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De la misma especie

Lo habían dejado sin nada y a su suerte.

Mientras yacía desvanecido a la orilla del río después del esfuerzo de llenar su cantimplora de agua, los cazadores habían entrado en la pequeña carpa que sus amigos habían hecho para él y se habían llevado todo su escaso equipo: sus armas, pan para el camino, la ropa que había dejado de lado por ser demasiado problema, la campera de abrigo que le había dado Sísifo y el hermoso cinturón con bordes dorados que había sido un regalo de Aioros, estaban ahora en manos de quién sabe.

Los regalos de su padre y hermano ya eran una pérdida importante, pero lo que pronto extrañaría más serían sus pantalones, sus botas y una cálida cobija.

Aioria no perdió tiempo en compadecerse de sí mismo. Ya era bastante milagroso que los cazadores hubieran perdido su rastro mientras saqueaban su carpa en su camino hacia el norte.

Probablemente regresarían de la misma manera.

Se colgó la cantimplora de agua sobre su hombro desnudo y comenzó a caminar lentamente y descalzo hacia el sur.

Por lo que podía sentir, su pulmón izquierdo dañado aún le servía, pero no se hacía ilusiones.

Apretó la mandíbula contra la clase de dolor que le hacía ver estrellas ante sus ojos. Su aliento silbaba entre dientes.

Lo más que esperaba era un lugar tranquilo para acostarse y no terminar muriendo en su camino hacia el refugio.

Aún así, era mejor que ser destripado por aborígenes caníbales y asado para su cena.

La salida de la luna lo encontró apoyado pesadamente contra un árbol, su respiración agitada roncando fuerte en sus oídos.

Cuando el líder de la expedición les dijo a Milo y Angelo que debían
dejar atrás a Aioria, miraron a Saga como si hubiera perdido la cabeza.

Saga había sacado la bala y la flecha envenenada de los aborígenes del cuerpo de Aioria. Había cortado la remera del griego menor en vendajes y envuelto a su amigo tan fuerte como pudo.

Entonces Saga abrazó a su camarada, dejó la sal de sus lágrimas en los pómulos del joven y fue a buscar al resto del contingente.

Lo que había empezado como un safari al África, buscando aventuras en la sabana salvaje, terminó siendo una carrera contra la muerte.

Nunca les advirtieron de las tribus de aborígenes cazadores de cabezas que habitaban el lugar.

Tomaban fotografías de los animales en su hábitat, cuando fueron atacados y, sin armas ni protección alguna, fueron presa fácil.

Algunos habían corrido despavoridos, otros fueron alcanzados por las armas que usaban, tal el caso de Aioria.

Saga debía cerciorarse que los demás miembros de la comitiva se hallaran a salvo y un herido no podía ir con ellos.

Todo lo que los retrasaba debía ser dejado atrás.


Aioria toqueteó las vendas hechas con su remera blanca, y las encontró empapadas en rojo. Observó vacilante la sangre que cubría su mano cuando la retiró.

Miró hacia abajo, las largas huellas de sangre sobre su cadera desnuda y bajando por su muslo izquierdo, más oscuras contra su piel tostada, ahora pálida a la luz de la luna.

Aioria se apartó de su lugar de descanso y trató de concentrarse en el brillante recuerdo de la risa de sus amigos.

El sol estaba saliendo cuando encontró la guarida del animal, un gran agujero excavado debajo del gran tocón de un árbol caído hacía mucho tiempo por un rayo. Su tronco semiseco, lleno de cicatrices yacía inclinado hacia un lado.

Ya estaba lo suficientemente cansado como para considerar seriamente meterse en el oscuro agujero en el suelo, aunque por el momento estaba más distraído por ciertos impulsos normales de su cuerpo.

En el proceso de cuidar de sí mismo, encontró la cueva, su baja entrada estaba encajada alrededor de un nudillo en la ladera. Para cualquiera que se limitara a echar un vistazo a la estrecha abertura, la cueva parecería pequeña y vacía, pero era lo suficientemente grande como para que Aioria se arrastrara hasta el interior y se ocultara, como un animal herido que se hunde en el suelo.

