Capítulo cinco
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En el pueblo la tragedia fue un escándalo. Hablaron de la casa Blair y cubrieron el asunto con un incendio accidental. La primicia era: dueña e hija mueren, junto a la servidumbre que esa noche frecuentaba el hogar.
Lo escuché todo de una anciana preocupada que se lo comentó al panadero. Yo estaba a dos personas de distancia de ella en la fila, pero su voz fue para todos en ese negocio, que al igual que yo, tenían una oreja levantada y atenta.
Me pregunté si a La Rosa podría interesarle una niña perdida, una niña que ellos sabían, no estaba muerta. Probablemente todavía estaban intentando descifrar nuestro rastro por el bosque, lo que nos ofrecía cierta cantidad de tiempo, pero no el suficiente como para detenernos a descansar más de un día. La yegua que dejé atrás, Nieve, también sería una buena distracción. Así que, mientras tuvieran algo a lo que disparar, estaríamos bien. Por un rato.
Aleu se había quedado dormida en la habitación que yo rentaba en la casa de la señora Milton.
Llegar a Bahía Kanaaq fue un suplicio, pero tuvimos suerte y conseguimos escabullirnos de cualquier ojo curioso. Confiaba en que no despertaría durante varias horas, así que la dejé y salí al pueblo para conseguir provisiones como comida y ropa adecuada para un largo viaje en climas extremos. Tomé todo el dinero que Harold tenía en el taller, y también un trineo.
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Abrí la puerta del almacén y me deslicé al interior junto al sonido de la campanilla. En el mostrador estaba el ayudante del dueño. El hombre me estructuró con la mirada, como si estuviera intentando descifrar desesperadamente.
Tragué saliva. Lo conocía. Él era alguien que tenía todo el respeto de la comunidad por sus servicios al país. Clarence Jacobsen era un soldado retirado luego del final de la segunda guerra; con medallas, con gloria, respeto... Y aún así nada quitaba el hecho de que, de hecho, él era un metamorfo.
Recordaba haberlo visto la misma noche en la que Harold llegó corriendo a advertir al resto de metamorfos que se ocultaban en Bahía Kanaaq que La Rosa estaba cerca. Hasta entonces, me había imaginado que la mayoría de ellos ya estarían en su camino a las montañas, pero no, Clarence todavía estaba ahí. Me pregunté por qué. ¿Habría alguien más con él?
Eché una mirada por sobre mi hombro, asegurándome de que no hubiera nadie más, y me acerqué al mostrador.
—¿Está el señor Duncan? —pregunté con cautela.
Clarence negó lentamente con la cabeza.
—Está en el fondo organizando la mercadería. No vendrá pronto —contestó de igual manera—. ¿Qué desea comprar?
—Carne seca.
—¿Cuánto?
Arrojé un par de billetes y monedas a la mesa. Era lo último que me quedaba para gastar; el resto lo guardaría para otra ocasión. Seguro que lo necesitaría.
—Lo que alcance.
Él tomó el dinero y lo contó, paciente.
—Ellos siguen por aquí, lo sabes, ¿no? —dijo, mirándome de reojo.
Asentí.
—Lo sé.
—Es un kilo. —Me informó mientras preparaba una bolsa. Comenzó a meter tiras de carne seca que tenía guardadas en un frasco.
—¿Por qué sigues aquí? —dije, incapaz de quedarme con la duda por mucho más tiempo.
—Tal vez por lo mismo que tú —contestó Clarence sin alterarse lo más mínimo.
Fruncí el ceño y guardé en silencio, tratando de pensar en las posibilidades. Tal vez Clarence Jacobsen era la persona que yo y Aleu más necesitábamos en esos momentos.
—Estoy por irme de viaje —mencioné, cauto.
Clarence ni siquiera se inmutó.
—Eso es bueno, un hombre debe mantener su mente despejada y a veces un viaje ayuda bastante —aseguró—. Si eres afortunado, el clima será clemente contigo.
—Me iré con una niña. —Clarence se congeló por un milisegundo. Si no fuese tan atento, tal vez ese detalle se me hubiese escapado—. Ella es... Mi hermana pequeña.
