Capítulo XVI: Amar y morir
Hace noventa años
La vida del chico siempre había tenido por costumbre estar rodeada de éxito.
Ser el más fuerte, veloz, valiente y popular de toda Argenea para algunos sería un pedazo inalcanzable de fantasía, pero por el contrario, para él era la rutina diaria. Las ovaciones que le dedicaban al verlo, así como las miradas deseosas de las doncellas argeneanas más lindas, eran una simple muestra de lo que debía enfrentar al abrir los ojos cada mañana, y como era evidente, cada una de esas cosas enaltecía su ya muy crecido ego.
Porque él era fantástico, ¡nada podía pararlo! Era invencible y siempre iba a hacerse con la victoria a donde quiera que fuese.
Hasta que cometió la imprudencia de inmiscuirse en territorio enemigo.
El hasta hace unos minutos invencible muchacho había sido capturado por las tropas enemigas tan solo unos instantes después de haber ingresado al territorio, y el resultado final había terminado siendo muy diferente de lo que antes había propuesto. «¡Protegeré a Argenea de la conquista!» le había gritado a su padre antes de que pudiera detenerlo; él siempre se afanaba en decirle que no lograría nada sin disciplina, y escuchar esas palabras antes de emprender una odisea era demasiado desalentador.
Por eso hizo oídos sordos, convencido de que las órdenes iracundas de su padre no eran más que sermones provenientes de una cabeza atascada en el pasado, y que sin duda él solito iba a lograr lo que se proponía: matar a la líder del reino enemigo.
Pero el resultado había sido diferente, y ahora permanecía encadenado a la pared en una posición incómoda, tras unas rejas que ni siquiera estirándose lo máximo posible podía rozar. Las para nada livianas cadenas que lo ataban a la pared no le permitían sino retorcerse en su lugar por la impotencia, además de echar vistazos ansiosos a las otras celdas cercanas.
Había sangre en todas.
Tragó saliva.
«Esto es tu culpa, papá» pensó, «de haberme apoyado, hubiese podido hacerlo mejor. ¿Por qué nunca confías en mí?» El pensamiento lo abrumaba tanto que decidió agitar la cabeza, entendiendo que al menos escapar con vida sería suficiente para sorprender a su padre. Era detestable ver cómo su hermana y sus "grandes dotes intelectuales" le sacaban la delantera. Tenía que sobrepasarla de cualquier forma.
Y si tenía que poner su vida en riesgo para lograrlo, lo haría.
Sí, lo haría...
Sin que se diera cuenta, el sonido de unos pasos aproximándose con lentitud había empezado a reverberar en las paredes del oscuro pasillo, así que el muchacho, a sabiendas de a quién estaba a punto de ver, trató de levantarse para mostrar una apariencia más firme frente a ella. Una «maldita bruja», como la llamaba su padre, no iba a ser más fuerte que él.
Poco a poco, el sonido que antes era un débil golpeteo se convirtió en una tortura auditiva para el joven, que desconocía cuánto tiempo faltaba para que apareciese. Había oído que era excéntrica y sanguinaria, pero, ¿a qué nivel podía llegar? ¿Iba a matarlo sin siquiera haberle dado la cara?
Consumido por la impotencia, sus ojos azules se pasearon por lo poco que podía ver del pasillo en un intento por divisar cualquier detalle que delatase la presencia de otra persona, como una silueta, por ejemplo, o el destello de una luz. Pero lo único que pudo distinguir fue una cantidad exorbitante de soledad y silencio. Más allá de eso, exceptuando lo lúgubre que se veía el pasillo pintado de negro y con iluminación escasa, no había nada que destacar.
Solo silencio...
Soledad...
Incertidumbre...
Su respiración, un aliento en la nuca y sus latidos desbocados.
Un momento. «¿Aliento en la nuca?»
—Hueles muy bien.
El chico dio un respingo en su lugar al oír esa voz a centímetros de distancia. Voltearse fue suficiente para distinguir los rasgos de la dueña.
No era muy diferente de cómo se la habían descrito. Las ondas hipnóticas de su cabello rojizo similares a lenguas flamígeras caían con sutileza a través de su espalda, la cual, había visto el chico, estaba expuesta gracias al escote en la parte trasera del vestido rojo que llevaba. En contraste con los mechones de apariencia libre y rebelde, en la parte superior de su melena figuraba una coleta que permitía que los rasgos de su rostro, así como su inusual blancura, fueran totalmente visibles. En esa misma parte figuraba una diadema plateada, y más abajo, sus ojos de coloración rojiza, grandes y redondos, lo observaban con una atención escalofriante. Tenía un espiral giratorio en cada iris, y en su cuello había un collar con el mismo símbolo.
Quedársele viendo mucho rato seguido lo mareó.
Pero su voz chillona fue peor con creces.
—¿Disfrutas de la estadía, Vann? Lamento no haber sido más... —empezó a decir, apartando la vista. Su perfil era tan delicado que contrastaba muchísimo con el deseo conquistador en sus ojos— diplomática, pero entenderás que entrar en un territorio sin permiso es de mala educación. —Lo miró, sonriendo mientras le apretaba una de las manos—. ¿O no, Vann?
Él sonrió. No se dejaría intimidar por esa loca.
—Príncipe Vann para ti —soltó con altanería, al tiempo en que le dedicaba una sonrisa prepotente—, y sí, Meredith, disfruto mucho de la estadía. Aquí entre nos, he estado en peores calabozos.
Ella soltó una insoportable, estridente y sobre todo chillona risita. Los rizos y el vestido se le movían con cada uno de sus aspavientos.
—Y bien. —Vann, sacudiendo sus abundantes mechones azules, volvió a tomar la palabra. No creía que la pelirroja demente fuera a detener sus risas—. ¿Cuándo me liberas, eh?
—Tienes una buena figura. —La joven se movió como un fantasma hacia la parte de atrás, y con manos indiscretas empezó a acariciar los hombros del príncipe. Luego lo abrazó, hundiéndole las uñas en el pecho justo en donde se le sentían los latidos—. Boom, boom, boom. Van muy rápido... Me gustaría saber qué tan rápido pueden escucharse. ¿Tú no?
Vann trató de detener el roce, pero las cadenas se lo hicieron imposible. Tuvo que limitarse a aceptar que la pelirroja le explorara cada rincón del pecho y los brazos.
Aunque claro que le gustaba ser adulado por chicas hermosas. Sin importar los reclamos de su padre, Vann adoraba ilusionar chicas con frases cursis, tener noches de pasión con ellas, y al final abandonarlas para demostrarles lo poco que le importaban. Muchas de ellas incluso habían llegado a suicidarse al no poder soportar la humillación del rechazo, siempre arrodilladas para recibir las sobras de un afecto que él nunca podría darles.
Porque no podía darle a otro lo que no se tenía ni para sí mismo.
Pero en este caso era diferente. No lo estaba toqueteando una chica agraciada con la que pasar una noche sería un sueño apoteósico, todo lo contrario. La causante de esas caricias era la reina loca de Vellania, cuya fragante pero fastidiosa cercanía empezaba a frustrarlo.
Supuso que debía usar sus encantos para salir de ahí.
—Si me dejas libre, te daré todo lo que quieras —dijo sin pensar.
Ella le apoyó la barbilla en el hombro, y tras unos segundos de cauteloso acercamiento, se arrimó a su oído para murmurar un suave:
—¿Todo?
Su voz había sido lenta, deseosa, y hasta ese momento hacía eco en la cabeza atolondrada de Vann. Había sido como si le atravesaran una espada hasta el cerebro para limitarle el sentido común.
—Sí... dije todo —se esforzó en decir, aún con desorden en la cabeza—, ¿qué es lo que quieres?
Meredith fue precisa y simple con su pedido, pero aun así, tras escucharlo, Vann abrió tanto los ojos que pareció no entender. Pero sí había entendido, y tenía miedo. Muchísimo miedo.
Se veía tan perdido que la pelirroja, a consciencia del descontrol emocional reinante dentro de su nuevo rehén, tuvo que repetir el pedido de una forma más firme y autoritaria.
—Tu corazón. Quiero que me des tu corazón.
Dos días habían pasado desde entonces, y contrario a todo lo que Vann había creído, pasar tanto tiempo en el calabozo sin siquiera las apariciones locas de Meredith empezaba a enloquecerlo. Nunca había pasado tanto tiempo tras las rejas. Por lo general, al descubrir que había sido capturado, su padre desplegaba tropas para ponerlo en libertad cuanto antes, pero esta vez no había indicios que indicasen que la familia real argeneana estuviera moviendo influencias.
Quizá porque no tenían forma de ejercer su dominio en tierras vellanas...
Su padre se lo había dicho.
«Mierda» pensó Vann, que en un arrebato de ira empezó a sacudirse a los lados para romper las cadenas. Pero era inútil. Eran demasiado duras como para que quebrarlas fuese una proeza compatible con la realidad, y lo bien ajustadas que estaban alrededor de sus muñecas hacían el desasosiego mucho más agobiante.
Había intentado de todo, desde hechizos hasta maniobras arriesgadas con las que terminó hiriéndose las muñecas, pero nada rendía frutos. Por lo que pudo deducir, su captora le había mandado a colocar un bloqueador mágico a la celda, por eso ningún hechizo, por muy poderoso que fuese, conseguía hacer algo ahí dentro; y en cuanto a sus esfuerzos físicos, bueno, muchas esperanzas no le daban. Dos días moviéndose como loco sin haber ingerido ni agua habían hecho mella en su interior, así que además del dolor externo causado por las cadenas, también era atosigado por la sed y un rugido incesante en el estómago.
Estaba tan débil...
Poco a poco, su cuerpo imposibilitado fue cediendo. Primero un pestañeo, luego dos, después un bostezo aletargado. El campo visual se le nubló, y no resistió mucho tiempo antes de caer rendido entre las envolventes garras de la inconsciencia.
El sonido húmedo que hace el agua al moverse de un recipiente a otro fue lo primero que inundó los sentidos de Vann. Luego, una sensación cálida en el cuerpo. Después, el roce de su piel herida contra lo que parecía ser vendaje. Cada una de esas peculiaridades para nada afines con su celda fueron las que lo instaron a abrir los ojos.
Pero antes de poder distinguir en dónde estaba, la luz cegadora de las velas flotantes sobre él lo obligó a cubrirse la vista más rápido que inmediato.
Rápido...
No tenía las ataduras.
El descubrimiento le inyectó una dosis electrizante de energía, algo que le aceleró los latidos y lo despojó del estado derrotista que antes lo había dominado. Ya no había desdén, tampoco una vorágine de desespero que se tragaba cualquier esperanza en su interior. Acababa de renacer con la mejor noticia.
¡Su padre lo había ido a rescatar!
Rodeado por la convicción de sus propias ilusiones, hizo el mayor esfuerzo para acostumbrarse a la iluminación y levantarse de la cama en la que estaba acostado para ir a buscar a su familia. Iba a presumirles que había sobrevivido dos días en el calabozo vellano, iba a entrenar duro para intentarlo otra vez, iba a... iba a...
—Hasta que por fin despiertas.
Esa voz chillona fue un golpe duro contra la realidad.
La que había considerado una habitación del castillo en Argenea no era más que una alcoba vellana, con su típica decoración roja. El color más suave era el blanco de las paredes, y apoyada en una de ellas, con sus característicos rizos encarnados y una mirada más inquietante de lo normal, la reina Meredith vigilaba cada uno de los movimientos del príncipe argeneano.
Él ahogó un grito de agonía al verla, y de haber podido se hubiese arrancado los ojos de la rabia. Ni siquiera el pomposo vestido decorado con plumas alrededor de su captora ayudaba a amenizar el ambiente, más bien lo hacía sentir que estaba a punto de ser abrasado.
—¿Por qué me trajiste aquí? —espetó el príncipe, volviéndose a tirar sobre la cama.
La vellana rio.
—No pensé que fueras tan malagradecido. —Hizo una pausa mientras el ruido del agua siendo movida de recipiente volvía a aparecer—. Te vendé, te puse ropa limpia y hasta te traje de comer. ¿Y mi gracias?
—¡Estás loca!
Vann quiso arremeter contra ella acercándosele a toda velocidad, pero no pudo. Las piernas se le detuvieron al instante. Estresado, trató de despegarlas del piso para seguir corriendo hacia la reina, pero los músculos se le relajaron a tal punto que cayó al suelo tan débil como un escudero novato.
«¿Qué...? ¿qué demonios?»
La risa de Meredith lo hizo suponer que ella era la causante, y como la boca aún podía movérsele, Vann acopió su fuerza para gritar.
—¡¿Q-qué me hiciste?!
—Ay, Vann. Ingenuo Vann. —La pelirroja arrugó su vestido al acuclillarse frente a él, y con aire condescendiente, le dedicó una dulce sonrisa. En sus manos balanceaba una vara roja—. Esto que ves aquí ha sido una de las últimas creaciones de mis hechiceros. Puedo ejecutar el hechizo que yo quiera, sobre quien yo quiera. ¿Y sabes qué es lo mejor? —Le golpeó la cabeza con la vara—. Que si te rebelas puedo regresarte al calabozo con un solo movimiento.
—Esa... Esa cantidad de poder... —jadeó el chico, incomodado por estar en el suelo sin poder levantarse—. Demasiados hechiceros debieron haber muerto fabricando esa cosa.
—Cuando secuestras a miles de hechiceros de los reinos enemigos durante las conquistas, ese número se vuelve insignificante, Vann.
—¡Eres un monstruo!
—¡Cuidado con lo que dices! —Con un ademán repleto de soltura, Meredith levantó a Vann por los aires, para luego estamparlo contra la pared que tenía detrás. El impacto resonó, pero eso parecía importarle poco a la reina y los espirales giratorios en su mirar—. ¿Acaso se te olvidó el trato que hicimos hace dos días? Te pedí tu corazón y así me lo darás si quieres salir vivo de aquí.