Se tumbó en la tierra dura, sintiendo que su corazón latía con fuerza y ​​sus heridas rugían.

Dedos temblorosos forcejearon con los nudos de sus ahora inútiles vendajes, el esfuerzo era casi insoportable.

Arrojó los trapos ensangrentados hacia la parte trasera de la cueva y tosió sobre su propia sangre, gimiendo por el dolor que le atravesaba el cuerpo en carne viva.

Su fuerza se desvaneció cuando la prisa de su viaje forzado a través de la noche acabó.

Se acurrucó sobre sí mismo en la fría oscuridad, sin pedir nada más que tener la fuerza suficiente para llegar a destino y no morir a manos de caníbales.

Era un soldado al igual que sus amigos, un héroe y así deseaba que fuera su muerte, con honor y no como banquete.

Finalmente lloró por el dolor implacable y llamó por primera vez, en voz baja, a su madre.


El pecho de Minos se tensó ante las palabras de Saga.

¿Lo habían dejado atrás?

Ciertamente se daba cuenta de que era lo lógico, incluso lo necesario, por supuesto que lo sabía, pero por todos los dioses, ¡lo dejaron atrás!

Él tenía a cargo el segundo contingente y los esperaba en el campamento.

Minos cerró los ojos ante la oleada de recuerdos: el sonido de su voz baja en la noche, la forma en que apoyaba la palma de la mano contra la parte baja de su espalda, acariciando suavemente debajo de la oreja, a lo largo del costado de su cuello, un gesto de cortejo, lento y fácil.

Lo habían dejado atrás, sangrando en plena planicie africana.


Los ojos de Minos brillaban bajo cualquier luz, azul, celeste, gris... kilómetros de mar salvaje y profundo, acariciado por el viento que se mueve y se balancea bajo la tormenta y el sol. A veces eran cálidos y acogedores, otras veces misteriosos e imponentes, pero para Aioria siempre había luz del sol y bienvenida.

El joven griego podía perderse voluntariamente en esos ojos, sin importarle las horas o los días.

A lo largo de todos los años en que habían estado juntos, nunca hubo un momento en el que Aioria no se hubiera sentido orgulloso de ser a quién Minos quería, el que elegía.

Ahora su mente exhausta salió de la oscuridad y los recuerdos agradables, y se quedó mirando a los profundos ojos ámbar que lo miraban con constante curiosidad, las cejas juntas observando con inquietud... bueno, eso era algo extraño de pensar.

La bestia que tenía más cerca jadeaba a través de una hilera de colmillos de daga de marfil, una lengua roja como la sangre colgaba de unas fauces que podrían partirle la pata a su caballo.

La lengua roja se relamió nerviosamente y el animal emitiió un aullido que lo dejó estático.

Aioria no podía defenderse.

El gran lobo dorado dio un repentino paso adelante y comenzó a lamer la sangre seca de su pecho.


Minos había traído consigo a cinco de sus hombres. Habían cubierto en una fracción del tiempo a caballo, la mayor parte del terreno recorrido por Saga, Milo y Angelo en tres días.

Ahora se habían visto obligados a desmontar y conducir a sus caballos por los estrechos senderos entre las mesetas y las praderas.

Los caballos estaban nerviosos. No hicieron ningún alboroto obvio, pero parecían preferir caminar cerca y detrás de sus jinetes.

Minos había bromeado una vez diciendo que había domesticado a Aioria, un auténtico felino, como lo haría con un semental indómito.

La verdad era un coqueteo entre ellos ahora.

Más allá de su ferocidad en la batalla, el instinto de Minos era más suave que brutal.

Persuadía con palabras suaves y manos seguras, y Aioria respondía no sólo con los placeres de su cuerpo, sino, lo que es más importante, con el honor de su confianza.

Minos entendía bien que esto lo colocaba en un grupo de élite, un privilegio.


