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Capítulo dos


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Se me escapó un resoplido luego de que el techo sobre nosotros volviera a temblar. Una pequeña araña se deslizó desde arriba hasta la hoja desplegada entre mis manos. Me incliné y la soplé lejos.

La niña estaba sobre nuestras cabezas otra vez. Saltaba por el piso superior al ritmo de una fastidiosa canción infantil que sonaba desde un gramófono. Alcancé a escuchar a Harold refunfuñar al respecto. Parpadeé entre la penumbra y pasé una mano por mi cara tratando de despabilar mis sentidos. Luego guardé la carta entre mis pertenencias y asomé la cabeza desde atrás de el viejo librero donde me encontraba para verlo.

Harold estaba sentado debajo de las escaleras del sótano, cruzado de brazos y con sus ojos obstinados en el suelo. Su mal humor era palpable, pero no una sorpresa; todos ahí sabíamos que se había olvidado su petaca de ginebra en casa y eso lo tenía más cascarrabias de lo usual.

Por lo que sí, nos encontrábamos encerrados en un sótano frío y sucio con un Harold Finnegan sin alcohol, y una niña molesta pisoteando nuestras cabezas.

Ciertamente no era el refugio que había esperado en primer lugar. Harold dijo que le habría gustado algo más alejado, y aunque la casa Blair sí estaba a una distancia considerable del pueblo, no era el lugar más discreto que podríamos encontrar. Kireama nos explicó qué era lo único que podía ofrecer en ese momento, porque la ubicación del lugar donde se resguardaban a los niños metamorfos debía permanecer bajo el conocimiento de muy pocas personas.

—Creo que les alegrará saber que esta casa alguna vez fue un escondite para metamorfos —Nos había dicho mientras, a escondidas, nos permitía ingresar a la casa por la puerta trasera de la casa—. La señora Blair me lo dijo una vez; en esta casa se escondieron miembros de la realeza rusa durante la revolución.

—Los Romanov murieron como perros —escupió Harold con el ceño fruncido, como si aquello no fuera posible—, igual que todos sus seguidores.

Kireama no respondió. Ella se limitó a abrir la puerta del pequeño armario que había en el pasillo junto a la cocina. El sótano era considerablemente espacioso, pero parecía pequeño entre tantos objetos acumulados, con muebles y roperos de madera de pino y los extremos bañados en oro. Había cuadros con lienzos arruinados por la humedad, fotos de antiguos familiares que alguna vez portaron el apellido Blair, vajillas de porcelana cubiertas por una gruesa capa de polvo, baúles y bauleras de cuero atestados de ropa apolillada, y cajones rebosantes de joyas; no sabría deducir si eran de valor o tan solo una fachada. Lo único que podía decir con seguridad, era que todo aquello era parte de un pasado, un pasado que la familia parecía querer mantener enterrado entre arañas y suciedad.

—La señora Blair usualmente pasa su día entero en su estudio, y su hija en las lecciones. Aunque hoy se ha sentido enferma, ahora mismo está en la cama. Pero incluso enferma no puede estarse quieta. Pero no creo que deban preocuparse por ellas mientras no hagan ruido.

Harold refunfuñó algo debajo de las escaleras cuando la niña pisó más fuerte.

—Lleva toda la tarde corriendo de aquí para allá repitiendo la misma puta canción una y otra y otra vez —dijo Harold con rapidez, bufando como oso viejo—. La mocosa simplemente no se cansa.

—Al menos alguien en esta casa la está pasando bien —farfullé con honestidad, estirando mis brazos hasta hacer sonar todos los huesos contracturados en mi cuerpo—. Sé un poco más considerado —agregué con cierto humor, lo que solo consiguió irritarlo más.

De pronto, arriba, una mujer —quien suponía se trataba de la madre de la niña— gritó, como regañando a su hija, y se oyeron un par de pasos fuertes antes de que la música se detuviera abruptamente.

Harold soltó un exagerado suspiro de alivio, pero un par de segundos después los pasos de la niña volvieron a oírse; golpecitos insolentes que acompañaban a su suave tarareo, amortiguado por las gruesas paredes de la casa. Miré a Donna y Walter. Ellos se habían hecho un espacio no muy lejos de donde yo estaba sentado. Donna era una mujer joven y bonita que en parte nos había conseguido la estadía ahí. Conocía a Kireama porque ella le vendía pasteles y dulces caseros, o eso nos había dicho a nosotros.