Vann gruñó, inútilmente tratando de zafarse de la magia.
—Ámame, Vann. —Meredith fue más clara en su pedido esta vez, pero para el chico siguió siendo igual de ilógico—. Si me das tu amor, te dejaré ir a donde quieras...
Altanero como siempre, el príncipe sonrió. La clara desventaja que tenía frente a su rival le importaba poco.
—¿Que te ame? ¿Eso es lo que quieres? —La risa del argeneano rebotó por las cuatro paredes del sitio—. ¡Lo que necesitas es una soga al cuello!
Meredith lo estrelló contra la pared, pero el príncipe solo aumentó el volumen de sus carcajadas. La ira en Meredith fue tan fuerte que un destello abrasador de candela la rodeó como si fuese una armadura. Con la respiración agitada y el sentido común nublado, sostuvo al príncipe del cuello para pronunciar su sentencia.
Una frase que nunca se le borraría de la mente.
—Esto es amar o morir.
«Amar o morir...»
Meredith nunca había sido una persona poética. Desde su subida al poder, se había limitado a apoderarse de los reinos vecinos para impulsar el crecimiento del suyo, y sin embargo, mientras atravesaba los cálidos corredores del castillo, no podía evitar sentirse bien por la amenaza que había maquinado para asustar al príncipe.
Amar o morir.
Era perfecto.
Vann no era más que otro príncipe que había tenido el infortunio de caer en sus garras, pero esta vez Meredith esperaba que fuese diferente. Todos se habían negado a darle su corazón, no le habían regalado ni un poco de cariño. Habían resultado ser unos falsos traicioneros que solo querían escapar de ahí cuanto antes, por lo que fingían falso amor para ver si se ganaban el tan ansiado pase de salida.
Actores, eso eran, pero la falsedad no apaciguaba el dolor en torno a su cuello. El collar que llevaba, regalado por sus propios padres, era poseedor de un maleficio que le descontrolaba los poderes y que también lo hacía volverse más angosto. Hace dos años no era un problema, pero ahora el hilo del collar apretaba tanto que la desesperación por romper el maleficio se volvía cada vez más intensa.
Y solo el amor podría romperlo.
Sonaba estúpido, pero desde que el collar empezó a causarle más problemas, se dijo a sí misma que encontraría amor de cualquier forma. Primero había tratado de ser amable y dulce con los muchachos que le llamasen la atención, desde campesinos, pasando por los guerreros, hasta los que pertenecían a la servidumbre, pero ninguno veía en ella algo más que una jovencita demasiado ingenua como para entender la complejidad de una relación.
Ingenua, ingenua, ella no era eso. Era muy inteligente y avispada para su edad como para que unos estúpidos la juzgasen por cómo se veía. ¿Que era delgada? Sí. ¿Que no tenía un porte poderoso? Sí. Pero eso no quitaba que su mente tuviese el poder de crear los planes más perversos.
Y uno de esos planes la había convertido en la asesina de sus padres.
Nunca habían tenido buena relación. Su madre, siempre enfocada de forma excesiva en su propio aspecto, pocas veces le había dedicado alguna frase linda con la que pudiera hacerla sentir amada, y por otro lado su padre, que siempre solía fanfarronear de sus proezas como guerrero, al verla acercándosele solo se alejaba con la excusa de que tenía asuntos importantes que atender.
Para empeorar las cosas, de boca de la servidumbre había oído lo peor.
«Esa niña fue un accidente».
Eso había sido como recibir un balde de agua fría para Meredith, y resignada a que nunca podría ser suficiente para ellos, empezó a acumularles odio, cultivando también su lado egocéntrico, iracundo y ansioso de poder.
Lo único que ellos querían era deshacerse de ella, una realidad que se afianzó luego de que le regalasen el collar que ahora estaba a poco tiempo de ahorcarla. Pero por desgracia para ellos, Meredith había sido más veloz, y bastó una orden de envenenamiento a sus desayunos para que se despidiesen del castillo para siempre.
Había sido más fácil de lo que hubiera pensado, y con la subida al poder empezó su búsqueda desesperada de pretendientes. Con todo el mundo dispuesto a seguir sus órdenes, no había quien la parase, así que hizo un recuento de todos los que la habían rechazado y ordenó su ejecución pública.
¿Una ingenua, decían? Pues tuvieron que tragarse sus palabras.
Tras los días sangrientos protagonizados por ejecuciones, Meredith solicitó la presencia de muchachos de su edad en el castillo, eso con el fin de que formaran parte de una competencia en la que el premio sería nada más y nada menos que el derecho a desposarla. Pero ninguno se presentó. Al momento de hacer la bienvenida, el salón principal que había decorado estuvo completamente vacío.
Entonces entendió que si no le daban amor, iba a tomarlo por las malas.
Durante los tres días que le siguieron a su penosa convocatoria, Meredith recorrió las calles seleccionando jóvenes que le pareciesen atractivos para lo que quería. Cada uno de ellos era secuestrado durante la noche para ser transportado al calabozo del castillo. Allí Meredith les pedía, con la voz más dulce que era capaz de hacer, que la amasen, que le dieran ese cariño que nunca había tenido, pero la mayoría se quedaba sin responder.
Solo era amor, ¿por qué era tan difícil conseguirlo?
Meredith les mandaba de comer tres veces al día, le daba una hora a cada uno para asearse y hacer sus necesidades, e incluso los visitaba cada hora para asegurarse de sacar del calabozo los que se hubiesen suicidado. ¿Por qué ninguno la quería si era tan piadosa?
Pensó, entonces, que el problema no era ella, sino que ellos no sentían atracción hacia nadie. Pero ese falso consuelo se deshizo cuando vio a uno de sus rehenes darle un beso a una de las mujeres de la servidumbre, la encargada de llevar la comida. Esa... Esa entrometida era el problema. ¡Se les había metido por los ojos a sus rehenes! De seguro por eso ninguno quería estar con ella.
Presa de la ira, Meredith rostizó a la entrometida con sus flamas. Ni siquiera oírla suplicar por misericordia la ablandó, por el contrario, solo fue su mayor impulso para arreciar el tamaño de la candela y convertirla en un simple montón de polvo. Luego descargó su ira contra el rehén traidor, pero a golpes, pues estaba tan débil que no podría ni moverse. Así se desencadenó una golpiza en la que Meredith no solo mató a cada uno de sus rehenes, sino que también les quitó lo que ellos le habían negado: el corazón.
Desde entonces empezó a embotellarlos como recuerdo, y ni siquiera ver las muecas de espanto de sus servidores fue suficiente para darse cuenta de que estaba llegando al límite. Más bien, ser testigo del miedo que le profesaban solo la hizo sentir más poderosa. Poco después ordenó la ejecución de todas las jóvenes hermosas de su edad. No quería competencia.
Ahora cuando daba largos paseos por Vellania, nadie salía. Todos se apresuraban a encerrarse junto a sus hijos para que no cayeran en las garras de la «hija del mal», como también la apodaban.
A las chicas las mataba por envidia, a los varones por amor. Un círculo vicioso que no pudo seguir luego de que Meredith se diese cuenta de que algo no estaba funcionando.
—Nadie sale de sus casas.
—Quizá porque, usted es un poco...
—¿Un poco qué? —Meredith miró a su consejero con ojos demandantes, y él supo que debía arreglar lo que había dicho si quería seguir viviendo.
—Un poco... demasiado poderosa. A lo mejor intimida a los pretendientes con su grandeza.
Ella sonrió.
—Tienes razón, no puedo conformarme con simples vellanos plebeyos. Ellos no están a mi altura. —Sonrió, divisando el reino próximo a través de la ventana. Los espirales en sus iris volvían a girar—. Mándale una petición de casamiento a la familia real de Exiria. Cualquiera de sus hijos va a querer desposarme.
—Si me permite decirlo, mi reina. —El hombre le puso una mano en el hombro—. Creo que ellos también se sentirán intimidados por... su grandeza. —Le era demasiado difícil describirla con buenos adjetivos, pero su vida dependía de ello—. La mayoría de reinos la consideran un peligro.
El consejo creyó que Meredith arremetería contra él, pero en vez de eso, esbozó la sonrisa que solo mostraba cuando algo terrible se le acababa de ocurrir.
—¿Que soy peligrosa? ¿Eso es lo que dicen?
—Sí, mi señora.
—Demostrémosle qué tan peligrosa soy entonces.
—¿A qué se refiere?
—Quiero que despliegues tropas a todos los reinos. Primero a Exiria, luego a Baldir, a Fervus y por último a Argenea.
—P-pero, ¿para qué quiere...?
—¿Acaso no entiendes? —La reina sonrió, pero luego una frialdad impenetrable se apoderó de su rostro. Lo que dijo después, pronunciado con una extrema seriedad, fue mucho peor—: Quiero ser dueña de sus territorios y sus príncipes.
Y así lo había hecho. Por mucho que quisieron defenderse, el ejército vellano fue demasiado poderoso como para no conseguir la victoria en cada batalla, y en poco tiempo, los territorios enemigos, así como sus hechiceros, soldados, recursos y príncipes, quedaron bajo el poder de la reina. Luego Meredith usó los secretos mágicos obtenidos para que los hechiceros le construyesen un instrumento capaz de hacer todo lo que se le antojase, o por lo menos la mayoría de cosas que los avances mágicos de la época permitían.
Poco le importaba la cantidad de especialistas en magia que habían muerto durante la creación de su varita, y ahora se limitaba a sacudirla a los lados mientras caminaba por los pasillos del calabozo.
Hace unos meses, cada una de esas celdas había sido el hogar de príncipes de todos los reinos, excepto Vann. Argenea era el último reino que le quedaba por conquistar, y lo hubiese hecho de no ser por la inesperada intromisión de su príncipe. Nunca imaginó que alguien fuera tan estúpido como para adentrarse en territorio enemigo sin otro apoyo además de un caballo y una espada, pero había sucedido, y por eso ahora tenía en su poder al único príncipe que le faltaba.
Los otros habían sido ejecutados por no amarla, y de verdad Meredith se aferraba a la idea de que las cosas serían diferentes con Vann. Lo había dejado durmiendo en su habitación, encadenado a la cama. Lo mejor sería salir del calabozo y empezar a arreglarse.
Tenía que verse preciosa para su nuevo rehén, y estaba casi segura, o mejor dicho, completamente segura, de que pronto le podría llamar pretendiente.
Se había equivocado.
—¡Maldita bruja!
—¡Come lo que te preparé!
—¡Primero muerto!
Habían pasado días, y en vez de darse besos, se lanzaban insultos. A pesar de los grandes esfuerzos de Meredith, el príncipe argeneano no cedía, es más, parecía regocijarse con la frustración anidada en la reina cada vez que uno de sus intentos de ser "linda" fracasaban.
—¡Trágate la puta comida, Vann!
Sí, muy linda...
Vaticinando que la reina le lanzaría un ataque con su vara, el muchacho saltó sobre la mesa de la cocina para esquivarlo. Aterrizó en el piso preparado para continuar sus movimientos defensivos. La forma en que se escabullía entre la comida tirada en el suelo terminaba de alterar a Meredith, que desde hace una hora luchaba contra él por conseguir que se comiera lo que con tanto amor le había preparado.
—¡Eres un malagradecido! —gruñó, dirigiéndole un movimiento rápido con su vara. Él dio un segundo brinco para colgarse de una cortina, y al lograr su cometido, le sacó la lengua a su adversaria—. ¿Estás consciente de que si no te comes esto vas a morir de hambre, no?
Vann sonrió burlesco ante su amenaza, sabiendo perfectamente que ella no era capaz de matarlo. Durante las primeras semanas había temido de sus insinuaciones perversas, pero con el paso del tiempo, descubrió que solo eran amenazas vacías. Los servidores le habían dicho que Meredith estaba desesperada por un pretendiente y que veía en él una última oportunidad, así que tomando eso en cuenta, el chico se aprovechaba de la situación. No iba a matarlo, al menos no pronto.
Además, siempre que peleaban por lo de la comida, un servidor del castillo le enviaba sobras a su celda. Era poco, pero suficiente para sobrevivir y encontrar una forma de ser libre.
Llevaba un mes y medio encerrado...
—¿Es lo único que vas a hacer? —insistió Meredith, cuyos ojos rojizos observaban con desasosiego el caos reinante en la habitación. Había comida por todo el suelo, fisuras en algunas paredes, cojines rotos y un burlesco Vann colgando de una de las cortinas—. Si de verdad no vas a decir nada, creo que terminamos por hoy.
Vann rodó los ojos, pero aun así se bajó de la cortina para dejar que Meredith lo atara. No le importaba luchar en contra de eso cuando era la única forma de ser llevado a su celda otra vez, un lugar en el que podría dormir, recibir sobras a escondidas y maquinar una estrategia que no implicase fingir un enamoramiento con la reina Meredith, como le habían recomendado.
«Si finge amarla, quizá ella lo deje libre...».
No. Vann no iba a darle cariño a esa loca, incluso si era una farsa. Apreciaba mucho su dignidad.
Mientras cavilaba, de un movimiento rápido Meredith hizo aparecer una cadena en su cuello. Agarró el extremo para jalarlo, y habiéndose asegurado de que la atadura era resistente, empezó a caminar con él. Vann siempre había preferido ir a unos cuantos pasos de distancia de la pelirroja para evitar cualquier contacto posible, pero esta vez Meredith lo jaloneó para que fuese a la par de ella, y le sostuvo la mano en un escalofriante intento por ser melosa.
Los vellos se le erizaron al sentirla tan cerca, aunque luego hubo algo que lo alteró mucho más.
—Este no es el camino al calabozo.
—Lo sé. —Ella sonrió, deteniéndose frente a una puerta color negro—. De ahora en adelante pasarás la noche conmigo.
Maldita sea.
Maldita sea.
Maldita sea.
