La bien amada Brooklyn
—Me gusta el sonido de tu voz, es grave —musitó sobre su oído—, me gusta cuando gruñes, ya sabes, cuando aprietas los dientes, subiendo ansioso por el canal de mi espalda, rozando con la nariz, hasta los hombros, y entonces muerdes, ¡dios!, eso me encanta.
La tenue luz de la lámpara de mesa iluminaba apenas ambos cuerpos desnudos sobre el blanco sillón de la sala. Compartían sonrisas entre besos, murmurando en la complicidad de dos amantes.
—¿Cuándo te irás? —cargó aquella pregunta de tristeza mientras escondía su rostro en el perfumado cuello del muchacho.
—Mañana, pero no te preocupes, ya te lo he dicho, llamaré.
La oficina recibía el sol de frente después de las tres de la tarde; entonces bajaba la enorme persiana de madera hasta la mitad, para evitar el reflejo sobre la pantalla de su portátil. Se sentó recargando la espalda sobre el alto respaldo negro de su silla, sumergido en aquella romántica penumbra dorada.
Acababa de revisar los últimos ingresos de su cuenta bancaria; la cartelera de clientes se había incrementado en los últimos dos años debido al descubrimiento de nuevas potencias en el mundo del estrellato. Bien sabía que esos números tenían nombre; un nombre, y aunque Francia se quedaba con la gallina de los huevos de oro, los contratos se hacían para firmarse. De nada servía revolver el pasado. Recogió el papeleo surtido sobre el escritorio y lo guardó en una carpeta ancha, con la idea de terminar el trabajo en la comodidad de su hogar, en la arbolada Brooklyn.
Viles MA se había fundado treinta años atrás en Manhattan, bajo la presidencia exigente de Kirsteen Anderson; una mujer impetuosa. Halagada religiosamente por su precisa visión de negocios. The New York Times la catalogaba como la agencia de modelos más exitosa de su época. En ese entonces la búsqueda de éxito migraba jóvenes de toda procedencia; los papeles se apilaban en la administración y el crecimiento era inminente.
A pesar del gran progreso, la familia se dividió tan pronto se intensificaron los problemas. Kirsteen estaba embarazada, cursando un divorcio forzado con un hombre alcohólico. Pasó seis años oyendo disculpas; permitiendo la violencia constante que en ese momento ponía en riesgo la vida de su hijo. El apoyo incondicional de su hermana la impulsaba a continuar todos los días, y estuvo presente más que nunca en los últimos cinco meses de gestación.
El nacimiento de Darrell marcó otra etapa en la empresa; el equipo financiero se manejaba bajo el consejo difuso de una puesta en común que velaba por el interés particular, dejando de lado las demandas, justo cuando urgía la construcción de nuevos espacios. Para Kirsteen, retomar las riendas de Viles MA significó un desgaste físico y mental, además del abandono parcial de su rol de madre, el cual delegaba a niñeras o instituciones privadas.
Darrell creció en el murmullo constante del negocio, educado en la cálida St. Luke's de Brooklyn y graduado con menciones especiales en Cooper Union, Manhattan. La entrega dedicada al estudio y el tiempo empeñado tras la ilusión de su madre de poner la empresa en sus manos, lo arrastró a una vida de relaciones superficiales, en las que apenas tenía tiempo para sí mismo.
En el noviembre de sus veintisiete años, unos días antes del desfile de Navidad que tiene lugar en la fantástica Nueva York, su madre enfermó. El peso de diez millones de dólares cayó sobre su espalda, junto con trescientos sesenta y dos contratos sin firmar. Viles era una auténtica locura. La decoración del lugar se pospuso, e incluso amenazó con no ver guirnaldas ese año. Un tercio de los contratos se firmaron sin revisión, dejando a su suerte el desarrollo de los proyectos que ofrecían esas compañías, lo que provocó la pérdida de más de un millón de dólares en un mes; un desastre. Darrell centró su tiempo en levantar las estadísticas; tuvo que reorganizar la administración y crear un consejo financiero acorde a sus exigencias. Despidos, contratos, anulaciones, y llegó a emergencias luego de una llamada alterada de su tía, en la madrugada de un viernes, a recibir la noticia de que Kirsteen había muerto.