Sería mejor si pensaban que mantenía algún tipo de vínculo familiar con Aleu.
—Te conozco, chico. Eres el hijo adoptivo de Harold. —Bueno, eso era mala suerte—. Hemos hablado algunas veces, y él jamás mencionó a ninguna niña.
—Es su verdadera hija, de sangre —Me apresuré a decir—. Fruto de... Una relación prohibida.
—Ajá. —No me creía, lo vi por cómo me miró—. De todas maneras, ¿qué piensas que ganas diciéndome todo esto a mí?
Carraspee.
—Ya sé que hay gente ayudando a niños a pasar la frontera, tal vez a un lugar seguro, la verdad no me importa —dije y tragué saliva—. Yo solo quiero salir de este condenado lugar.
Esta vez conseguí ganar toda la atención del ex-militar. Me evaluó atentamente, como si fuese la primera vez en toda nuestra charla que de verdad me veía.
—Te ves como si hubieras vivido un infierno —dijo.
—Suficiente cerca —declaré—. ¿Sabes cómo puedo encontrar a estas personas?
—¿Quieres sacar a la niña de Alaska?
—Quiero que nos saquen a ambos de aquí. No podemos quedarnos, nos van a encontrar si lo hacemos.
—Ciertamente lo harán. Oí lo que ocurrió en la casa Blair, no es propio de ellos hacer un escándalo. Ya no, por lo menos. Una vez escuché que tuvieron problemas con la policía hace muchos años, y desde entonces han mantenido sus asuntos de caza en discreción.
—¿Qué quieres decir?
—Creo que están buscando algo —meditó—. A alguien. Desesperadamente.
Asentí, más serio. Es cierto que el incendio en el hogar Blair había sido escandaloso. Probablemente solo querían borrar su rastro en el asunto.
Él suspiró.
—En cualquier caso —dijo, mientras cerraba la bolsa con la carne—, temo decirte que ellos no llevan adultos.
—No pierdo nada con intentarlo. No más de lo que ya perdí.
Él me tendió la bolsa, mientras su rostro adquiría un gesto pensativo.
—Tengo papeles en mi casa —dijo entonces—, mapas y rutas marcadas que nadie más poseé. Puedo señalarte dónde encontrarlos, y cuál es el camino más seguro para llegar. Vivo en la cabaña azul al costado de la Bahía, no puedes no verla.
Ladeé el rostro hacia el ventanal que daba afuera. Debían de ser cerca de las 10:00 a.m., por lo que faltarían cerca de dos horas para el atardecer.
—Cuando el sol baje —repuse—, estaré allí.
Entonces, con mis cosas en cada mano, me di la media vuelta para irme, pero Clarence me habló una última vez.
—¿Qué pasó con... con el resto que estaba contigo?
El corazón me dio un vuelco y sentí como el calor de la más pura vergüenza me subía por toda la cara.
—Eramos nosotros en la casa Blair —fue lo único que conseguí decir, y fue suficiente.
Hubo una larga pausa.
—Lo siento mucho, muchacho.
Abrí la puerta y salí del local.
Caminé por el pueblo con la constante sensación de ser vigilado, pero la paranoia ya era parte de mi naturaleza, así que bien podría haber sido una sensación acertada, como que no.
La posada en la que me estaba quedando era la de la dulce señora Milton. Su esposo había fallecido en la guerra al igual que su único hijo varón, por lo que su única compañía residía de su amada hija Giselle, una adolescente bien portada, y esos que alquilaban y llenaban los espacios vacíos que la guerra dejó a su paso.
Antes de ingresar, saludé a Giselle, que apaleaba la nieve de la entrada junto a Jonathan, el vecino que alquilaba el cuarto conjunto al mío.
—¡Eh, James! ¡Qué tal! —exclamó Jonathan con una sonrisa, agitando un brazo en el aire—. ¿Haciendo las compras?
Eché un vistazo a las bolsas con comestibles que llevaba entre brazos y me obligué a sonreír, encogiéndome de hombros al pasar.
—Me he quedado sin reservas esta semana —confesé. Me di cuenta de que mi voz había sonado algo rara.