Por excelencia Vann era experto en situaciones incómodas, ya que más de una vez había tenido que lidiar con las comparaciones que le hacían con su hermana, además de los momentos en los que se inventaba excusas para deshacerse de las chicas con las que se acostaba a veces. Pero justo en ese instante, pese a su gran experiencia, Vann era protagonista de la situación más incómoda que alguna vez se hubiese imaginado, y para su desgracia, se sentía a punto de desfallecer.
Llevaba así alrededor de una hora y dudaba resistir mucho más sin volverse loco.
Meredith lo había encadenado a la cama de brazos y piernas, para después echársele sobre el pecho, abrazarlo con una insistencia impetuosa y al final quedarse dormida. Sí. Vann había pasado los últimos sesenta minutos con la reina loca durmiendo sobre él, sin posibilidades de quitársela de encima o siquiera ponerse en una posición más cómoda. Lo único que podía hacer era pedirle a su cerebro que ignorase las circunstancias para dormirse, porque de resto, dudaba poder sobrevivir una hora más de esa forma.
Y no era que la reina Meredith fuese pesada, todo lo contrario. Era liviana, de piel tersa y figura linda. Detallar esas características suyas solo lo hizo sentir asco de sí mismo. Era inaudito. Meredith era una bruja loca que asesinaba gente sin escrúpulos, Vann no podía distraerse con su atractivo físico cuando la verdadera misión ahí era escapar de sus garras, no hundirse más en ellas.
Por eso agitó la cabeza a los lados para despejarse, pero el movimiento fue tan brusco que causó que la monarca reaccionara. Asustado, Vann cerró los ojos y fingió dormir para no obtener un regaño de su captora, quien, por lo que había podido deducir, acababa de despertar y apoyársele sobre el pecho para levantarse.
Vann rogaba que no se diese cuenta del latido acelerado de su pecho ni de lo mucho que le temblaban los labios. No quería ni imaginar lo que ella le haría de descubrir que no estaba dormido como le había pedido.
Ahora sí, de verdad volvía a tenerle miedo.
En ese momento, la mente de Vann era una habitación llena de voces nerviosas y desesperadas, pero hubo un sonido proveniente de Meredith que logró disipar todo eso y reemplazarlo con incertidumbre.
Llanto.
La reina Meredith estaba llorando, y el príncipe lo pudo comprobar cuando unas cuantas gotas mojaron su camisa. Todo fue tan repentino que por un momento creyó que era una trampa planeada por la pelirroja, pero no. Escucharla gimotear de angustia fue prueba suficiente para saber que era cierto, sobre todo cuando percibió que se daba la vuelta para alejarse de su pecho e irse a la parte baja de la cama. Ahí los sollozos ascendieron.
«¿Y ahora qué?» pensó Vann, demasiado consumido por el suspenso como para permanecer con los ojos cerrados. Meredith era una demente, y si lograba verla llorar quizá pudiese encontrarle un punto débil para usar en su contra. Con eso en mente, no tardó mucho en abrir los ojos.
En efecto, Meredith se había ido a la parte baja de la cama, de espaldas a él. Aunque el cabello ensortijado le tapase las facciones, por sus movimientos temblorosos era fácil deducir que estaba llorando. Los gimoteos que soltaba lo hacían mucho más obvio. La reina de actitud megalómana y porte imponente había sido reducida a una simple muchacha llorona encogida de hombros, que entre su camisón rosado sin mangas y pantalones cortos color negro, temblaba sin cesar ante una angustia que sus labios parecían no querer compartir.
Era tan... contrastante.
Sin previo aviso, un frenesí incontrolable se apoderó de ella y empezó a gritar, moviendo sus manos en un desesperado intento por quitarse el collar que llevaba. Vann no se había dado cuenta antes, pero Meredith nunca se lo quitaba, y ahora que la veía luchando por despojarse de él, empezaba a tener más dudas que respuestas. ¿Qué tan difícil podía ser quitarse un collar? Estaba pensando en eso cuando, gracias a un grito, entendió que Meredith se ahogaba. Su respiración era cada vez más dificultosa, y por sus jadeos entrecortados el joven deducía que el collar estaba apretándosele más fuerte.
¿Ella lo estaba apretando? ¿Estaba tan loca como para intentar asfixiarse? No..., se lo estaba tratando de quitar. Entonces, ¿por qué no podía?
Acto seguido, Meredith se envolvió en una danza agresiva de estelas flamantes que no tardó mucho en calentar toda la habitación. La temperatura fue tal que el sudor perló la frente del argeneano antes de que pudiese procesar lo que estaba sucediendo.
Meredith gritaba, consumida por el calor, sacudiéndose como quien busca librarse de una atadura opresora. ¿Por qué? ¿No podía controlar sus poderes?
Fue al día siguiente que resolvió sus dudas con ayuda de un servidor.
«—Ese collar tiene una maldición, y la terminará matando si no consigue el antídoto.
—¿Y el antídoto es...?
—Amor verdadero».
Después del accidente y la confesión, Vann analizó las circunstancias por un tiempo.
Antes creía que la supuesta búsqueda de amor verdadero por parte de la reina vellana era solo un capricho más en su vida colmada de desvaríos, pero ahora no lo podía ver de la misma forma, veía más bien una oportunidad. Estaba consciente de que alguien como Meredith no merecía perdón y que lo más factible era tenerla encerrada por el resto de su vida, pero eso no lo iba a ayudar a salir vivo de Vellania. Tenía que aprovecharse de la situación para escapar.
Tal vez, si pudiese ayudarla a conseguir lo que quería, pero sin involucrarse...
Vann había estado pensando todo el día en eso: una forma de hacer que el carácter de Meredith no fuese tan horrible. Así podría conseguirse otro enamorado que con suerte no tuviera conocimiento de su pasado como tirana y deshacer la maldición, con lo que Vann no solo estaría librándose de la loca, sino también destruyendo la amenaza contra su reino.
Estaría salvando a Argenea.
«Toma eso, papá» pensó victorioso, al tiempo en que se revolvía en uno de los asientos del comedor en busca de comodidad. Frente a él, Meredith se movía de un lado a otro mientras le preparaba el desayuno, una comida que, si bien había sido observada por Vann durante casi toda la preparación, no le generaba confianza para ingerirla. Nada que tocase Meredith con esa sonrisa perturbadora suya sería de fiar para él.
—Toma —dijo ella al terminar, colocándole la taza de comida enfrente. El vapor de la sopa le entibió los pulmones—. Espero que hayas recapacitado.
Gracias a que había tenido que dormir con ella, ningún servidor había podido llevarle comida, así que el pobre Vann estaba más hambriento de lo que usualmente estaba. Sin embargo, se negó a tomar la sopa.
—¿Quieres que te obligue a tomártela? —amenazó Meredith, apuntándole con su varita.
Para sorpresa de la reina, Vann no sonrió con sorna, sino que apoyó la barbilla en la mesa mientras suspiraba con desdén. Luego dijo:
—Si quieres enamorar a alguien, deberías ser amable.
Ella lo volteó a ver con extrañeza.
—¿Y qué gano siendo amable si ya eres mío?
—Nadie se enamorará de ti con esa actitud. Das asco. —Vann dio una vuelta despreocupada para mirar hacia otro lado, un gesto simple con el que le quiso demostrar indiferencia—. No sé, yo solo digo.
Meredith sonrió con ira. Nadie podía decirle qué hacer y qué no, mucho menos si era para recomendarle comportamientos inútiles. ¿Ser amable? Se rio. Ser dulce con los demás solo la había hecho ver ingenua y débil frente a los jóvenes que le atraían, así que regresar a esa faceta sería una completa estocada a su orgullo.
—¿Ya te vas a comer la comida? —insistió, dándole la espalda.
—¿Por qué no hacemos un trato?
Su respuesta le inyectó una subida de curiosidad. ¿Un trato, había dicho?
—¿A qué te refieres con "trato"?
El silencio que le siguió a esa pregunta fue tan abrumador que la reina se vio obligada a girarse, con lo que pudo distinguir la sonrisa ladeada y medio burlona del príncipe. Volvía a ser el creído de siempre, pero como la curiosidad por saber qué se escondía tras sus ojos azules intensos era indomable, Meredith se mantuvo silenciosa para dejarlo hablar.
—Lo que te propongo es esto —empezó a decir él, mientras se erguía en la silla—. Voy a ayudarte a ser más amable por un mes para que enamores a quien tú quieras. Si al final consigues un pretendiente, me dejas ir. Si no, me quedaré aquí contigo y haré todo lo que me pidas.
Los ojos de la pelirroja se iluminaron de súbito. La primera parte del plan le parecía infantil e innecesaria, porque muy bien sabía que la amabilidad, si no la había ayudado antes, mucho menos lo haría ahora. La razón de su entusiasmo más bien fue la última frase pronunciada por el príncipe: «Si no, me quedaré aquí para siempre y haré todo lo que me pidas».
Era obvio que su plan no era factible, y que en consecuencia iba a tener que quedarse en el castillo vellano por el resto de su vida. Era tan conveniente que Meredith no tardó mucho en dibujar una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Y bien? ¿Qué dices?
La pelirroja le extendió la mano.
—Trato hecho.
Meredith había aceptado el acuerdo con la inocente creencia de que cumplir los requisitos de amabilidad iba a ser de lo más sencillo, pero apenas habían pasado dos días desde la formalización del trato y ya no podía soportar las exigencias del príncipe.
—No voy a hacerlo.
—Es parte del trato.
—¡Métete el trato por el...!
—¿Qué dijimos de las malas palabras?
—Por el bonito brillo de tus ojos, iba a decir.
Vann rio, ante lo cual la reina se cruzó de brazos mientras apartaba la vista. Habían acordado que en el mes siguiente Meredith tendría prohibido usar su varita para lastimar a alguien, y ella sorprendentemente le había ordenado a uno de sus servidores que la escondiera. Vann suponía que aquello no era más que una fachada para convencerlo de que estaba cumpliendo el trato, y que en cualquier momento de histeria sacaría la vara de algún lado para darle un castigo. Pero no. Ella no había ni amagado con mandarla a buscar. Al parecer se tomaba muy en serio el trato, por lo menos con él, porque de resto seguía comportándose como una déspota con sus servidores.
Por eso le había pedido que se disculpara, pero la única respuesta que conseguía era un «no» caprichoso.
—Disculparse con ellos es una forma de ser amable, y dijiste que ibas a amable.
Ella gruñó, aún de espaldas a él, así que el muchacho se resignó a aceptar que en esos momentos era muy difícil conseguir algo de ella si no la hacía cambiar de opinión. Mientras tanto, Meredith mantenía los ojos fijos en la ventana que cubría toda la pared de enfrente, contemplando el manto uniforme de oscuridad que abrazaba las silenciosas tierras de Vellania. Era satisfactorio saber que su reino, comparado con el del enemigo, era mucho más grande.
Sonrió.
Pero sentir una mano sobre su hombro la tomó por sorpresa. La mano de Vann.
—¿Qué?
—Ven. —El chico la hizo girar para sostenerle las dos manos, y de un movimiento ágil la pegó a su cuerpo para sostenerle la cintura.
Meredith dio un respingo, sobre todo al ver cómo la mano de Vann se deslizaba lentamente hasta la suya. Desde el día anterior, el argeneano le había pedido que le quitara las cadenas, algo así como para hacerla dar sus primeros pasos en el sendero de la amabilidad. Ella no había podido negarse; cuando ganara el trato y él tuviera que permanecer a su lado para toda la vida, no podría quejarse diciendo que no había cumplido las especificaciones. Lo único por lo que podría replicar era su negación a disculparse con la servidumbre, de resto estaba todo en orden.
No obstante, fue por esa misma liberación que Meredith entró en alerta. Si el chico le tomaba las manos de esa forma muy bien podía someterla y huir. Aunque, por otro lado, era casi imposible que pudiera burlar la barrera de los guardias. Supuso que no estaba mal, entonces.
—¿Qué pretendes?
—Bailemos.
Un confundido «¿qué?» abandonó los labios de Meredith tras oír su declaración, pero igual no tuvo mucho tiempo para oponerse. El príncipe se había puesto en posición, y en cosa de segundos, con una gracia envidiable, empezó a moverse al compás de una melodía silenciosa e imaginaria.
Meredith empuñó las manos sobre el agarre que mantenían, tensa, pues bailar no figuraba entre sus actividades favoritas. Más bien, con facilidad podía catalogarla como una de las cosas que menos sabía hacer. Nunca había bailado con alguien, y ahora el hecho de ser arrastrada por Vann en esa suerte de baile refinado la hacía sentir estúpida.
—¿Por qué haces esto? —preguntó con suspicacia, a lo que el chico la hizo dar una vuelta para luego pegarla a su pecho. La cercanía la desconcertó—. Voy a matarte si tratas de huir.
Vann sonrió, haciéndola girar de nuevo para acomodarse como estaban inicialmente. Acto seguido, presumiendo su experiencia en todos los bailes argeneanos, aceleró el ritmo de la danza para que el vestido de Meredith ondease por la velocidad de los movimientos.
No conseguir respuestas claras de su parte empezaba a fastidiar a la reina.
—¿Por qué tan callado? —Hizo una pausa, aferrándosele a la camisa por miedo a salir despedida—. ¡Responde, Vann!
Él sonrió, gesto que fue interpretado por Meredith como una burla de mal gusto. Por eso le clavó las uñas.
—Si no me dices qué tramas, voy a matarte, Vann.
—No tramo nada. —Sin previo aviso, el príncipe alzó las manos en un intento por demostrar su inocencia—. Solo quería... ser amable.
Meredith resopló.
—¿Y eso más o menos para qué? No vas a conseguir nada siendo...
Vann se inclinó frente a ella con la soltura que siempre lo había caracterizado, y con gracia plantó un beso en la mano de la chica. Nunca lo supo, pero ese simple contacto dio rienda suelta a un huracán de emociones en el interior de la pelirroja. Sus latidos formaron una melodía imprecisa y atosigante.
