPITAL.

—Yo puedo entrar —murmuré para mí mismo, casi como si estuviera tratando de convencerme de ello. Miré las diversas ventanas que rodeaban la cabaña. Habría apostado lo que fuera a que, atrás, seguro había otra puerta de ingreso—. Puedo hacerlo por mi cuenta, si me esperan aquí...

—¿¡Esperar!? —protestó Aleu de inmediato, terriblemente indignada—. ¡Puedo ayudar! ¡Puedo hacerlo!

—No vas a entrar ahí adentro conmigo —determiné con rudeza, asegurándose de no dejar lugar a réplicas—. Es demasiado peligroso, y...

—¡No tengo miedo! Las gallinas tienen miedo y no soy gallina.

—Aleu —advertí.

—Lo que sea que la niña diga, yo estoy de acuerdo —enunció Sebastian—. No venimos hasta aquí solo para arriesgar nuestros culos por nada.

—Nosotros no arriesgamos culos para nada —secundó Aleu seriamente.

Chasqueé la lengua y entrecerré los ojos.

—Muchas gracias, Bash —ladré—. Y no, no están aquí por nada. Alguien tiene que vigilar desde afuera, asegurarse de que sea seguro. Creí que nuestras posiciones estaban claras, dado que tú hace unas horas tenías una flecha incrustada —señalé con un dedo, y luego mi mano bajó hasta Aleu—, y que tú tienes seis años.

—¡Siete!

Le mantuve la mirada obstinada a la niña de siete años. Era Aleu el verdadero problema ahora; Bash solo insistía porque ella le permitía ese espacio. Ella era la agitadora, la rebelde. Si quería apagar las llamas de esa revuelta, tendría que disuadirla primero.

—Bien —cedí, haciendo el esfuerzo monumental de mantener mi rostro estoico—. Si de verdad estás tan dispuesta, entonces necesito que te ocupes de él —Y volví a apuntar mi dedo acusador a Sebastian; Aleu depositó una mirada inquisitiva sobre él—. Alguien tiene que cuidarlo, o va a arruinarlo todo eventualmente, ¿no lo crees?

Ella alzó ambas cejas y volvió a mirar a Sebastian de arriba a abajo, como si recién ahora lo hubiera notado.

—¿Acaso escuché bien, o...? —Bash tenía los ojos abiertos de par en par.

—Si es un idiota y no te hace caso, hasta puedes golpearlo —declaré, ignorandolo.

—¿Golpearlo? —Ella se vio fascinada por su nueva posición de poder.

—James. —Depositó una mano pesada sobre mi hombro—. Ni siquiera pienses que vas a dejarme aquí con una niña cuyo rostro brilla como la Navidad ante la idea de violencia.

Me sacudí su agarre y procedí a darle dos palmadas secas en el pecho. Sonreí cuando sus ojos glaciales me atraparon a medio camino. Estaba molesto.

—Su nombre es Aleu —aclaré con mis labios queriendo curvarse en una sonrisa malévola—, y tú mismo lo dijiste: lo que sea que ella diga, tú estás de acuerdo. Pórtate bien, Bash.


˗ˏˋ ♕ ˎˊ˗


Entrar al hospital fue más fácil de lo que me imaginé.

Ingresé por la puerta trasera, que daba paso directamente al área de internación. Se trataba de un salón amplio y largo con varios camastros de hierro acomodadas a los lados. La mayoría estaban vacías, salvo cuatro. Me incliné sobre el umbral con cautela. Dos camas del lado derecho eran ocupadas por dos ancianos que dormitaban profundamente, mientras que del lado izquierdo había un niño y, en la cama del otro extremo, dormía quien seguramente sería el doctor.

Relajé mis músculos agarrotados y di un paso más cerca. Levanté la mirada hacia adelante, cruzando la sala, donde seguramente se hallaba el consultorio del doctor a cargo y la sala de espera. Por lo que, sin emitir ni un solo ruido, me deslicé por entre las camas, oyendo únicamente las respiraciones pesadas, el viento y mi escandaloso corazón.

—De todos los de tu tipo que han pasado por aquí, ninguno ha venido directamente a robarme. —Me congelé en mi lugar; mi corazón dio un vuelco y mi respiración se detuvo—. Normalmente vienen pidiendo ayuda, pero tú no. Algo me dice que piensas no necesitarme. Tal vez me subestimas.

Cuando me di la media vuelta, el doctor estaba levantándose de entre las sábanas de la camilla. Su rostro pétreo permaneció imperturbable, sin ningún signo de alerta en él. Me habría gustado decir que yo estaba igual, pero habría sido una mentira descarada.

