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Capítulo 2

La tormenta ha amainado. El mar está casi tranquilo, y un viento fresco, casi frío, llega con la proximidad del alba, barriendo las nubes.
El frágil bote, que resistió la tempestad, encalla en la arena de una profunda grieta, tallada en la roca viva por los golpes del mar, y otra vez salta el muchachuelo
metiéndose en el agua para sacar a tierra la barquilla, dejándola a salvo. Luego, sus pies descalzos, endurecidos por la intemperie, trepan por los peñascos afilados,
primero con agilidad de felino, después más lentamente, como si no quisieran llegar hasta el lugar a donde van… Ya en lo alto del farallón de rocas, parece como si
fuesen de plomo… se detienen a cada instante, tiemblan como si fueran a tomar otro rumbo, y al fin llegan hasta el hueco sin puerta, entrada de la mísera cabaña que es la única habitación, humana en el Cabo del Diablo.
Una voz de enfermo, cargada de rencor, pregunta:
—¿Quién es?
—Soy yo: Juan…
—¡Juan del Diablo!
Del camastro donde yace, con febril esfuerzo se ha incorporado un hombre que más parece, un despojo humano: la piel sobre los huesos; las mejillas hundidas;
sucios, crecidos y revueltos el cabello y la barba… la boca, un hueco crispado de dolor… por vestidos, unos sucios andrajos. Inspiraría compasión profunda si no fuese por su mirada: ardiente, audaz, desafiadora, cargada de odio, relampagueante de
rencor, como cargadas de odio y amargura suenan cada una de sus palabras.
—¿Y el perro que te mandé buscar? ¿Viene contigo? ¿Dónde está? ¿Dónde está el maldito Francisco D’Autremont? ¡Corre… llámalo! Tráelo, dile que pase… ¡Un poco
más y no puedo aguardarle!
—No vino conmigo —se excusa el muchacho.
—¿No…? ¿Por qué? ¿No hiciste lo que te dije, maldito? ¿No llegaste a su casa?
No me obedeciste, ¿eh? ¡Ahora verás…!
Ha tratado de levantarse, pero cae de nuevo sin fuerzas, para quedar inmóvil, extenuado, los ojos vidriosos… El muchacho le mira impasible, se acerca paso a
paso, con una expresión extraña en sus profundos ojos altaneros, y afirma:
—Sí, llegué a su casa…
—¿Y le diste la carta?
—Sí, señor, en la mano.
—¿Y no vino después de leerla?
—No la leyó. Dijo que no conocía a nadie que se llamara Bertolozi…
—¿Dijo eso el perro?
—Y se fue en coche a una fiesta donde lo estaban esperando.
—¡Maldito! ¿Y tú qué hiciste entonces? ¿Qué hiciste?
—¿Qué iba a hacer? Nada.
—¡Nada…! ¡Nada! Sabes que me estoy muriendo… sabes que necesito que venga, ¡y no haces nada! ¡Tenías que ser quien eres…!
—¡Pero, padre…! —suplica el muchacho.
—¡No soy tu padre! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No soy tu padre.
¡Cuando esa maldita volvió a buscarme, cuando vino a buscar mi amparo, ya te traía en los brazos…! ¡No eres hijo mío! Si ella, además de engañarme, me hubiera robado
un hijo mío, yo la habría matado. Pero no, volvió con el hijo de otro, con el hijo de ese canalla… ¡contigo!
—¿Hijo de quién?
—¿De quién…? ¿De quién? ¿Quieres saberlo? Para decírselo, lo mandé llamar.
Hijo de él, de ése, del que se iba en coche a una fiesta mientras yo veo acercarse a la muerte… Del que me lo quitó todo, del que me lo robó todo, para darme, en cambio,
a ti.
—¡No entiendo… no entiendo!
—¡Pues entiéndelo! Ese señor que te volvió la espalda, ese señor que te dijo que no me conocía… ¡es tu padre!
—¿Mi padre…? ¿Mi padre…? —balbucea el muchacho en el paroxismo de la sorpresa.
—Pero no te preocupes… tampoco te conocerá ¡Qué asco!
—Señor Bertolozi… repítame eso. ¿Mi padre…? ¿Dijo usted que mi padre…?
—Tu padre es Francisco D’Autremont. ¡Díselo a todo el mundo, grítalo en todas partes! Tu padre es Francisco D’Autremont… A él le debes toda tu desgracia. Le
debes la miseria, le debes la vergüenza, le debes tu desnudez y tu hambre… Le debes el insulto que han de echarte a la cara cuando seas hombre, porque él manchó a tu madre. Todo eso le debes… Y ahora, cuando lo llamo porque me estoy muriendo, porque vas a quedarte solo, se va a una fiesta donde lo están esperando.
Un sollozo se quiebra en su garganta, dejando paso a la ternura…
—¡Juan… Juan, hijo mío…!
—¡Señor…!
—Te aborrezco porque eres hijo suyo, pero hay algo con lo que puedes limpiarte, lavarte esa mancha… Cuando seas hombre, busca a Francisco D’Autremont y haz lo que yo no hice, lo que no tuve el valor de hacer: mátalo. ¡Mátalo! —Y como si en estas palabras hubiese puesto el último hálito de su vida, cae desplomado al suelo.
—¡Señor… señor, señor! ¡Respóndame!
Lo ha sacudido en vano. ¡Andrés Bertolozi no responderá más!