—Eso, estimada reina —empezó a decir Vann—, es ser amable. Ya que lo sabes, tal vez puedas aplicarlo, ¿qué me dices? El amor no es algo que se pida, sino que se gana.
Un tartamudeo nervioso fue la única respuesta clara que la reina pudo gesticular, y al sentirse estúpida agitó la cabeza a los lados. ¿Qué le sucedía? La mente se le había transformado en un campo de batalla y sus pensamientos chocaban entre sí como guerreros enardecidos, incapacitándola para hacer otra cosa que no fuera permanecer estática mientras contemplaba a Vann. Antes la había mirado con gentileza, pero ahora parecía confundido.
Si él estaba confundido, ella más.
«¿Qué me hiciste?» quiso preguntar, pero no había movimiento que lograse que su lengua pronunciara algo correctamente. Era imposible que Vann hubiese podido hechizarla. Todo apuntaba a que ese insignificante gesto que le había dedicado era el responsable de su descontrol emocional.
—¿Meredith?
—Es... Estoy bien. —La pelirroja le dio la espalda, con la piel de gallina—. Vete.
—Pero...
—¡Que te vayas!
La reacción de Vann fue rodar los ojos con desdén, en gran parte decepcionado. Había creído que dedicarle aunque fuese unos segundos de dulzura sería suficiente para romper la coraza de mal genio alrededor de la reina, pero la suposición había sido equívoca. Meredith era una persona tosca, fría y sin corazón; era imposible cambiarla, ni siquiera con todo su ingenio había podido lograr que siguiese las indicaciones del trato.
«Ser amable, ja...» pensó con aire derrotista, luego de haber salido de la sala para que los guardias lo llevasen a la habitación de Meredith. «Ella está demasiado podrida para eso» fue su última reflexión.
Lo que no sabía era que, dentro de la sala que acababa de abandonar, Meredith seguía frotándose el dorso de la mano con desespero y los latidos desbocados.
«¿Qué me hiciste, príncipe?»
Encerrado.
Desesperado.
Al borde de la locura.
Esas tres descripciones encajaban a la perfección con el comportamiento de Vann los últimos días, no, más bien, semanas. ¡Había perdido la noción del tiempo! Desde hace mucho, Meredith lo había encerrado en una alcoba diferente y al parecer muy lejos de la suya; y aunque tuviese a su disposición una cama cómoda y la oportunidad de moverse a sus anchas por toda la extensión del sitio, la verdad era que la falta de contacto con personas empezaba a robarle cordura.
Desde su ingreso al sitio, la máxima interacción que tenía era cuando le pasaban alimentos y ropa por la abertura de la puerta, de resto, la soledad era su compañera incesante. Ni siquiera la misma Meredith se había presentado, y aunque le diera pena admitirlo, a Vann le hubiese importado poco aguantarse sus risas chillonas o sus insinuaciones malévolas con tal de oír otra cosa diferente del silencio.
O su propio llanto.
Esos días en completa soledad habían rasgado lo poco que le quedaba de orgullo, y en consecuencia, los sollozos terminaban ganándole la mayoría de batallas. ¿Qué más podía hacer? Había pasado toda su estadía ahí recordándose que era increíble, fantástico, indestructible, y que gracias a todas esas cualidades, salir de un aprieto como ese iba a ser pan comido. Pero la realidad era distinta. Nunca había logrado completar un entrenamiento que no fuera básico, nunca había conquistado verdaderamente a una chica. Era su fama de príncipe la que lo hacía exitoso, no el carisma inexistente del que fanfarroneaba. Él mismo se había achacado un montón de dotes que en realidad estaba lejos de tener.
«Podrías ser como tu hermana...»
«... pero no, en cambio decides ser un desastroso».
«Esas chicas no te quieren a ti, Vann, solo quieren al príncipe».
«... porque tú no eres más que un sinvergüenza».
Las voces de su familia se habían convertido en verdugos fantasmales dentro de su cabeza, la primera vez en la que no podía huir de la innegable verdad: no era poderoso, tampoco un ser supremo. Solo era un niño que había crecido bajo la sombra de su hermana y que ahora hacía hasta lo imposible por llamar la atención de sus padres, terminando por verse infantil e incapaz frente a ellos.
No era más que una mala copia de su hermana. Alguien inútil, inseguro y débil que no merecía estar en otro sitio sino en el que estaba ahora. Encerrado para siempre.
Fue así que Vann bajó la cabeza, por primera vez aceptando la derrota. No quería volver a luchar nunca más.
En Vellania los servidores se dividían en diferentes clases. Por un lado estaban los guerreros defensores, catalogados como la fuerza principal del reino, a los que se les ubicaba en el inicio de las tierras, alrededor del castillo y fuera de la mayoría de habitaciones que hubiese dentro de este. Ellos tenían la tarea de apaciguar insurrecciones, así como también de reportar cualquier indicio de violencia.
El segundo grupo era el de los hechiceros, fieles representantes del potencial mágico de toda Vellania, también responsables de crear hechizos y estrategias que propiciaran la victoria de sus guerreros. Después de ellos, los demás servidores no eran sino pequeños grupos de cocineros, cazadores, agricultores, herreros y personas de limpieza. Cada uno desempeñaba una función necesaria para el desarrollo óptimo de sus tierras. Pero por muy diferentes que fueran algunos, aún había un aspecto que todos compartían.
El yugo de la reina Meredith.
Desde su subida al trono, todos coincidían en que era una déspota endemoniada. Los hacía trabajar demasiado, sus gritos estaban a la orden del día y ni una sola vez les daba las gracias por lo que hacían por ella. Bueno, realmente no era por ella, sino por sus padres. No habían sido tan estúpidos como para no darse cuenta de que su propia hija trataba de asesinarlos, ni los sirvientes tan desleales como para obedecer la orden de envenenamiento.
Lo que pasó fue que ninguno quería vivir al lado del otro, y fingir su muerte había sido más factible para el rey y la reina que esperar a que el collar maldito surtiese efecto. Desde entonces Meredith creía que su plan había salido a la perfección, cuando la verdad era que la consciencia de sus padres seguía intacta y encapsulada en objetos.
Sus cuerpos descansaban en ataúdes, mientras que sus mentes dentro de vestimentas.
Técnicamente estaban vivos, y era por sus órdenes que obedecían los pedidos caprichosos de la reina. Según ellos, a pesar de que no fuera de su agrado dejar a Meredith con el poder, se sentían orgullosos de sus conquistas. Ellos mismos no se hubiesen atrevido a atacar a los demás territorios con tanta convicción y entrega, algo que no solo su hija había hecho, sino que también había dominado a la perfección. Ahora el único reino que aguardaba por una conquista era Argenea.
Desde la llegada del príncipe Vann, sin embargo, Meredith no daba señales de querer iniciar una emboscada o siquiera un ataque preliminar.
Entonces el momentáneo orgullo de sus padres se convirtió en desespero.
—¿Por qué no ataca? ¡Tenemos que ser los primeros! —se oyó la voz del rey, contenida en un traje rojo que había sobre la mesa.
El guerrero informante, siempre con su típica frialdad y parsimonia, separó los labios para responder:
—Meredith detuvo la conquista porque está tratando de enamorar al príncipe de Argenea, pero cuando su plan fracase de seguro buscará venganza atacando su reino.
De haber podido, tanto el rey como la reina hubiesen esbozado sonrisas cómplice. Estaban ansiosos.
—Solo hay un problema.
—¿Cuál? —inquirió la reina, dudosa.
—Meredith está extraña. —Se detuvo un momento para seleccionar las palabras correctas. No obstante, su rostro ni se inmutó—. Desconozco qué le habrá dicho el príncipe, pero desde que hablaron hace un mes, ella empezó a...
—¿A...?
—A ser amable. —Aunque no lo hubiese demostrado, describir a Meredith con ese adjetivo se le hizo impropio—. Está menos agresiva de lo normal, hace poco me ordenó destruir su varita y los corazones encapsulados, e incluso se disculpó tanto con la servidumbre como con los habitantes.
—¿Que ella qué?
—Que se dis...
—Sé lo que oí —replicó el rey, con la voz a rebosar de incertidumbre y cautela. Parecía querer hundirse en el tema con lentitud—. Pero, ¿qué hay del collar? Debería matarla de una vez para que podamos reemplazarla y continuar las conquistas, sobre todo ahora que falta tan poco. ¿Por qué el collar no ha surtido efecto?
—Se está esforzando demasiado en limpiar su nombre, recibe pequeñas cantidades de cariño. Incluso la propia servidumbre está, si bien no encantada, sí un poco conforme con su nueva actitud, y... bueno...
—¿Y qué? Habla, muchacho, que no tenemos todo el día.
—... y algo me dice que ese príncipe Vann es el culpable.
—¿En qué sentido?
El guerrero suspiró, pues siendo él una persona de pocas palabras, dar tantos detalles no era de su agrado.
—Una cocinera me dijo que hace un mes hicieron un trato en el que ella tendría que ser amable, y si eso no le funcionaba para enamorar a una persona, él le dijo que se quedaría con ella para siempre. —Se apartó un mechón castaño del rostro—. Pasaron dos días y todo iba normal, hasta que de pronto ella lo encerró en un cuarto y empezó a ser así de dulce. No han hablado desde entonces, pero me huele a que algo pasó entre ellos. Algo que la hizo ponerse así.
—¿Cuánto tiempo lleva el chico encerrado?
—Un mes.
—Ya veo... —La pausa dubitativa del rey dio lugar a una nueva interrogante—. ¿Cuánto tiempo de vida estimas que le queda al muchacho?
—Se le lleva comida y ropa todos los días, por orden de Meredith. —La postura firme del guerrero afianzó la veracidad de sus palabras—. Si no atenta él mismo contra su vida, le queda mucho tiempo en este mundo, señor.
—¿Meredith no quiere ejecutarlo? —La reina se oyó entre rabiosa y preocupada.
—De hecho, mi señora. —La pausa que hizo el muchacho colmó a los oyentes de suspenso—. Creo que hoy mismo se está preparando para hacerle una visita.
La pausa que le siguió a su anuncio estuvo llena de tensión. El aire era mucho más denso, pero al castaño le daba lo mismo. Siempre tenía rostro inmutable.
—Estoy empezando a sentir que ese Vann es una amenaza contra nuestro dominio, ¿no hay una forma de eliminarlo?
—Ese es el problema, señor. —El guerrero suspiró con desdén—. Ella no parece querer ejecutarlo, al menos no aún, y la servidumbre está tan aliviada con el cambio que él causó en Meredith que nadie le quiere poner un dedo encima.
—¿Lo que estás diciendo es que...?
—Están de su lado ahora.
—Maldita sea...
—Informe acabado. Permiso para retirarme.
La pareja real soltó un resoplido al mismo tiempo, pero como no les quedaba de otra, terminaron dándole la autorización para irse. Sin embargo, justo cuando iba a poner un pie fuera, el guerrero fue detenido por orden del rey.
—Hey, muchacho.
—¿Sí? —Su voz seguía siendo monótona, plana.
—¿Tú sí sigues siendo fiel a nosotros, verdad?
La respuesta del chico fue tan firme como cualquiera de sus embestidas con espadas:
—Por supuesto, señor.
El rey se sintió complacido.
—Muy bien. Entonces ya puedes irte, honorable guerrero...
—Terrance. Terrance Cassan.
—Eso mismo. Ya puedes irte...
El castaño se volteó al sentir que la frase había quedado colgando.
—... pero puede que te busquemos para algo si las cosas se complican.
¿Cabello? Peinado.
¿Labios? Pintados.
¿Vestido? Puesto.
¿Corazón? A punto de explotar, pero eso no era importante.
Luego de un mes sin haber cruzado miradas con Vann, Meredith estaba preparándose para verlo otra vez, sin poder evitar que las manos le temblasen en cada uno de sus intentos por acomodarse los zapatos. En parte le parecía inaudito que una ansiedad tan monstruosa la hubiese dominado de pronto, pero su otro lado entendía que todo era gracias a la tormenta de nuevas emociones que estaba experimentado.
A primera instancia, había decidido encarcelar al príncipe por el simple placer de castigarlo un poco. Con eso había creído que se dejaría de juegos tontos para empezar a amarla de una vez por todas. Sin embargo, pasaban los días y su rehén ni amagaba con huir o hacer un segundo trato. De palabras de los servidores encargados de llevarle comida y ropa, el chico permanecía sentado en la misma posición casi todo el día hasta caer rendido ante el sueño, y tras dormir un rato, pasaba el resto de las horas haciendo lo mismo: nada.
No hablaba, se veía débil, y las pocas veces en las que cruzaba miradas con la servidumbre daba la ilusión de ser prisionero de un letargo invencible. Que parecía un fantasma era la comparación más frecuente que llegaba a los oídos de la reina, y aunque quiso ignorarlo a toda costa, no pudo controlar la aparición de una ligera incomodidad en su pecho.
Antes no había sido más que un pequeño inconveniente, sobre todo cuando lo comparaba con los dolores insufribles causados por su collar. Pero con el paso del tiempo, el estado de Vann empeoró, y eso solo hizo arreciar los nuevos malestares de la pelirroja, que en vez de solo lidiar con los cada vez más frecuentes ahogamientos por parte del collar, también debía aguantarse una presión en el pecho parecida a una golpiza diaria.
«Se siente culpable» le había respondido una chica del personal de limpieza cuando le preguntó, con lo que Meredith no pudo evitar abrir la boca con sorpresa. Por un momento incluso quiso pensar que su sentido de la audición estaba fallando y que lo que había entendido era erróneo, pero bastó esa cara dubitativa para que la mujer, sin descuidar su tarea de limpiar el piso de la sala, repitiese lo que había dicho hace unos segundos.
—Se siente culpable.
