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🔥 Capítulo 3

—¡Mamá, ya estamos en casa! —gritó Audrey.

Antes de que pudiera siquiera dar un paso, una mata de pelo liso y rubio apareció en mi campo de visión. La chica pegó un grito desde el salón y vino corriendo hacia el recibidor, no sin antes sortear el agujero tapado por la alfombra con un brinco de gacela. Tuve miedo de que el suelo cediera bajo sus pies en el aterrizaje, todo el pasillo retumbó y yo me vi obligada a retroceder un poco. Sin darme tiempo a reaccionar, se abalanzó sobre mí y me abrazó con tanta fuerza que pensé que el hígado se me iría por mal sitio.

—Mi negra favorita... ¡Estás aquí! ¡Estás aquí! —chillaba sin cesar—. Es un alivio poder verte fuera del hospital.

Me quedé estática, no sabía qué hacer o dónde poner las manos. No le devolví el abrazo porque de primeras no la reconocí, pero parecía que ella tenía bastante confianza conmigo. Justo cuando se separó y me miró con los ojos llorosos, supe que era Alice, una de mis mejores amigas en mi época adolescente. Acto seguido, la abracé con todas mis fuerzas.

—¡Eh! ¿Y yo que soy? —se quejó mi hermana en tono bromista.

Alice y yo nos volvimos a despegar.

—Tú eres mi negra junior favorita. —Le guiñó un ojo.

—¿Y yo? —La voz de mi madre se hizo presente en el lugar.

Irie se encontraba parada cerca de la entrada del salón, con unos guantes de horno puestos y una olla entre sus manos. Seguro que nos había preparado algún caldo calentito para cenar, aunque no me apetecía mucho porque el clima de ese día era muy caluroso.

La rubia se dio la vuelta y miró a mi madre con sus manos puestas en las caderas.

—Tú eres mi negra vieja favorita.

«La ha cagado».

Mamá abrió la boca con indignación, emitiendo un sonido que avisaba de su enfado. Frunció el ceño y los labios, dándole una expresión a su rostro que mostraba molestia, no obstante, ambas sabíamos que estaba fingiendo para seguirnos la broma.

—Pues ya no te invito a cenar —sentenció y nosotras nos empezamos a reír—. No os riais, lo digo muy en serio. Alice, a tu casa con tus padres. Venga.

Alice y yo nos miramos de reojo y sonreímos. Ella y mi madre siempre habían tenido una muy buena relación. Irie la trataba como un miembro más de la familia, aunque hacía tiempo que ya se había convertido en eso. Yo la consideraba una hermana desde que salió en mi defensa en aquella época de mi infancia en la que mis compañeros me llamaban «cebra» por el tono bicolor de mi piel.

Por desgracia, no consiguió que dejaran de burlarse, pero sí que le pusieran un mote. La llamaban «jirafa» por ser la niña más alta del curso; recordaba sentirme fatal porque la puse en el punto de mira de todos esos niños crueles. Alice logró hacerme ver sus burlas como un juego muy nuestro en el que nos sentíamos las protagonistas de una historia de animales de la Sabana Africana: «Las aventuras de Cebra y Jirafa». Nuestras pequeñas e inocentes mentes nos hacían imaginarnos un mundo en el que teníamos que librar al resto de animales de los cazadores furtivos. Echaba de menos esos tiempos.

—¡Ah! Te he traído una bolsa con ropa que ya no uso —me hizo saber mi amiga—. Estoy segura de que la gran mayoría te quedará bien. ¿Vienes a echarle un vistazo?

Asentí y las dos nos encaminamos hacia el pasillo claustrofóbico que llevaba hasta la habitación que compartía con mi hermana. Audrey, mientras nosotras nos escabullíamos, se dispuso a ayudar a nuestra madre con lo que faltase por poner sobre la mesa. Alice le había estado ayudando antes de que llegásemos, por lo que supuse que sería poco.

La rubia me agarró de la muñeca al ver que iba demasiado lenta y no dudó en aumentar un tanto la velocidad de nuestros pasos, cosa que me puso algo nerviosa. Aún no me acostumbraba al suelo tan delicado bajo nuestros pies. En cuanto llegamos al cuarto, me soltó y nos acercamos a la cama, en la cual se encontraba la bolsa de la que me había hablado segundos atrás. Era bastante grande, sospeché que habría muchísima ropa. Tras abrirla, saqué varias prendas y las desdoblé para ver el tamaño y comprobar por encima si podrían llegar a valerme o no.

—Muchas gracias —agradecí—. Si no es por ti, tal vez hubiese dejado a mi madre sin ropa.

—De nada, mujer —rio—. Sé que estáis mal económicamente. He estado ayudando a tu familia todo este tiempo como he podido y lo seguiré haciendo.

Sonreí y la abracé contra mí una vez más. No sabía de qué forma agradecerle todo lo que había hecho y estaba haciendo por mi familia. Alice había estado con ellas en todo momento, incluso cuando mi padre decidió abandonarnos. No había palabras ni actos para agradecérselo, había hecho demasiado en mi ausencia y me sentía un poco mal al no saber compensarle todo su apoyo.