Pensé en echar a correr. Era una respuesta natural, casi inconsciente. Sin embargo, algo me retuvo y mis pies se quedaron atascados en la madera.

El doctor se levantó del todo y frotó sus manos con entusiasmo.

—Bueno, andando, joven, ¿qué caso me traes para que trate? —Mis ojos se desviaron a sus espaldas, a la puerta por la que entré. No parecía un hombre muy ágil, seguro que si era rápido, podría escaparme con facilidad. Él pareció reparar en mis intenciones y sonrió; fue un gesto afable, casi amistoso—. Es libre de correr lejos si gusta, no seré yo quien lo detenga. Pero, por si aún no lo ha notado, estoy esperando a poder serle de ayuda.

Volví mis ojos a él.

—¿Usted sabe lo que soy? —espeté, echando un paso atrás cuando noté que tenía intención de acercarse.

—Un metamorfo, por supuesto.—Él se detuvo, como si no quisiera asustarme—. ¿O prefieres cambia-formas? Aunque ambos términos significan igualmente lo mismo.

—¿Y usted... no piensa delatarme?

—¿Delatarte? ¿Ante qué autoridad? —Él me miró de arriba a abajo—. Los metamorfos no son bien vistos, pero no existe ninguna ley que me empuje a delatarte de ninguna manera, y tampoco que me indique no tratarte como a una persona normal.

Tenía que ser algún truco. Seguro estaba tramando algo, o trataba de ganar tiempo para tomar algún arma que debía tener escondida.

—Usualmente la gente no nos aprecia —dije a malos modos—. Estaba por robarle, puedo ser una persona despreciable.

Él sonrió como si yo no fuera más que una pobre criatura ingenua.

—Podrías ser detestable, claro —accedió pero luego, sus ojos pequeños resplandecieron con indulgencia debajo de sus gafas redondas y dijo:— Pero, ¿qué tan malo podrías ser, si aún viéndote atrapado, no has hecho el amago, ni una sola vez, para tomar el rifle que llevas en tu espalda?

Sentí un calor abrasador subir desde mi cuello hasta toda mi cara. Bajé mis ojos al suelo, sintiéndome estúpido.

Había olvidado por completo que llevaba el rifle conmigo.

Mi reacción pareció causarle gracia al doctor, ya que exhaló una risilla.

—De todos modos —prosiguió un segundo más tarde, mientras que con mucha más tranquilidad se encaminaba a prender la luz de una pequeña lámpara de escritorio—, ¿qué es lo que planeabas llevarte de aquí? Estoy intrigado.

Vacilé un instante.

—Agujas —murmuré, cabizbajo—. Agujas de sutura, hilo, desinfectante y penicilina, tal vez. Gasas, vendaje. Lo que fuera necesario.

—Hasta suenas como un experto. ¿Quién te enseñó a proceder?

Arrugué el entrecejo. ¿Acaso eso importaba?

—Una enfermera, hace muchos años.

Él asintió. Me echó una mirada de reojo mientras se dirigía hasta la puerta de lo que a simple vista se veía como su despacho.

—Asumo que no eran cosas para tí, ¿me equivoco? —Yo negué con la cabeza—. Ven, pasa por aquí, no queremos molestar los sueños de mis otros pacientes, ¿verdad?

Lo seguí con cuidado pero antes, aproveché a darles un último vistazo, sólo para cerciorarme de que era seguro. Los dos ancianos seguían dormidos, pues escuchaba sus respiraciones y suaves ronquidos, pero atrapé los ojos del niño mirándome a través de sus mantas. Me pregunté si acaso estaría bien, o si sus padres se acercarían a verlo en algún momento.

—¿Dónde están tus amigos? —Su oficina era diminuta y nada impresionante. Lo único que atrapó mi atención fue la placa sobre su escritorio de madera que tenía su nombre grabado. Doctor Andrews—. ¿Qué tan graves son las heridas?

No pensaba decirle la ubicación de nadie.

—Herida de bala —dije en cambio—. Es grave. Y... tengo otro amigo, él fue herido por una flecha, pero parece estar bien y...

—Traelos a mí —dictaminó—. Yo seré quien determinará que tan grave es en realidad.

—Uno de ellos está afuera, esperándome —dije—, si me permite...

—Ve tranquilo. —Andrews hizo un ademán despreocupado—. De todos modos necesito preparar la camilla de operación y esterilizar mis herramientas.

Asentí y no demoré mucho para hacer mi camino a la salida en trompicones torpes. Cuando llegué al umbral de la salida, pensé en correr. Irme lejos. Alertar al resto y buscar otra forma de proceder, pero sabía que no tenía muchas opciones. Podía intentar, pero las chances de que Tony muriera en el intento eran demasiado grandes.