Culpable. Culpable. Ese sentimiento siempre había sido muy lejano para Meredith, así que ahora se sentía extraviada en una tierra desconocida y que tampoco sabía cómo recorrer. Se cuestionó a sí misma por qué de pronto se estaba sintiendo de esa forma, pero la mente, vil titiritera de todos sus movimientos, solo le envió como respuesta el recuerdo del baile de Vann, incluido su beso.
«Esto, mi estimada reina, es ser amable. Ya que lo sabes, tal vez puedas aplicarlo».
La estúpida recomendación de Vann se abrió paso por su mente como una intrusa, y por muchos intentos que hizo por olvidarla, ella seguía ahí, enterrándosele más y más en el cerebro como un clavo que se hunde en la madera por la presión de un martillo.
Como era costumbre suya, Meredith frunció el ceño de forma indignada, mirándose las manos con aire ególatra. ¿Ella, cambiar? No iba a hacerlo. Los demás tenían que adaptarse a ella, era la líder, la comandante. Todos aquellos que no la quisieran serían ejecutados. Además, ¿qué servidor suyo no la amaba? Siempre le complacían los caprichos sin rechistar, y estaba segura de que casi todos adoraban verla feliz.
Para comprobar su teoría, Meredith le sonrió a la mujer con la que había hablado. Pero ella, lejos de sonreír, solo continuó frotando un pañuelo húmedo contra las superficies polvorosas. Ya había terminado con el suelo.
¿Por qué...? ¿Por qué no le sonreía de vuelta? ¿El gesto no había sido de su agrado?
«Nadie se enamorará de ti con esa actitud. Das asco» recordó a Vann de nuevo, justo antes de que el brillo en sus ojos se desvaneciese. ¿Tendría razón? ¿La mujer no le regresaba la sonrisa por eso? ¿Porque se le antojaba desagradable? No... Meredith no quería que la vieran así. Solo era una persona tratando de alcanzar metas...
Pero en el proceso había pisoteado a todos.
Tragó saliva, por primera vez temiendo de sí misma.
¿Por qué se sentía así?
—Esta sala está limpia, mi reina. —La mujer agarró sus implementos de aseo para irse—. Si me disculpa, voy a...
—No, no, espera. —Meredith le sostuvo el brazo, y pese a que fue un contacto suave, la mujer se sobresaltó. Eso solo hizo que la pelirroja sintiese más culpa—. E-ehm, yo... Bueno...
—¿Pasa algo?
—N-no, es que, yo... —Se rascó la nuca—. Lo que pasa es que...
—¿Qué?
Meredith suspiró profundo.
—Gracias.
La mujer parpadeó. Lo que acababa de oír le parecía insólito. ¿La reina mezquina, muchas veces apodada hija del mal o flor marchita, acababa de agradecerle algo? Las cosas no iban bien.
—¿Pasa algo, mi reina?
—Nada solo... quería agradecerte, es todo. H-ha... —La pelirroja se trabó a mitad de su discurso. Era difícil formular ese tipo de oraciones—. Haces muy bien el trabajo por aquí, en serio.
La mujer atinó a balbucear un débil «gracias» oscilante entre la duda y el miedo, para luego irse arrastrando sus implementos de limpieza a todo dar. Para ella lo que acababa de suceder era extraño, pero para Meredith se había sentido como el inicio de algo nuevo.
Había sido... liberador.
Desde ese entonces se esforzaba en tratar bien a la servidumbre. Les daba más descansos, les hablaba lindo, y trataba de agradecerles lo máximo posible. Incluso los reunió a todos para disculparse por los maltratos. El proceso había sido lento y dificultoso, pero ahora Meredith podía jactarse de que, si le sonreía a cualquiera de sus servidores, este le iba a regresar el gesto con una mezcla de timidez y extrañeza.
Quizá no fuese el avance perfecto, pero algo era algo, y como la espina de la culpa seguía hundida en su pecho, también se disculpó con los habitantes. Con ellos era todo más difícil, por no decir imposible. La cantidad de piedras y excremento que le lanzaron cuando organizó un festejo de desahogo lo puso en evidencia. La odiaban, los rostros de asco y repudio navegaban entre la multitud en completa liberad; y ella no trató de excusarse. Organizó tantos festivales como víctimas hubo entre sus manos, todos con la finalidad de que el pueblo se descargase con ella; y en cada uno ellos se mostró cabizbaja, de orgullo oxidado, mordiéndose la lengua y aceptando cuanto insulto y objeto lanzaran en su contra.
Como respuesta, ella no se desquitó. Envió reservas de comida, ropa y libros a todos los pueblos, y ordenó la construcción de más escuelas y centros de salud. Sabía que nada de eso iba a devolver las vidas que había arrebatado, pero esperaba poco a poco poder restaurar su relación con el pueblo. Demostrar que, aunque fuera indigna del puesto de reina, quería lo mejor para Vellania.
Quizá en muchos años podría sostener conversaciones con ellos sin que hubiese tanta tensión.
Quizá...
De verdad estaba dando todo de sí por ser buena y dejar a un lado su antigua actitud. Pero aunque la culpa hubiese disminuido, cada noche, la imagen de Vann debilitándose dentro de la alcoba que le había asignado no la dejaba dormir. ¿Por qué no hablaba? ¿De verdad no estaba planeando una huida intrépida? Que el chico que había tenido el valor de meterse en territorio rival sin refuerzos estuviese perdiendo su energía de vida era inconcebible, y descubrir lo que le pasaba era la principal motivación tras la visita que iba a hacerle.
Pero ahora que estaba frente a la puerta, su convicción empezaba a convertirse en desconfianza. ¿Y si él no quería verla? ¿Y si estaba molesto? Razón no le faltaba.
Aun así, Meredith quería empezar de cero con él para arreglar las cosas...
Convencida, la pelirroja suspiró profundo antes de dar tres toques a la puerta para notificar su ingreso. Estaba consciente de que él no podía abrirle, pero entrar de sorpresa no le parecía lo más correcto en un momento como ese.
La verdad, de parte de Vann más bien había esperado oír un quejumbroso «¿qué?» o una broma de mal gusto, pero después de los tres golpes, solo reinó el silencio.
Y la curiosidad abrazó a Meredith.
Indiferente a la falta de respuesta, ejecutó el hechizo que abría la puerta y con sigilo se adentró en la alcoba. Frente a ella se alzaban metros interminables de negrura difícil de penetrar, lo que le resultó extraño, pues pese a haberle dicho a los hechiceros que dejasen que Vann eligiera la intensidad de la luz, nunca pensó que en algún punto él querría encerrarse en la oscuridad, sobre todo en un cuarto carente de ventanas.
Tragó saliva.
—¿V-Vann?
Su llamado, a rebosar de temor e incertidumbre, fue absorbido por el silencio mortuorio de la alcoba hasta desvanecerse en ecos fantasmales. Vann no reaccionaba, parecía no estar ahí, y fue por eso mismo que la reina decidió adentrarse más y chasquear los dedos para encender las velas. Sabía que estaba siendo estúpida por exponerse al riesgo de que todo fuera un elaborado plan del chico para inmovilizarla y huir, pero no había actuado por razonamiento, sino por instinto.
Y sin embargo, lo que vio la hizo desear que sus sospechas hubiesen sido ciertas.
Vann estaba en el piso, sentado con la cabeza contra la cama y rodeado de platos de comida que hace un buen tiempo habían dejado de ser comestibles. Todo su cuerpo estaba sumergido en aires de derrota. La energía carismática a su alrededor se había extinto y lo único que quedaba de él era su cascarón carente de vitalidad.
La escena instó a Meredith a precipitarse hacia él. Sin importar los riesgos, lo abrazó por detrás mientras lo sacudía a los lados. Para su sorpresa, el príncipe estaba despierto, pero la mirada cansina que le dedicó fue tan devastadora que la reina no pudo evitar sentirse peor que un principio. ¿Ella le había hecho eso? ¿Estaba así por el encierro? No, no podía ser... Él... Él era fuerte, no...
—¿Qué haces aquí?
La voz aletargada del chico cortó sus pensamientos.
—¿Tú qué estás haciendo? —Meredith señaló la comida que lo rodeaba que al parecer no había ni probado—. ¿Estás loco, verdad? ¡Te vienes conmigo ahora!
—Haz lo que quieras...
Meredith dio un respingo. No esperaba sumisión de su parte.
—¿Qué demonios te ocurre?
Él no respondió, se había desmayado entre sus brazos. Meredith no tardó en llevarlo a la enfermería.
Ya más calmada se dio cuenta de la delgadez del muchacho, así como también de sus ojeras marcadas. No era ni la sombra del príncipe inquieto que había conocido la primera vez. Incluso cuando lo vio despertar y trató de preguntarle por qué había dejado de ingerir la comida que le daban, él solo se arrebujó entre las cobijas hasta hacerse un bultito imperceptible.
Parecía... avergonzado.
—Deberías buscar a otro príncipe mejor que yo —fue lo que dijo.
—¿Mejor que tú?
No hubo respuesta.
—Vann...
Él la miró. El decaimiento agravaba la palidez en su semblante.
—Quiero ir a caminar un rato —pidió luego de unos segundos, usando un tono muy contrastante con el que tenía al llegar.
Antes se expresaba con firmeza, desafiando las represalias de Meredith y cualquier tipo de autoridad que tratase de imponérsele. Pero ahora se veía sumiso. No era visible ni un minúsculo rastro de su vitalidad. En cambio, en su postura solo se manifestaba un desdén aparentemente causado por la derrota. No había intensidad ni matices burlones en su carácter, tampoco confianza, nada más un insondable vacío.
Vacío.
—¿Puedo? —insistió, al parecer dispuesto a aceptar cualquier tipo de respuesta. Pero la sumisión nunca había sido parte de su personalidad.
Eso bastó para que Meredith se diese cuenta. ¿Cómo no lo había descubierto antes? Vann estaba fingiendo, eso tenía que ser. Actuaba tranquilo y obediente para hacerla bajar la guardia y escaparse en cualquier momento, porque esa era la esencia de Vann, la de un aventurero que no piensa dos veces antes de embarcarse en otro desafío. Nunca iba rendirse.
Entonces ella rio, aplaudiendo con lentitud a modo de ovación.
—Casi me lo creo. —Meredith sonrió con condescendencia antes de revolverle los mechones azules—. De verdad que eres astuto, Vann, pero sé que estás fingiendo. Anda, haz tu jugada.
Él tardó en responder, como si los labios se le hubiesen pegado entre sí y le costara mucho separarlos.
—¿Ju...? ¿J-jugada?
Su expresión confundida también sembró duda en la pelirroja, pero como continuaba aferrándose a su hipótesis, decidió no seguirle la corriente.
—Sí, tu jugada. Estás fingiendo debilidad para que te deje ir.
Él juntó las cejas, desentendido.
—Solo te pregunté si podía ir a caminar —soltó con fastidio, para después hundirse entre los cobertores cual conejo que se oculta en una madriguera—. Pero está bien, ya no quiero.
—P-pero...
—No quiero salir.
—Mañana haremos ejercicio, luego del desayuno. ¿Qué dices?
—Está bien, supongo.
Sus respuestas eran fantasmales.
—También... También bailaremos cada noche. —Al recibir puro silencio, Meredith se desesperó más—. No, ¿sabes qué? Bailarás tu solo, para mí.
Mudez absoluta.
—¿N-no tienes nada que objetar?
—Está bien, supongo.
Su voz era como el susurro de quien da sus últimas palabras, ronca, cansada y triste. Mientras tanto su mirar, antes colmado de un resplandor intrépido y rebelde, se revestía con una capa de indiferencia y letargo difícil de penetrar. Para Meredith era un verdadero reto leer más allá de ese rostro impávido que mostraba, pero casi sintió como si algo en él estuviese muriendo.
—¿Muriendo? —cuestionó su consejero luego de oír las novedades, observando los pasos presurosos que la reina daba a través de la habitación—. ¿Cómo que muriendo?
—No... No sé, él simplemente... está extraño. No es el mismo de antes. —Se llevó las manos al rostro, y cansada de caminar, se sentó en uno de los muebles mientras suspiraba. Acto seguido se descubrió los ojos para mirar al consejero—. Hace todo lo que le pido, no se queja, no intenta escapar...
—¿No es eso lo que usted quería desde un principio?
Un «sí, pero...» fue lo que pudo construirse en la cabeza de Meredith como respuesta, pero al no tener nada con qué continuar el inicio de la frase, se resignó a mantenerse callada. Sí, aceptaba que antes había querido que Vann le obedeciera en todo, con base en eso había estructurado su plan de vida. Pero ahora que el príncipe se comportaba así, no podía evitar sentir culpa.
¿Otra vez?
Justo cuando pensó que se había deshecho de ella, volvía a atacarla con mayor intensidad, como un verdugo ansioso por darle su castigo y hacerla consciente de que nunca podría escapar de las consecuencias de sus actos. Porque al final, la causa del malestar en el príncipe no era otra cosa más que ella misma; pero no su lado siniestro y controlador, sino el cobarde y nervioso.
Desde el baile improvisado que habían hecho hace un mes, Vann era el único protagonista de los pensamientos de Meredith, y sus palabras se le habían repetido en la mente con tanta frecuencia que había terminado sintiéndose culpable. Él era la razón de su cambio, y aceptar tal cosa la frustró. ¿Por qué un simple gesto de ese estúpido príncipe había sido tan útil para meterse en sus cavilaciones? ¿Cómo había logrado penetrar la barrera de hielo alrededor de su corazón? ¿Por qué no podía dejar de sentirse culpable por lo que le pasaba?
Como le había dicho su consejero, eso era lo que ella quería desde un principio...
¿No?
«El amor no es algo que se pida, sino que se gana» recordó al chico.
