Capítulo 11
Nunca antes había experimentado un deseo tan grande de besar a alguien; nunca tampoco había estado tan próxima a hacerlo... Su corazón agitado le decía que lo permitiese, pero su mente era demasiado racional, demasiado cobarde. ¿Qué probabilidades existían de que con Max las cosas fueran a funcionar? Si algo se había prometido a sí misma y lo había cumplido, era no permitirse que un momento de estrecha pasión nublase su juicio al punto de arruinarle la vida... Y lo que sentía por Max podía arruinarla en más de un sentido.
Sin embargo, nunca había sentido esa sensación, esa pasión, ese sobresalto... Nunca antes había tenido que resistirse a algo que la atraía poderosamente. La adrenalina que conocía era gracias al deporte y, con él, suplía la emoción que por lo general le faltaba a su monótona existencia. Renunciar a algo que la hacía sentir tan viva, tan plena, era extremadamente difícil.
Max la había besado en la nariz, en la mejilla... Su aguzado instinto le advertía que debía tomar una resolución muy pronto. Así que cuando el príncipe se inclinó para besarla en los labios, solo chocó con su abundante cabello negro. Kitty se había girado justo a tiempo, como si lo intuyese...
Él abrió los ojos, desconcertado. Sin embargo, la tenue luz le molestaba. Debía acostumbrarse de nuevo a ver. Cuando pudo hacerlo, advirtió que Kitty se hallaba recostada en la alfombra como si "mirase" al techo.
—¿Estás bien?
—Sí.
—¿Qué sucedió? —Max se sentía estúpido de estar realizando esa pregunta.
—Nada.
Ignoraba si había sido rechazado, si las emociones que lo habían cautivado habían nacido únicamente en él o si Kitty, por el contrario, era tan ingenua que ni si quiera imaginaba lo que había sucedido entre ellos.
—Ahora mismo me siento muy avergonzado...
Recordaba la forma en la que le había hablado recientemente, y creía que no podía albergar dudas sobre sus intenciones. Cuando Max pronunciaba su nombre de aquella manera tan íntima, tan suya, era porque la deseaba a ella...
—No sabía que los príncipes también podían sentir vergüenza —respondió ella para aligerar el ambiente—. Y, sin embargo, estoy segura de que no tienes razones para eso...
—Te confieso que me debato entre la duda de si eres tan ingenua o si, por el contrario, estás hecha de nieve...
Kitty se puso de pie, de un salto. Fue un disparate hacerlo, pues de inmediato sintió un poco de dolor en las costillas. Sin embargo, se sentía ofendida con las palabras de Max, quien la tildaba de "fría".
—La sangre también corre por mis venas, Max.
Él se incorporó también.
—Lamento si te ofendí. No era mi objetivo hacerlo, pero te confieso que a veces no sé qué piensas.
—Sabes lo que pienso, Max. Sabes que te considero una persona maravillosa, que te admiro y que, en estos últimos días, no he podido tener mejor compañía para sanar que la tuya. Sin embargo, también valoro mucho nuestra amistad, aunque digas que aún no puedes considerarme tu amiga, para mí eres mí lo eres en todo el sentido de la palabra. No estaría aquí si no confiara en ti... Supongo que conocerme ha debido ser una experiencia un tanto desconcertante. Has pasado días con la compañía de una mujer que no te puede ver y a la cual, sin embargo, has impresionado de maneras más sutiles, más profundas, más hermosas... —le dijo con voz entrecortada—. Pero aún así, Max, yo soy un ser extraño de tu mundo, una muñeca de nieve, sí, a la que puedes destrozar en un segundo... Y llámalo instinto de supervivencia quizás, pero del príncipe de Liechtenstein solo quiero su amistad.
