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Mi MAESTRA DE LA PRIMERA CLASE SUPERIOR

Mi MAESTRA DE LA PRIMERA CLASE
SUPERIOR

Jueves, 27.

Mi maestra ha cumplido su promesa: hoy ha venido a casa en el momento en que yo iba a
salir con mi madre para llevar ropa blanca a una pobre mujer que habíamos visto
recomendada en La Gaceta. Hacía ya un año que no aparecía por nuestra casa; así es que
nos dio a todos una gran alegría. Es siempre la misma, pequeña, con su velo verde en el
sombrero, vestida a la buena de Dios y mal peinada, pues nunca tiene tiempo más que de
alisarse; pero un poco más descolorida que el año último, con algunas canas y tosiendo
mucho. Mi madre le preguntó:
-¿Cómo va esa salud, querida profesora? Usted no se cuida bastante.
Ah!, no importa –respondió con una sonrisa, alegre y melancólica a la vez.
-Usted habla demasiado alto –añadió mi madre-; trabaja demasiado con los chiquitines.
Es verdad; siempre se está oyendo su voz. Lo recuerdo desde cuando yo iba a la escuela;
habla mucho para que los niños no se distraigan, y no está ni un momento sentada.
Estaba bien seguro de que vendría, porque no se olvida jamás de sus discípulos; recuerda
sus nombres por años; los días de los exámenes mensuales corre a preguntar al director qué
nota han sacado; los espera a la salida y pide que le enseñen las composiciones para ver los
progresos que han hecho; así es que van a buscarla al colegio muchos que usan ya pantalón
largo y reloj.
Hoy volvía muy agitada del Museo, a donde había llevado a sus alumnos, según
acostumbraba ya en los años anteriores. Dedica siempre los jueves a estas visitas, en las
que les explica todo. ¡Pobre maestra! ¡Qué delgada está! Pero es siempre animosa y se
entusiasma en cuanto habla de su escuela. Ha querido que le enseñemos la cama donde me
vio muy malo hace dos años, y que ahora es de mi hermanito: la ha mirado un buen rato y
no podía hablar de emoción. Se ha ido pronto para visitar a un chiquillo de su clase, hijo de
un sillero, enfermo de sarampión; y tenía después que corregir varias pruebas, toda una
tarde de trabajo, y debía aún dar una lección particular de aritmética a cierta chica del
comercio.
-Y bien, Enrique –me dijo al irse-: ¿quieres todavía a tu antigua maestra, ahora que
resuelves ya problemas difíciles y haces composiciones largas? –Me besó, y todavía me
dijo desde el final de la escalera:
-No me olvides, Enrique.
¡Oh, mi buena maestra, no me olvidaré de ti! Cuando sea mayor seguiré recordándote e iré
a buscarte entre tus chicuelos; y cada vez que pase por la puerta de una escuela y sienta la
voz de una maestra, me parecerá escuchar tu voz y pensaré en los dos años que pasé en tu
clase, donde tantas cosas aprendí, donde tantas veces te vi enferma o cansada, pero siempre
animosa, indulgente, desesperada cuando uno tomaba mal la pluma al escribir, temerosa
cuando los inspectores nos preguntaban, feliz cuando salíamos airosos, y siempre cariñosa
y buena como una madre… ¡Nunca, nunca te olvidaré, maestra querida!.

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