Y en efecto, el príncipe se había ganado el amor de la reina, pero ella aún no lograba hacer lo mismo. Muy en el fondo no quería aceptar a qué se debía el terremoto en su interior cuando un recuerdo del príncipe le cruzaba la cabeza, la razón de sus constantes desvelos, o los raudales de ternura cuando lo veía dormir; pero la verdad era que... el príncipe le encantaba, desde ese baile que le había dedicado no podía dejar de pensar en él y lo lindo que se veía sonriendo o haciendo una cara burlona.
Pero los nervios pudieron más que ella, y por eso, en un desesperado amague por disipar las sensaciones, lo mandó a encerrar lejos, convenciéndose de que la verdadera razón eran sus ganas de castigarlo. Y ahora no podía soportar ser la culpable de la desdicha en los ojos del príncipe.
Acababa de llegar a un punto en el que le importaba más el bienestar del chico que su propio orgullo.
—N-necesito arreglar las cosas —dijo al fin, a lo que el consejero se acomodó los lentes para verla. Acababa de levantarse y ahora su vestido estaba expuesto en todo su esplendor—. Eso haré, Hans, arreglaré las cosas con él. E-estoy segura de que si lo hago comer y descansar quizá él pueda... quizá él pueda recuperarse. —Suspiró, con una sonrisa entusiasta en el rostro—. ¿Qué te parece?
—Si me permite decirlo, mi reina —empezó el consejero, siempre con su habitual elegancia—, creo que lo que debería hacer es dejarlo ir.
Meredith se crispó, por eso y porque el collar volvía a apretarle.
—¿Que lo dije ir? —La frase escapó de los labios de la chica más para sí misma que para el consejero, pues aún le costaba procesar la idea—. Si... Si lo dejo ir, él...
—Volverá a su vida normal, verá a su familia y se sentirá bien de estar en casa —se apresuró a decir el pelinegro de anteojos. La rigidez de su postura era elegante—. ¿No cree que es lo mejor para él?
Meredith frunció el ceño, pero aun así aceptaba que lo que recién oído era verdad. Vann no pertenecía a ese reino, no tenía por qué formar parte de esas paredes que durante años habían sido prisión de pesares. Él era libre, no había ningún collar maldito alrededor de su cuello y podía hacer lo que quisiera, muy diferente de Meredith, que había sido egoísta, desalmada y que por todo eso tenía muy bien merecida la tortura de su collar.
Dejarlo ir era buena idea...
Meredith solo le había causado dolor.
Únicamente servía para eso.
Era hora de hacer algo realmente bueno por él.
—¿Está bien, mi reina?
Meredith, entre su cascada de rizos color fuego, le dedicó una rápida sonrisa e hizo el intento de contestar. Pero cuando un guardia entró sin previo aviso, tuvo que callarse para mirar al recién llegado con ojos interrogativos. Ese tipo de intromisiones no eran comunes.
—¿Pasa algo? —inquirió la reina.
—Es el príncipe.
—¿Qué pasa con el príncipe?
El hombre la miró con firmeza, y eso, sumado a lo que dijo después, hizo que Meredith entendiera la criticidad de la situación.
Tanto el dolor en los pies como la delicadeza de su vestido pasaban a segundo plano en circunstancias como esas. Desde hace varios minutos, Meredith corría por los pasillos acompañada de un grupo de guardias reclutados a máxima velocidad.
—¿Qué pasa con el príncipe?
—Huyó y no sabemos a dónde. Con su estado de salud tememos que le pase algo.
Ahora, por orden de Meredith, acababan de desplegarse un sinfín de grupos a través del castillo y sus afueras, con la esperanza de dar aunque fuese con un rastro del paradero de Vann. Al principio a la reina no le había parecido importante porque, en teoría, ya había tomado la decisión de dejarlo ir, pero tomando en cuenta su estado de salud y su ida sin previo aviso, todo empezaba a tornarse turbio.
Aunque también un poco más alentador.
¿Sería esa una señal de que todo había sido una farsa? ¿Era posible que Vann siguiese siendo ese intrépido príncipe ávido por libertad? Las probabilidades dibujaron una sonrisa entusiasta en el rostro de la pelirroja, pero que luego fue borrada al analizar otros aspectos que antes no había tomado en cuenta. Número uno: ¿cómo había escapado si todo estaba lleno de vigilancia? Número dos: incluso si lograba salir de la alcoba, ¿cómo había seguido bajando hasta salir del castillo? La enfermería a la que lo había llevado estaba en el piso más alto, y los pisos inferiores le serían demasiado difíciles de atravesar. La única ruta alterna que podía haber tomado era...
Meredith paró de correr.
«No puede ser».
—Deberías buscar a un príncipe mejor que yo.
—¿Mejor que tú?
Ese desprecio...
«No. No. No. No».
—¿Está bien, mi reina?
Era demasiado tarde para que la pelirroja escuchase. Acababa de salir corriendo escaleras arriba a gran velocidad, tanta que se había quitado los tacones.
Era la primera vez que Meredith ponía algo por encima de su vanidad.
Inmenso.
Esa era la mejor descripción que podía hacerse del paisaje que se alzaba frente a sus ojos. Las tierras rojizas de Vellania se extendían varios metros hacia adelante, y conforme avanzaba con los ojos, el tono granate iba mutando a un azul cristalino. «Argenea» pensó el muchacho al ver el punto azul a lo lejos, en donde con esfuerzo podía distinguir una estructura mucho más llamativa y grande que las demás: su castillo.
El lugar en donde había crecido y sufrido a partes iguales.
«¿Por qué no eres como tú hermana?»
«No eres más que un sinvergüenza».
La dureza de su familia junto con el cariño falso de los sirvientes era lo único que había conseguido ahí. No tenía ni una vivencia bonita que recordar. Era irónico, pues se suponía que en una experiencia cercana a la muerte debía ver pasar su vida frente a sus ojos y sentirse, quizá, liberado. En vez de eso, se sentía horrible por haber vivido tanto tiempo siendo un desastre.
Tanto tiempo creyéndose invencible...
Tanto tiempo aguantando que los reyes de Argenea, a sus espaldas, murmurasen lo bueno que hubiese sido tener a un hijo mejor.
«Si no soy suficiente para ustedes, nunca lo seré para nadie» pensó Vann, subiendo los pies en el borde del techo. Las bofetadas del viento eran como una inyección de adrenalina, y más abajo, la tierra dura se veía como un buen sitio de aterrizaje. «Entonces prefiero dejar de existir a que continuar decepcionándolos».
Terminada su despedida, el príncipe respiró hondo mientras se esforzaba por calmar el latir descontrolado en su pecho. Pero los nervios dificultaban el logro de su objetivo, así que cerró los ojos para ver si la falta de visión lo calmaba.
Lanzarse. Eso pretendía hasta una voz quebrada lo detuvo.
—V-Vann...
Era fácil saber quién era, pero él no pensaba voltearse, no si con eso dejaba ver su fragilidad. Empuñó las manos, aún al borde del techo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó él al final.
—¿Tú qué haces aquí?
—Quería ver el sol una última vez, es todo.
—Vann.
—¿Qué? —Su voz fue desinteresada, casi rabiosa. Estaba harto de la conversación.
—¿Te volviste loco? —Aunque Meredith quiso evitarlo, un ligero temblor fue notable a través de su tono—. ¿Qué es todo esto? Escapas, l-luego vienes aquí. No me digas que pretendes...
—¿Y qué pasa si quiero hacerlo? —Por primera vez desde la llegada de Meredith, Vann se volteó para verla. Fue un movimiento rápido y ágil, indiferente a los riesgos, y aun así no cayó. En sus ojos brillaba la derrota—. ¿Qué? ¿Vas a detenerme? ¿Vas a decirme que la vida vale mucho y todas esas cosas? Estoy harto, Meredith, y sinceramente no creo que alguien vaya a extrañarme.
—¡No digas esas cosas!
—¡¿Por qué, eh?! —Había ríos de furia y tristeza recorriendo las mejillas pálidas del argeneano—. ¿A-acaso crees que es mentira? ¡A nadie le importo y tú sabes muy bien que es verdad!
—¡V-Vann...!
—¡A ti solo te importa romper el hechizo! ¡A tus servidores solo les importa que estés de buenas para que no los mates!
—¡Vann...!
—¡Y-y...! —Las lágrimas cubrieron las palabras del príncipe, así que tuvo que hacer una pausa—. ¡Y-y a mis padres solo les importa mi hermana y qué tan perfecta es! ¡No sirvo para nada, Meredith! No soy nada... —Se volteó para quedar frente al borde—. Y no tengo nada.
Estaba a punto de tirarse en cuanto la respuesta de la pelirroja lo frenó en seco.
—Entonces quiero ser la reina de nada.
—¿Qué?
—Si no tienes nada, me tienes a mí. —Empezó a caminar hacia él—. La reina de nada.
—¿Q-qué...? ¿qué estás intentando? —Vann retrocedió nervioso, pero al saber que no había donde pisar, se detuvo—. M-me... ¡M-me tiraré! ¡vete de aquí!
Ella siguió.
—¡V-voy a lanzarme!
Los gritos fueron en vano.
—¡V-vete! ¿Qué estás...?
Meredith lo cortó al sostenerle las manos, y después, con la sonrisa más dulce que pudo esbozar, pronunció:
—Bailemos.
Vann se paralizó al instante, congelado por la confianza que desprendió Meredith al entrelazar sus dedos. Era delicada, dulce, tierna, demasiado diferente a como la había conocido. En sus ojos ya ni siquiera estaban los espirales de antes; se habían esfumado, y en su lugar estaba un brillo hipnótico que le daba un encanto inigualable a su mirar.
Era como ver a otra persona.
Estaba tan ido que no se dio cuenta de que Meredith ya lo había alejado del borde para ponerse en posición, justo antes de empezar una danza penosa y torpe en la que sus pies chocaron como los de dos niños que acaban de dar los primeros pasos. Pero eso no era importante, no cuando el pálpito inquieto de sus corazones marcaba el ritmo que ambos se esforzaban en seguir.
Hundidos en el calor del cuerpo del otro, siguieron dando giros hasta que las piernas de Vann amenazaron con tirarlo al suelo. La falta de equilibrio fue tan grande que Meredith, a consciencia de que no podría soportar tanto peso, fue doblando las rodillas para acabar sentada con él en el piso. Lo primero que sintió fue cómo el muchacho se le hundía en el hombro a llorar.
—¿P-por qué haces esto? —gimoteó desesperado, considerándola su único pilar para no derrumbarse. Se aferraba a ella como un niño—. Sabes que no valgo nada. Solo soy un rehén más, inútil y...
—"Esto es ser amable" —dijo ella—. "Ya que lo sabes, tal vez puedas aplicarlo..."
Vann abrió los ojos con sorpresa.
—Me cambiaste. —Meredith le alzó la vista para secarle las lágrimas y acomodarle el cabello—. Tenías razón, siempre la tuviste, y a ti te debo este cambio. Así que no digas que no vales nada, porque de ser así —dijo y le sostuvo la mano— yo valgo mucho menos que nada.
—M-Meredith...
—No sabes cuánto lo siento, Vann. Por todo. —Ahora ella también lloraba—. M-me odio por todo lo malo que hice y ahora gracias a ti me estoy redimiendo. No eres un inútil. —Le secó las lágrimas otra vez—. Eres un héroe. Mi héroe. El héroe de toda Vellania.
Él negó con la cabeza.
—E-estás exagerando...
—Me salvaste, Vann. —La pelirroja juntó sus frentes mientras le acariciaba la mejilla. Después cerró los ojos—. Por eso vine a salvarte a ti. No dejaré que te lastimes de esa forma.
—P-pero...
—La única forma de que nadie te quiera es matándome —confesó con férrea solemnidad, hundiéndosele en el hombro y aumentando la fuerza con la que se abrazaban. Para ese momento Vann no tenía cómo medir su nivel de estupefacción—. T-te quiero, te quiero, te quiero tanto, Vann... El héroe de Vellania no puede morir así.
Estar entre los brazos de Meredith, ahora compasivos y exentos de malicia, hizo que Vann se sintiera a salvo.
Solo un poco.
Había experimentado tantas cosas que terminó siendo vencido por el cansancio y los acogedores brazos de Meredith.
Vann despertó horas después, un poco más recuperado pero de todas formas con ganas de seguir durmiendo. Ni siquiera le importó mucho estar recostado en un entorno difícil de reconocer debido a la negrura reinante. Lo que robó su atención fue el hecho de que a centímetros de él yacía el durmiente cuerpo de Meredith.
A lo mejor los guardias, tras encontrarlos en el techo, habían decidido llevarlos a esa habitación que ahora Vann reconocía como la de Meredith. Diminutos destellos rojizos penetraban las cortinas como un claro indicativo del amanecer, y eso hizo que Vann abriese los ojos con sorpresa. ¿Cuánto había dormido? No tenía idea, pero por el cosquilleo en sus extremidades le era fácil deducir que había sido un periodo prolongado.
Suspiró, para después llenarse de aire y revolverse más en los cobertores. A su lado, la respiración acompasada de Meredith era una melodía apacible para sus oídos, mientras los majestuosos mechones rojizos hacían senderos curvos por toda la cama hasta entrelazarse en la cabeza de la joven. El flequillo recto sobre sus ojos estaba desarreglado, incluso la diadema plateada se le había movido de lugar, pero al príncipe se le hizo un panorama agradable.
El aura de Meredith era agradable.
Pero también demasiado ilógica.
¿Por qué había ido a salvarlo de un inminente suicidio? ¿Qué veía ella en él como para ayudarlo? ¿Acaso eso sería una trampa más?
Una trampa...
Todas las alarmas del príncipe se encendieron de golpe. y se echó para atrás. Sus instintos, no obstante, atemperaron cualquiera de sus suposiciones. Ya no percibía en Meredith la misma aura maquiavélica de antes. El aire a su alrededor ahora se se sentía ligero, liberado de la pesadez antiguamente característica. Vann incluso pudo alargar el brazo para tocarla sin sentir la vibración típica de quién se enfrenta a un peligro.