Nunca se había sentido tan rechazado. Ni siquiera por Lisa. Esto sí le había dolido, porque nacía de ella. Y no podía entenderlo... No es que creyera que todas las mujeres debían tener una predisposición natural para quererlo. Lo que sucedía era que había pensado que le gustaba a Kitty. Y le había encantado imaginarse eso.
—Creía que para ti era Max, no el príncipe —le dijo con cierta decepción.
—Lo eres —respondió—, pero hay momentos en los que no podemos olvidarnos de quiénes realmente somos. Y yo soy la antítesis de la mujer que te conviene...
—¿Lo haces por eso?
—Lo hago porque no quiero involucrarme con nadie, especialmente no contigo.
"Eso dolió, Kitty", pensó Max, pero no lo externó. Estaba acostumbrado a no confesar sus sentimientos. No era protocolar, no era propio de un príncipe...
—Creo que tienes razón —respondió él, lleno de la dignidad que le caracterizaba—, esto sería un error, principalmente porque disfruto mucho de tu amistad y pienso que otra cosa lo arruinaría todo. Perdóname, me dejé guiar por tus caricias y las malinterpreté. Pensé que querías besarme y era yo quien no deseaba rechazarte, pero ahora comprendo que era tu manera de conocerme: a través de tus manos.
La observó con detenimiento, después de haberle dicho tamaña falsedad de su parte, sin embargo el rostro de Kitty no le indicaba nada claro.
—Entonces todo fue un malentendido —dijo Kitty al fin.
—Todo fue un malentendido —afirmó Max, todo lo tranquilo que le fue posible hablar—. ¿Quieres postre? No hemos comido y me acabo de percatar de que nos queda un estuche por abrir y debe ser algo dulce.
Kitty asintió. Aunque ninguno de los dos tenía hambre, hicieron el esfuerzo por comer una porción de tarta que, aunque estaba excelente, les supo bastante amarga.
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No podía conciliar el sueño. Consultó la hora en su teléfono y descubrió que era cerca de la medianoche. Luego del postre le dijo a Max que quería dormirse, aunque en realidad no tenía sueño. Él se lo permitió sin discutir, también le hacía falta estar a solas.
Tres horas después, seguía sin poder dormir. Sintió deseos de beber algo, pero no había tomado la previsión de rellenar su botella antes de irse a la cama. Lo hubiese hecho de no haberse estado escondiendo del príncipe Maximilien. ¿Entonces fue él quien creyó que ella lo estaba seduciendo? Moría de la vergüenza al reconocer que, en efecto, la situación se había ido de control cuando ella le pidió que se recostara a su lado en la alfombra y luego cuando comenzó a explorar su rostro... Debía admitir que aquello podía interpretarse como caricias y que fue, en definitiva, por ellas, por las que Max perdió el juicio por unos instantes.
—Eres una tonta, Kitty —se recriminó. Era cierto que Max se había dejado llevar... En definitiva era un hombre apasionado, pero fue ella quien comenzó, él solo no quería rechazarla—. ¡No puede ser! —se decía cuando recordaba una y otra vez las palabras que le había dicho.
Se levantó con cuidado, con la intención de ir a la cocina a beber algo. Sabía que era peligroso puesto que nunca había estado allí, pero creyó que podría arreglárselas por sí misma. Por un momento pensó en avisarle a Max, pero luego desistió.
Con cuidado, se dirigió hasta el salón de estar y luego intentó orientarse hacia la cocina. Un olor a menta le indicó que estaba cerca, mas se paralizó al considerar que Max no estuviese en su habitación como creía.
—¿Kitty? —Él dió un respingo cuando la vio. No se la esperaba. La chica estaba usando, en esta ocasión, el pijama.
—Disculpa, Max, no quería interrumpirte —repuso ella dando unos pasos hacia él, guiada por su voz—. Tenía un poco de sed y... ¿Estás haciendo té? Huelo a menta...
—Kitty, por favor, no te acerques más o me temo que colisionaremos de nuevo... —le advirtió él un poco nervioso.