Nadie en la costa; nadie en la honda grieta, entrada de la estrecha playa; nadie en los imponentes farallones de rocas en los que rudamente se estrella el mar; nadie en lo alto del promontorio del Cabo del Diablo; nadie en todo cuanto su vista inquisitiva alcanza… Ni alma viviente ni habitación humana… Sólo una cabaña miserable al
amparo del negro promontorio que se adentra en el mar: el Cabo del Diablo.
Bien puesto tiene el nombre el abrupto paisaje, ahora más desolado bajo los espesos nubarrones grisáceos que envuelven las montañas… tan bajos, tan cerca de la tierra, como si quisieran también tragársela. Con paso firme, Francisco D’Autremont
va hacia aquella cabaña y llama con estentórea voz:
—¡Bertolozi!
El nombre suena hueco en la desnuda estancia sin puertas, sin ventanas, sin muebles casi… En el camastro se halla la forma rígida de un cuerpo que se destaca bajo una sábana, increíblemente limpia en aquel lugar… Impresionado, D’Autremont
musita:
—Bertolozi…
De un tirón ha bajado un poco la sábana para ver aquel rostro en el que la muerte puso ya su máscara, y apenas puede reconocer en él al hombre joven, sano y arrogante, que fue su rival… Hay manchones de canas entre los revueltos cabellos oscuros, entre la espesa barba que cubre las mejillas adelgazadas, y hay también una
sombra de suprema paz sobre los párpados cerrados… Estremeciéndose, Francisco
D’Autremont cubre aquel rostro, y retrocede un paso…
Ha llegado tarde, demasiado tarde… Aquellos labios lívidos ya no le entregarán el secreto que guarda… Callan para siempre… Pero la mano de Francisco D’Autremont palpa nerviosamente en sus bolsillos y extrae el arrugado sobre de
aquella carta que aún no ha leído… La guardó como puede guardarse un veneno, un arma, una dormida sierpe emponzoñadora. Pero ahora, frente a aquel cadáver, rasga
el sobre y da un paso hacia la ventana sin hojas, por la que penetra la luz lechosa del día que naalma…Con mis últimas fuerzas te escribo, Francisco D’Autremont, y te pido que vengas a mi lado. Ven sin miedo… No te llamo para intentar una venganza.
Es tarde para que yo me cobre en sangre todo el mal que me has hecho y que le hiciste a ella. Eres rico y feliz, amado y respetado, mientras yo, hundido en la abyección y en la miseria, miro llegar la muerte como la única liberación posible. No he de repetirte cuánto te odio. Tú lo sabes. Si te matase con el
pensamiento, te habría aniquilado; pero sólo yo mismo me he consumido poco a poco en la hoguera de este rencor que me cubre el alma…

Por un instante, Francisco D’Autremont ha interrumpido la lectura para contemplar la forma rígida que destaca bajo el lienzo blanco, sintiendo que la angustia le invade, que le es difícil respirar bajo el techo de aquella cabaña donde
todo parece rechazarlo, y otra vez vuelven sus ojos a la lectuhijo…Me mata el odio más que el alcohol, más que el abandono… Y por odio he callado durante muchos años. Hoy quiero decirte algo que acaso pueda interesarte. Esta carta la pondrá en tus manos un muchacho. Tiene doce años y nadie se ocupó jamás de bautizarlo. Yo le llamo Juan, y los pescadores de la
costa le dicen algo más: Juan del Diablo… Poco tiene de ser humano. Es una fiera, un salvaje… Lo crié en el odio… Tiene tu corazón malvado, y yo he dado, además, rienda suelta a todos sus instintos. ¿Sabes por qué? Voy a decírtelo por si no te decides a venir a escucharme: Es tu hijo…

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