XVII
Hay algo que en ocasiones solía invadir mi mente. Aún cuando conocí a la argentina y al chico de ojos tristes, seguía sintiéndome vacía. A veces me sigo sintiendo así. Pero en ese entonces era demasiado... destructivo.
Es como si te cayera la misma maldita tormenta una y otra vez, intentando acabar contigo. Como un laberinto en el que, en realidad, no hay ninguna salida. Como una ola que te hunde mil veces.
Recuerdo haber escrito cartas para mis seres queridos, cartas en las que les hacía saber que no era su culpa. En las que les contaba todo lo que me pasaba, si es que acaso les importaba. Pensé mil maneras de terminar con todo. Siempre me arrepentía, asustada por si iniciaba el dolor de alguien más.
Pensé:
«La chica de rizos echaría de menos hablar de cualquier tontería conmigo. Echaría de menos jugar al UNO y reírnos por cualquier cosa.»
«El chico de ojos tristes quizá echaría de menos abrirse con alguien y quizá yo empeoraba su situación.»
«Mi hermana menor, a kilómetros de distancia, se estaría preguntando qué pudo hacer para evitarlo. Recaería, y yo no podía permitir eso.»
Vaya tontería, ¿verdad? Mirando en retrospectiva es casi humillante saber que escribí esas cartas, aún sabiendo que quizá a nadie le importaría.
O eso creía. Antes estaba muy segura de no importarle a nadie. Ahora, lo dudo.
Todavía tengo momentos en los que pienso que debería volver a escribir esas cartas. Todavía mando mensajes aleatorios a esas personas, agradeciéndoles todo lo que hacen por mí, por si decido hacerlo. Todavía miro mi peso y no me gusta lo que veo. Todavía me autolesiono y me siento culpable después de hacerlo. Todavía siento que me va a dar algo cuando estoy con mucha gente o me siento sobrepasada. Todavía pasa eso y más. Pero he llegado demasiado lejos como para tirar la toalla ahora. Tengo a gente a mi lado que no querrá ver cómo me rindo. Tengo la capacidad de seguir adelante aunque el mundo se me caiga encima. Y voy a aprovechar esa capacidad.
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