Las heridas de Manhattan
—Te amo, te amo, te amo —susurraba entre sonrisas— tienes que decírmelo, pero ésta vez al oído.
El ajetreo de la ciudad se colaba a través de la ventana del hotel. Amanecer bajo la guardia de esas hermosas esmeraldas que lo miraban con la complicidad de un niño, era el evento más preciado del día. Las sábanas de seda blanca enredaban sus cuerpos desnudos, fundiéndolos en un abrazo cálido.
—Te amo —musitó sobre la delicada piel de su oído.
Se estremecía cada vez que esa risa de complacencia sonaba como una campanada. Besó su cuello con el cuidado de un artesano, aspirando el aroma a jazmín que el perfume que acostumbraba a usar dejaba impregnado en su cuerpo. Amaba esa fragancia inconfundible, amaba cada cosa que le definía. Se sentía en una nube de algodón, en un sueño eterno.
Llenó el lavabo de agua fría y hundió el rostro con los ojos apretados.
Era la segunda semana de enero; el invierno revestía las veredas de nieve y la escarcha colgaba caprichosa de las ventanas. Las fiestas ya habían pasado, era una etapa dura para él. No negaba el haber disfrutado mucho con Judith y su familia; eran muy unidos. Estaban acostumbrados a los grandes banquetes, al baile, la decoración; todo lo ejecutaban como un ritual. Tuvo que reír cuando oyó al abuelo, ebrio hasta los huesos ya llegada la madrugada, gritando: <<¡El ponche nene, apúrate, antes que se duerma la abuela!>>, un show. A pesar de todo, echaba de menos a su madre.
El trabajo en Viles se había triplicado. Las horas que pasaba en su casa nunca coincidían con las de Judith; eran dos extraños que vivían en el mismo apartamento. Se cruzaban de vez en cuando en la semana, compartían una sonrisa, un beso a desgano por el agobiante cansancio y continuaba cada quién por su camino. Con Nathan las cosas eran diferentes.
—Mi hermana me dijo que te dijera que no dejaras el calefón encendido.
Darrell salía del baño con una toalla en la cintura. El muchacho sonrió sirviéndole el desayuno, como lo hacía todas las mañanas desde que comenzaron a convivir.
Judith salía a las seis de la mañana y llegaba cerca de las once de la noche. Estaba en lo mejor de su carrera, repleta de trabajo por los festivales de invierno; algo que le dejaba poco tiempo para mimar su relación. A Darrell parecía no importarle, estaba muy atareado, con preocupaciones que lo mantenían ausente; a veces sin poder dormir.
—Gracias. —Se sentó y tomó un vaso de jugo de naranja—, ¿tienes clases hoy?
—No, tengo que estudiar para mis exámenes, luces terrible —contestó admirando la expresión adormilada del morocho.
—Lo sé, no estoy durmiendo bien, ya pasará. —Bufó peinando su cabello hacia atrás—. ¿Quieres venir conmigo? —preguntó finalmente.
La compañía de Nathan se había vuelto agradable, necesaria. Las tardes que pasaba junto a él eran livianas y entretenidas. Siempre deseaba que el muchacho estuviera libre para poder llevárselo a Viles y compartir largas charlas en la presencia de un buen espumante. Se sentía culpable de no sentir lo mismo con respecto a Judith.
—¿No estaré estorbando?
Mordió un trozo de pan algo ruborizado. Volvería pasar la tarde con Darrell. Sentía un poco de culpa por mentir acerca de sus clases. Él mismo no tenía sus intenciones claras. Pensaba en él y no dejaba de recordar sus ojos llenos de lágrimas; esa mirada tan solitaria, parecida a la de un niño abandonado a su suerte. Se entristecía de verlo tan agotado, sin contención, sin nadie que le diera un abrazo o amaneciera acariciando su cabello por las mañanas. Nathan desvió la mirada disgustado, enojado; le molestaba que su hermana no apreciara a aquel hombre.
—Nunca me estorbas —interrumpió consiguiendo que le mirara a los ojos—, mis días son mejores porque tú estás aquí.
Otra vez respondía a sus encantos; sus mejillas ardían, su corazón se había disparado y el nudo en su lengua no le permitió elaborar una respuesta.
—Todavía tengo que ganarte una partida —balbuceó levantándose a prisa—, te crees demasiado; aún no aprendo, pero cuando lo haga, ¡ahí sí, Darrell! —levantó un dedo, mirándolo con una sonrisa pícara—, se te acabarán todas tus tonterías.
—Hasta entonces seguirás siendo un inútil que a duras penas juega dominó... como se debe.
Saltó de la silla en una carcajada al ver la expresión de indignación del muchacho, que se acercaba amenazante.
—Muy maduro, Anderson...
Nathan juntó la loza; acabó de lavar la cocina y guardó sus cosas en la mochila. Todavía conservaba esa sonrisa tonta que le dejaba el pelear con Darrell por niñerías. Salió de la encantadora habitación que le habían armado a su gusto para encontrarse con el mayor en la puerta del apartamento.
Llevaba un traje gris casual, lentes de descanso y un despeinado moderno.
—¿Cómo me veo? —preguntó enderezándose.
—Como si fueras a modelar para Armani —reprochó—. Si sales dos veces de tu oficina, es mucho. No entiendo por qué te produces tanto.
—Bueno, porque... podríamos salir a cenar, quizás —se encogió de hombros—, siempre pedimos el almuerzo y en la noche volvemos directo a casa, quiero cambiar.