Aioria se despertó con la incomodidad de una pequeña piedra clavándose en su cadera, y se movió para alcanzarla.

El dolor del movimiento lo mareó y exhaló lentamente.

Tres cachorros a medio crecer jugaban tira y afloja con lo que quedaba de las vendas ensangrentadas cerca de la entrada de la cueva.

Un delgado lobo gris se había acurrucado para dormir a su lado derecho, y un lobo pálido con cálidos ojos amarillos estaba contento lamiendo los dedos desnudos del pie derecho de Aioria.

No podía imaginar cuál podría ser la atracción desde el punto de vista del lobo, pero para él era extrañamente calmante.

Aioria movió los dedos de los pies y el lobo dejó de lamerlos para olerlos con interés por un momento, antes de reanudar sus placenteras devociones.

El griego se estremeció y trató de ignorar el agudo dolor de sus heridas concentrando su atención en los cálidos dedos de sus pies.

Como si hubiera sido una señal, otro animal corrió graciosamente hacia él, saludó a sus compañeros y se acomodó con cuidado contra su costado izquierdo, acariciando con delicadeza el hueco de su brazo.

El lobo que le lamía los dedos de los pies se detuvo, se movió hacia atrás, entre las piernas de Aioria quién, sin pensarlo, levantó la pierna derecha para permitirlo.

Puso su pierna sobre el cálido cuerpo del animal, y éste se acomodó con sus peludos hombros apretados contra él y comenzó a lamerle la rodilla izquierda.


Chesire caminaba a la cabeza. Era mejor rastreador que Minos, aunque la sabana africana no era su elemento.

El noruego resistió el impulso de decirle al hombre que se diera prisa, por el amor de Dios.

El bosque no era el hábito favorito de Minos más que el de Chesire.

Sacó una hoja verde y suave de un arbusto a lo largo del camino y jugó con ella ociosamente.

Pensó en lo cálidos que brillaban los ojos de Aioria cuando levantaba la mano para alisar con delicadeza la perpetua arruga entre sus cejas.

Amablemente reprendía a su amado juez, así le decía, porque se preocupaba demasiado, sabiendo muy bien que Minos, la mitad del tiempo, se reprendía por no preocuparse lo suficiente.

Aioria pasaba los dedos por el cabello grisáceo como la plata, enrollando los largos mechones más allá de sus hombros y apretaba los labios contra su mejilla.

La grata sensación de tranquilidad se extendía desde el beso de Aioria hasta las rodillas de Minos, el hormigueo perpetuo de la anticipación.

Ojos cerrados, para sentirse mejor el uno al otro; la ráfaga silenciosa de la respiración, el fuego de los dedos y la palma de la mano en el calor oculto debajo de una camisa suelta.

Minos conocía todos los mejores lugares para tocar a Aioria, cómo frotar sus músculos, aliviar el dolor de un largo viaje con sus caricias.

Las manos de Minos eran suaves, pero fuertes, cálidas, reconfortantes, suaves y calmantes, resbaladizas, deslizándose hacia abajo, justo ahí... exacto... ahí...


Aioria se sobresaltó y despertó con un chillido.

La madre de los tres traviesos jóvenes, en una bien intencionada rutina de cuidado de cachorros, lo había lamido en un lugar íntimo... otra vez...

Sus protestas por haber sido lavado minuciosa y repetidamente fueron tranquilamente ignoradas.

Al menos, pensó Aioria para sus adentros mientras volvía a quedarse dormido, sería un cadáver limpio.

Observó pasivamente que habían comenzado el ardor y los escalofríos de la fiebre.

No debería durar mucho más tiempo, ahora.


Acamparon unas horas antes del amanecer, el tiempo justo para comer y descansar brevemente a los caballos.

Minos tenía poco apetito, pero aceptó la comida rápida que le ofrecieron. Estaba cansado, pero ansioso por seguir adelante.