—Hey, nos vendría bien un poco de ayuda con esta nieve —admitió Giselle, recargándose sobre su pala con cansancio.
—Yo... No creo que pueda, lo siento. Hoy... estoy bastante ocupado.
—Ya vemos... Te ves demacrado. Duerme un poco, ¿sí? —Me pidió ella, echando un mechón de cabello rojo detrás de su oreja.
Asentí.
—Intentaré.
Entré a la estancia y caminé con prisa por los pasillos hasta encontrar mi cuarto. Metí la mano en uno de mis bolsillos y saqué con prisa mi llave para abrir la puerta.
La habitación era pequeña, solo tenía lugar para una cama, un armario, y un pequeño escritorio. Las paredes tenían un tapizado floreado, y todos los muebles estaban pintados de blanco. El carrete era de fierro, el colchón duro y las sábanas ásperas, pero al parecer Aleu las había encontrado como el lugar más cómodo de todo el mundo.
Mientras ella seguía dormida, me concentré en preparar nuestro bolso, tratando de decidir qué sería lo mejor para un viaje como ese. Yo había hecho incontables viajes, pero jamás había viajado por un lugar tan desolado como Alaska, mucho menos en invierno. Tratar de viajar ligero en un clima como ese podía ser tanto favorable como letal al mismo tiempo. Los contratiempos podrían llegar a ser montones, y las consecuencias gravísimas, pero era más probable llegar rápido de esa manera... Si el frío y el hambre no nos mataba primero.
Por otro lado, viajar pesado nos haría más lentos, pero por lo menos tendríamos lo necesario para hacerle frente a las adversidades del clima, y aún así nada de eso garantizaba un cien por ciento nuestras probabilidades de supervivencia.
Me quedé tan enfrascado en las infinitas posibilidades del futuro que ni siquiera me di cuenta cuando Aleu despertó.
—Hablas solo.
Di un respingo y con una mano puesta sobre mi corazón acelerado, me giré a verla. Ella todavía estaba en la cama, con los ojos lagañosos y el pelo todavía más salvaje.
Saqué de mi bolsillo mi reloj y consulté la hora. Apenas era mediodía, pero afuera ya se alzaba una noche a la que nadie le temía.
—Un pequeño defecto que espero no incordie nuestra temporal convivencia —repliqué.
—¿Tú vas a cuidarme ahora? —preguntó entonces, desenvolviendose del edredón y parándose sobre el colchón—. ¿Vas a adoptarme?
Un escalofrío me subió por toda la espalda. Me estremecí.
—No, no, —repliqué rápidamente—. No sería tu padre, pero no es personal. No pienso ser nunca el padre de nadie. Ni siquiera en mil años.
—Ah, bueno, no pasa nada —decidió ella resolutivamente—. Mamá una vez me dijo que yo no tengo papá, por lo que no creo que sea un requisito obligatorio. ¿Tú tienes papá?
La imagen de mi padre destelló en mi cabeza un momento, pero solo era un cuerpo sin rostro que los años borraron. Supongo que, de cierta forma, se parecía un poco a mí; pelo castaño, ojos grises y complexión delgada. Su voz, sin embargo... Su voz era algo en lo que yo mismo me esforzaba por olvidar, pero era imposible.
—Tenía —mascullé, tratando de acomodar la ropa de forma que cupiese toda—. Y no, creo que no es realmente un requisito necesario tenerlos. Créeme cuando te digo que tú probablemente te has ahorrado muchos problemas sin uno.
—Mamá decía algo similar —sopesó, al parecer consternada por este hecho. Un minuto más tarde, ella agregó: —Podrías ser mi hermano si lo prefieres, siempre quise un hermano mayor.
Mis manos se congelaron sobre el bolso por un microsegundo.
—No voy a ser el padre ni hermano mayor de nadie, ¿quedó claro? —gruñí, cerrando el cierre de un único movimiento tajante antes de girar en mis talones para poder enfrentarla—. Que hayamos quedado pegados no significa nada. Esto es solo... Una situación temporal.
Aleu frunció el ceño y dió un paso más al frente, envalentonada.
—¿Qué tan temporal? —reclamó.
