Capítulo XVIII: Monstruo
«Mientras ellos están ahí arriba, respirando aire puro, nosotros estamos abajo, respirando sangre».
-Assassination classroom.
Hace ochenta años:
«Ma... ga... ta...».
«Ta...».
«Ta...».
«¿Ma?»
Ma.
Podría funcionar.
Tamara, estudiante de hechicería a punto de graduarse, tiró la pluma con la que había estado escribiendo, agarró la hoja con su hechizo y salió disparada por la puerta de su habitación. Poco le importaba estar aún metida en su camisón de dormir casi translúcido. Para protegerse del frío agarró un bata verde que se fue amarrando a la cintura conforme corría por los pasillos.
Iba tan rápido que incluso llegó a impulsarse peligrosamente hacia el frente, casi a punto de caer. Pero ella ya era experta en evitar caídas, la soltura con la que se enderezaba lo hacía obvio. De por sí, ver a Tamara corriendo ya era algo muy común para todos en el castillo.
Sus amigos guerreros la saludaron al verla correr cerca de la arena de entrenamiento, lo mismo con sus conocidos en el departamento de cocina y limpieza. Pero ella ni los miró. Estaba tan empecinada en comprobar su hipótesis que no paró de correr hasta salir del castillo, en donde, bajo la caída letárgica de los copos de nieve, tomó aire unos segundos antes de seguir corriendo.
Tenía que salir de la vista de todos, así se lo había dicho él.
Sus pantuflas no eran muy útiles en terreno nevado, pero eso no tuvo cabida en su lista de preocupaciones. Su atención se fue a la construcción pequeña de paredes grises, escondida en el bosque, que se avistaba a lo lejos. Le faltaba poco para llegar.
Ver a su jefe cerca la hizo sonreír.
—¡Señor Lagger! ¡Señor Lagger! —gritó a toda voz, acercándosele mientras sacudía el papel en sus manos como si fuera un trofeo— ¡Creo que lo logré, señor Lagger!
El hombre se giró para verla, y aunque luciese frío, Tamara sabía que en el fondo estaba entre sorprendido e interesado por lo que le acababa de decir. Por eso se tomó un tiempo para normalizar la respiración antes de hablar. Había soldados alrededor, pero ellos no eran importantes.
—Creo que este es el hechizo definitivo —anunció la aprendiz, mientras sus trenzas rubias medio castañas se sacudían por la brisa. Su bata hacía lo mismo—. Mire, mire. —Le mostró la hoja, llena de tachones por su constante prueba y error. Lo relevante era que en la parte de abajo había una palabra sin tachar—. Magatama, es una variante que no hemos probado. Puede que esta vez funcione. ¡Y salvaremos a Argenea! Nuestros hechiceros no tendrán que sufrir más, y...
—Felicitaciones. —Hent le revolvió el cabello, todavía con los pensamientos lejanos—. ¿Has mantenido esto en secreto, verdad?
—¡Sí, señor! Y no hay necesidad de que me ponga sellos, no diré nada.
—Así me gusta. —Hent le dio una palmadita en la cabeza antes de virar los ojos hacia la pequeña construcción—. ¿Quieres probar tu hipótesis ya?
Ella asintió como una niña entusiasmada.
En respuesta, Hent señaló la puerta de la construcción, y de inmediato, dos de los guerreros que la custodiaban se metieron en ella para sacar a una mujer de atavíos rojos, cuyo cabello azabache desordenado le cubría todas las facciones. Caminaba de una forma tan débil que los guerreros prácticamente la tuvieron que arrastrar hasta Hent y Tamara. Una vez ahí, la liberaron, dejando que se diera contra el piso gélido. La caída emitió un ruido sordo, como el que genera un peso muerto.
—¿Está viva? —cuestionó Tamara.
—Debe estarlo. —Hent la pateó para hacerla reaccionar, pero para la mujer era muy difícil levantarse teniendo las manos atadas—. Arriba, arriba. Tenemos cosas que hacer.
Tras una secuencia de movimientos torpes y dificultosos, la pelinegra se puso de rodillas y pudo al fin apartarse el cabello de la cara. Tenía un par de ojos redondos anegado de un tono granate cautivador, casi tan oscuro como el de la sangre en su rostro.
Estuvo impasible hasta que vio a Hent, a quien le dedicó una mirada furibunda y un intento por levantarse y herirlo. Pero él le puso una mano en la cabeza, y la presión que ejerció hacia abajo fue suficiente para impedir que se levantase. Se quedaron así hasta que Tamara interrumpió.
—¿Ya vamos a probar el hechizo?
—Háganme lo que quieran, no voy a unirme a ustedes —habló la mujer, de temple inquebrantable. Hent rio a un lado de ella.
—¿Qué te hace creer que te queremos reclutar?