Contempló el fuego, rezando para tener suerte por la mañana, y pensando en Aioria, en tantas cosas entre ellos conducidas por el tacto, por el instinto...

Los dedos encallecidos por la espada deslizándose sobre sus costillas, subiendo para acariciar su pecho, girando suavemente alrededor de la tierna piel de sus tetillas, la respiración de Aioria acelerándose gradualmente debajo de la oreja de Minos.

El quitarse la ropa era un ritual. Botas esparcidas, olvidadas por ahí. Pantalones. Aceites aromáticos masajeando en sus hombros, los largos músculos al lado de su columna, perfumado con almendra o sándalo.

Aioria hipnotizado por la cálida invitación de la piel desnuda de Minos, la fuerza caliente del pulso en el cuello del griego corriendo bajo la lengua de su amante.


La herida de la flecha en la parte inferior de su pecho estaba palpitando mucho, y el dolor de la herida hizo que su respiración ya débil fuera discontinua.

El macho grande, de color gris dorado, que se había tumbado en silencio a lo largo del lado izquierdo de Aioria, ahora se arrastró hasta sentarse y miró la herida que supuraba con el ceño fruncido.

Aioria entró en pánico ante la expresión de preocupación en los ojos del animal.

Trató de escabullirse cuando el lobo se inclinó para oler pensativamente su carne abierta, pero tenía poca fuerza y ​​había un cuerpo peludo en su camino.

Aioria gimió miserablemente ante el áspero contacto de la larga lengua roja, las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, pero el gran macho no se alejaría.

El lobo gris acurrucado en el hombro derecho del chico lamió la suave curvatura de su codo con entusiasmo.

Se derrumbó en el suelo duro de la cueva y miró al techo a través de una neblina caleidoscópica mientras el lobo oscuro ministraba.


Viajarían al mar.

La última vez que visitó a su 'amigo', de camino a Grecia, Aioria le había prometido a Minos que algún día viajarían juntos a Inglaterra, donde había nacido su madre.

Irían a Escocia, podrían acampar cerca de las costas salvajes.

Gaviotas grises revoloteando y llorando en un cielo turquesa, playeritos de patas rosadas acechando en la playa, bandadas de chorlitejos diminutos corriendo en curvas de color blanco y gris en el borde de la ola, delfines elegantes y poderosos en arcos oscuros de azul grisáceo y negro, aletas relucientes cortando las resplandecientes olas de color verde acero...

En el calor del verano, Aioria y Minos podrían desnudarse y nadar hasta cansarse... encontrarse, en aquellos sitios donde también disfrutaban y jugaban como niños, más allá de las blancas crestas de las olas.

Podrían cabalgar sobre las rompientes entrantes con los delfines y las focas, cuerpos resbaladizos, fuertes y veloces.

Podrían tocarse, podrían besarse bajo la superficie reluciente, sumergirse y retorcerse juntos en la luz verde y dorada que parpadeaba en las profundidades detrás de las olas, el pelo largo flotando como si el viento los azotara; brazos, pecho, caderas y muslos meciéndose juntos en la corriente occidental, carne caliente en las aguas frías.

Llegando tambaleándose a tierra al fin exhausto y contento, Aioria podría besar y lamer la sal húmeda del cuerpo de Minos mientras el viento rojo del atardecer soplaba sobre su piel seca, los rodeaba y los bendecía con el fuerte aroma del gran mar.


Minos se quedó escuchando el sonido del viento en las ramas de los árboles altos mientras los caballos bebían del río.

Aunque no lo condujo más cerca del hombre que buscaba, el sonido lo tranquilizaba de una manera que no entendía del todo.

Cerró los ojos, sintiendo el sol parpadeando a través de los árboles y calentando su rostro, y su mente atribulada vagó.

El primer gemido insistente de un potro recién nacido por la leche de su madre. El viento azotando las altas hierbas primaverales de Noruega... Los suaves y apremiantes ruidos que hacía Aioria cuando se acercaba a su liberación, los ojos verde esmeralda entrecerrados y brillantes hacia el juez que le robaba el alma, el cabello rizado rubio esparcido sobre las sábanas arrugadas de la cama de Minos.

