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Capítulo 12

3 de enero de 2024

Max la observó en silencio mientras dormía. Intentaba poner en orden sus pensamientos y emociones... Si Kitty no fuera invidente, tal vez no lo hubiese rechazado. Si Kitty no fuera invidente, quizás él se hubiese prometido a sí mismo intentarlo con ella. La verdad es que tenía miedo. Miedo de hacerle daño, de que sufriera, de que fuera una más de las que salen de su vida con el corazón más o menos roto... Y es que Kitty era la más vulnerable de todas y eso, para una persona como él, representaba un freno. ¿Debía alegrarse entonces de que Kitty fuera más sensata y lo hubiese detenido? Quizás fuera verdad y él no la atraía en lo absoluto. O tenía miedo, tanto miedo como él.

De lo que sí estaba seguro era de que Kitty le gustaba demasiado. Todo en ella le atraía: su fuerza, la manera irreverente en la que le hablaba en ocasiones o incluso esos momentos de vulnerabilidad, que la hacían admirarla más como la mujer increíble que era. Kitty era un reto para él, en todos los sentidos, pero lo que experimentaba con ella era real, distinto a cualquier otro sentimiento que hubiese experimentado antes.

Sin embargo, también lo limitaba su falta de experiencia. Involucrarse con Kitty era dejar una huella demasiado profunda en su persona, y tenía miedo de que entonces el daño que le causara fuera inconmensurable. Y es que, en el improbable escenario de que Kitty se volviera la mujer de vida, él tenía obligaciones ineludibles con la Casa Real que limitaban su libertad de elección.

Acarició su frente y la despejó del cabello oscuro que le caía. Kitty se abrazó a él, aún dormida. ¿Sabría lo que estaba haciendo? Volvió a acariciar su frente, despacio, con las yemas de sus dedos. No recordaba haber tenido una intimidad tan grande con una mujer y, a la vez, no haberla tenido. Tenía algo romántico haber dormido junto a Kitty sin que hubiese sucedido nada entre ellos.

Cuando acarició su mejilla, abrió los ojos. Él le sonrió aunque sabía que Kitty no podía verlo:

—Buenos días —susurró.

—Buenos días. ¿Nos quedamos dormidos? ¿Juntos?

—Sí, y antes de que protestes, es algo que hacen los mejores amigos...

—Las parejas también —alegó Kitty.

—Créeme que, cuando duerma contigo como algo más que tu mejor amigo, notarás la diferencia...

La hizo enojar, lo sabía, pero no pudo evitar la carcajada que se le escapó cuando lo dijo, como tampoco pudo evitar que Kitty lo golpeara en la cabeza con una almohada. Debía reconocer que, para no ver nada, la chica estaba bien orientada en el espacio.

—Eres un completo idiota —repuso ella riendo. Por algún motivo aquella idea de despertar con él como algo más que su amigo ya no le molestaba tanto.

—¿Dormiste bien?

—Muy bien, a pesar de tu presencia.

—Yo creo que fue precisamente mi presencia la que te hizo dormir bien —replicó él acariciando de nuevo su frente—. ¿Qué te parece si comemos fuera? Agoté mi creatividad culinaria con el sándwich que te hice ayer.

Kitty rio.

—De acuerdo, iré a vestirme.

Se separaron por unos minutos. Kitty llamó a su madre, para asegurarle que estaba indemne y que regresaría ese día. Luego se puso su ropa del día anterior y colocó la de Vera en una bolsa. Cuando se reencontró con Max, este le dijo que podía conservarla.

—No creo que sea lo más prudente —respondió Kitty sonriente—, temo que mamá se escandalice mucho si ve esto.

—De acuerdo. Entonces lo pondré en la ropa sucia para cuando regreses...
Lo dijo con naturalidad, pero Kitty se estremeció.

—¿Piensas que regrese?

—¿Olvidas que tenemos el proyecto pendiente? Estoy seguro de que tendrás que regresar a Ginebra en algún momento. Las puertas de mi casa siempre estarán abiertas para ti.

—Gracias por su hospitalidad, Su Alteza, pero creo que estaría incluso más segura en la casa de mi padre que en la suya... —bromeó.

Max consultó la hora. Cómo se habían levantado tan tarde, era cerca del mediodía.

—Hablando de tu padre, ¿por qué no lo llamas e invitas a almorzar con nosotros antes de que nos marchemos para Vaduz?

Kitty se paralizó.

—No puedes estar hablando en serio... Max, te comenté ayer que no tengo la mejor de las relaciones con mi padre.

—Pero también me dijiste que está presente en tu vida de alguna manera y es momento de que conozca más a la hija que tiene. Yo también tengo interés en conocerlo. —Max no se lo dijo, pero estaba seguro de que para el padre de Kitty sería una gran sorpresa descubrir el estrecho vínculo de amistad que unía al príncipe de Liechtenstein y a su hija.

