C u a t r o
El fin de semana prometía ser largo y agotador. No le había dicho a nadie lo de la propuesta de su profesor y él no sabía qué decisión tomar.
Él podría parecer ansioso o preocupado por cómo su vida es cada vez más parecida a un laberinto sin salida, pero eso no lo demostraba en sus acciones. La expresión estoica de Samir era algo que forjó a medida que pasaba el tiempo, pues era inútil mostrar el caos de su interior si no había una sola persona que se diera cuenta de esos detalles y eso él lo tenía bastante claro. Para sus padres, él era como una marioneta que debía actuar tal y como ellos querían, los hilos con los que lo controlaban eran siempre las mismas excusas sobre el dinero que gastaban en sus estudios y el cómo él no sería nadie sin la ayuda de ellos. Por eso era más cómodo para él fingir ser un expectador en su propia vida.
—Samir prepárate, iremos a la iglesia —habló su madre desde el otro lado de la puerta de su habitación. Él no necesitó responder ya que sus padres estaban seguros de que haría todo lo que ellos quisieran.
Con un suspiro cerró el manga que estaba leyendo, era uno que le había regalado su hermano el día de su cumpleaños hace algunos meses y a su vez, era uno de los recuerdos que guardaba de él. Sus hojas ya estaban desgastadas de las veces que se había puesto a leerlo, pero disfrutaba de repasar esas páginas cada día.
Una hora después, todos iban con un silencio ensordecedor al lugar en donde sus padres enterraban todas las dudas que pudieran tener de sus malas acciones y se proponían actuar en pos de una salvación que Sam veía difícil para sí mismo.
Lizzy iba con los auriculares en los oídos, escuchando una canción juvenil de moda. Su madre llevaba aquellas prendas conservadoras que la caracterizaban y una larga trenza rojiza como siempre. Le gustaría que ella alguna vez osara llevar algo como ropa colorida que hagan resaltar sus ojos, peinados y maquillajes que la muestren como verdaderamente es, una mujer hermosa y en cuyo cuerpo solo había una juventud madura, pero eso era imposible. Las mujeres, según sus ideales, deben ser sencillas y solo ser vistas de manera especial por sus esposos, era una verdadera lástima. Su padre, como siempre, llevaba pantalones de vestir y camisa, si estaban en la casa, solía ser un poco más informal, pero jamás se mostraría desarreglado. Era sencillamente inapropiado.
Llegaron a la iglesia y se adentraron en ella. En realidad, Sam no odiaba aquel sitio pese a que en uno de sus mensajes le había dicho a su amigo Lucas que sí lo hacía, por el contrario, este lugar le daba una profunda calma y le hacía sentirse en paz, como si pudiera hablar con Dios cara a cara y no por medio de mensajes que se sentían distorsionados viniendo de otras personas. Algunas veces incluso oraba y esperaba que él le oyera y le dijera que no lo había abandonado. A Samir le encantaba escuchar el canto de la celebración y los pasos de danza que el grupo de pandero mostraba, todas ellas se coordinaban y mostraban tanto amor al arte, que él no podía más que apreciarlo.
Le relajaba el lugar, pero le inquietaban las personas. Siempre criticando o susurrando, detrás de aquellas sonrisas falsas. Eso le irritaba muchas veces.
Ese día hubo algo que rompió la rutina, el pastor presentó a su hermano ante todos con orgullo, ya que este había aceptado a Dios en su corazón, lo cual significaba que desde ahora formaría parte de la comunidad cristiana.
—Así como mi hermano decidió ofrecer su vida a Dios, también lo hace su familia —Ahora presentó a una mujer y dos niñas y un joven de su edad, quienes se veían algo nerviosos pero que exudaban amabilidad por los poros. Sam esperaba que aquellas personas no terminen siendo como tantas que solo terminaban criticando a los demás, pero de cierta manera no se veían así.
Al finalizar, el hermano del pastor, acompañado de su familia, fue a saludar a cada uno, hasta llegar a los padres de Sam que estaban hablando sobre algún tema controversial con otra familia. Al ver que se acercaban los nuevos devotos, su padre interrumpió la conversación para hablar con ellos.
—Mucho gusto Sr. Said, mi nombre es Richard Ross para servirle —habló su padre—, y ella es mi esposa Flair.
—Hermoso nombre señora y un gusto Sr. Ross —saludó el hombre—. Les presento a mi esposa Magda, a mis hijos Andrea, Aurora y Archer.
Las dos niñas tenían el cabello rubio, lacio y ojos oscuros al igual que la madre, el tal Archer, en cambio, tenía el cabello negro azabache algo corto y se podría decir que desordenado y con unos mechones completamente blancos del lado derecho. No había visto a nadie que llevara ese tipo de lunares en el cabello, por eso se quedó mirando más de la cuenta.