—Por cierto, sé que fue en mayo, pero felices veintitrés —dijo y se apartó—. Te debo cinco regalos de cumpleaños.

—Ni se te ocurra.

Alice rodó los ojos y suspiró en desacuerdo con mis palabras. Opté por ignorarla, pues sabía que entraríamos en una discusión en la que ella insistiría en comprarme esos regalos que yo no quería. Bastante me había dado ya como para que también estuviese dispuesta a regalarme más cosas. No lo iba a permitir.

Saqué toda la ropa de la bolsa y la doblé para guardarla en el armario que compartía con mi hermana.

—Mientras colocas esto voy a echarles una mano a tu hermana y a tu madre —me informó dirigiéndose a la salida—. No tardes.

Dicho eso, desapareció de mi vista. Respiré hondo y continué haciendo montoncitos con cada prenda, separándolas en cuatro secciones: camisetas, pantalones, chaquetas y pijamas. Luego las fui metiendo en los cajones y perchas que veía libres o que contenían mi antigua ropa; más tarde comprobaría si algo me valía todavía.

Antes de poder terminar con mi tarea, una punzada se alojó en mi pecho, haciendo que me llevase una mano hasta la zona y ahogase un grito en las profundidades de mi garganta. Siseé al notar como el dolor desaparecía de a poco, pero no del todo. Me encorvé y me sujeté al armario para no caerme mientras intentaba recuperarme.

Hice todo lo que pude para mantener mi respiración a raya, el peso que se hacía cada vez más fuerte dentro de mi tórax no me dejaba estar tranquila, sentía como si mi corazón pesase más de la cuenta y me hundiese. Mis piernas se doblaron como si no fuesen capaces de soportar mi propio cuerpo y ese dolor aflictivo volvió a golpearme. Me dejé caer de rodillas al suelo, sin apartar mi mano derecha del armario. Con la otra seguía agarrando con fuerza la tela de la camiseta que cubría el punto en el que se encontraba mi corazón, latía desenfrenado.

De repente, escuché una voz. Una voz masculina, imponente, seria y con matices que indicaban que el dueño estaba muy enfadado. «Ven», decía. Miré hacia todas partes en busca de la persona que me estaba hablando, pero no había nadie más conmigo. Cuando él repitió la misma palabra, me percaté de que esa voz resonaba en mi cabeza con un eco ensordecedor.

—¿Quién eres? —susurré con temor—. ¿Qué me pasa?

«Ven», pronunció de nuevo.

Negué con la cabeza y tragué saliva. ¿Sería otra secuela del accidente? Sabía que no podía tratarse de eso, que en realidad me estaba volviendo loca. Quizás hubiese desarrollado algún tipo de esquizofrenia o algo por el estilo. Todavía no podía creerme que estuviese escuchando a alguien dentro de mi cabeza.

Cerré los ojos y seguí intentando calmar las pulsaciones de mi corazón, concentrándome en sus latidos y en el aire entrando y saliendo de mis pulmones. Una vez que me sumergí en los sonidos de mi organismo, oí algo más, lo mismo que cuando me estaba despertando esa mañana del coma. Eran unas constantes más calmadas que no pertenecían a mi órgano vital, sino a otro.

Enseguida mi mente viajó hasta el recuerdo que guardaba de la noche de hacía cinco años: el corazón ardiente. No podía ser. Eso no podía estar dentro de mí. Ni siquiera había espacio disponible, era imposible e inhumano. Lo que me ocurría era tan jodidamente esquizofrénico que me tenía muerta del miedo.

«Ven», ordenó. Esta vez, con rabia contenida.

Mi cuerpo actuó por sí solo. Me puse en pie de forma tan inmediata que casi perdí el equilibrio. Todas mis extremidades estaban rígidas, no era capaz de moverme. Las órdenes que mi cerebro mandaba a mis músculos no eran obedecidas.

—¡Gaia, a cenar! —gritó mi madre desde el salón.

En cuanto su voz se adentró en mis oídos, la fuerza que me impedía moverme desapareció, provocando que me desplomara en el suelo y me llevara un buen golpe. Me quejé en silencio para no alarmar a nadie, apoyé las manos en el parqué y me impulsé hasta conseguir levantarme. Me tambaleé un poco, pero no volví a caer. Fruncí el ceño y jadeé.

«¿Qué vaya a dónde?»

Traté de encontrarle una explicación lógica a lo que acaba de ocurrir, sin embargo, solo pude reafirmar que algo grave me pasaba en la cabeza. Decidí no darle más vueltas por el momento, por lo que salí de la habitación y me dirigí al salón. Mi familia y Alice se encontraban sentados en la pequeña mesa cuadrada situada al fondo del lugar. Me acerqué con pasos lentos y me senté en el sitio que quedaba libre.

—¿Te ocurre algo, cariño? —inquirió Irie—. ¿Has visto a un fantasma o qué?

Negué con la cabeza.

—Gaia. ¿Seguirás estudiando? —quiso saber Alice—. ¿O te pondrás a trabajar?

—No lo he pensado.

Cogí la cuchara y tomé un poco del caldo de verduras que mamá había preparado.