—No estoy segura de que sea una buena idea...

—Lo será. Por favor, llámalo.

Cuando Maximilien hablaba con tanta decisión, era difícil que alguien pudiese llevarle la contraria. Tampoco podía negarse puesto que sabía que ya su padre había regresado de Sudáfrica. Kitty tomó su teléfono y le marcó, esperaba que no le contestara, pero lo hizo.

—Hola, Kitty, ¡qué sorpresa! ¿Estás bien?

—Sí, papá, estoy bien —respondió un poco nerviosa—. Estoy en Ginebra y me marcho en unas horas. Me preguntaba si podrías almorzar conmigo y un amigo...

—¿Un amigo? ¿Rudolf?

—No, no es Rudolf...

—¿Es tu novio? —preguntó el padre desconcertado, pues la solicitud de Kitty era demasiado inusual.

—No, papá, es un amigo. ¿Puede ser?

Aunque la llamada no estaba en altavoz, Max escuchaba muy bien la conversación, así que no pudo evitar sonreír.

—Sí, por supuesto, hija. ¿Dónde nos vemos?

Kitty no sabía qué responder, pero Max estaba atento a la charla, por lo que de inmediato le comentó el nombre del restaurante.

Al padre de Kitty le pareció un sitio extremadamente caro y elegante, al que difícilmente se entraba sin reservación previa. Sin embargo, ignoraba que el amigo de su hija era el príncipe y que las puertas de cualquier sitio exclusivo estaban siempre abiertas para él.

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El príncipe y Kitty llegaron primero a su destino: el restaurante francés L' Aparté. Fueron conducidos sin más dilación a un bonito reservado, para evitar las miradas indiscretas del resto de los comensales. Max, como todo un caballero, la ayudó a sentar. Sin embargo, apenas par de minutos después, la puerta del reservado se abrió. Kitty se puso de pie en el acto y Max también. Un hombre de mediana edad, alto y delgado, de cabello frondoso de color negro, hizo entrada, escoltado por Karl, el guardaespaldas del príncipe. El recién llegado aún ignoraba la identidad del acompañante de su hija.

—Buenas tardes. Kitty...

Max se acercó a él y le estrechó la mano.

—Papá, te presento a Su Alteza Maximilien, príncipe de Liechtenstein.

Era una lástima que no pudiera apreciar la expresión de sorpresa reflejada en el rostro de su padre, pensó Max.

—Es un placer conocerlo, Su Alteza. Y una sorpresa, debo añadir.

—Llámeme Max, por favor. También es un gusto conocerlo.

—Max, él es mi padre, Alex Meyer.

Una vez hechas las presentaciones, Alex saludó a su hija y luego se sentaron en sus respectivos asientos.

—Me alegra mucho que me hayas llamado, no sabía que estabas aquí.

—Vine con Max por un proyecto muy interesante que me va a permitir tener una mayor autonomía. Estás gafas que llevo puestas son una maravilla.

Para probarlo, Kitty tomó el menú y comenzó a "leerlo". Era la primera vez en su vida que no tendía que esperar a que alguien más se lo leyera.

—¡Es increíble! —expresó el señor Meyer sorprendido.

—Además, cuenta con reconocimiento facial y muchas otras funciones asombrosas. Luego te haré una foto con mis gafas, para guardar tu rostro. Así, la próxima vez que nos encontremos, las gafas te reconocerán y sabré que te tengo delante.

—Quedo maravillado por las bondades de la tecnología y muy contento de que te puedan dar tanta utilidad, hija.

—Agradécele a Max, fue él quien pensó en mí para esto.

El señor Meyer se sorprendía bastante de la naturalidad y cercanía con la que Kitty le hablaba de Max.

—Le agradezco mucho, Maximilien, ha hecho algo realmente bonito e importante para mi hija.

—No tiene que agradecerme, Kitty y yo tenemos proyectos más ambiciosos incluso que sé que funcionarán.

—Les deseo muchos éxitos, mas no puedo evitar preguntarme cómo se conocieron. No tenía conocimiento sobre esta amistad —admitió.

Max sonrió.

—Tuvimos un inicio algo accidentado —contó—, ya que por mi culpa colisionamos en la nieve mientras esquiábamos en Malbun unos días atrás.

—Kitty, ¿por qué no me dijiste que tuviste un accidente? Sabes que no apruebo que esquíes... —comentó con severidad.

—No te lo dije precisamente porque sabía que dirías eso... —dijo con disgusto.

Max comprendió que, sin quererlo, había sacado a relucir un asunto complejo entre padre e hija.