Minos podía sentir la parte posterior de los muslos de Aioria contra sus caderas, la dura curva de una rodilla bajo su palma.

Si Minos se inclinaba hacia adelante, alcanzando con una mano inestable, podía sentir la resonancia de esos sonidos bajos y dulces de finalización bajo la piel cálida de la garganta sonrojada de su amado griego.

Barrer la anchura de sus hombros desnudos, el brillo del sudor sobre su pecho, subiendo y bajando tan rápidamente.

Los ojos azul grisáceos de Minos se abrieron de golpe y frunció el ceño.

"Tenemos que movernos".


Los cazadores habían regresado, victoriosos y listos para compartir la carne que habían matado.

Después de alegres saludos de aullidos, reconocerse, menear la cola y olfatear a fondo e íntimamente, se adentraron en el interior de la cueva y se acurrucaron en el montón de cálido pelaje que siempre pululaba suavemente alrededor de Aioria.

Dos de los lobos cazadores le lamieron la cara por puro placer de estar en casa.

El cálido olor a humedad de la sangre fresca en su aliento era inquietante y le producía náuseas.

Fascinado por la textura de su suave piel, uno de ellos le lamió la barbilla con entusiasmo y largamente.

Aioria arrugó la cara y golpeó débilmente las grandes mandíbulas.

-"Mmf... asco".

El animal lo lamió afectuosa y desordenadamente sobre su ojo izquierdo antes de dejarlo en paz. Se movió con cuidado sobre su lado derecho, y la pila de lobos se movió con él, asegurándose de que nunca tuviera frío.

Uno de la manada comenzó a lamerle rítmicamente la espalda, justo entre los hombros.


Aioria dormía.

Soñaba con el cuerpo de Minos encima de él, pálido por la luz de las velas, arqueándose hacia atrás de repente en un arco tenso, el cabello gris ondeando con el movimiento, sus cuerpos entrelazados, unidos.

Sintió el movimiento crudo, el duro calor de la bienvenida del juez de su alma entre sus muslos, dentro de su cuerpo.

Escuchó el grito agudo y áspero de Minos, buscó la mirada de éxtasis sobresaltado en su rostro, esa expresión que lo hacía parecer más joven y aliviado en esos momentos, a Aioria casi se le partía el corazón de tanto amor con sólo mirarlo.

En su propio cénit, las manos de Minos estaban sobre su pareja, halagando y complaciendo, fuertes y seguras, llevando a Aioria sin aliento y mareado a su encuentro, como si se hubiera desprendido de la tierra y volado hacia el sol.


Los jinetes caminaban en silencio. Incluso los caballos hacían poco ruido, excepto por el susurro de las colas.

Minos escuchó cualquier señal de Chesire y trató de concentrarse en el rastro, pero su mente estaba muy lejos, en sus aposentos en Noruega, recordando la sensación de los músculos de la espalda de Aioria moviéndose debajo de sus pantorrillas, mientras las largas manos del griego se curvaban sobre sus caderas, acariciaban su cintura, navegaban sobre la piel sudorosa de su vientre.

La boca de Aioria sobre él, succionando como si quisiera miel silvestre, y la sensación satinada del cabello rizado de su amante, deslizándose entre los dedos callosos de Minos, mientras el noruego cerraba los ojos con gemidos de placer y trataba de no empujar brutalmente dentro de esa cueva de placer.

Las manos de Minos anhelaban tocarlo, la tranquilidad de su calor, volver a tenerlo, sentirlo, vivo y seguro entre sus brazos, dónde pertenecía Aioria... su Aioria.


Aioria parpadeó, luchando por despertar.

Toda la manada se había reunido en la parte trasera de la cueva. Estaban sentados o de pie, tensos, con las orejas hacia adelante y los pelos de punta, mirando fijamente la entrada de la cueva.