La mujer hizo un movimiento brusco hacia el entrenador, un poco más amenazante, así que los guerreros se apresuraron a correr hacia la escena. No obstante, Hent los detuvo con un gesto y le hizo otra seña a la mujer, como si fuera un permiso para hablar.
—Secuestraste a mi escuadrón de hechiceros y nos mantuviste con vida hasta ahora. ¿Qué más planearías hacer?
Hent calló.
—Me advirtieron sobre ti, Hent Lagger, y no te tengo miedo. ¡Ninguno de mis compañeros! Así que ahórrate las torturas.
El hombre rio en un despliegue de elegancia y malevolencia, recibiendo varios documentos de sus soldados tras haberles hecho un ademán.
—Querida Elena Almedo. —Hent paladeó cada silaba con remarcada fruición—. Veintiséis años, graduada en la academia de hechicería de Adalissa Vane y el escuadrón Ferston. Oh, qué interesante. Prometida del guerrero Víctor Álcator, y ah... sí, aquí está. —Se tomó unos segundos antes de seguir—: Madre de una niña de siete meses llamada Ersa. —La miró—. Aprovechaste tu puesto en el castillo para pedir que te dejaran criarla a cambio de misiones, y aquí estás, cumpliendo tu deber, Elena. ¿O debería decir comandante Elena?
—No entiendo a qué quieres llegar.
—Yo que tú tendría miedo de que algo le pasara a Ersa.
—¡No le vas a tocar ni un pelo! —Elena se abalanzó sobre él a modo de ataque, tan brusca que los guerreros buscaron ayudar. Pero Hent los detuvo otra vez, haciéndoles una seña para restarle importancia al momento mientras veía a la mujer estrellarse contra el piso. Aun así ella volvió a ponerse de rodillas para mirarlo entre sus mechones revueltos y salpicados de nieve—. No... No le vas a tocar ni un pelo, ¿oíste? Porque está protegida en el castillo, ¡por todo el ejército vellano! ¡Y si te atreves a...!
—¿A qué? —Hent rio—. Puedo hacer ahí más de lo que crees, tengo una parte de mi ejército en el castillo vellano, y te aseguro que muy, muy cerca de tu hija y de su padre. Que no los lastime depende de ti. —Hent la miró con cautela, así que la mujer apartó la vista para esconder sus lágrimas—. Podría deshacerme de tu prometido en cuestión de segundos. Y ah, la niña. Te aseguro que no dudaré a la hora de ordenar que la abandonen a mitad de este bosque para que muera de frío, sola, triste, hambrienta y de seguro odiando a su madre por haber permitido que...
—Ya basta. —Elena lo cortó con un gimoteo fraguado en ira—. Haré lo que me pidas, pero ya basta. No los lastimes.
—Así me gusta. Ahora vamos con mi pedido. —Hent le secó las lágrimas—. Necesito que el sol ilumine esta zona y derrita la nieve, ¿podrías hacerlo para mí?
—Pero...
—¿Qué?
La mujer se tambaleó para quedar frente a él.
—Es un hechizo de categoría veinte, manipula las propiedades de la naturaleza. Tanto usted y yo sabemos que...
—"Es muy difícil de controlar y causa daños mortales". Sí, ya me sé la historia. Pero no tienes de qué preocuparse. —Señaló a Tamara—. Mi aprendiz tiene un método para que no sufras mucho ejecutándolo. No sentirás casi nada.
—Necesito las manos libres.
Hent le extendió una navaja a Tamara para que hiciera el trabajo. Ella se sorprendió, pues por lo general él o cualquiera de sus guerreros se encargaba de esas cosas. Que la estuviera involucrando cada vez más la hizo tan feliz que sin pensarlo dos veces cortó la atadura que mantenía a la mujer con las manos unidas tras la espalda.
Lo primero que la pelinegra hizo fue estirarse.
—Aunque intentes escapar te mataríamos antes, y tu hija va a pagar el peor precio —amenazó Hent.
Elena asintió, y cuando estuvo más recompuesta, ejecutó el hechizo encomendado. Para Tamara ese tipo de conjuros aún estaba lejos de su alcance, por eso ver cómo ella lo hacía con tanta tranquilidad se le hizo sorprendente. No temblaba, ni mucho menos su voz admitía réplica a la hora de entonar.
Todo cobró un aire mucho más increíble cuando del cielo, atravesando la barrera de nubes glaciales, un rayo de luz descendió hasta sus pies y empezó a derretir la nieve. Tamara chilló de alegría, porque aun habiendo visto el mismo conjuro varias veces, le seguía pareciendo hermoso presenciar cómo el piso se despojaba del manto blancuzco para presumir su auténtico verdor. Le indignaba saber que desde hace años los habitantes de Argenea no podían disfrutar de paisajes variados por culpa de un accidente.