—Si me lo permite, señor Meyer, debo decirle que su hija es una esquiadora increíble. Le hablo no solo como amigo, sino como miembro de la Casa Real de Liechtenstein. Kitty honra a nuestro Estado en cada competición y mi mayor aspiración es que conquiste los lauros que aún le quedan por alcanzar.

Kitty se ruborizó por completo, estaba muy emocionada con sus palabras. Su padre tuvo a bien no contradecirlo.

—Como padre me siento orgulloso de que usted diga eso.

Era la primera vez que Kitty escuchaba algo así en la boca de su padre y había sido precisamente Max quien se lo había hecho decir.

—Hace muy bien en pensar así —lo aplaudió Max—, aunque imagino que se preocupe mucho por su bienestar, es importante que también la apoye. Kitty está hecha para conquistar las pistas. —Ella continuaba muy emocionada—. Solo hay alguien que esquía mejor que ella en Liechtenstein...

—¿Quién? —preguntaron padre e hija al mismo tiempo.

—¡Yo, por supuesto! —respondió Max con una sonrisa de autosuficiencia.

El señor Meyer y Kitty se rieron bastante, lo que ayudó mucho a distender el momento y a hacer que la comida fuera bastante agradable, pues los platos que degustaron en lo sucesivo no solo estaban exquisitos, sino que la conversación nunca decayó. El señor Meyer se mostró muy interesado cuando Max y Kitty le contaron acerca del nuevo proyecto que buscaba desarrollar unas gafas deportivas especiales para el esquí alpino.

Aunque Kitty resaltó el protagonismo que Max tenía en esta idea, él a su vez se esforzó en comentar que nada de eso habría sido posible sin la inspiración de Kitty. La manera en la que hablaba de ella la hacía sentir única y aunque la felicidad la embargaba, también se lamentaba enormemente de no poder mirarlo a los ojos para decirle simplemente: "Gracias". Hubiese dado cualquier cosa en el mundo por haberse visto reflejada en los ojos del príncipe...

Antes del postre, el padre de Kitty se levantó al baño. Ella aprovechó la oportunidad para tomar la iniciativa por una vez y encontrar a tientas la mano del príncipe que reposaba sobre la mesa. Él se sorprendió, mas de inmediato comprendió que se trataba de un invaluable gesto de cariño por su parte.

—Gracias por esto, Max. Me has hecho sentir como la hija de la que un padre puede sentirse orgulloso.

—De ti cualquier persona puede sentir orgullo, Kitty. Principalmente tus padres. Estoy seguro de que el señor Meyer siempre lo ha sentido así, solo que no encontraba la manera de decírtelo.

Cuando terminaron de comer, Alex acompañó a la pareja hasta el estacionamiento. El guardaespaldas aguardaba a cierta distancia.

—Me hace muy feliz que me hayas invitado para este almuerzo, Kitty. Le agradezco también a usted, Maximilien, por la deferencia de querer conocerme.

—Nos volveremos a encontrar muy pronto.

—Si vuelven a Ginebra con motivo de las gafas deportivas, insistiré en invitarlos a cenar.

—Muchas gracias —respondió Max—, aunque es probable que nos encontremos primero dentro de unos días en Cataluña. Pienso disfrutar de Kitty en la Copa Mundial.

—¿Es en serio, Max? —La aludida no salía de su asombro—. ¡Ni siquiera sabemos si estaré en condiciones de competir!

—Estarás en condiciones —afirmó—, y para mí será un honor estar allí y comprobar que, aunque te hice daño sin intención, tienes el corazón de una Campeona del Mundo.

El señor Meyer miró la escena con interés. ¿Por qué tenía la impresión de que entre ellos existía algo más que una amistad? Max, por su parte, había obrado con habilidad, ya que perseguía el objetivo de hacer que el padre de Kitty la apoyase en un momento tan importante para ella. Esperaba que diera resultados.

—Señor Meyer, ha sido un placer —dijo Max estrechando la mano del hombre como despedida—. Hasta pronto.

—Hasta pronto —respondió el aludido, quien luego abrazó a su hija.

—Gracias por acompañarnos, papá. Me dió mucho gusto conversar contigo y que conocieras a Max.

—A mí también. Imagino que ya conozca a tu madre... —dijo con un poco de celos—. Y a tú hermana, ¿la conoció? No me dijo nada...

—Ya mi hermana se había ido de Malbun cuando el accidente sucedió y solo lo supo unos días después, ya estando en Sudáfrica. Le pedí que no te contara, pues no quería preocuparte. Por favor, discúlpame. Lisa solo hizo lo que le pedí.

El señor Meyer lo entendió. Sin embargo, no sé percató del desconcierto que afloraba en el rostro de Max. Kitty, quien no podía verlo, ignoraba también que Maximilien acababa de realizar un gran y perturbador descubrimiento.

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