Miré a través de la nevada y, a unos cuantos metros, tras una diminuta caseta de madera, divisé a Bash y Aleu. Sebastian me miraba con incredulidad, como si no pudieran entender lo que yo estaba haciendo, pero les insistí en acercarse con un movimiento de mi mano.

Aleu fue la primera en venir. Saltó entre la nieve y corrió hasta mí. Bash, en cambio, se acercó con pasos cuidadosos.

—¿Qué...? —Trató de decir, pero yo levanté una mano y negué con la cabeza, enviándolo a callar.

—Me parece que nos conseguí ayuda —contesté en cambio.

Al principio, el doctor Andrews y yo tuvimos que batallar un buen rato para convencer a Sebastian de que se dejara examinar.

No me sorprendió tanto que no confiara, sino que fuera exageradamente testarudo al respecto. Pero al final de la noche, con un poco de voluntad y fuerza bruta, logramos disuadirlo para ser examinado.

Cuando pudo terminar de darle un buen vistazo, el doctor Andrews exhaló todo el aire de sus pulmones con fuerza y se enderezó lejos de Bash.

—Bueno, debo decirlo, y que la señorita presente me disculpe por mi lenguaje, pero eres un bastardo con suerte.

—Dígamelo a mí —murmuré por lo bajo.

—La herida no fue profunda, por lo que no se ha dañado mucho más que el tejido superior.

—Pude deducir eso yo mismo, muchas gracias —ladró Bash con altanería. Estaba ofendido, pero sobre todo, con su orgullo herido. Prácticamente lo había sometido a ser revisado.

—Compórtate —advertí entre dientes, a lo que él solo me dedicó una mirada fulminante.

—Aún así —continuó el doctor—, la herida debe ser desinfectada y cerrada.

—Haga lo que deba, por favor —dije yo, antes de que Bash pudiera abrir la boca y soltar alguna estupidez.

Andrews asintió y después centró su atención en Bash, como si fuera algo digno de respeto.

—Será rápido, no se preocupe señor...

—Vygotsky —gruñó Bash de malos modos.

—Claro, señor Vygostky.

Mientras Bash refunfuñaba cual niño pequeño mientras Andrews se ocupaba de él, yo busqué a Aleu en el cuarto, pero no estaba cerca. Mi corazón se hundió y me apresuré a buscarla por los alrededores. ¿En dónde se había metido? ¿Y si alguien la veía? ¿Y si...?

Pero entonces, la vi.

Había logrado escabullirse hasta la sala de internación. Tenía los brazos recargados sobre una de las camillas, aquella donde el niño descansaba. Los dos hablaban en susurros animados y parecían estar teniendo una charla de lo más interesante.

Tomé aire en una gran bocanada y lo expulsé lentamente, sintiendo como el alivio barría lejos de mí la presión en mi pecho. Me acerqué hasta ellos con cuidado de no ser muy escandaloso. Al verme llegar, el rostro de Aleu se iluminó.

—¡James! —exclamó, mientras señalaba al niño—. Él es Lewis y está enfermo, por eso está aquí. Estábamos hablando, dijo que te vio entrar.

Lewis tenía las mejillas hundidas, parecía desnutrido. Su piel oscura se pegaba a los huesos de su rostro y en él había profundas ojeras. Estaba pálido. Él me miró con sus ojos abiertos de par en par, parecía impresionado, o solo muy asustado.

—Un placer, Lewis —murmuré, inclinando la cabeza como un saludo.

Él no dijo nada. Obvié su silencio y volví a dirigir mi atención a ella. Su rostro estaba pálido también, y sucio en las mejillas y frente. Me incliné para estar más a su altura.

—Aleu, cuando el doctor termine con Bash, iremos a buscar al resto para que el doctor pueda ver a Tony también —expliqué en voz baja, antes de desviar mi mirada por una de las ventanas—. La tormenta no está mejorando, por lo que necesito que te quedes aquí, ¿está bien? Pídele a Andrews algo de comida, y un lugar para dormir. Te vendrá bien.

Su rostro se vino abajo por completo y frunció los labios en desacuerdo.

—Yo quiero ir con ustedes.

—Lo último que necesito es más enfermos y heridos, Aleu —dije, pero al darme cuenta de que mis palabras bruscas estaban surtiendo el efecto contrario a lo que yo buscaba, traté de ofrecer otra posibilidad—. ¿No prefieres hacerle compañía a Lewis? Probablemente no tiene muchos niños por aquí para que jueguen con él, ¿no lo crees?

Por un momento terrible, creí que no había conseguido convencerla pero entonces sus facciones se ablandaron y ella asintió con pesadumbre.

—Está bien —borboteó, mirándose los pies con una clara disconformidad—, me quedaré con Lewis.