—¿Qué sucede? Te noto raro... Ya sé que lo de hace un rato fue un tanto molesto, pero por favor discúlpame por la incomodidad que pude haberte causado. —Kitty, a pesar de la advertencia de Max, dió dos pasos más hacia él. Sintió su respiración, así que debían estar realmente cerca.
—Por favor, Kitty...
—¿Qué sucede? ¿Ahora sientes temor de mí? Aunque pude haberte dado esa impresión te aseguro que no quería besarte. No me atraes en lo absoluto. —Y, sin meditar lo que hacía, Kitty se puso cada vez más cerca de él.
Max soltó una carcajada que la dejó perpleja.
—Sabes que estoy desnudo, ¿verdad? Y que ahora mismo tus gafas deben estar haciendo una captura de mis...
Ella se puso tan nerviosa y fue tanto su deseo de alejarse, que dió un giro demasiado rápido, al punto de chocar con la nevera y perder el equilibrio. Max lo advirtió, por lo que, casi por instinto, fue en su auxilio, sujetándola por los hombros, tras ella. Demasiado próximo...
—¿Estás bien? —preguntó él aún sujetándola.
—Dime que al menos llevas calzoncillos...
—No. —Rio él.
—¿Quién diablos anda así en su casa?
—Yo. Es mi casa, y además amo dormir desnudo, pero vine a hacerme un té.
—¡Pero estoy yo en la casa! —exclamó. Su voz se escuchaba más aguda de lo normal.
—Sí, pero no pensé coincidir contigo en la cocina y, además...
—Sí, ya sé que no puedo verte, pero sí imaginarte... ¿Puedes soltarme?
Él lo hizo de inmediato. Kitty dió un par de pasos, pero entre los nervios y el sobresalto que experimentaba en el estómago, comprendió que no sería capaz de regresar sola a su habitación.
—¿Quieres que te acompañe?
—Estás desnudo...
—Igual puedo acompañarte... Te voy a tomar de la mano, ¿de acuerdo?
Ella asintió. Max la condujo despacio hasta el corredor que llevaba a los dormitorios. Aunque fue un trayecto corto, a Kitty le pareció que era un siglo. Solo podía pensar que él no llevaba ropa alguna y no entendía por qué algo así la hacía estremecer. Recordaba sus besos en la terraza y, de imaginarlo, desearía que estuvieran tendidos de nuevo en la alfombra, a punto de besarse.
—Qué bueno que no te atraigo en lo absoluto —comentó él riendo, como quien adivina sus pensamientos—, o esta escena habría sido muy incómoda.
Ella no respondió, se soltó de su mano cuando llegaron al corredor y se dirigió a su habitación.
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No sabía si sentirse avergonzado o reírse. Max soltó alguna risita mientras iba a su habitación a vestirse. Ver a Kitty en su cocina lo había descolocado por completo. Jamás creyó que una situación como esa pudiera suceder, pero cuando la recordaba, no era su intimidad la expuesta, sino el verdadero deseo de su corazón. Por fortuna no había advertido lo mucho que ella le gustaba... ¡Y vaya si le gustaba!
Cuando se terminó de vestir, volvió a la cocina. Preparó té para ambos y un vaso de agua para Kitty. Cinco minutos después estaba tocando en su puerta.
—Puedes pasar —dijo ella.
—Te he traído agua y té.
Kitty bebió el agua y le dió las gracias. Luego se tomaron en silencio y despacio, su respectiva taza de té. Cuando terminaron, Max dejó la bandeja encima de un pequeño escritorio y volvió a la cama, con ella. Kitty no dijo nada, pero agradeció la compañía.
—¿Estás vestido? —preguntó con el ceño fruncido.
—Pantalón corto de color azul y una camiseta blanca —dijo riendo.
—Me alegra poder imaginarte vestido... —bromeó ella.
—¿Puedo hacerte una pregunta? ¿Cómo puedes imaginarme así? Disculpa si sueno estúpido, pero...