—Canta precioso —reconoció Donna con dulzura, solo para hacer rabiar más a Harold. Ella miró a su esposo, que la tenía abrazada por los hombros—. Walter y yo hablamos de tener niños antes.

Walter correspondió a la calidez de su esposa con un beso en la frente.

—Cuando todo esto acabe podremos seguir pensando en niños.

«Cuando todo esto acabe» repetí en mis adentros con amargura. Difícilmente algo de eso acabaría en algún momento. Era cierto que yo también ansiaba una vida tranquila donde no tuviera que salir corriendo para tener que salvar mi cuello cada par de meses, pero esa era la única vida que conocía. Por eso, la noche anterior que Harold se presentó en la posada, afirmando y reafirmando que los cazadores estaban muy cerca, mi primer instinto fue correr. Incluso cuando más tarde tuvieron que ir y advertir a otros incautos que al igual que nosotros intentaban mantener una vida normal y estable en Alaska (la mayoría ya marcados por los cazadores), no fueron extremistas al decidir abandonar todo y huir por los bosques hasta las montañas, aprovechando la nevada que taparía su rastro. Se fueron incluso si Harold les había asegurado que se trataba de un equipo que tan solo estaba de paso; como mucho, estarían por el pueblo un par de días antes de retirarse. No se trataba de una caza exhaustiva, donde iban golpeando puerta por puerta.

—Ya no hacen eso —había dicho Harol la tarde anterior—. Hace años dejaron esa quema de brujas. Son discretos ahora, buscan los alrededores. Los perros son el problema.

Los perros podían distinguirnos de un humano corriente con facilidad. De ellos debíamos escondernos.

Si debía ser honesto, había estado muy tentado a huir junto a todos ellos también, pero Harold me sostuvo del brazo con firmeza y me gruñó que no fuera un maldito cobarde. Entonces, me quedé.

Llevar la marca de los cazadores era sinónimo de muerte; significaba que eras un trofeo dentro del deporte de la caza a la que se dedicaban.

Los metamorfos eran marcados igual que a un ganado.

Yo tenía la marca en mi antebrazo derecho desde los seis años, y una promesa de muerte sobre mi cabeza.

Walter y Donna fueron los únicos que no huyeron y se quedaron con nosotros. Donna no había sido un metamorfo, pero su marido sí, y ella había estado dispuesta a acompañarlo a donde fuera.

Todavía no estaba seguro de si aquello había sido una decisión muy valiente o muy estúpida.


˗ˏˋ ♕ ˎˊ˗


El resto de la tarde transcurrió sin mayor problema. Aguardamos en silencio, camuflados, oyendo el movimiento de la casa en secreto; a los empleados que iban y venían a pasos ligeros, silenciosos al igual que fantasmas ambulantes.

La única persona que estaba desafiando la imperturbabilidad del hogar era la niña de arriba. Aleu Jelena Blair, cantaba, saltaba y bailaba. Si de verdad estaba enferma, entonces no se notaba.

Realmente la familia Blair no eran más que la reminiscencia de una familia poderosa. Hoy solo eran una madre y su hija. No valían las molestias de amargarse, como Harold lo hacía. Lo único que me tenía verdaderamente amargado era el lento pasar del tiempo.

Deseaba que todo esto acabara lo más pronto posible, porque aunque no tenía una gran vida, sí tenía una buena.

Nos manejamos para llegar a Alaska junto a Harold el año anterior; se suponía que, al ser una zona tan alejada de todo, debía ser segura. Guardaba en mi memoria las incontables veces que me encontré oyendo de la maravillosa vida prometida. Una vida para personas como yo. Una vida algo difícil por sus climas fríos, comunidades pequeñas alejadas de todo, y su amplia fauna y flora. Una vida difícil, pero segura.

Un rincón en el mundo olvidado por los ojos de Dios.

Lo cierto es que no nací siendo un soñador, y la fantasía ingenua de una vida feliz me seguía pareciendo tan solo eso, una fantasía, pero era verdad que en ese tiempo no perdía nada al intentar. Fue por eso que a Harold le resultó fácil convencerme de acompañarlo a cruzar dos países enteros para llegar hasta aquí.

De hecho, lo conocí cuando nuestros caminos se entrelazaron por accidente en alguna ciudad del estado de Massachusetts. Harold me dio una mano con los cazadores de La Rosa que venían tras mi paso, y desde entonces no nos separamos.