—Acaba de volver, dale unas semanas para que se asienta del todo —intervino mi madre—. De momento Audrey y yo estamos trabajando duro. Cuando te sientas recuperada del todo, ya veremos lo que haces.

—¿Ya no estudias? —le pregunté a mi hermana.

—Sí, pero algunas tardes cuido de un niño pequeño —respondió—. Mamá se ocupa de limpiar varias de las casas del barrio por la mañana.

—Decidido, buscaré trabajo.

Irie me sonrió con amabilidad y orgullo.

Quería que mi hermana pudiese estudiar tranquila y que se centrase en sus estudios al completo. Ahora que estaba yo, podía sustituirla y ayudar en todo lo posible. Tal vez, en un futuro, pudiese retomar las clases.

Durante parte de la cena se estuvo hablando de varios temas triviales que ya echaba de menos comentar con mi familia, por muy ordinarios que fuesen. Alice nos estuvo contando cómo le fue en la universidad y cómo de decepcionada se sintió al no ver a gente cantando por los pasillos como en las películas; le encantaba bromear. También nos relató algunas anécdotas graciosas que vivió durante su estancia en la residencia del campus. Fue a pocas de las fiestas que se organizaron, se pasó todos esos años con la cabeza enterrada en montañas de libros para poder sacar adelante su carrera de Filología clásica. Pero no se arrepentía de ello, a pesar de que sus compañeros le recriminaran el no salir de la biblioteca.

Me hubiese gustado estar allí con ella, de hecho, lo estuvimos planeando. Ir a la misma universidad, estudiar juntas, fantasear con cómo sería nuestra vida laboral y asistir a alguno de esos desmadres con música y mucho alcohol que se celebraban al finalizar cada año de carrera, para desfogar.

En un momento de silencio mi boca se abrió por sí sola y pronuncié algo que ni siquiera pensé.

—Quiero ir a Saranac Lake.

Abrí los ojos de par en par, sorprendida. Yo no quería decir nada, y menos eso. No tenía necesidad alguna de ir al pueblo al que íbamos de vacaciones en verano. Además, en la situación en el que nos encontrábamos, no nos podíamos permitir alquilar aquella casita que siempre reservábamos por algunas semanas.

—¿A qué viene eso? —cuestionó Audrey.

Me encogí de hombros al no saber qué responder.

—No podemos ir, cariño —agregó mamá.

—Tengo que ir a Saranac Lake.

Me mordí el labio inferior con la esperanza de mantenerme callada.

—Gaia, te he dicho que...

—Voy a ir —espeté y me levanté de golpe.

«Joder, joder, joder...».

—Solo un par de días —insistí—. Es necesario para mi salud mental.

«No, mierda. No es necesario. ¡Cállate!»

Mi madre me miró apenada y luego posó sus ojos en mi hermana, quien parecía estar un tanto confundida, al igual que mi amiga.

—No entiendo por qué necesitas ir —confesó Audrey—. Desde que has despertado te has estado comportando de manera extraña, me preocupas.

Intenté decir algo y moverme, sin éxito. La misma fuerza de antes estaba controlándome de nuevo. No era dueña de mi cuerpo y tenía muchísimo miedo. Quería disculparme con mi madre y echarme a llorar. No podía hacerles eso, gastaríamos el dinero en algo innecesario. Tenía claro que alguien quería joderme, o ya estaba jodida, porque no era normal lo que me pasaba.

—Iré igual. —Me encogí de hombros.

«Basta».

—Si tantas ganas tienes de ir, te llevaré —intervino Alice—. Será tu regalo de cumpleaños. Estaremos allí unos días. ¿Qué te parece?

—Perfecto. —Sonreí.

«No».

—Bien, pues nos vamos mañana por la noche. ¿Vale?

Asentí con la cabeza y ella sonrió. Mi madre le agradeció el detalle y mi hermana me observó con desaprobación. ¡Yo también lo haría! Y, exactamente igual que antes de venir a cenar, me desplomé en el suelo. Ya podía moverme y hablar por mí misma. Las lágrimas asomaban por el barranco de mis ojos.

Mi familia se levantó de sus asientos y vinieron a ayudarme. En cuanto me pusieron en pie, hice lo que pude para rectificar las palabras ya dichas, pero no pude. Algo impedía que me negase a que Alice me llevase a Saranac Lake. ¡Jo, no quería aprovecharme de su hospitalidad!

—¿Estás bien? —me preguntó Irie.

Asentí entre sollozos.

—Me voy a dormir.

Mi hermana y mi madre me soltaron algo dudosas y me dejaron marchar; no era capaz de mirarlas a la cara después de cómo me había comportado. Una vez llegué a mi destino, me puse uno de los pijamas que Alice me regaló y me metí en la cama, abatida.

No tardé en romper a llorar.

¡Holi! ¿Cómo estáis? Espero que bien. 🤗

En el próximo capítulo podremos ver a Rem en carne y hueso, se las ha ingeniado para que su corazón venga a él, jeje.

Lo pregunté por Twitter, pero ¿qué creéis que hará Rem nada más ver a Gaia? 👀

Besooos.

Kiwii.

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