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Después

He llegado a la conclusión, tras largos quince minutos mirándome en el espejo de mi habitación, que me odio, profunda y decididamente, me odio.

Y es que no solo me miré, no, realmente me vi. Detallé cada imperfección, cada marca, cada pequeña arruga que prematuramente se ha plantado en mi rostro a mis veinte y seis años, y, sobretodo, detallé cada porción de mi ridículo abdomen y me di cuenta que tal vez ese fue el motivo por el que él se alejó de mi vida.

Como si el «ya no te amo» que salió de sus labios necesitara alguna interpretación, como si sus acciones y palabras guardaran un significado oculto.

Como sea, esta era la primera vez desde que tengo uso de razón en la que me siento de esta manera.

Durante toda mi vida he soportado burlas y críticas por mi peso, después de todo, ¿qué otra cosa puedes esperar cuando eres la más grande de tu círculo de amigos? Sin embargo, siempre he sabido lidiar con esos comentarios, en mi mente siempre digo «que se jodan todos» pero hoy soy yo quien más odia la figura que me devuelve el espejo.

Siempre me han dicho que soy muy madura para mi edad, así que supongo que puedo actuar como una adolescente que se siente llena de vergüenza de su cuerpo justo ahora que tengo veinte y seis años y soy una mujer adulta y toda una profesional, después de todo, creo que pueden tolerar esta pequeña dosis de inmadurez de mi parte.

Una vez que me canso de auto flagelarme mentalmente por el cuerpo que tengo, comienzo a vestirme para ir a la oficina. Me coloco pantalones negros con una blusa sin mangas a juego y completo mi atuendo con un blazer azul cielo y bailarinas de color piel, me aplico delineador de ojos negro y aplico brillo en los labios, agradeciendo el haberme cortado el cabello un poco más arriba de los hombros por lo que apenas si tengo que peinarme.

—Aburrida —le digo a la imagen que me devuelve el espejo antes de salir de mi habitación.

Una vez me subo a mi escarabajo y coloco las llaves en el encendedor del vehículo, suelto un suspiro y dejo que una lágrima traicionera se escape; hoy, después de casi dos semanas sin verlo, nos volveremos a encontrar.

¿Puede haber algo más jodido que trabajar en el mismo escritorio jurídico contable que tu ex pareja? No lo creo... bueno, si lo hay... que en ese mismo lugar trabaje quien por años fuera tu mejor amiga y quien, habiendo tantas mujeres en el mundo, fue la persona que tu ex pareja seleccionó exclusivamente para dibujarte un buen par de cuernos sobre tu cabeza.

Así que aquí estoy, una mujer de veinte y seis años, ejerciendo una carrera que odia y que tiene como socios de su emprendimiento a quienes, sin importar el rol que ocuparon por años en su vida, no dudaron un segundo en traicionarla.

—Patética —le digo al reflejo que me devuelve el espejo retrovisor de mi auto mientras enjuago con rudeza mis ojos para que dejen de llorar.

En cuanto llego al edificio de Wattson & Phillips Holding, contengo la respiración y dibujo el más estúpido intento de una sonrisa; sé que todos ya están enterados de lo que sucedió, se que tengo que lidiar con las miradas de lástima —de algunos— y las risitas burlonas —de la mayoría—, pero no por eso voy a darles el gusto de que se enteren de lo muy destruida que estoy por dentro.

—Hola, señora Lori, me alegra mucho que haya regresado, la oficina no es la misma sin usted, ¿cómo se siente?, ¿necesita algo?

Jennifer, mi secretaria, me da la bienvenida con su ya particular tímida y ansiosa presencia. Ella quien también está graduada como contable, fue la primera persona que se postuló al puesto y, en cuánto la entrevisté supe que no tenía que buscar a nadie más, así que por eso y porque la considero la sustituta ideal en caso de que me de por vencida y me vaya de forma definitiva de la firma, la conservo en el puesto aún y cuando ahora solo necesite la tranquilidad de la soledad.

—Hola Jenn, estoy bien, no te preocupes, gracias. Por ahora lo único que necesito es una taza enorme de café sin azúcar para poder enfrentar la montaña de trabajos pendientes que tengo sobre el escritorio —apostillé con una sonrisa para aligerar el ambiente.

Ella me dedicó un asentimiento de cabeza y se aleja a buscar lo que le he pedido, con una actitud que solo puedo comparar con la de un pequeño ratoncito asustado.

Durante horas me concentro solo en mi trabajo, evitando llamadas y tratando de ser lo más invisible posible, obviando incluso salir a almorzar para evitarme encuentros no deseados.

Cuando ya faltan treinta y pocos minutos para culminar la jornada, mi estómago s comienza a exigirme que, si bien no molestó en los anteriores cuatro o cinco días, hoy que estaba forzando a mi cerebro, sí o sí tenía que alimentarme, así que decido retirarme, convencida de que nadie va a juzgarme por marcharme de mi oficina.