Ninguno hizo un sonido.

Aioria reconoció las voces. Nativos. Luego voces más graves: los cazadores caníbales.

Se secó el sudor que le corría por la frente. La loba matrona estaba cerca, con el cuerpo tenso.

El macho de plomo oscuro estaba más cerca de la entrada de la cueva, con la cabeza baja, el pelo erizado y los labios hacia atrás en silencio.

El primer cazador en entrar en la cueva moriría por los dientes, pero si iba a haber una batalla, no serían los lobos quienes la comenzaran.

El corazón de Aioria latía con fuerza. El torrente de su propia sangre le dolía.

El joven lobo gris con la gorguera canela yacía contra él, con la cabeza erguida y el cuerpo tembloroso.

¿Ansioso por pelear, o era miedo?

Aioria acarició suavemente el espeso pelaje. El gris se estremeció, luego se inclinó más hacia atrás contra el hombre, como si ansiara que lo tranquilizaran. Detrás de él, los cachorros se retorcieron nerviosamente.

Si se trataba de una pelea, Aioria estaba más indefenso que ellos.


Minos y sus hombres habían acampado sin fuego, con la intención de descansar sólo unas pocas horas. Algunos cazadores nativos se habían tropezado con ellos en la oscuridad y ahora estaban muertos.

Uno de los hombres de Minos se volvió hacia él.

-Pensé que los cazadores podían ver mejor en la oscuridad que esto.

El noruego fulminó con la mirada a algunos de los cadáveres.

-Pueden. Se han vuelto descuidados.

-Minos...

Chesire se paró frente a él con inquietud, extendiendo armas que claramente no eran de fabricación aborigen.

Minos tomó las armas de Aioria. El grabado griego era inconfundible. El cinturón era el que Aioria atesoraba por ser regalo de su hermano.

-Vinieron del norte...- supuso Chesire. Un grupo de bastantes hombres, sin duda, en su camino de regreso. Y ahí estaba esto.

Le tendió una tira hecha jirones de lo que una vez había sido una hermosa remera de algodón blanca, ahora miserable con sangre seca y tierra cruda.

Minos sintió que el terror le helaba el centro mismo de su humanidad.

¿Habían matado los cazadores a Aioria para tomar sus pertenencias, o éste había dejado atrás su equipo para viajar y encontrar un lugar seguro donde descansar sus heridas?

¿Y la ropa? Dioses, esa remera...

Adivinando su línea de pensamiento, Chesire consideró en voz alta:

-Si hubiera sabido que había cazadores en el área, habría dejado este paraje por un lugar más seguro.

-Sí. Si sobrevive, Aioria se dirigiría al sector urbano. Estamos casi en mitad de camino. ¿Podría haber llegado tan lejos a pie, en su estado? Puede que no hayan seguido su rastro en la oscuridad.

Minos agradeció el intento de Chesire de darle esperanza, pero consideró la sombría realidad. Las probabilidades estaban en su contra. Aún así...

"Aioria podría. Si no, creo que los cazadores lo habrían encontrado, y llevarían más que sus pertenencias y su espada. Felizmente traerían su cabeza con ellos".

El noruego consideró por un momento.

-No pudo haber cruzado el río. Puede que se haya desviado tierra adentro.

-Saldremos con las primeras luces para ver si podemos cruzar un sendero.

Se frotó los ojos con la palma de la mano y miró con tristeza a Chesire.

-Supongo que está sangrando profusamente. No te habrías perdido un rastro así, ni siquiera en la oscuridad.


Le dolía el cuerpo tirado en el duro suelo de la cueva, y le quemaba la piel.

Aioria se giró y colocó su brazo izquierdo sobre la espalda del lobo gris y tostado, aliviando su hombro de parte del peso. El macho joven giró la cabeza y trató de lamerlo, pero no pudo alcanzarlo, así que se conformó con olisquear las orejas del lobo dormido que el humano estaba usando como almohada.