—Sé buena.

—¡Soy buena! —manifestó, bastante ofendida por mi osada implicación.

Me compadecí un poco de ella, pero no demasiado. Enderece mi postura, sonreí y pasé una mano por su cabeza para infundir ánimos, pero mis dedos se enredaron en su cabello sucio y enmarañado de días.

Torcí mi boca en una mueca. Cuando regresara, podría preguntarle a Andrews si tenía algún cepillo para el pelo; algo para que Aleu pudiera peinarse a gusto.


˗ˏˋ ♕ ˎˊ˗


Bash era ruidoso. O solía serlo.

Lo recordaba como un niño fornido, jactancioso, y con una perturbadora visión de la vida. Tendía a querer probarse a sí mismo todo el tiempo, y también a empujarme a mí a hacer lo mismo. Solíamos tener riñas sobre quién corría más rápido, quién golpeaba más fuerte, quien tiraba la piedra más lejos... Casi siempre, Bash era mejor.

La noche que nos separamos, fue un accidente. No se suponía que nosotros tuviéramos que tomar caminos separados. Pero estábamos siendo perseguidos, y el grupo entero al que habíamos pertenecido se separó dentro de un bosque, con la esperanza de poder confundir a los perros.

Jamás volví a ver ninguno de ellos.

—¿Qué estabas haciendo aquí en Alaska? —pregunté más tarde.

Él se encogió de hombros con indiferencia.

—Buscando —contestó, demasiado ominoso para tratarse de él, pero asumí que se refería a que estaba buscando lo mismo que todos nosotros cuando llegamos: seguridad.

Estábamos caminando por los alrededores de Tok, esperando distinguir alguna señal que delatara la posición de Elena, Samuel y Tony. Me reproché no haberle pedido que dejara algún tipo de señal para que nosotros los encontraramos.

El viento había aminorado su fuerza, pero la nieve era una fuerza imparable. Por la mañana los caminos estarían totalmente cubiertos.

—¿Has estado solo todos estos años?

Él resolló por la nariz y me enfrentó.

—¿Qué estás tratando de sacar de mí, Jamie? —respondió en cambio, con un falso tono azucarado que pretendía ser condescendiente—. Te ves nervioso, ¿acaso no confías en mis intenciones? ¿Mi presencia te pone inquieto? —Y entonces se rió. Fue un sonido áspero, seco—. El cervatillo quiere correr, ¿no es así?

—Solo eres una gran molestia —declaré, sonando más convencido de lo que en realidad estaba—. No confío en las coincidencias y me resulta raro que, de todas las personas, te haya encontrado a ti.

Él me miró de reojo. Mis palabras súbitamente lo habían puesto de buen humor. Escondió una sonrisa burlona que se curvaba del lado derecho de su cara.

—Hmmm, todavía te falta pulir tu sentido de refutación —observó—, al menos eso no ha cambiado. —Y continúo caminando, más relajado que antes—. El mundo es pequeño. A veces las cosas... Pasan. Yo presiento que eventualmente tendríamos que volver a vernos, de una forma u otra.

Me mordí la lengua y me guardé el hecho de que en realidad yo prefería no tener que volver a verlo nunca más. No tanto por el hecho de que él fuera un ser humano insufrible, sino porque él regresando de la muerte era algo que perturbaba mi mente con ideas y esperanzas vacías. Su regreso implicaba cosas. Cosas que se disparaban en mi cabeza como un maldito fuego cruzado.

Sebastian me llevaba a pensar que Jane tal vez...

Sacudí la cabeza, tratando de alejar los pensamientos intrusivos, ya que eso era imposible, porque yo la vi morir. Yo vi la flecha, su cuerpo en la nieve, la forma en que su piel se mimetizaba con ella. La sangre, los cazadores, las dagas y su piel...

Choqué con el brazo extendido de Bash, que se había congelado en su sitio e impedía mi camino. Fruncí el ceño y busqué en él una respuesta en su actuar, pero sus ojos no estaban sobre mí, sino en algo más adelante. Su rostro ojeroso brillaba bajo la luz anaranjada proveniente de un bar a varios metros de nosotros.

El bar en cuestión era pequeño, pero no podía esperar menos. Tenía un porche amplio de madera donde se echaban tranquilamente varios perros atados a los postes. Se oía música, probablemente Hank Williams, y los hombres dentro bailaban y cantaban junto a él con alegría. Pero no eran cualquier tipo de hombres. Eran verdugos enfundados en impecables uniformes verdes. Harapos simples que destacaban por el peculiar emblema de una rosa siendo atravesada por dos flechas, bordados en su espalda con hilo de plata.

Cazadores.





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