—No soy Judith... —desvió la mirada—. No me uses, es lo único que te pido.
El ambiente entre ambos se tensó. Darrell se mojó los labios sonriendo con incomodidad. No era su intención usar a Nathan; cierto era que tenía bien ocupados todos los espacios que su novia dejaba libres, eso era verdad. Se encargaba de la casa, incluso de dedicarle atención en sus horas de ocio. Pero no deseaba llenar el vacío con él, eso era algo que simplemente sucedía.
—No pretendo eso —se recargó sobre la puerta—, lamento mucho si sentiste que tenías que hacer el papel que tu hermana nunca hizo. Me das más de lo que pido Nathan, estoy muy agradecido por eso. El tiempo que paso contigo es el único que realmente disfruto, y quiero seguir haciéndolo —se acercó al muchacho y lo abrazó—, si te demostré otra cosa, nunca fue mi intención.
—Lo siento, estoy un poco nervioso —cerró los ojos aspirando profundamente—, puede que esté un poco estresado, es todo.
La barrera fraternal que Darrell imponía entre ambos le establecía un límite severo. Se preguntaba cuánto más aguantaría en segundo lugar.
Pronto estaba de vuelta en Viles MA; aliviado de haber tomado las camperas polares antes de salir; el clima era glacial. Aligeraron el paso apenas bajaron del coche, le urgía encontrarse con la ambientación cálida de los aires acondicionados.
Cuando las puertas de vidrio se abrieron, toparon de frente con un alboroto de periodistas que se amontonaban circulando un hombre alto de ondeado cabello cobrizo. Darrell tragó saliva al destaparle una sonrisa amplia. Todos voltearon a verle y se abalanzaron sobre él tan pronto pudieron: <<¡Señor Anderson!, ¡señor Anderson!, ¿qué lo llevó a rechazar los contratos con Elite por tanto tiempo?; ¿es verdad que Collin Hawk firmará para trabajar en una película?>>. El bullicio se iba consumiendo a medida que su aturdido cerebro observaba los ojos verdes de Collin, acercándose como una bestia peligrosa que lo devoraría sin dudas. Estaba atónito. No era la primera vez que la administración de Viles hacía lo mejor para la empresa; el corazón se le estaba congelando, al igual que las piscinas de la azotea.
—¡Oigan, oigan! —gritó el muchacho, pechando a los periodistas—, ¡no empujen!
Nathan levantó la cabeza tratando de comprender la situación; y fue cuando vio a Collin que se llenó de conclusiones. Quizá por eso mismo Darrell estaba tan angustiado, quizá por eso le pesaba tanto pasar tiempo en Viles; por el hombre de la foto: Collin. No había cambiado ni un poco, seguía tan apuesto como antes. Con esa sonrisa de víbora maliciosa, esas esmeraldas coquetas que anulaban cualquier reproche y ese andar felino que lo habilitaba a ganar más de una conquista. Nathan puso sus ojos en Darrell una vez más y se encontró con aquella mirada repleta de tristeza, con un grito de ayuda que no tardó en responder; lo tomó de la mano y salió corriendo de allí, empujando entre la decena de reporteros que continuaban gritando.
Corría con desesperación; la respiración se le cortaba y las lágrimas caían, se sucedían una tras otra en el rostro del más joven, en tanto jalaba a Darrell lejos de allí, de ese hombre.
<<No hagas esa cara, ¿¡por qué la haces!?, ¡no quiero!, ¡no quiero ver esa cara!>>, pensaba apretando su mano.
Cruzó el parque, cruzó varias calles y se detuvo cuando sintió que sus piernas no toleraban otra carrera; se impulsó pocos pasos más y lo soltó, llegando a una pequeña plaza, detrás de una vieja fábrica de zapatos. No miró a Darrell; se tomó unos minutos para calmarse; recuperar el ritmo cardíaco. Estaba agobiado por la presencia de Collin; sentía que lo perdía todo.
Le dedicó demasiado tiempo a construir su felicidad, a encontrar las sonrisas que muy pocas veces le dedicaba a Judith. No imaginaba que su corazón guardaba el recuerdo de otra persona. Siempre dio por entendido que el exceso de trabajo nunca hacía feliz a nadie. El compromiso tiraba, le robaba las mejores horas de sueño y su relación amorosa se desgastaba; eso quebraba a cualquier ser humano.
Volteó bruscamente y se acercó a Darrell a grandes zancadas, tomando su mano.
—¡Mírame a mí, a mí! —exclamó con la voz quebrada. Continuó llorando bajo la mirada de sorpresa de Darrell—. Yo nunca voy a dejar que te lastimen, ¡no quiero verte llorar!
—Nathan...
Se apresuró a estrechar entre brazos el tembloroso cuerpo del muchacho; sus labios comenzaban a mostrar un lila transparente. Lo apretó con fuerza, hundiéndolo en su pecho. Hacía demasiado tiempo que Nathan golpeaba contra sus barreras, que derribaba sus códigos. En ese momento todo lo que alguna vez pensó, se desvaneció.
El cielo desprendía copos de nieve, los cuales fueron duplicándose a medida que los minutos se congelaban entre ambos. Levantó su mentón, sosteniendo su cintura con el otro brazo para que lo alcanzara en puntas de pie e inclinándose levemente, lo besó, mojando sus labios sobre la piel helada.
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