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Corazón VIII.

Se sentía igual o peor que ayer.

Definitivamente estaba peor, sentía que en cualquier momento se desmayaba -o moría en el mejor de los casos- pero no podía, su vista era completamente borrosa y sentía que veía todo en colores sepia, aunque no fuera así, los oídos no procesaban los ruidos exteriores y su cuerpo no respondía a las ordenes semiconscientes.

- Debería llevarte al médico -dijo la voz rasposa de Joao.

Antonio lo miró -en lo que podía- y solo soltó un gemido como respuesta, la sorprendía ver a su hermano preocupado por él -y sobrio- pero no podía expresar su asombro porque si abría la boca sentiría que sus tripas saldrían por esta.

El mayor sacó su móvil del bolsillo y comenzó a buscar algo, cuando lo encontró se llevó el aparato a la oreja, estaba llamando a alguien, dos segundos pasaron y Joao se acercó a Antonio dejando algo sobre el regazo de este.

- Lo encontré en la entrada, supongo que lo dejaron por debajo de la puerta -se encoge de hombros y salió hablando quién sea que haya llamado.

Reconoció en unos segundos -o minutos- el corazón rosa y la pequeña nota, no tenía tiempo ni ganas de maquinar por qué eso había llegado hasta su hogar si solo los recibía en la escuela. Tomó el papel y lo desdobló con dificultad.

"Ayer no fuiste a clases y me preocupé un poco. Luego supe que estás enfermo, espero que te recuperes pronto".

Dejó el corazón y la nota sobre su mesa de noche junto a cama al mismo momento en que su hermano se apoyaba en el marco de la puerta.

- Un amigo nos va a venir a buscar y llevar al hospital -dijo y luego volvió a desaparecer.

¿Tienes amigos? Le quiso preguntar, pero solo se quedó en silencio viendo a la puerta.

Amigos... Que palabra más hermosa y traicionera.

A duras penas se subió al vehículo del amigo de su hermano, Govert. El hombre de cabello rubio y peinado peculiar -por no decir de tulipán- conversaba con Joao de manera tranquila, aunque Antonio podía notar el reproche en su tono, pero no le tomó importancia, no podía tomarle importancia.

Llegaron al hospital al cabo de diez minutos, Antonio ya sentía su alma pedir a gritos salir de ese mal cuidado cuerpo. Con ayuda de unos paramédicos fue puesto en una silla de ruedas y fue encaminado hasta donde sea que lo trataría.

Así se siente andar en silla.

Así se siente Feliciano en su día a día.

Cuando despertó sintió que había dormido una eternidad y durante esa eternidad se alimentó, era casi mágico. Ya no tenía esa sensación de fallecimiento y sentía hambre, pero no al punto de ser desesperante. La puerta se abrió dejando ver a una señorita de pintas rusas que revisó el estado de él.

- Te daremos el alta en dentro de una hora -dijo dulcemente desconectando el aparato que le inyectaba suero-. ¿Hago entrar a tu hermano?

Antonio negó y desvió la mirada a la ventana que mostraba el paisaje del atardecer.

- ¿Cuánto dormí? -preguntó con la voz rasposa y más grave de lo normal.

- Dos horas -respondió la mujer antes de irse y dejarlo solo.

Que fastidio, sigues vivo.

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