—Si tengo suerte, no mucho —respondí con acidez.
Ella me miró a través de sus cejas tupidas y sus ojos lacerantes. Ella se cruzó de brazos y bajó la mirada al suelo.
—¡Ojalá hubiera venido otro de tus amigos conmigo, y no tú!
Sonreí brevemente ante la cruel ironía.
—Creo que eso es algo en lo que los dos podemos estar de acuerdo. —Entonces tomé la ropa de invierno que tenía y me dirigí hasta el baño que compartía con el cuarto de al lado. Cerré ambas puertas con llave y aproveché a cambiarme.
Cuando salí, Aleu ya se había levantado de la cama y curioseaba por la habitación en silencio.
De hecho, entre mis compras matutinas también me las arreglé para conseguirle a Aleu un atuendo mucho más apropiado para la situación. Pero, como la ropa nueva y de vidriera estaba demasiado lejos de mi alcance monetario, tuve que regatear en una tienda de antigüedades, que bendita fuera, contaba con algo de ropa vieja y en talles infantiles; además de algunos abrigos y botas de pieles de foca y caribú que le compré a un vendedor ambulante de la tribu inuit que habita en las afueras.
Me apresuré hasta la cama donde tenía las cosas y se lo ofrecí todo, a lo que ella tan solo me miró como si fuese el hombre más estpido de todo el mundo. Yo, por el contrario, decidí pretender que ella en realidad estaba equivocada.
—Eso es para niño —señaló con el ceño gravemente fruncido sobre sus ojos.
—Sí —dije—. Pero las niñas pueden usar esa ropa también.
Ella se cruzó de brazos, como si no pudiese creer que estuviese diciendo tal sarta de estupideces.
—Ya lo sé —aseveró, haciendo énfasis en cada palabra—, pero esta ropa es horrenda.
Rodé los ojos y resoplé, rezando a Dios por toda su paciencia, porque de otra forma la tentación de abandonar a una niña en la intemperie ganaría la batalla en mí.
—Es lo que he podido encontrar ahora —expliqué inclinándome frente a ella para estar a su misma altura—. Ahora mismo, esto es lo único que tienes y te protegerá del frío. A menos, claro, que prefieras que se te caigan los dedos de las manos y de los pies.
Ella abrió la boca inmediatamente para replicar porque ese parecía ser su primer instinto ante todo, pero nada salió de sus labios. Aleu resopló con disgusto ante su derrota, tomó la ropa y caminó hasta el baño para ir a cambiarse también.
Cuando volvió a salir, lo hizo con la mayor dignidad posible: cabeza en alto y un puchero tembloroso decorando su cara.
Contemplé su carácter con una ceja alzada, sobra decir que muy poco impresionado.
Los pantalones le quedaban grandes y se le caían, así que se los sostenía como podía. Se había colocado el abrigo de pieles y, sorpresivamente, lo había ajustado sin problemas, al igual que las botas en sus pies, que por más que se le veían muy grandes, las había logrado ajustado acorde.
—¿Alguna vez has peinado a alguien? —preguntó ella entonces, con gran intriga.
—¿Peinar? —dije, sin poder esconder mi extrañeza.
Ella asintió repetidas veces, y entonces se echó el matorral que llevaba por cabello hacia atrás.
No, definitivamente no. Ese sí que era un enredo en el que no pensaba meterme. No tenía planeado llevar ese papel de niñera mucho más lejos de tener que cuidar sus necesidades más básicas como ropa, salud y comida.
Aleu no se molestó en ocultar su miseria, y casi logró hacerme sentir culpable.
—Deberíamos ir yendo.
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Las largas noches en Alaska parecían intimidar a muchos extranjeros, pero aquellos que la habían conocido la mayor parte de su vida, decidían vivirla como si en realidad los amparase la luz del día. Aleu y yo nos mimetizamos con ella, porque era lo mejor que podíamos hacer. Nos disfrazamos de sombra y caminamos lo más lejos posible de cualquier rostro familiar.
Clarence Jacobsen mencionó una casa azul asentada en La Bahía. Yo la noté casi de inmediato, porque tal como me había dicho: era imposible no verla ya que era la única casa allí.
Con Aleu acuesta, me apresuré a subir las escaleras del porche y tocar la puerta.
Clarence nos abrió la puerta casi de inmediato. Todavía llevaba su delantal de trabajo puesto. Nos miró de arriba a abajo, y su mirada se detuvo en Aleu.
—La niña —se dio cuenta.
—Mi... Hermana —corregí.
Y entonces me di cuenta de que había olvidado completamente charlar ese pequeño detalle con Aleu. De verdad esperaba que ella fuese la mitad de inteligente como para mantener la boca cerrada y tan solo seguirme la corriente.
Ella se escondió un poco más detrás de mí, seguramente intimidada por el aspecto intimidante de Clarence.
—Está bien —aceptó al final mientras nos daba lugar para pasar—. Vengan adentro, rápido.
Nos deslizamos hasta el interior de la pequeña cabaña. Adentro, no se veía mucho mejor que afuera. No había un tapizado en las paredes, ni siquiera algo de pintura.Solo había sogas, redes, y trampas para peces colgando desde las vigas del techo. La casa tenía cortinas sucias, y había humedad bastante desagradable en el ambiente.
Hice un esfuerzo por no hacer caso al terrible descuido de ese lugar, y seguí a Clarence hasta la cocina, con Aleu aferrada al borde de su abrigo como si su vida se fuera en ello.
Ahí, el desorden no era menos, pero por lo menos estaba iluminado con un par de velas.
—Nosotros también estamos planeando dirigirnos hasta allí —comentó entonces—. Conocí a un piloto de avión, en el aeropuerto de Anchorage, que conocía a estas personas. Estoy esperando encontrarlos. Tal vez puedan hacer algo por ella.
Me quedé pasmado cuando pude ver a la persona a la que Clarence se estaba refiriendo. Se trataba de una niña unos cuantos años más grande que Aleu. Tal vez estaba en sus doce o trece años. Aunque eso no fue lo que en realidad me tomó por sorpresa, ni siquiera fue el hecho de que Clarence —ese misterioso ex-mioitar, solitario, de pocas palabras y dudosa higiene— estuviera con una niña, sino el hecho de que ella parecía estar en un completo estado de salvajismo.
Su apariencia era igual de descuidada que esa casa. El pelo rubio cenizo estaba enredado como un nido de pájaro, sucio y grasiento. Estaba con un largo vestido floreado, con retazos rasgados en algunas partes, y llevaba un suéter enorme sobre ella.
Mirándola en detalle, me di cuenta de que en realidad no estaba propiamente sentada, sino de cuclillas, con las manos entre sus piernas. Sus ojos azules eran enormes, desorbitados, y si uno se fijaba correctamente, notaría las cicatrices que le corrían el cuerpo. La más grande estaba en su garganta.
—Esta es Rory —explicó Clarence, poco interesado en sus expresiones horrorizadas—. Ella... no está muy amanerada a la forma humana, como podrán notar. No se molesten en hablarle, porque no puede. Es muda. La encontré en mi casa luego de que... Bueno, luego de que la guerra terminara. Esta casa quedó sola por muchos años. Supongo que ella hizo de esto su hogar y yo... Nunca me atreví a replicarle nada sobre ello.
Rory, como Clarence la había llamado, tenía una mirada peculiar. De cierta forma familiar. Yo ya había visto ese tipo de mirada antes, al igual que ese tipo de cicatrices y ese tipo de personas. Rory sería lo que se conocía comúnmente como una salvaje. Una persona que había cedido ante su lado animal, olvidando el humano.
Generalmente estos casos solo se daban cuando el individuo en cuestión deseaba rebelarse ante su lado más sensato para poder sucumbir al placer de una vida más fácil, como un animal. Pero, también estaban estos otros casos donde la persona se empuja a sí misma a ese estado tan solo para mitigar el dolor de heridas psicológicas con las que su mente más racional es incapaz de afrontar.
Una vez que se es el animal por tanto tiempo, es realmente difícil regresar al estado de plena conciencia humana.
—Nunca vi a un salvaje que fuese tan joven —sopesé, todavía estupefacto.
—Ni siquiera quiero pensar en lo que tuvo que haber vivido antes de poder llegar aquí —masculló Clarence con furia.
—Ella... —Vacilé por un instante—. Es capaz de permanecer humana, ¿verdad?
—Definitivamente, no teman. —Clarence se había puesto a rebuscar entre algunas cajas que tenía acumuladas sobre la mesa principal—. Parece salvaje, pero todavía nos entiende. No es un riesgo para nadie. ¿Qué hay de tu niña?
Miré a Aleu de reojo, que seguía escondida a mis espaldas, aterrada por la apariencia de Rory.
—No hay amenazas —afirmé.
—Eso es bueno. —Y por fin, sacó dos planos enormes que marcaban todas las rutas viables de Alaska—. Es un viaje difícil. El clima será un problema sin dudas, pero puede que estén bien si su espíritu es apto para aguantar climas como estos.
Mis cejas se levantaron inmediatamente con escepticismo. Siempre había escuchado a montones de personas llamar a su parte animal de diferentes formas, pero "espíritu" era una que jamás se me hubiese cruzado por la cabeza. Sacudí la cabeza.
—El clima no será un problema —comenté por lo bajo, acercándose hasta la mesa para poder ver mejor los caminos señalados.
—La última noticia que supe de ellos es que pensaban utilizar un pasaje que cruza desde Teller hasta Nome —mencionó—. Justo por aquí, ¿lo ves?
—Por lo que ellos están en Nome ahora mismo —dije, solo para estar seguro.
—No. Ellos estaban en Teller, pero pensaban dirigirse hasta Nome. —Clarence tomó una vela y la acercó para poder iluminar más el mapa—. ¿Ves esto? Si tomamos esa ruta, tal vez hasta podamos alcanzarlos.
—Lo dudo mucho —Me eché para atrás y me apresuré a tomar la mano de Aleu. Era muy arriesgado—. Entre Teller, Bahía Kannaq y Nome no hay nada más que tundra. Es un área demasiada expuesta.
—Es la única forma de llegar a tiempo —contradijo Clarence.
—Ustedes pueden tomar la ruta si quieren —determiné, dirigiéndome hasta la puerta—, pero prefiero rodear la carretera, e ir a los pies de las montañas. Un terreno más complejo nos dará ventaja.
—Es casi igual de peligroso —contradijo Clarence, siguiéndolo desde atrás—. Avalanchas, caminos cerrados...
—Prefiero eso a morir de un disparo desde la distancia —afirmé sin morderme la lengua.
Clarence se nos quedó mirando un momento. No parecía impresionado.
—Así que no vendrán con nosotros.
—Buena suerte —contesté, tajante—. Si lo logran, espero verlos en Nome.
—El sentimiento es mutuo —Lo oí decir, antes de poder cerrar la puerta tras nosotros.
Lo cierto era que yo tenía mucha experiencia con personas inusuales, mucho más después de haber viajado con ellas toda la vida. Era muy normal encontrarse a alguien cuya mentalidad era bastante inestable, por no decir que en realidad era un loco de remate. Clarence Jacobsen y esa niña, Rory, clasificaban perfectamente con todos los requisitos para serlo, y honestamente no quería tener nada que ver con ellos.
Al fin de cuenta logré hacerme de mi objetivo: conseguir la ubicación de los contrabandistas.
Aleu y yo dejamos Bahía Kanaaq con la luz del aurora amparando nuestro camino.
N/A: Lectores, lectores fantasmas, ¿cómo están? Quise interrumpir este capítulo porque la verdad es que desde hace rato siento que estoy muy ausente y no interactúo lo suficiente con ustedes. Y la verdad es que no soy muy buena socializando, ni siquiera por Internet ✌🏽😔
Así que se me ocurrió hacer una especie de cuestionario en estos días, algo para ir conociendo a esos que me leen, y ustedes pueden preguntarme cosas también, ¿qué opinan? Díganme si les interesa.
Btw, volviendo al capítulo de hoy, ¿qué opinan de James? ¿Ustedes habrían hecho lo mismo?
En el próximo capítulo voy a introducir nuevos personajes 👀
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