Prefacio: El gato y los ratones
«El peor enemigo es aquel al que nadie teme».
-Ángeles y demonios
Sobre la madera a veces chirriante de la habitación, los pasos discontinuos del entrenador Hent resonaban igual de atronadores que una estampida de caballos; un paso, un golpe, un paso, un golpe. Así caminaba luego de haberse fracturado la pierna en los enfrentamientos argeneo-vellanos de hace casi un siglo.
Su rostro, compactado en una mueca de eterna suspicacia y disgusto, era el que se encargaba de vigilar a los jóvenes aspirantes a tener un puesto en las filas defensoras de Argenea. Aunque igual era muy poco probable que los vellanos, los perdedores de cada torneo anual, tuviesen las posibilidades o siquiera las ganas de iniciar otra guerra como hace años atrás, pero Hent podía oler la aproximación del peligro a muchos metros de distancia, y estaba casi seguro, o mejor dicho, completamente seguro de que una desgracia estaba por azotar el reino.
«Pero hemos sido el gato desde hace una década» se obligó a pensar. «Los vellanos no podrán atacarnos... o no deberían, si quieren seguir vivos. Malditos fogosos».
La palabra «fogoso» llevaba rato usándose como nombre despectivo para los vellanos, maestros del fuego y conquistadores de mundos. Bastaba con ver el alrededor de su lado del bosque para darse cuenta de que algo malo sucedía por allí.
«Son bestias» pensó, suavizando sus duras facciones hasta formar una sonrisa, «bestias que perderán el torneo anual por undécima vez». Por las ventanas del castillo ya se podían distinguir las banderas del equipo contrario aproximándose entre la nieve, con el clásico carruaje en el que mantenían oculto a su guerrero más poderoso, ese que cambiaban cada año con la esperanza de derrotar a Argenea.
—Ilusos —se burló el hombre de cabellos color plata, negando con la cabeza mientras sonreía—. No tienen oportunidad contra nuestra guerrera de este año.
Dicho eso, con aquel aire de superioridad que siempre lo caracterizaba, el pecho hinchado de orgullo, la barbilla en alto y su andar discontinuo, Hent giró sobre sus talones para dirigirse a la sala que tenía detrás. La puerta, a diferencia de las demás del castillo, era de color oscuro y albergaba todos los implementos necesarios para la preparación del guerrero. Ahí estaba la estrella de Hent: lo más increíble que pudo haber arrancado de las profundidades de Argenea.
—Astral Lessa —la llamó luego de haber entrado. La aludida estaba sentada frente al espejo—. Los enemigos ya llegaron, y sabes que debemos estar en el punto de encuentro antes que ellos.
—Sí, señor —repuso ella, tratando de contener una sonrisa. Su antigua maestra le había dicho que no sonriera frente al entrenador—. Gracias por... la oportunidad.
—Sí, pero que no se te olvide, Lessa. —El hombre, lento como un depredador a punto de morder, acercó sus labios a los hombros de ella para susurrarle—: Naciste para aplastar.
—Sí... señor.
Tack. Tack. Tack. Tack.
El trote del caballo era el único ruido que cortaba la tensión silente al interior del carruaje, el cual se sacudía con temible ímpetu debido a los desniveles del terreno. Y Norian, guerrero vellano escogido para participar en el torneo anual, sabía perfectamente por qué los argeneanos les habían dado esa ruta tan accidentada.
—Se sienten superiores —bufó frustrado, pero su voz, aunque gruesa y cargada de fastidio, también se vio atacada por un leve tartamudeo debido a la baja temperatura—. M-maldición, Terrance, ¿cómo pueden vivir en un sitio tan frío? Se me van a caer los dientes.
El hombre castaño que lo acompañaba, junto con Tara, la hermana menor del guerrero, negó con la cabeza mientras sonreía con languidez. Domar la bestia en el interior de Norian nunca había sido fácil.
—¿Qué? ¿No crees que sea una locura? ¿Por qué te ríes?
—Los vellanos están adaptados al calor, es normal que tengas frío.
—Los argeneanos saben eso y aun así nos hacen competir en sus tierras.
—Son los que ganan cada año, Norian, por ende, los que tienen el derecho a elegir.
—No es justo —dijo enfurruñado, sin poder controlar que varios de sus mechones pelirrojos se prendieran en llamas—. Saben que siempre ganarán si es así. ¡Les cuesta mucho salir de sus privilegios!
—Norian, ya bas...
—¡Sabes que los odio, Terrance! —Su cabello arreció la intensidad de las llamas—. ¡Como también sabes que todo lo tenga que ver con ellos me...!
Tara, que había estado extrañamente silenciosa durante todo el viaje, agarró su jugo de frutas y se apresuró a tirarlo sobre la cabeza de Norian para apagar el fuego. Adoraba mojarlo, mucho más si tenía una verdadera razón.
—Puaj —escupió el pelirrojo, sacudiendo el jugo de sus mechones húmedos—. Fantástico, ahora mi armadura huele a naranja.
—Por lo menos es algo rico —se mofó Tara.
—¿Y cómo voy a intimidar al enemigo? ¿Con un exceso de vitamina C?
—¡Con tu cara de piedra ya tienes!
—¡Pequeña...!
—¡Ya basta los dos! —La voz del entrenador Terrance hizo eco en el pequeño carruaje, y con un movimiento de manos silenció a los dos jóvenes—. Estamos en el reino enemigo a punto de librar la batalla más importante del año, por favor, den un buen ejemplo de lo que los vellanos pueden hacer. Tara, cuando nos bajemos, no te separes de mí ni un instante, y tú, Norian —dijo mirando al pelirrojo, que se olía el cabello con el ceño fruncido—, trata de calmarte un poco. Sé que este sitio te recuerda a...
—Ya —soltó en un gruñido, falto de delicadeza y usando sus botas desamarradas como excusa para no mirar los ojos del entrenador—. Me voy a calmar, en serio, pero no hables de eso. —Ahí Norian sí tuvo el valor de mirarlo, y ahora en sus ojos cafés refulgía la inexpresividad de siempre—. Sólo quiero que cuando me baje, no dejes que ningún argeneano le ponga un dedo encima. —Señaló a Tara—. Ni uno solo, Terrance. Si prometes eso, de verdad daré lo mejor de mí en el torneo sin paralizarme. Los aplastaré.
Terrance rio con ternura, y tal y como si hubiese estado hablando con un niño, le dio palmaditas al cabello de Norian hasta hacerlo suspirar con interrogación.
—¿Qué te divierte?
—Que los vellanos hace mucho tiempo no tienen esperanza contra Argenea, seguimos y seguiremos siendo los ratones —repuso, soñador y de ojos lánguidos—. Solo hacemos esto por intentar, no por aplastar.
—Dijiste que yo había nacido para algo grande, Terrance.
—Así es.
—¿Para qué?
—Para ser aplastado.
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