Fueron largos días de silencio en la agencia. Darrell delegó la presidencia a su tío por un año y medio, volviendo a la bien amada ciudad de los árboles de su niñez. El bullicio de Manhattan ya le provocaba un inmenso dolor.
Volver a Viles era un paso enorme en el diario de su crecimiento personal; aún recordaba su risa en el pasillo cuando veía pasar a la encargada del mantenimiento. Sostenía largas conversaciones con ella acerca de los gatos que vivían en Washington Square, en Greenwich, cerca de la Universidad de Nueva York; y cómo jugaban con los estudiantes o se metían entre la ropa de los músicos callejeros. Todavía vibraba en el aire esa chispa de alegría que desprendía, a pesar del cansancio diario o las malas pasadas.
Le quitó demasiado tiempo madurar. Se propuso afrontarlo como una promesa que tenía que cumplirle. Un sueño que no podía derrumbarse después de tanto sacrificio; entonces la agencia repuntó bajo el mando de un hombre, dijo adiós al niño. Plantó su oficina en el último piso y desde allí se levantó como el presidente de Viles MA, con una fortaleza heredada, sin vacilar.
Su primer año fue fructífero. Los contratos llovían así como las semillas de los chopos llegada la primavera.
Abandonaba su apartamento en Brooklyn temprano en la mañana, conducía una hora hasta el centro de Manhattan, cruzando el puente, por no perderse de esa brisa fresca que subía por el río este, hasta su elegante oficina contemporánea. Todo era rutinariamente perfecto, hasta ahí la historia de su vida.
Mucho más tarde conoció a Judith; cuando los jardines ya se estaban poblando de colores. Ella es estilista, maquilladora y tiene unos modales excelentes. La invitó a salir en el transcurro de uno de los más grandes desfiles de la época. Tomaron un trago, compartieron el sentido del humor y tras unos meses de citas divertidas, Darrell le pidió que se mudara a su apartamento, le entusiasmaba la idea de tener una compañera de vida.
Llegó a casa temprano. Encontró a Judith en la cocina preparando su platillo favorito: una tarta de manzana de esas que sólo ella sabía hacer. Llevaba su dorado cabello recogido en una cola alta y vestía casual. Darrell la sorprendió por la espalda, abrazándola.
—¿Qué haces? —preguntó con dulzura.
Deslizó las manos por su cintura mientras apoyaba el mentón sobre su hombro.
—¡Pero si ya me has visto!, me descubriste con las manos en la masa —bromeó volteando a encontrarse con los seductores ojos grises de su novio, que sonrieron con picardía—, vaya, hoy estás hecho un galán.
—Dices eso porque estás enamorada de mí —besó su frente—, iré a ducharme.
Depositó otro beso sobre sus labios y volteó rumbo al baño. Judith vaciló. Pasó media mañana pensando en cómo hablaría aquel asunto con él. Era difícil puesto que sólo llevaban pocos meses de convivencia y aún, a su pesar, no consideraba que hubiese tanta confianza. Estiró la mano para atrapar su brazo.
—Espera...
Se acercó suspirando profundamente.
—¿Qué sucede?
Judith se veía avergonzada.
—Necesito preguntarte algo—sonrió incómoda—, la verdad es que no tengo opciones.
Darrell la observó, divertido. Sería absurdo no esperar una sorpresa; todavía no la conocía lo suficiente. Judith nunca le dio razones para sentirse invadido, ni dio señales de ser oportunista o materialista, algo que no se evaluaba en pocos meses.
—Vamos, cariño, no muerdo —animó con voz suave.
La tomó de la mano, acariciándola con el pulgar. Por un momento temió que le pidiera casamiento; no era capaz de acceder a algo tan arriesgado.
—Es acerca de mi familia, mi hermano... —corrigió.
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