—No soy ciega de nacimiento —le respondió Kitty con gravedad—. Perdí la visión en mi adolescencia, así que puedo hacerme una idea de cómo es el mundo, de cómo son los seres humanos... Por una parte me alegro sobremanera, porque ya sé cómo es la belleza de la vida que me rodea, aunque no pueda verla... Sin embargo, por otra parte, fue extremadamente difícil sobreponerme a mi sobrevenida oscuridad.
Max quedó sorprendido con la confesión. Le tomó una mano y ella no lo rehuyó.
—Creía que...
—Lo sé, muchos que no me conocen lo suponen también.
—Ese detalle no aparecía en la ficha que me dieron de ti...
—Comprendo. Esa ficha estaba muy mal elaborada —bromeó, aunque una lágrima bajaba por su mejilla.
—¿Qué sucede, Kitty? —Max le enjuagó la lágrima.
—La ceguera me demostró que las personas se van de mi lado, Max —le confesó de pronto.
—¿Cómo perdiste la vista? ¿Fue un accidente?
—No quiero hablar de eso... —dijo emocionada—. Yo nací en Liechtenstein, pero viví muchos años aquí en Ginebra, hasta que... Mi mamá determinó que nos mudáramos de regreso a Vaduz. Su matrimonio con mi padre no iba por un buen camino y mi condición terminó de apartarlo de nosotras definitivamente. Mi padre decidió quedarse en Ginebra por su trabajo y entonces se produjo la separación definitiva. Mi hermana se fue con nosotros a Vaduz por muy poco tiempo pues, aunque quería permanecer con nosotras, nuestra madre no era legalmente su madre, y papá la obligó a irse con él a Ginebra. En medio de mi depresión, mamá comenzó a escribir sus libros, fue una manera de distraerme, de distraerse de su propio dolor.
—Lo siento mucho... Pobre Charlotte, perdió su matrimonio y a una hija, mientras se enfrentaba a la compleja condición de la otra. ¿Y tu padre? ¿Qué fue de él?
—No es mala persona, me llama y visita con cierta frecuencia, pero sé que siente lástima de mí... Por más que me he esforzado en qué sienta orgullo, mi hermana sigue siendo su hija favorita. Por fortuna estas cosas no han debilitado nuestra relación de hermanas, todo lo contrario. Nos amamos, a pesar de haber sido separadas por nuestro padre en el peor momento de mi vida.
—Kitty, lo siento tanto... ¿Es por ese motivo por el cual no quieres casarte ni tener hijos?
—En parte sí, pero no es solo por eso. De cualquier manera, aprendí que la discapacidad separa a las personas...
—A nosotros nos ha unido —replicó Max, sosteniendo de nuevo la mano de ella.
—Porque somos amigos, Max —respondió ella—, por eso es que es tan importante para mí no perder tu amistad... Por eso necesito que lo sigamos siendo.
Él comprendió entonces que Kitty tenía miedo, miedo de que las cosas salieran mal entre ellos porque eran muy distintos, porque no estaban destinados a estar juntos, porque ceder a lo que sentían podía cambiar demasiado las cosas y hacer perecer el lazo que los unía por un deseo que aún era demasiado prematuro. Resultaba más fácil preservar una amistad, que un amor... Sobre todo cuando es un amor que no debe ser.
—Te prometo que no me vas a perder —respondió él—. Te lo prometo, Kitty.
Ella se recostó en la cama y sonrió.
—Gracias, Max.
—Te daré un beso en la mejilla —le advirtió como siempre hacía.
Luego, se recostó a su lado. Estuvieron conversando un poco más, de temas triviales que los hicieron relajarse un poco. Sin que se dieran cuenta, el sueño los terminó venciendo. Cuando Max despertó, entraban por la ventana ya las primeras luces del alba. Había dormido toda la noche con ella.
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