Y que tampoco podían cultivar...
Para eso eran los experimentos, para que sus hechiceros no tuvieran que sufrir más descongelando la tierra. Si usaban hechiceros de Vellania, se estarían ahorrando el sacrificio de su gente. Pero como lidiar con especialistas en magia moribundos era fastidioso, Hent le había ordenado crear un hechizo que ayudara a resolver ese problema. Lo habían intentado varias veces sin mucho avance, pero ahora Tamara estaba segura de que tenían la fórmula correcta y que pronto dirían adiós a los experimentos.
Estaba tan distraída que no se dio cuenta de que el halo de luz invocado del cielo se había salido de control. En vez de centrarse en un solo punto, recorría casi todo el bosque, y su intensidad había subido tanto de nivel que amenazaba con rostizar los árboles. Además, iba demasiado rápido como para seguirlo con la mirada. La hechicera tuvo que hacer un esfuerzo masivo para recuperar el control.
El halo, aunque medio tembloroso, al final fue obediente a sus peticiones y se quedó estático. Pero los estragos no se hicieron esperar.
La hechicera vomitó sangre, comenzó a temblar y sobre su piel pálida se marcaron las venas.
Tamara se le quedó viendo hasta que Hent le hizo un gesto con la mano. Era hora.
—Ejecuta este hechizo —le explicó a Elena, pasándole la hoja para señalarle la palabra—. Debes decir "magatama" con toda la fuerza que te queda, siempre pensando en el hechizo para derretir la nieve. No puedes pensar en otra cosa.
—De esto depende la vida de tus seres queridos, Elena —sentenció Hent, con las manos detrás de la espalda y el pecho hacia el frente.
La mujer obedeció cada orden con firmeza trémula. Estaba débil, pero la resistencia de una hechicera de su calibre era envidiable. Años y años de entrenamiento la habían preparado para todo. No fue hasta que vio nubecillas blancas pululando a su alrededor que de verdad tuvo miedo de lo que hacía.
Aunque de todas formas, no hubo mucho tiempo para pensar. Su cuerpo se levantó entre estelas cegadoras, subiendo, subiendo, subiendo hasta que...
Sintió que algo salía de ella.
Algo que la abandonaba.
«No».
Cayó al piso lento cual hoja de papel, y una vez en el piso, no pudo levantarse. La chica rubia y Hent murmuraban algo frente a sus ojos, pero ella no podía oír bien. La vista se le nublaba conforme sus sentidos disminuían. Ahora le era imposible sentir el frío contra su piel, oler o siquiera distinguir con claridad las siluetas que tenía enfrente. Ya no más. Se sentía un mero objeto abandonado en la nieve, inamovible e insignificante. Solo pudo balbucear súplicas inconexas hasta que su corazón dio el último latido.
Terminada la función, Hent alzó la vista del cuerpo para ver a Tamara. Ella se había agachado para contemplar mejor a Elena y aún estaba absorta en su aspecto moribundo.
—¿Qué fue lo que hiciste?
El cabello de Elena había perdido el color, al igual que sus ojos, pero Tamara ya sabía que eso iba a pasar. Segura de sí misma, señaló un punto a su izquierda y dijo:
—Eso, mi señor, es la salvación de Argenea.
Hent tuvo que retroceder algunos pasos por el asombro al ver lo que le señalaba. Por fin lo habían logrado. Pese a que la creadora del hechizo, Elena, hubiese muerto, el halo de luz solar seguía ahí, y su calor derretía la nieve debajo de él.
—Ejecutar magatama traspasa los años de vida de un hechicero a algún hechizo que haya hecho antes. Ellos mueren, pero el hechizo sobrevive durante toooodo ese tiempo intercambiado.
—Sí, sí... —Hent conocía el concepto del hechizo, ella misma se lo había explicado a la hora de empezar los experimentos, pero estaba tan fascinado que no podía formular bien sus oraciones—. Así que... esto, ¿significa que...?
—Podemos adaptar áreas de cultivo a cambio de la vida de los hechiceros vellanos.
—Y ya no nos tenemos que preocupar por mantenerlos vivos por largos periodos de tiempo, ¿verdad?
—Exactamente, señor. —Tamara dio un brinquito disimulado, esforzándose por mantenerse profesional cuando realmente quería celebrar.
Hent la felicitó con una palmadita en la cabeza, justo antes de gritarle a sus otros subordinados que le trajeran otro hechicero. Si tenía que manchar toda la frontera con la sangre de otros para sobrevivir, lo haría. Después de todo, el pueblo nunca iba a enterarse. Vivirían felices en la ignorancia mientras él sacrificaba gente.
Vivirían felices agradeciéndole a un monstruo.
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