Entonces, ¿esa loca de verdad había cambiado...?
«Me cambiaste, Vann».
¿... por él?
Pensó en eso todo el día, incluso después de que Meredith se despertase y le avisara que podía ir a dar un paseo. Le había dicho que pronto podría irse a Argenea si así lo deseaba, pero que por el momento no, pues no iba a permitir que se fuera estando tan delgado y débil. Una vez que los médicos reales le diesen la aprobación, sería libre de irse a donde quisiera. Porque ella no lo iba a retener más.
Pero eso, lejos de ayudarlo, solo alimentó su dicotomía. No tenía ni la menor idea de cómo reaccionar cuando la joven le servía amplios comídales, o cuando lo exhortaba a hacer ejercicio a su lado e ir con un terapeuta. No se consideraba alguien digno de la preocupación de otra persona, al menos no a ese punto.
Por eso estructuró su rutina con base en cuatro aspectos principales: comer, dormir, bañarse y recorrer Vellania. Sí. Recorrer Vellania. Aunque obviamente se cubría el rostro, pues su melena y ojos azules chillarían a la vista de cualquier vellano. Sin mencionar eso, los paseos eran muy agradables. Conoció muchos pueblos, incluso la capital.
Aun así, el más bonito para él siempre sería Bélator.
La primera vez que entró fue por el aliciente de la música que provenía de ahí. Sin embargo, Vann no fue testigo del atractivo exuberante del lugar hasta que puso el primer pie en las calles adoquinadas. Ruido. Había mucho ruido. Aunque la luna fuese ya preboste del firmamento, el jolgorio de las tiendas se rebelaba contra cualquier imposición de dormir. Y es que aquella diminuta ciudad parecía no descansar nunca; los clientes se movían de un lado a otro formando una masa ansiosa difícil de eludir; los dueños de las tiendas mostraban con orgullo todo lo que ofrecían; niños brincaban de un lado a otro al compás de una melodía que, pudo ver el argeneano, provenía del fondo de la calle, de una tarima rodeada por un corro de personas que dedicaban vítores a los músicos allí en pie. Desde esa zona, una estela de humo brillante y amarilla se alargaba creando contornos cómicos, fiel cómplice del aroma dulzón que impregnaba todo el sitio. Una mirada rápida le hizo saber a Vann que el olor era de unas paletas dulces que vendían cerca del escenario, tan amarillas y brillantes como el brazo incorpóreo sobre ellos.
—Son dulces solares. —La voz de un hombre sobresaltó a Vann, quien luego de asirse a su capa para que no saliese volando, miró a quien acababa de hablarle. En efecto, era un hombre, de sonrisa bonachona y ojos exultados—. Son el orgullo de Bélator, ¡el mejor pueblo de Vellania! Aunque los de la capital se nieguen a aceptarlo. —Aquello lo dijo con menor volumen, casi como si fuera un chisme que contaba a su mejor confidente. Vann no le puso mayor cuidado hasta que el hombre le dio un golpecito en la espalda—. Por cómo miras todo creo que estás buscando algo, así que, ¿qué tal si echas un vistazo a mi tienda? Hay rebajas en días como estos.
—¿"Días como estos"?
—Claro, muchacho. —La voz ronca del hombre se alzó sobre el bullicio con admirable facilidad—. Días como hoy la hija del mal envía comida y ropa a todos los pueblos. Pero claro, no te creas. —Y su tono confidente volvió—. Antes de probar algo hacemos que nuestros hechiceros lo aprueben. Es seguro comer. ¿En dónde se supone que vives? ¿Eres de los ermitaños de Okona o algo así?
—Eh, no, no, es... —Vann se detuvo un momento, rebobinando las palabras del hombre—. ¿D-dijo hija del mal?
—¡La perra de Meredith! —rugió una mujer, de matiz irrisorio y aliento a alcohol. Apareció al lado de Vann como caída del cielo—. Así deberían llamarle luego de lo que hizo. A mí no me va a joder con su comida y sus regalos. —Se tambaleó, atenazada por los hipos—. ¡Primero muerta antes de darle perdón!
—Tomaste demasiado otra vez, Anarka. —El hombre le sostuvo el brazo al presentir una caída—. ¿Se te olvidó que ese vino también fue de los regalos de la hija del mal?
—¡Primero muerta que sobria en día de fiesta, Amateo!
El hombre rodó los ojos, divertido, viendo cómo un muchacho con ojos apenados surgía de la multitud para llevarse a la mujer. Ella forcejeó dando traspiés por toda la calle, pregonando incoherencias que no tardaron en ser consumidas por el vocerío. Vann los observó, pero su mente no estaba ahí. Estaba absorto en lo que había oído. ¿Meredith en serio regalaba cosas? ¿Había días de festejo solo para algo así?
Vann intentó continuar el diálogo, pero el hombre ya estaba ocupado atendiendo a otra persona, una que se veía mucho más interesada en los productos. Entonces Vann reculó, dispuesto a irse para no estorbar, pero no contaba con que las personas detrás de él lo harían perder el equilibrio. Al no poder agarrarse de nada, se precipitó contra el suelo.
Alguien lo agarró antes del impacto.
Vann se obligó a respirar con calma antes de ver su salvador. Era un hombre alto de cabello negro, cuya postura estoica y uniforme rojo lo delataban como parte de la servidumbre real. Pero no era cualquier servidor. Vann tenía al frente al mismísimo consejero de la reina.
—¿Qué hace aquí? ¿M-Meredith... le ordenó que me siguiera?
—A decir verdad, hago esto por voluntad propia —repuso Hans, haciendo gala de un desparpajo envidiable—. Ninguno de los servidores, yo incluido, quiere que le pase algo. Pero entiendo que se sienta ofendido porque lo estoy...
—No, no, no, pero... —Vann hizo una pausa. Era difícil hacerle sombra a la música—. ¿Por qué se preocupan tanto por mí?
—Gracias a usted Meredith ya no nos trata mal. Creo que esa es razón suficiente.
—Pero... ¿Meredith no...?
—Ella no quiere invadir su privacidad, por eso le permite hacer lo quiera. Una vez esté recuperado, lo escoltará a Argenea para que regrese a su hogar. Pero mientras tanto —dijo y sacó de su bolsillo una caja pequeña— queremos cuidarlo tanto como sea posible. Eso de ahí es un detalle de nuestros cocineros, especial para usted.
—¿E-especial?
—Como lo escuchó, señor.
Algo en el pecho de Vann vibró, y al ver que Hans amagaba con irse, se aferró a su chaqueta como un niño pequeño.
—¿Soy... especial para ustedes?
—Mucho. Sin usted, nuestras condiciones laborales no serían tan buenas ahora. El pueblo no estaría tan... bien como ahora. —Hans abrió los brazos para abarcar todo—. No voy a decir que Vellania es un reino feliz y que perdonó a Meredith, pero al menos están más tranquilos que antes. Bien podría usted considerarse parte de ese logro.
«Logro».
La palabra trepidó en la cabeza de Vann.
—Y cuando vuelva a Argenea, de seguro va a...
—¡No! —Vann se tapó la boca al considerar que había sido demasiado brusco. El peso de la mirada de Hans lo hizo encogerse en sí mismo.
«Maldita sea».
Sopesó, entonces, la posibilidad de volver a Argenea, pero un retortijón fraguado en hastío actuó de barrera entre él y ese impulso. Regresar a su reino era condenarse a oír una diatriba en su contra: que por qué era así, que cómo se había atrevido a manchar el nombre de su familia. Que si esto. que si lo otro. Vann casi podía palpar la indignación que quedaría plasmada en el rostro de sus padres incluso después de años de lo que había sucedido. Esas eran las consecuencias de pertenecer a una familia en la que no se interesaban por los integrantes, sino por la entereza del apellido que los unía.
Sus lazos familiares eran cadenas de sangre.
—¿Pasa algo, señor?
—Es que...
—¿No quiere regresar?
—Es... complicado, pero por favor, no le diga a Meredith.
Él asintió.
—Mientras tanto... ¿podemos volver al castillo?
Hans volvió a asentir, preludio del inicio de su caminata. Una en la que Vann amasó el mismo pensamiento hasta cansarse.
«Logré algo. Logré algo».
«Soy un héroe».
—Sí quiero hacer ejercicio contigo —le dijo a Meredith al día siguiente, encontrándose ambos a mitad del desayuno. Los ojos del príncipe eran diamantes de convicción—. Haremos ejercicio, comeré sano, y... Y c-creo que sí quiero ir con... el terapeuta, p-para no repetir lo de... aquel día.
Meredith, ataviada en un camisón blanco que la hacía ver mucho más pequeña, parpadeó con asombro. Pasar casi media hora en el comedor con el príncipe en silencio y que de pronto se pusiera a hablar así se le hizo raro. Entonces solo prefirió decir:
—¿Te sientes bien?
—Q-quiero sentirme bien. —Sonrió con un pequeño rastro de timidez—. ¿P-podemos... empezar otra vez?
—¿Por qué tan animado de pronto, Vann?
—¿Eso es un sí o un no?
—Este es como el quinto trato que hacemos...
—Lo tomaré como un sí. —Vann le apretó la mano a modo de acuerdo—. Un gusto, soy Vann Heatchif, ¿y usted?
—Idiota...
—Idiota, mm, es la primera vez que oigo ese nombre. —Vann se relamió los labios—. P-pero es muy hermoso, señorita Idiota. Un placer conocerla.
—¡Vann!
—¿Sí, querida Idiota?
—Meredith, me llamo Meredith. —Rodó los ojos por haberle tenido que seguir el juego—. Meredith Skylord.
—Espero poder conocerla mejor, Meredith.
—Lo mismo digo.
Los dos sonrieron.
Desde hace varias semanas Vann estaba invirtiendo toda la fuerza que le quedaba en recuperarse. Comía suficiente, trataba de dormir por buenos periodos de tiempo e iba con un terapeuta en la noche, escogido específicamente para él.
Iniciar había sido difícil, Vann incluso había querido echarse para atrás, pero el paso del tiempo le escupió en la cara que era necesario, y por eso se obligaba a asistir sin falta. Además, Meredith no dudaba en acompañarlo hasta la puerta cada vez que lo veía dudoso.
—No vas a sanar solo con mi cariño —solía decirle.
Y razón no le faltaba.
El proceso era lento, pero estaba sanando.
También hacía ejercicio con ella en la mañana o en el atardecer. Desde el punto de vista de ambos, cualquiera de esos momentos era idóneo para hacer actividad física; en el primero la temperatura era agradable y a veces podían disfrutar del petricor hacinado en el ambiente, y en el segundo les era posible contemplar el espectáculo rojizo que protagonizaba el sol escondiéndose tras el horizonte.
—¡Corre más rápido! —gritó Vann, surcando la naturaleza rojiza detrás del presuroso paso de Meredith—. ¡Ve más rápido! ¡Voy a pisarte!
—¡Ya quisieras!
—¡Igual ve más rápido!
—¿Y ahora por qué? —jadeó. De haberse volteado hubiese visto la sonrisa traviesa en los labios de Vann.
—¡Para que se te levante más la falda!
Ella se detuvo de golpe, y como el príncipe no pudo frenar, acabó chocando contra ella. El semblante de la chica dejaba en claro su indignación.
—¿Por eso siempre te gusta ir detrás, no? —espetó.
Vann juntó los dedos índice mientras sonreía en un intento por verse adorable, pero eso no lo salvó de una cachetada lene. Aun así sonrió.
—¿Se supone que eso fue un golpe?
—¿Quieres que te dé otro?
—¿Me dejas seguir atrás?
Una segunda cachetada se estampó contra la mejilla de Vann, aunque fue mucho más delicada que la primera.
—¿Eso es un no?
—¿Quieres una tercera cachetada?
Vann sonrió, desafiante.
—¿Significa que quieres ir detrás?
—No me pondré delante de ti otra vez durante las carreras, así que sí.
—A ver si me atrapas.
—Vann, no voy a...
—¡El que llegue primero al castillo elige la cena!
—¡Vaaaann!
Poco a poco el castillo tétrico se fue llenado de risas y peleas infantiles entre los dos jóvenes. Tenían sus momentos de mucha ira, pero también de calma y paciencia. Eran tan vivaces que los servidores no podían evitar mirarlos con ternura, como si fueran niños ansiosos por descubrir el mundo y el funcionamiento de sus propias emociones. Cada día daban la impresión de hundirse más profundo en un nuevo universo al que solo ellos podían entrar.
Se correteaban por los pasillos, saltaban en los muebles, fingían luchar usando almohadas o jugaban a las escondidas. La mayoría de veces las actividades eran tan extenuantes que se tiraban al suelo a descansar y soltar suspiros entre risas bobaliconas. Pero una vez recuperados, volvían a las andadas. Su actividad favorita era pasear por el reino, ocultos bajo caperuzas.
El calor de sus manos entrelazadas y sus conversaciones banales creaban una burbuja agradable alrededor de ambos.
Sentirse útil había hecho que Vann recuperara su vigor, y además, su importancia crecía con el paso de los días gracias a las miradas respetuosas y educadas de toda la servidumbre. Frente a sus ojos, él era como esos héroes de leyendas antiguas que derrotaban criaturas para proteger pueblos, y aunque quizá algunos fuesen muy exagerados al agradecerle cada vez que lo veían, para Vann era muy agradable ese nuevo estatus.
Era su primera recompensa ganada por algo que sí había hecho: domar al dragón-reina.
En su propio castillo todos se limitaban a tratarlo bien porque era su obligación, no porque de verdad lo mereciera, y a causa de eso había crecido con una confianza muchas veces peligrosa. Se había sentido dueño del mundo, el invencible e imparable guerrero Vann, cuando lo cierto era que para ese entonces no había hecho absolutamente nada que lo hiciera digno de respeto o admiración.