Estaba sediento. El agua casi se había acabado. Los lobos no pudieron ayudarlo con eso.

La implicación allí parecía irónica, después de todo.

Uno de la manada comenzó a lamerle la espalda de nuevo, cálido y firme, y permitió que la peculiar comodidad de hacerlo lo llevara de regreso al bendito sueño.

Se imaginó a Minos frotándole una mano callosa a lo largo de la columna, como solía hacer cuando estaban juntos en silencio, tumbados en paz, desnudos y felices.

Aioria observaba cómo el fino músculo del brazo y el hombro de Minos rodaba bajo la piel, un juego de luces y sombras a la luz del fuego.

Si Aioria miraba detenidamente, podía ver las llamas reflejadas en los cálidos ojos grises con tonalidades azules o celestes según el día de su amado noruego.


-Minos...

El estómago de Minos se tensó ante el tono de voz de Chesire.

Sus ojos se encontraron. El guía inclinó la cabeza y Minos siguió el gesto y se situó a su lado.

Habían llegado a un diminuto claro formado por hierba pisoteada y parches de tierra desnuda.

Un gran agujero en el suelo en la base de un viejo árbol destrozado indicaba la guarida de un gran animal.

Chesire señaló el suelo y Minos catalogó rápidamente las pruebas. Huellas en la tierra rayada: lobos, nativos, cazadores.

Tiras de tela de algodón blanco, andrajosas y manchadas de sangre flotaban con la brisa sobre el suelo.

Tragó saliva, se recompuso y miró el rostro preocupado de su rastreador. Recorriendo a su alrededor, los otros hombres miraron hacia el claro, murmurando preocupados.

-Ningún cuerpo- observó Minos.

-No. Estuvo de acuerdo Chesire. -Una bota de cazador, allá.

El rastreador frunció el ceño burlonamente para sí mismo, murmurando:

-Bastante extraño.

Minos indicó a sus hombres que avanzaran.

-Busquen en el área. Tengan cuidado. Las huellas cerca de la guarida todavía están frescas.

Minos estaba en el lado este del claro cuando escuchó la llamada de Chesire desde el oeste.

Estaba escondido detrás de la colina.

-Sólo usted, señor- Advirtió la voz incorpórea del rastreador. -Todos los demás quédense donde están.

Minos se acercó lentamente, dividido entre querer correr para ver qué había encontrado Chesire y temer por ver qué había encontrado su guía.

Agachándose un poco, los dos hombres se asomaron a la estrecha boca de la cueva que había descubierto el rastreador.

Lo que Minos vio no era una bienvenida. Los ojos ámbar lo miraron, los dientes estaban al descubierto.

Se arrodilló, esforzándose por ver más allá de la amenaza, hacia la oscuridad de la cueva.

Chesire susurró:

-¿Ves?

-Sí. Tenemos que asumir que es Aioria. ¿Quién más podría ser?
¿Cómo lo sacamos?

-Y...

El guía se movió incómodo.

-¿Puedes decir si vive?

Minos negó con la cabeza y luego hizo lo más sencillo que se le ocurrió. Gritó el nombre de Aioria.

El lobo oscuro bajó aún más la cabeza, sus ojos ámbar sospechosos, advirtiendo.

Minos volvió a llamar. Aún así, no hubo respuesta de su amigo.

Sintió que su corazón latía con fuerza, el miedo en su interior.

-Tengo que entrar. Quédate aquí.

-Mi señor, no creo--

-Quedarse.

Minos se quitó la campera militar y la dejó en una pila junto a sus armas a los pies de Chesire.

Se acercó a la cueva. Sabía que no debía mirar a un lobo directo a los ojos, y había adivinado por el comportamiento de la bestia, que este tipo grande y fuerte estaba a cargo allí.

Minos se arrodilló, bajó la cabeza y dijo:

-Por favor.

Miró al lobo oscuro y repitió, con voz suave y suplicante:

-Por favor, tengo que llevarlo a casa.