El padre de Sam, procedió a presentarlos a ellos y comenzaron una conversación casual. Lizzy parecía no estar interesada en nada de lo que decían, a pesar de que las niñas le hablaban sin parar. Archer tampoco dijo ni una sola palabra y solo sonreía con cordialidad ante lo que decían los mayores. Parecía el típico chico bueno y amigable que a todos les agrada. El hijo perfecto.
—Mi hermano mencionó que había unos mellizos en su familia, pero solo veo a uno —preguntó con inocencia el Sr. Said.
Inmediatamente el ambiente cálido se tornó helado. Los señores percibieron que algo andaba mal por la manera en que los padres de Sam tensaron sus sonrisas y lucieron incómodos. Lizzy apretó los puños y miró al suelo todavía herida por lo que pasó y Sam, en cambio, solo guardó silencio con el semblante inexpresivo. Era un experto en eso.
Sus padres, ni una sola vez —salvo para dar instrucciones a él y su hermana sobre qué decir en el colegio—, habían vuelto a hablar de su hermano.
—El pastor debió haberse confundido, Sr. Said, solo tenemos un hijo y nuestra pequeña niña —habló su madre.
La pareja de casados lució incómoda y procedió a cambiar de conversación, pero el ambiente ya no volvió a ser el mismo. Archer miraba hacia los padres de Sam con curiosidad y después al chico, abrió la boca para decir algo, pero Sam no le permitió hablar ya que de inmediato se excusó del lugar diciendo que olvidó el celular en el auto de sus padres. Lizzy lo acompañó.
Desactivó la alarma del auto con las llaves que su padre le había dado y se metió adentro, lo puso en contacto y prendió la radio para callar el ruido de su mente. La música no lo relajó, pero era mejor que nada. Lizzy se subió en el asiento trasero y se acomodó en ellos.
Se odiaba, odiaba no decir nada y tener que callar todo lo que quería decir, quería gritar a los cuatro vientos que sí tenía un hermano y que lo extrañaba. Que quería verlo todos los días para no sentirse tan solo y reír junto a él por alguna de sus ocurrencias. Pero no lo hizo, solo guardó silencio como el cobarde que era ¿A qué le tenía miedo? ¿Por qué no podía dejar salir todo lo que guardaba su corazón? Siempre fue así, aún antes de que su hermano se fuera, no tenía la capacidad de decirle a otras personas lo que verdaderamente sentía. Podía parecer alguien perfectamente normal para los demás, pero una muy diferente en su interior. Eso a veces le cansaba.
—Papá y mamá son unos idiotas —susurró Lizzy lo bastante alto para que él lo escuchara, como si quisiera que Sam hablara con ella, pero él solo calló.
Al día siguiente, Lucas se había enfermado y le avisó que no podrían salir a buscar a Cameron, quedaron para ir cuando terminara su reposo, pero él no podía esperar tanto. Tenía que buscarlo ya. Con una promesa de visita de parte de Sam, colgó la llamada y se propuso hacer lo que hace tiempo planeaba.
Aquel momento incómodo en la iglesia parecía nunca haber pasado. Sus padres ni siquiera hicieron mención de lo ocurrido y todo había vuelto a la misma monotonía. Lizzy no hizo más intentos de entablar conversación y se recriminó el haberla ignorado, pero en ese momento sintió que cualquier palabra dicha por él habría terminado por arruinar su fachada de chico perfecto y obediente y eso era algo que él no se podía permitir. Se había propuesto no llamar la atención para que así nadie supiera de su búsqueda.
Imprimió el boletín que había hecho en la computadora, en donde había una foto recortada que mostraba a su hermano sonriendo a la cámara, la original era de Cam y Connor abrazados y alegres por haber ingresado al equipo de fútbol del colegio. Recordaba aquel día, Connor había ido a su casa y con toda la famila, menos su padre que había estado ausente por el trabajo, habían celebrado con un gran almuerzo.
—¿No vas a felicitarme, Sam? —preguntó su hermano en la mesa ante el silencio de su parte.
El había estado feliz, pero una parte dentro suyo sabía que empezarían a distanciarse. Sin embargo, no podía permitirse el lujo de ser egoista con su hermano quien batalló mucho para llegar hasta donde estaba en ese momento.
—Claro que sí Cam, felicidades —dijo con una sonrisa, una que solo la reservaba para las personas especiales y que dicho sea de paso, no eran muchas—. Te lo mereces, y tú también Connor. Ambos son geniales.
Connor le había mirado directo a los ojos y le había dedicado una sonrisa de lado, sincera y cargada de agradecimiento.
—Gracias, Sam —había dicho Connor con alegría sin apartar los ojos de él.
Samir había desviado la vista avergonzado por aquel gesto y no pronunció nada más durante el almuerzo, pero recordaba el ambiente cálido y lleno de risas.
