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EN UNA BUHARDILLA

EN UNA BUHARDILLA

Viernes, 28.

Ayer tarde fui con mi madre y mi hermana Silvia a llevar ropa blanca a la pobre mujer
recomendada por el diario; yo llevaba el paquete y Silvia el diario con las iniciales del nombre y la dirección. Subimos hasta el último piso de una casa alta y llegamos a un
corredor largo, con muchas puertas. Mi madre llamó en la última; nos abrió una mujer
joven aún, rubia y macilenta, que al pronto me pareció haber visto ya en otra parte con el
mismo pañuelo azul en la cabeza.
-¿Es usted la del periódico? –preguntó mi madre.
-Sí, señora; yo soy.
-Pues bien, aquí le traemos esta poca ropa blanca.
La pobre mujer no acababa de darnos las gracias y de bendecirnos. Yo, mientras tanto, vi
en un ángulo de la oscura y desnuda habitación a un niño arrodillado ante una silla, de
espaldas a nosotros y que parecía estar escribiendo, y escribía, en efecto, teniendo el papel
sobre la silla y el tintero en el suelo. ¿Cómo se las arreglaba para escribir casi a oscuras?
Mientras decía esto para mis adentros, reconocí los cabellos rubios y la chaqueta de
mayoral de Crossi, el hijo de la verdulera, el del brazo malo. Se lo dije muy bajo a mi
madre, mientras la mujer recogía la ropa.
-¡Silencio! –susurró mi madre-. Podría avergonzarse al verte viniendo a socorrer a su
madre. No lo llames.
Pero en aquel momento Crossi se volvió; yo no sabía qué hacer, y entonces mi madre me
dio un empujón para que corriese a abrazarlo. Lo abracé y él se levantó y me tomó la
mano.
-Aquí nos tiene –decía, entretanto, su madre a la mía-; mi marido está en América desde
hace seis años, y yo, por añadidura, enferma, sin poder ir a la plaza con verduras para
ganarme unos centavos. No me ha quedado ni una mesa para que mi pobre Luisito pueda
hacer los deberes. Cuando tenía abajo el mostrador, en el portal, al menos podía escribir
sobre él; pero ahora me lo han quitado. No hay ni siquiera luz para estudiar sin dañarse la
vista; y gracias que lo puedo mandar a la escuela, porque el Municipio le proporciona libros
y cuadernos. ¡Pobre Luis, tú que tienes tanta voluntad para estudiar! ¡Y yo, pobre mujer,
que nada puedo hacer por ti!.
Mi madre le dio cuanto llevaba en el bolso, besó al muchacho y casi lloraba cuando
salimos; y tenía mucha razón para decirme:
-Mira a ese pobre chico. ¡Cuántas estrecheces para trabajar, y tú, que tienes tantas
comodidades, todavía encuentras duro el estudio! ¡Oh, Enrique mío; tiene más mérito su
trabajo de un día que todos tus afanes de un año! ¿A cuál de los dos deberían dar los primeros premios

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