Entonces sí, Alaska fue una grata sorpresa para mí, y para Harold fue una victoria que gritó al cielo en cuanto logramos cruzar la frontera. A ese día lo denominé como El Día que lo Imposible Ocurrió, porque el viejo Finnegan llevó plasmado en su rostro una sonrisa que casi iluminó el resto de nuestro camino hacia Bahía Kanaaq.

Recuerdo que esa tarde hablamos mucho. Más de lo que hemos hablado en todo el tiempo que nos conocíamos. Para festejar nuestra llegada, Harold se había acabado sus reservas de ginebra, lo que lo puso de mal humor más tarde, pero antes lo tuvo hablador, manso y feliz.

Me contó lo que tenía planeado hacer luego de asentarse definitivamente: buscar un buen trabajo y ahorrar, hasta tener el dinero suficiente para abrir su propio negocio. Una zapatería. Al parecer su familia se había dedicado a los zapatos por muchos años, y eso era lo único que él conocía. Siempre se le inflaba el pecho del orgullo cuando me hablaba de continuar con el legado.

Tras oír su anécdota, no pude hacer más que sonreír. Encontraba muy agradable oír a otras personas hablar, mucho más cuando lo hacían con tanta pasión. Harold, por supuesto, había malinterpretado mi silencio amable. «No me juzgues —me había dicho con un dedo acusador—. En este punto de la vida solo puedo ver belleza en las cosas simples. Los sueños grandes son cosas de los jóvenes como tú».

A diferencia de lo que Harold había pensado, yo nunca llegué a aspirar a nada. Mi primera transformación fue la puerta a la tragedia —como sabía que lo fue para la mayoría— y aquello que sopló cualquier posibilidad de un futuro normal. No había otro sueño más que el tener la suerte de vivir por otro año.

Los sueños no habían sido hechos para mí, y yo no había sido hecho para ellos.

A pesar de esto, yo soñaba.

El día continuó lento y perezoso a mi pesar. Hallé un par de libros dentro de algunos cajones y los repartí entre Donna y Walter para que el tiempo les fuera más ameno. Le habría dado uno a Harold también, pero estaba seguro de que él no sabía leer.

Entre el apuro de la situación, nadie había llevado consigo algo para comer, por lo que cuando fue la hora de dormir, lo hicimos con el hambre arañando nuestros estómagos y el frío calando en los huesos.


˗ˏˋ ♕ ˎˊ˗



Tardé demasiado en quedarme dormido, pero cuando por fin lo conseguí, un ruido me despertó.

Refregué mis ojos, pensando que había sido parte de un sueño cuando volví a oírlo. Me estiré en mi lugar, honestamente desorientado. En ese sótano bajo tierra no existía luz con la que pudiera ubicarme, y todavía me resultaba difícil acostumbrarme a las eternas noches y los días efímeros.

Metí la mano en el bolsillo de mi pantalón y saqué mi pequeño reloj revestido en oro. Apenas podía ver algo, pero creí ver que las manecillas señalaban las 06:54 a.m.

El ruido que sonaba era extraño, no venía de arriba, sino de abajo. Era como un eco amortiguado; algo arrastrándose por una superficie áspera.

Me levanté con cuidado de no hacer ningún ruido, rascando con la uña de mi pulgar la parte superior del reloj con nerviosismo. La oscuridad siempre me ponía incómodo. Y a pesar de que lo más probable era que el ruido fuera tan solo una rata, decidí no quedarme con la duda.

Me desplacé con cuidado y agilidad entre el montón de basura, teniendo cuidado de no chocar con algo que me hiciera caer. Traté de ubicar el sonido, lo que me terminó por guiar hasta el este de la habitación. Ahí, había un prominente armario empotrado en la pared de granito gris.

Lo analicé con cuidado. Fruncí el ceño y respiré hondo. Podría ser un nido de ratas, pensé.

Levanté mi mano con cautela y tomé el pomo de cristal. Lo giré cuidadosamente. La puerta se movió pero las bisagras apenas chirriaron.

En el interior no distinguir ropa, cuadros, vajillas o ratas. Estaba completamente vacío. O eso pensé, hasta que logré vislumbrar dos enormes ojos verdes, abiertos de par en par, brillando en plena penumbra.

Contuve el aliento instintivamente.

Aleu y yo compartimos una mirada que se debatía entre la sorpresa y el horror. Sus ojos verdes eran un reflejo de los míos, porque ella estaba en el sótano, dentro del armario, y detrás de ella había un agujero en la pared. 

























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