Connor y él no se habían dedicado muchas palabras, pero las pocas veces que lo habían hecho, Sam las recordaba perfectamente. Tal vez porque en su corazón, Connor seguía siendo su primer amigo. Pero la decepción al ver en la persona que se había convertido, era algo que aún se sentía como una herida abierta.
Ahora, mientras caminaba por las calles solitarias en el centro de la ciudad, en busca de un lugar donde pudiera hacer copias del pedazo de papel que llevaba consigo y miraba la imagen recortada de Cam, se detuvo un segundo sin darse cuenta y suspiró como era ya una costumbre en él.
—Oh, miren a quien tenemos aquí —detrás de él apareció Madison. Sam la ignoró—. Justo cuando iba a reunirme con mis amigas, que coincidencia cuñadito.
—No soy tu cuñado —respondió con enojo.
—¿Cómo esta tu madre? Hace un tiempo que no voy a visitarla —continuó como si Sam no hubiera dicho nada y caminó a su lado—. Extraño su comida.
La chica andaba con ánimos, como si fueran amigos de toda la vida.
—Piérdete, Madison.
—¿Por qué eres tan malo conmigo? Sabes, si no fueras tan huraño, te hubiera elegido a ti antes que a Cam —dijo con lástima frunciendo los labios pintados en carmesí.
Ella era hermosa, no era difícil percibirlo, su largo cabello castaño con bucles brillantes y que hasta donde estaba él podía percibir que olían exquisitos, sus ojos claros y la boca voluptuosa, eran cosas que no podía pasar por alto. Incluso no tenía problemas en admitir que le había gustado en algún momento. Claro, antes que hubiera empezado a salir con su hermano y hecho de su vida un infierno. Había estado tan colado por ella que era patético, pero como era costumbre en él, jamás lo demostró. Menos mal que nunca hizo nada al respecto ya que ahora sabía el tipo de persona que era.
—Déjame en paz, Madison —sentenció.
—Qué aburrido eres —Eso no lo iba a discutir— ¿Qué traes ahí?
Sus nervios amenazaron con salir, pero él los calmó.
—Nada que tenga que ver contigo —dijo llevando la carpeta que contenía el volante hasta su pecho.
—Anda, no seas así, muéstrame.
No entendía que rayos era el problema de aquella chica para tratarlo como si fueran amigos cuando estaban lejos de serlo.
—Escucha Mady, no quiero saber nada de ti y tampoco quiero que me hables. No me trates de manera amigable, que lo último que querría es ser tu amigo, ¿me has entendido? —su tono fue tan frío que se sintió satisfecho. Sin embargo, no pudo evitar que de sus labios saliera aquel apodo que siempre usaron con ella Cam y él. Se recriminó por ser tan débil a pesar del enojo.
Ella lo miró sorprendida por haberle contestado de esa manera, pero luego mostró una sonrisa perversa. Antes de que pudiera darse cuenta, ya le había sacado la carpeta de las manos.
—Tú no eres nadie para hablarme así, ¿acaso quieres que le diga a todos lo que has hecho?
—¿De qué hablas?
—De cómo has intentado besarme a la fuerza en medio de la calle, eso no se hace Sam —recriminó cantarina mientras abría la carpeta.
—¿Qué demonios te pasa? Jamás intenté besarte y nunca lo haría.
—Si me vuelves a hablar con aquel tono, Sam, no dudaré en decirle a todos que sí lo hiciste. Conmigo no te metas.
Al terminar de decir esto, rompió la carpeta y el volante que iba a usar para hacer las copias.
—¡Qué demonios haces! —El enojo salió desde lo más profundo de él y poco estuvo de atacarla.
—Piensa dos veces antes de levantarme el tono. Te cedí la amistad de aquel rubio patético de Lucas porque se notaba que no me seriviría de nada, pero si vuelves a tratar de poner a la gente en mi contra, te irá peor de lo que imaginas.
Con esto, siguió su camino por la solitaria calle como si nada hubiera pasado. Sam juntó los restos de papeles esparcidos en el piso y con una rabia que le hacía querer estampar su puño en lo primero que se le pusiera en frente.
Ahora debía ir de nuevo a su casa para imprimir la original y su madre ya sospecharía si entraba y salía, ya que le había dicho que iría a jugar videojuegos en casa de un amigo. Su madre ni sabía a dónde, pero tampoco le importaba mucho, aún así, no quería que ella se diera cuenta de sus intenciones, no sabía que haría con él en caso de que sus padres lo supieran.
Había subestimado a Madison. La maldita aparentaba ser tan tierna y dulce, que cualquiera creería en sus palabras. Sam no sabía qué hacer, pero estaba seguro de que jamás dejaría que ella lo manipulara. Ya sus padres lo están haciendo de manera excelente y él era su perfecta marioneta por el momento.
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