Tal vez fue algo en su comportamiento. Tal vez fue su voz. Tal vez fue la forma en que su cuerpo se estremeció con el sincero deseo de alcanzar a su amigo. Tal vez a los lobos simplemente les gustaba la forma en que olía.

Retrocedieron con cautela y Minos se arrastró más allá de su vanguardia hacia la cueva.

Encontró a Aioria inmóvil y silencioso sobre su espalda, entrelazado con los cuerpos de los lobos.

El brazo diestro de Aioria cubría el cuerpo grande y peludo a su derecha, con los largos dedos hundidos en la pesada piel gris pálido.

Una bestia holgazaneaba entre sus piernas, su largo hocico descansaba sobre su vientre, mientras sus ojos de color ámbar pálido se deslizaban atentamente hacia Minos.

Otro yacía cómodamente debajo de la cabeza de Aioria, el cabello rubio del griego se mezclaba suelto con el largo pelaje gris.

Otros observaban a Minos desde el otro lado del cuerpo de Aioria, apoyados contra su rodilla, su muslo. Era difícil saber dónde terminaba un lobo y empezaba otro. Mantenían caliente a Aioria.

Todos estaban mirando a Minos.

Se arrastró hasta el lado de su amigo y le ofreció las manos al delgado lobo gris para que lo olfateara y lo juzgara.

La bestia se movió, investigó, lamió las palmas de las manos de Minos.

Aioria hizo un pequeño quejido de despertar. Las colas se movieron con cautela.

El noruego se contuvo de lanzarse hacia adelante y tomar a su adoración en sus brazos.

-Aio-, dijo en voz baja.

Las heridas abiertas en el pecho y el costado del rubio aterrorizaron al juez.

Se obligó a apartar la mirada, a preocuparse por eso después de tener a Aioria a salvo en sus manos y de camino a casa.

El griego volvió la cabeza y abrió los ojos. El animal en su hombro izquierdo le lamió la oreja. Los ojos ámbar seguían posados en Minos todavía.

-Soñando- murmuró Aioria, mirando a Minos con calma. Sus ojos brillaban demasiado por la fiebre.

-No... He venido para llevarte a casa.

-Mmm...

Aioria frunció el ceño y apartó la cara.

-... soñando...

La esbelta loba gris se elevó con cuidado desde su lugar al lado de Aioria, deslizándose con gracia por debajo de su brazo.

Aioria hizo un pequeño ruido de protesta. Le lamió la mejilla y la clavícula con cariño y se alejó, pasando junto a Minos.

El noruego sintió que los demás se relajaban. Ella le había entregado a Aioria. Permiso concedido.

Minos estaba a punto de llorar.

Se arrastró hacia adelante sobre sus rodillas y sonrió a su amigo, mientras pensaba en el fondo de su mente cómo sacar al griego de la cueva sin lastimarlo aún más.

Acarició la cara de Aioria, muy caliente al tacto.

-Tú, amigo mío, estás delirando. También estás completamente desnudo y hueles a saliva de lobo.

-... siempre lamiéndome...

Contestó Aioria al Minos Imaginario.

-¿Recuerdas lo que te dije sobre los lobos?

-No comen hombres. Es cierto después de todo...

Aioria bostezó, hizo una mueca y buscó a tientas al lobo desaparecido, hasta que finalmente apoyó el brazo sobre las rodillas de Minos.

-...Aunque comen caníbales...

Los ojos azul grisáceos del noruego brillaron suavemente en la oscuridad, mientras tomaba la mano de Aioria y apartaba un mechón de cabello húmedo de la cara de su amado griego.

-Una vez te dije... le recordó el peligris a su amante, que los lobos siempre cuidan de los suyos.

FIN


Cómo están? Hasta aquí con este one-shot que espero les guste, una pareja para nada común pero que llamó mi atención y quise probar escribirlos juntos.

Como siempre, toda crítica constructiva ayuda y será bienvenida.

Hasta pronto, cuídense mucho.
Se les quiere.

Sailor Fighter ❤

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