—Hola — justo cuando cuelgo la llamada en la que le informo a Jennifer que ya me voy y que si lo desea ella también puede hacerlo, como no podía ser de otra manera, traidor número uno hace acto de presencia en mi oficina, ingresando en ella sin tocar y sin anunciarse como era su costumbre— yo... lo siento, Lorraine. Escuché voces y quise asomarme a ver quién estaba aquí, no sabía que habías vuelto.

—No te preocupes —dije, con un delator quiebre en mi voz—. Igual, ya me iba, con tu permiso.

Justo cuando pasé por su lado, él tomó mi codo y un escalofrío recorrió por completo mi cuerpo, haciendo colapsar mis sentidos desde la punta del dedo chiquito del pie hasta la última neurona de mi cerebro.

—¿Cómo estás? —preguntó él, alejando su tacto de mi cuerpo como si ese simple roce le hubiera dado asco, lo que me rompió en ese mismo instante—. Digo, no te he visto en días y yo... pues... yo...

«¿Cómo crees que estoy? Aparte de jodida, rota, y muerta en vida, ¿cómo crees que estoy?». Eso era lo que quería responderle, pero, en su lugar solo pronuncié un cordial —bien, ¿y tú?

—Bien, bien, supongo —contestó él, diciendo lo último en un susurro apenas audible—. Lorraine, yo quería verte... uhm, verás... olvidé unas cosas en la casa y...

Me desconecté en ese instante de sus palabras, ¿era en serio? Hacía poco más de dos semanas se había ido de nuestra casa, después de que los conseguí a él y a traidora número dos semidesnudos y besándose en mi propia cama y ¿ahora él estaba preguntando por los cachivaches que dejo en el lugar? Nada de «lo siento, Lorraine, no quise hacerlo» o un «perdóname, Lorraine, había prometido nunca lastimarte y sin embargo lo hice de la peor manera posible», nada.

—Uhm... si... ya guardé todo en cajas, puedes pasarlas buscando cuando gustes o puedo llevarlas al lugar donde te estás quedando ahora o traerlas aquí al trabajo.

—Me gustaría buscarlas ahora, si no tienes problema con ello, obvio, digo... veo que estás saliendo y no quiero pecar de inoportuno, no sé si tienes una cita o algo y pues...

Si, tenía una cita... con mi miseria y con un tarro de helado de chocolate tamaño familiar, pero supongo que eso puede esperar.

—No hay problema —dije— Iba a hacer unas compras pero puedo hacerlas después.

Caminamos en silencio rumbo a la salida del edificio, en mi caso, con una inmensa incomodidad a causa del montón de cuchicheos que estaba segura estaba generando la escena.

Cuando llegamos al estacionamiento, me dirigí a mi auto y suponía que él haría lo mismo, pero no, en su lugar, caminó hacia su camioneta.

—Ve adelante, Lorraine —dijo—. Te seguiré.

Le dediqué un asentimiento y encendí mi auto. Estaba por ponerme en marcha cuando giré mi rostro hacia el costado y lo vi, golpeando con fuerza el volante de su vehículo.

—¿Qué sucede? —Pregunté— ¿puedo ayudarte en algo?

—No enciende —dijo— de nuevo la maldita batería está muerta.

—No te preocupes, —le dije—. Los dos vamos al mismo sitio, vente en mi auto y ya estando en casa puedes pedir un taxi para que te lleve al lugar donde vives ahora.

Soltó un suspiro resignado, bajó de su camioneta y se subió a mi pequeño escarabajo.

—Gracias, Lorraine —comenzó—. En serio, necesito esas cosas y pues...

—No las des —dije, obligándome a sonreír para tratar de aligerar el ambiente—. para eso estamos, creo. En mi celular tengo el número de una grúa por si quieres llamar para que se lleven tu camioneta.

—No te preocupes, Lorraine —contestó él, dibujando en su rostro una sonrisa tan falsa como la mía—. Más tarde me haré cargo de ese asunto.

Me puse en marcha y nos fuimos a mi casa en un incómodo silencio.

—¿Puedo? Me preguntó cuándo nos quedamos atascados en medio del tráfico y colocó su mano en el botón de encendido de la radio del auto.

—Claro, claro —respondí.

En ese instante, la melancólica voz de Freddie Mercury cantando su maravilloso Love of my life inundó mi pequeño auto y yo solo quise desaparecer... ya sabía yo que mi suerte era una jodida perra pero, que justo el orden aleatorio en el que había colocado la música que tenía guardada en la memoria USB que estaba instalada en el reproductor de mi auto me traicionara colocando precisamente esa canción, eran palabras mayores.

—¿Queen? —preguntaste—. Me encanta Queen.

—Lo sé, Gael —contesté, disimulando lo mejor posible las intensas ganas de llorar que tanto estuve reprimiendo durante todo el día—. Lo sé.

Y así, acompañados por un suplicante Freddie Mercury que, como yo, le ruega al amor de su vida que no lo abandone, terminamos de recorrer la distancia hacia una casa que había dejado de ser un hogar hacía poco más de dos semanas.

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