Por eso la llegada al calabozo vellano fue un golpe duro contra la realidad. Ahí no hubo quien lo respetara, solo personas indiferentes a su dolor porque ante sus ojos no era más que un extraño. El rehén de turno. Las circunstancias lo obligaron a bajarse de su torre de ego, y cuando llegó a la superficie, contemplar el terreno vacío de sus logros fue otro golpe duro.
Pero saber que Meredith había cambiado por él lo hizo sentir mejor, y sin darse cuenta, en su terreno mental para logros empezaba a aparecer otra torre, solo que de menor tamaño. Esperaba poder hacerla crecer conforme lograra más cosas.
—Vann.
La voz de Meredith lo sacó de su universo meditabundo. A penas se daba cuenta de que se habían alejado bastante del castillo y que ahora se dirigían a la entrada del bosque entre ambos reinos. El sol colmaba la naturaleza verdosa de matices cálidos, como manchas de pintura.
—¿Sí? —inquirió Vann, distraído.
Meredith no respondió con inmediatez. La espera se prolongó a tal punto que Vann tuvo que voltear a verla para saber qué pasaba. Se la encontró quieta en su lugar, con la mirada gacha y los dedos temblorosos. En su cuello, la marca rojiza dejada por el apretamiento del collar seguía visible.
—Meredith...
—Creo que ya es hora.
—¿H-hora de qué?
Ella lo miró.
—Hora de que regreses. —La voz de la pelirroja salió cargada de seriedad, pero Vann estaba lejos de entender lo que sucedía. Quiso acercársele, pero ella se negó—. Ya sabes, tienes que volver a Argenea, tu familia debe estar preocupada.
Los ojos del príncipe se abrieron con intranquilidad. La boca le tembló, y lo que en algún punto había sido un golpeteo sano en su pecho pasó a ser en un zumbido raudo. ¿Había escuchado bien?
—Meredith, ¿quieres que...?
—Que te vayas. —Señaló el bosque—. Puedes cruzarlo y llegar a tu reino. Al fin y al cabo, ganaste el trato. No enamoré a nadie, pero sé que tampoco puedo mantenerte aquí para siempre. —Sonrió con languidez, jugueteando con el hilo de su collar—. Al menos pude hacer que dejase de doler tanto...
Vann quedó en blanco.
Meredith, por su parte, le regaló en las manos, sonrió y le dio la espalda para irse.
«No... no, no, no...».
Vann quería llamarla, quería decirle que regresar a Argenea no estaba entre sus prioridades y que se había acostumbrado a compartir momentos con ella y la servidumbre. Quería vivir en ese mundo en donde no lo apreciaban por obligación, sino por afecto genuino, en donde podía construir torres con sus logros y verdaderos esfuerzos en vez de estructurar su autoestima en base a halagos vacíos.
Necesitaba algo auténtico, y Vellania se lo había dado.
Mientras tanto, la reina avanzaba hacia el castillo con los ojos carentes de vigor. Habían sido dominados por una capa húmeda de tristeza que amenazaba con desbordarse, así que procuró acelerar el paso mientras bajaba la cabeza. Odiaba admitir que pasaría el resto de su vida siendo torturada por el collar, pero se consolaba con la idea de que Vann iba a irse a donde pertenecía.
Eso la hacía feliz.
Exacto. Era feliz. Su pueblo ya no le temía tanto, lo mismo con sus servidores. Aunque su vida hubiese sido un caos, podía presumir que había acabado teniendo más éxito que sus padres, y que había conseguido más cariño del que ellos en diecinueve años de vida le hubieran tratado de dar. Sí. Todo estaba bien. Iba a morir ahorcada por el collar en cualquier momento, pero lo haría a mucha honra.
—Me... ¿Meredith?
Porque ella, Meredith Skylord, había renacido y no pensaba volver a enfocarse en los problemas. En vez de seguir cabizbaja, alzó la barbilla todo lo que pudo, sonrió y dio una vuelta entusiasta para hacer que su vestido ondease por la brisa. Nada iba a detenerla.
—M-Meredith... tu...
Iba a ir al punto más alto de su castillo a gritar que estaba feliz, que iba a dar lo mejor de sí para resolver los problemas de su reino y convertirlo en el más próspero. Porque eso hacían los líderes, avanzar, y ella ya había pasado mucho tiempo en lo mismo como para seguir estancada en eso. Dejaría de luchar contra su muerte prematura para volcar todas sus energías en un nuevo proyecto, uno que sí rindiera frutos.
Al fin y al cabo, amaba quien era ahora.
—¡Meredith! ¡Meredith!
El pavor contenido en la voz de Vann la hizo detener en seco. Había tratado de ser indiferente a sus gritos para que la despedida no fuera tan dolorosa, pero la insistencia con la que la llamaba y el terror que parecía sentir no la dejaron dar otro paso adelante.
—¿Qué tienes? —inquirió confundida, sobre todo al ver que Vann estaba en perfectas condiciones. No le había pasado nada—. ¿Te lastimaste?
—No, no, no, eres tú. E-es que...
—¿Qué pasa?
—Tu collar se rompió.
Efectivamente, la cadena yacía rota a sus pies. Y eso, junto con los presurosos pasos de Vann acercándose a ella, fue lo último que percibió antes de desmayarse.
«Amor propio».
Eran dos palabras bastante simples pero a su vez complejas, otra clara señal de que las cosas más difíciles de la vida siempre terminaban teniendo soluciones básicas. Podía haber excepciones, claro, pero el caso de Meredith no era una de ellas. De palabras de sus hechiceros, el amor propio había roto el maleficio.
Era casi una broma de mal gusto.
Luego de despertar en su cuarto rodeada de servidores, les había pedido que la dejaran sola para analizar la situación. Se sentía extraña. Cuando por fin aceptaba su muerte y el sufrimiento que iba a atravesar, el collar se rompía y la liberaba de la tortura.
Era una sensación agridulce. Por un lado estaba contenta, pero el resto de sí se encontraba encerrado en sensaciones confusas. Quería sonreír, pero la ineptitud de no haberse liberado antes no la dejaba. Quería ir a celebrar con júbilo el inicio de otra etapa, pero tenía miedo de abandonar el cuarto. Quería...
Quería no volver a lastimar a nadie.
Esperaba poder hacerlo, como también esperaba ser una mejor líder. En ese momento, el deseo de llevar a Vellania a un grado de desarrollo superior era la principal de sus prioridades, y aunque dar los primeros pasos hacia ese objetivo fuese difícil, estaba dispuesta a hacerlo. Era hora de cerrar el capítulo de la hija del mal de una vez por todas.
En eso estaba reflexionando hasta que el sonido de la puerta al abrirse la alertó.
—¿Quién es? —preguntó sin voltearse, a lo que no consiguió respuesta—. ¿Podría regresar luego, por favor? Es que...
—Soy yo.
—Vann...
El nombre le había escapado solo de los labios, y antes de poder voltearse para verle el rostro, el chico se posó detrás de ella para rodearle la cintura con un movimiento oscilante entre la timidez y la determinación. Sus latidos ahora pegaron en la espalda de la pelirroja, que al sentirlo empuñó las manos, insegura.
Pero el silencio era mucho más horrible que la inseguridad.
—Pensé que te habías ido... —habló para romper el silencio.
Incluso tras un buen rato, no consiguió ni una sola palabra de Vann. Él sólo estaba ahí tieso, abrazándola fuerte con la cara hundida en su hombro. Meredith podía sentirle la respiración, y por lo rápido que iba, supuso que estaba inquieto. Le temblaban las manos.
Ahora sí, en vez de nerviosa estaba preocupada.
El sentimiento la atacó con tal vehemencia que los pies se le giraron solos para detallar las facciones de su compañero, pero justo cuando quedaron frente a frente, Meredith sintió algo nuevo. Algo que experimentaba por primera vez y que no sabía cómo describir. Algo que le calmó los latidos. Algo que la hizo suspirar. Algo que le dio la ilusión de estar entre las nubes.
Un beso en los labios.
Las mejillas se le tornaron del color de su cabello, y las manos, que apretaban la camiseta del príncipe en un embobado intento de decirle que no se alejara de ella, se le estremecían como si estuviera en plena plaza argeneana sin protección. Pero no había frío, la temperatura era la misma de siempre. Lo que sucedía en la reina era una vorágine de emociones demasiado difíciles de contener.
Felicidad, ternura, emoción, cariño...
No quería seguirlas reteniendo.
Contenta, Meredith rodeó el cuello del chico con los brazos para deshacer la distancia entre sus cuerpos, y eso bastó para que él aumentara la fuerza del abrazo y la pegase a la ventana detrás de ella. El vaivén de los rizos de la reina contra el viento enamoró más a Vann.
Sí, se sentía enamorado...
Entonces sonrió entre el beso, presionando los labios una última vez antes de separarse. Aunque el contacto hubiese sido cosa de segundos, los dos se sentían felices.
—Verás, mi querida Idiota —jadeó el príncipe, sonriente—, no me quiero ir de aquí.
—«Analizando las condiciones en las que se encuentran los reinos, nos es de suma importancia empezar el desarrollo de estrategias que ayuden a disminuir las problemáticas que surgirán en un futuro. En primer lugar, en vista de que las condiciones climáticas de Argenea no son aptas para los cultivos, y que las áreas adaptadas mágicamente no son factibles, los videntes predicen la llegada de una escasez de alimentos en un periodo de uno o dos años. Asimismo, gracias a la numerosa cantidad de batallas que ha atravesado el ejército vellano, en la fuerza defensora está apareciendo una merma nunca antes vista.
»Tomando en cuenta estas debilidades, nosotros, Vann Heatchif y Meredith Skylord, proponemos una estrategia que ayudará a impedir la destrucción de los reinos a largo plazo: unir fuerzas. El presente plan pretende llevarse a cabo a través de una boda, después de la cual se podrán compartir recursos entre los territorios y prosperar en equipo.
»Esperamos, de todo corazón, que nos concedan el permiso de la boda para dar inicio al plan. Así aseguraremos la supervivencia de nuestra raza y nos protegeremos de los posibles ataques humanos.
»Habiendo explicado todo, nos despedimos y procedemos a esperar su respuesta.
»Vann Heatchif y Meredith Skylord».
—Creo que está bastante bien —dijo Vann al término de la lectura, observando a la pelirroja frente a él—. ¿Tú qué dices? ¿No quieres cambiarle otra cosa?
—Creo que con el último cambio que le hicimos quedó perfecta. —Sonrió, pero después la desconfianza le borró el gesto—. Ahora lo que falta es la parte difícil.
—Enviarla.
—Sí...
—Tengo miedo.
—Yo también. —La chica le tomó la mano—. Ya pasaron dos años y medio desde que llegaste aquí, ¿crees que aún les importe lo que tenemos para decir?
Él juntó las cejas con pesar.
—Eso espero. —La miró nervioso, sentándola sobre sus piernas—. Mi familia es difícil de tratar, pero igual creo que se darán cuenta de que tenemos razón. No podemos seguir separados.
—Juntos duraremos más. —La pelirroja sostuvo la mano de su novio con firmeza—. Vamos, enviemos la carta ahora mismo. Lo peor que pueden hacer es decir que no.
—Ah. —Vann soltó un quejido caprichoso—. ¿No hay tiempo ni para un recuerdito?
—¿Recuerdito?
Vann señaló algo que había detrás de ella, así que Meredith volteó. Pudo ver a un hombre parado a unos cuantos metros, cerca de un lienzo en blanco y una bolsa con pinceles y pinturas. Eso la hizo entender la petición del príncipe al instante, y como deshacerle la sonrisa era un completo crimen, se dejó llevar por él hasta posarse frente al hombre.
—Si me hubieses dicho que querías una pintura, me habría arreglado mejor —fue lo que dijo a modo de queja, pero él sonrió más.
—Siempre te ves linda. Además —dijo y le sostuvo las manos— si el plan funciona, los reinos prosperarán gracias a nosotros. Entonces seremos héroes, y los héroes necesitan una pintura para ser recordados.
—Los niños a los que entrenas en Bélator ya te recordarán por siempre.
—Pero quiero que todo el mundo sepa de nosotros, que perduremos en la historia como un fragmento importante. —Le besó la frente—. Y también quería hacerte un regalo, así que dos por uno.
Meredith rio, posando las manos en las mejillas suaves de su novio.
—Está bien, luego de la pintura enviamos la carta. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Acto seguido, fundieron sus labios en un beso meloso, y el pintor, considerando esa una escena fabulosa para retratar, chasqueó los dedos para encender sus poderes y plasmar a los dos enamorados en el lienzo a una rapidez increíble.
Los pintores mágicos siempre despertaban el interés de todo el mundo, pero los jóvenes estaban tan inmersos en los ojos del otro que solo se siguieron contemplando con dulzura, sin siquiera imaginarse que al día siguiente iban a ser decapitados.
Lo suyo fue amar y morir.
Holaaaaaaaa. Otro cap largo, ¿no? Cuéntenme qué les pareció. ¿Querían saber sobre Vann y Meredith, o les valía? XD
Espero que hayan presado atención, porque aquí se muestra un detallito que será muy importante para el segundo libro. (Está en proceso JIJIJIJI).
Aquí dejo una canción que le queda 👌 a la vida de Vann:
https://youtu.be/h7DhfeWTHAw
Ahora una de Meredith. Esta es como la madre del personaje:
https://youtu.be/VSYSdKfw6As
https://youtu.be/ufybXPN2dUM
Planeaba hacer un dibujo de Vann y Meredith, pero no tuve tiempo (🥺). Significa que... weno, de Lessa tampoco hay dibujo. Pero pronto lo habrá, pronto...
P.D: Vann significa agua en noruego.
Sin más que decir, los dejo con el siguiente cap. Yes, actualización doble hoy.
Baaaaaai.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro