Capítulo 18
Acostumbrado a tomar la iniciativa, Maximilian no se lo esperaba. "Kitty lo estaba besando". La inicial sorpresa y la respuesta casi intuitiva de sus labios, se tornó luego en una reacción mucho más avasalladora, consciente ya del momento en el que estaban y de que no podía permitirse que Kitty terminara arrepintiéndose. Por su parte no hubo vacilación alguna, aunque él mismo se sorprendió de cuánto la deseaba, de la manera tan intensa en que la abrazaba contra su cuerpo, para demostrarle que no quería dejarla ir, que aquello no era error sino la más poderosa de las sensaciones.
Kitty creía que había perdido por completo la cordura; era consciente de que, tras ese beso, cambiarían mucho las cosas entre ellos, pero lo deseaba como nunca deseó a nada ni a nadie... Sintió mariposas en el estómago antes de besarlo; tuvo miedo de que él la rechazara y, aunque fue ella quien primero inició aquel contacto, Maximilian no demoró en corresponderle con otro beso. ¡Y vaya beso! Kitty sentía que las piernas le fallarían y terminaría tendida en la nieve. Ya no le importaba nada, la manera en la que Max la sujetaba de la nuca y la atraía hacia él, la estaba dejando sin aliento.
Había perdido el sentido del tiempo, de cuántos minutos habían estado así, besándose con una avidez que ignoraban que poseían, pero que los impulsaba a conquistar esos sueños que, alguna vez, les parecieron un imposible.
—Kitty —susurró él contra sus labios, mientras la abrazaba—. Esto no es de amigos... —Y no pudo evitar reír un poco, de lo nervioso que estaba.
—Dijiste que tenía permiso para besarte inesperadamente cuando quisiera... —comentó ella, escondiendo la cabeza en su regazo y con una súbita vergüenza.
Él la besó en la frente y luego le acarició una mejilla.
—El permiso se renueva indefinidamente, querida mía —contestó—. Solo quiero ser besado por ti...
Ella se incorporó un poco, sorprendida. Pegó su rostro al suyo, como quien intenta mirarlo, aunque le era imposible. La mirada de Max le hubiese infringido confianza, pero tenía miedo de no haber cumplido sus expectativas.
—¿Hablas en serio?
—Muy en serio. —Quería decirle que la quería, pero tenía miedo de asustarla.
—Yo he estado pensando, Max, creo que deberíamos hablar sobre nosotros... —La voz le temblaba.
—De acuerdo, pero no aquí. Tiene un encanto especial el que nos hayamos besado por primera vez en la nieve, dónde todo comenzó, pero opino que debemos platicar en un lugar más cómodo. Yo también quiero decirte algo... —Creía que tal vez hubiese llegado el momento de hablarle de la verdad acerca de Lisa, aunque observaría primero con cuidado las intenciones de Kitty, para no espantarla. Una parte suya quería librarse de aquel secreto; pero otra le hacía preguntarse si quizás no fuera demasiado prematuro hacerlo.
Kitty lo tomó del brazo y se encaminaron al auto. Se hallaban a solas, puesto que el conductor no podía verlos con la ventanilla cerrada.
—Kitty. —Max volvió a enmarcar su rostro con ambas manos—. Kitty... —Se inclinó y le dio otro beso, esta vez más despacio, más íntimo, un beso que despertó en ambos un ansia de una mayor entrega.
—Max —lo interrumpió ella—, ya sabes lo que pienso respecto a mi vida... Mis resoluciones en ese sentido son inalterables y estoy consciente de que, por eso mismo, esta locura tendrá una fecha segura de terminación.
—No digas eso.
—Pero es la verdad —replicó ella—, y cualquier cosa que vaya a suceder entre nosotros debe ser sobre la base de ese conocimiento por tu parte. Siempre he sido sincera contigo; del mismo modo que comprendo que yo jamás podría ser una mujer correcta para ti.
—Escúchame —le suplicó—, no vuelvas a decir eso, ¿de acuerdo? Solo me importas tú. Estás hecha a mi medida y eres perfecta para mi corazón, en todos los sentidos.
Kitty se había emocionado. Una lágrima bajaba por su mejilla.
—Ambos sabemos que esto no podrá durar mucho —insistió—, pero quiero disfrutarlo por el tiempo que sea posible...
Él le enjuagó una lágrima.
—Que dure lo que tenga que durar —convino—, pero no puedes vivirlo pensando en un final. No quiero escucharte más hablando así.
Ella asintió. Max besó sus húmedos párpados y se iba a destinar a besarla en los labios cuando tocaron a su puerta. Se sobresaltó y bajó la ventanilla: era Karl.
—Discúlpeme señor, pero Becker ha intentado comunicarse con usted, infructuosamente. Sus padres lo esperan urgentemente en Vaduz.
Max frunció el ceño. El que su secretario privado llamara con semejante noticia no era nada bueno.
—¿Qué sucedió?
—No tengo más información, señor. Solo sé que debe ir de inmediato.
Max miró a Kitty, dividido entre el deber y el deseo de permanecer a su lado.
—Kitty...
—No te preocupes, lo comprendo —afirmó—. Espero que todo esté bien.
—Te prometo que vendré más tarde —le dijo antes de darle un brevísimo beso en los labios.
El auto se puso en movimiento y Kitty se quedó en el hotel, temblando todavía. No podía comprender el motivo por el cual sentía tanta felicidad, pero a la vez miedo por lo que comenzaba a forjarse entre ellos. Max le dio un último beso y luego la dejó marchar.
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Era extraño que lo procuraran con tanta urgencia, pero al arribar a Vaduz se encontró a sus padres profundamente preocupados. Se hallaban en el despacho del Castillo, a punto de partir para Zurich para tomar desde allí un avión privado hacia Sudáfrica. Nada más conocer el destino que tendrían, supo que algo no iba nada bien.
—¿Qué le sucedió a Caroline?
Sofía tenía lágrimas en los ojos.
—Tuvo un accidente... —explicó, aunque se le dificultaba mucho hablar—. Iba a una consulta de rutina, cuando un auto los chocó.
—¿Y cómo está? ¿Y el bebé? —preguntó Max desesperado.
—Caroline tuvo una contusión cerebral y un par costillas rotas; está consciente, y el bebé aparentemente está bien, pero por su gestación y el dolor que presenta le realizarán una cesárea —explicó su padre.
La mente de Maximilian era un hervidero, no podía dejar de pensar en Carol, con un nivel de angustia que no había experimentado nunca.
—¿Y Luan?
—Se dislocó un hombro —respondió Sofía—, pero está bien.
—Gracias a Dios. Padres, iré con ustedes.
—Lo imaginaba, por eso te procuré de inmediato —respondió su padre—. Sin embargo, hay dos cosas que quiero pedirte.
—¿Cuáles?
—La primera es que te apresures; la segunda, es que de este asunto no se dice ni una palabra hasta que tengamos certeza de la situación de tu hermana y el bebé. Esto se está manejando con mucha discreción, y hasta que no se realice una comunicación oficial, nadie puede decir ni una palabra, ¿entendido?
Max asintió. Si la noticia aún no se había filtrado, era mejor no levantar las alarmas hasta esperar tener noticias certeras y favorables sobre la salud de madre e hijo. Sabía que era la Casa Real la que controlaba lo que se decía, cuándo y cómo, y él en ese sentido no podía contravenir una orden.
El príncipe tomó escaleras arriba, en busca de algunos objetos personales para su inminente viaje. Por fortuna Becker, su secretario privado, había tomado las providencias de mandar a prepararle un pequeño equipaje.
Pensando en Kitty, y en que la dejaría llena de dudas, escribió una pequeña nota y luego se la entregó a Becker.
—¿Puedes enviar un ramo de rosas rojas al hotel Galina en Malbun junto con esta nota? Es para Katherine Meyer.
—Sí, señor, por supuesto.
Él no podía tener peor ánimo. Por una parte, el estado de Caroline lo tenía sumamente desesperado. Por otra, era consciente que se alejaría de Kitty en la más delicada de las circunstancias, justo cuando su relación pensaba progresar y a las puertas de la Copa del Mundo. Esperaba que Kitty pudiese comprender su ausencia y lo perdonara, aún cuando en su nota no había sido todo lo explícito que ella se merecía.
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Rudolf estaba mejor, pero ante el temor de que se tratara de un virus digestivo y no propiamente de una ingesta, le pidió que no lo acompañara en su habitación: lo peor que pudiera sucederles a ambos era que Kitty no estuviese en condiciones de competir.
Asimismo, se había quedado sumamente sorprendido cuando ella le contó que había esquiado con Max; aquello le había parecido una locura, aunque por otra parte, se alegraba por ambos. Algo en la voz de Kitty le indicaba que estaba muy emocionada y nerviosa, al punto de que no pudo evitar preguntarle sobre las razones de su extraño comportamiento.
—Tiene que ver con lo que hablamos hoy en la mañana —confesó—. Fui valiente no solo en la nieve, sino también en la vida... ¡Y salté!
Rudolf estaba feliz por ella, aunque no pudo evitar fruncir el ceño al escucharla:
—Me siento extremadamente celoso, pero también orgulloso de ti. El príncipe azul tiene mucha suerte.
—Gracias, Rudolf. Sabes cuánto te quiero. Respecto a los celos, yo también los tengo en relación a Lisa. —Rio—. Recuerda, no obstante, que yo siempre seré tu favorita. Que te mejores pronto, querido amigo. —Ella le lanzó un beso y finalmente se marchó.
Ya en su habitación, no dejaba de pensar en Max. Rememoraba todo el cúmulo de sensaciones que había experimentado con sus besos... Sin duda había estado por completo loca cuando pensó que podría vivir sin ellos. Por más que intentó evitarlo, se había enamorado de Maximilian a un ritmo que la asustaba. Sin embargo, lo necesitaba tanto... Aquel sentimiento le producía también una reacción prácticamente física. Lo anhelaba con todo su ser, y aquel beso solo había echado a andar una necesidad de él que se acrecentaba cada vez más.
Tocaron a la puerta y Kitty se levantó de un salto, pensando en que podría ser él. Para su sorpresa, era un chico de la recepción.
—Han traído estás rosas para usted, señorita —le explicó el muchacho, sabiendo que Kitty era invidente y no podía verlas—. Se las voy a dejar en el jarrón de la mesita de centro. Están hermosas.
—De acuerdo, muchas gracias. Eres muy amable.
Kitty se dirigió hacia ellas con cuidado, tocó sus delicados pétalos con sus manos y, gracias a las gafas, supo que eran de color rojo. Era la segunda ocasión que Max le enviaba rosas: las primeras, blancas, tras el accidente; las segundas, rojas, luego del beso en la nieve. Los colores expresaban muy bien la transición de lo que, en cuanto a relación, habían experimentado.
Halló una tarjeta con el ramo y, una vez más gracias a las gafas, pudo conocer qué le había escrito:
"Querida Kitty: lo lamento mucho, pero debo viajar por unos días a Pretoria. Es un asunto delicado, que espero poder explicarte pronto. Perdóname. Te llamaré en cuanto me sea posible. Un beso, Maximilian".
Kitty se quedó atónita, sin saber qué creer... ¡Max en Pretoria! ¿Qué estaría haciendo allí, y por qué se marchaba sin darle una explicación más detallada? Creía haber escuchado que su hermana vivía en Sudáfrica, en una reserva natural, ¿sería ese el motivo? Sin embargo, Max solo había dicho: "Pretoria".
—¡Qué casualidad! —exclamó para sí—. Estará en Pretoria, al igual que Lisa...
Luego negó con la cabeza, solo era una casualidad. Además, ellos ni siquiera se conocían.
A la hora de la cena, pasó a saludar a Rudolf; este se sentía mucho mejor y se hallaba degustando un menú especial que le había preparado la amiga de su madre: Hattie Müller.
—No cenes sola, querida —le dijo Hattie, quien aún le hacía compañía a Rudolf—, puedes comer con mi hija y conmigo.
—Muchas gracias —contestó Kitty con una sonrisa.
Hattie tenía una hija de su misma edad, quien acostumbraba a echarle una mano en el hotel, mientras terminaba sus estudios. Tenía un niño pequeño, pero se las había ingeniado para regresar a la Universidad.
—Hola, Kitty, me alegra mucho que hayas venido. Nuestras dependencias son pequeñas pero más acogedoras que el gran comedor —le dijo Hannah, quien recién había puesto a dormir a su hijo—. Además, mamá ha preparado suficiente comida para todos.
—Muchas gracias. Rudolf insiste en que lo que tiene es contagioso, y no me permite acercarme...
—Hace bien —respondió Hattie—. Más vale ser precavidos. Dentro de muy pronto estarás compitiendo en la Copa del Mundo, y tienes que estar en la mejor condición física posible.
Se sentaron a la mesa. Hattie había preparado una crema de espárragos exquisita, como primer plato. Mientras la degustaban, la anfitriona no pudo evitar abordar un tema que la llenaba de curiosidad.
—Perdona la indiscreción, querida Kitty, pero no sabía que fueran amigos del príncipe Maximilian —mencionó la señora con una entonación en particular.
La aludida se ruborizó.
—Sí, somos amigos.
—Me alegra que mamá lo haya visto hoy —repuso Hannah—, ya que no me creyó cuando le aseguré que Lisa estaba saliendo con el príncipe... Ya ve, mamá, que no falté a la verdad cuando le dije que el príncipe Maximilian estuvo aquí en nuestro hotel en diciembre.
Kitty se quedó en silencio por unos minutos, reflexiva. Sintió que se había quedado sin aire en los pulmones, pero no podía reaccionar. ¡No podía ser cierto lo que escuchaba! Debía haber algún error.
—¿Lo viste salir con Lisa? —preguntó con toda la tranquilidad que pudo.
—Sí —contestó Hannah, sin advertir cuánto hería a Kitty con sus palabras—. Fue antes de tu accidente, cuando tu hermana nos visitó en Navidad. Recuerdo que me quedé de piedra cuando el jefe de seguridad del príncipe me pidió discreción y luego ví al mismísimo príncipe Maximilian aparecer en el salón principal y a tu hermana saliendo con él... Por suerte nadie se percató de que era él, pero yo sí y no cabía de la emoción. ¡Y Lisa estaba tan bonita esa noche! ¡Y él la miraba de una manera! —resaltó emocionada—. No había dudas de que era una cita. Kitty, por favor, dinos algo, ¡lo que sea! Ya sé que no quieres contarnos nada por temor a cualquier indiscreción, pero te prometemos que seremos discretas. Ahora, por favor, cuéntanos —añadió con complicidad—, ¿ya Lisa y el príncipe son novios?
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