5. El despertar
XANDER
Ah, la dulce melodía del caos matutino, el implacable canto de una alarma que no tiene piedad. "Bienvenido al mundo de los mortales", pienso, mientras la batalla por la consciencia se despliega ante mí.
Mis párpados se alzan con dificultad, resistiéndose a la débil luz del amanecer que invade la estancia. Aún enredado en las sombras de un sueño tumultuoso, que parecía real, repleto de visiones olímpicas que se desvanecen de mi memoria como la arena de la playa entre los dedos.
Me incorporo en la cama, y las sábanas, marcadas por el sudor de la noche, parecen querer retenerme. "¿Y qué esperabas, Adámastos? ¿Plumas de ángel?" murmuro, olvidando el nombre que acabo de pronunciar.
Me froto los ojos, intentando despejar las últimas brumas del sueño. Mi mirada comienza a enfocarse en el entorno desconocido, mientras un dolor agudo se anida en mi sien, resonando con los ecos de las visiones que se diluyen con el avance del alba.
Cojo aire y observo detenidamente la habitación, que está claramente dividida en dos partes. Una parte está pulcramente ordenada, con una cama vacía y estirada; unas coloridas gorras milimétricamente colocadas adornan la pared blanca, desconchada por las insistentes chinchetas; un escritorio impoluto, con una lámpara de estudio que arroja una luz cálida sobre algunos libros de texto abiertos y a su lado, unas gastadas tablas de skate descansan contra la pared.
En contraste, el lado donde yo estoy tumbado está inundado de posters de chicas; una estantería repleta de libros, que no recuerdo haber leído, un escritorio que parece el testimonio del caos creativo, con papeles esparcidos, un portátil encendido y restos de comida rápida. En el suelo, una mochila abierta deja ver cuadernos y apuntes desordenados, y junto a la ventana, una pequeña planta lucha por sobrevivir en su maceta.
"¡Xander! ¿Todavía estás en la cama? ¡Vamos, llegaremos tarde a clase!" Una voz desconocida interrumpe mis pensamientos, forzándome a voltear la vista hacia la puerta semiabierta del baño. Allí, una figura masculina emerge del vapor, envuelta en una toalla que se ciñe a su cintura. Su piel morena brilla con las gotas de agua que resbalan por sus músculos definidos. Con movimientos seguros, pasa los dedos por sus rizos húmedos, que se enroscan con vitalidad. Sus ojos oscuros, llenos de energía, se clavan en mí con una mezcla de sorpresa y ligera exasperación. La expresión de su rostro, una ceja levantada y una sonrisa torcida, refleja su incredulidad al verme aún en la cama. La energía que emana de su presencia contrasta vivamente con la neblina de confusión que envuelve mi mañana.
"No puedo, me duele la cabeza" respondo con voz ronca y distante en un intento de conseguir tiempo para tratar de comprender algo, mientras que él abre el cajón de un armario en busca de la ropa interior.
"Después de la que liaste el finde, no me extraña" comenta con humor, volteando un poco la cabeza para verme. Entonces abre una bolsa que parece ser un neceser y me lanza un bote de pastillas cerrando las puertas del armario. En una de las puertas de melanina puedo distinguir unas letras inscritas. Trato de centrarme en ellas, y descubro que forman un nombre. Leo.
"¿El finde?" pregunto arqueando una ceja concentrando mi atención de nuevo en él, cogiendo el bote al vuelo.
"Clásico Xander. Todo el fin de semana colocado y el lunes te quejas de las consecuencias. Pero levántate, el profesor de historia no te perdonará otra falta, y no creo que tus padres vayan a seguir subvencionando tus excesos si se enteran" advierte con una voz que no admite réplica.
¿Mis excesos? Las preguntas se amontonan en mi mente y el silencio se adueña de la estancia. No sé qué contestar a eso, principalmente porque no sé de qué excesos me está hablando y no tengo ningún recuerdo de esos supuestos padres, pero algo me dice que es mejor que me guarde para mí todas esas incógnitas, hasta que consiga dar con las respuesta.
Mi compañero de cuarto se despoja de la toalla con una despreocupación que me hace desviar la mirada, mientras que ajeno a mi incomodidad, se viste con movimientos seguros y rutinarios, poniéndose una camiseta con un estampado llamativo.
Abro el bote y saco una de esas pastillas que prometen un efecto rápido contra mi dolor de cabeza. Ok. me digo, dejando de resistirme. No sé qué tomaría el fin de semana pero está claro que me ha machacado el cerebro.
Me desprendo de las sábanas y, sentándome unos instantes en la cama, resoplo, posando mis pies en el gélido suelo, tratando de tomar impulso con las pocas fuerzas con las que cuento. Me incorporo y avanzo hacia el baño, donde me deshago de la ropa que me cubre y me adentro en la ducha. La cascada de agua tibia me envuelve como un bálsamo para mi piel, una caricia que nunca antes habia disfrutado. Relajo los ojos y dejo que mis sentidos se centren en cada gota de agua, pero ni así consigo liberarme de esta sensación de encierro, como si mi cuerpo no pudiera sujetar la amplitud de mi alma.
Cierro el grifo y salgo de la ducha, poniéndome frente al espejo. La imagen que me mira es un enigma: Un semblante armónico, mandíbula marcada y labios plenos; nariz perfilada, y ojos de un ámbar profundo casi dorado, que no resuenan con nada. La estatura es imponente, y bajo una piel tersa y bronceada, los músculos se delinean con precisión.
Con un gesto de aparente confianza, como si conociera cada paso a seguir, regreso a la habitación, y abro las puertas del armario con el nombre de Xander escrito en él. ¿Qué clase de idiota escribiría su nombre en su propio armario? pienso. Pero ese idiota parezco ser yo mismo y por primera vez agradezco serlo al haberme salvado el culo.
Cuando abro el armario, no siento que el chico que tengo enfrente sospeche que no tengo ni idea de lo que estoy haciendo. Miro dentro, y toda la ropa que se extiende ante mí es un mar de monocromía: camisetas negras y grises y vaqueros de la misma tonalidad absorbente, cada prenda reflejando una paleta restringida a un solo matiz.
"Creo que mi ropero necesita un poco de color," mascullo, sintiendo que ya había oído esa frase más de una vez.
Me visto con celeridad, mis dedos bailan sobre los botones de mis vaqueros mientras ese chico tamborilea los nudillos como un metrónomo, impaciente en la puerta. Termino de colocarme la chaqueta, y me extiende un móvil y una mochila que parece un agujero negro absorbiendo mis pertenencias. Con el dispositivo en las manos, una extraña sensación me recorre. Mis dedos, casi por instinto, teclean una secuencia de números que ni siquiera recuerdo haber aprendido. La pantalla se ilumina, y por un momento, me siento como un autómata obedeciendo órdenes desconocidas. Niego con la cabeza, sin entender nada de lo que me está sucediendo.
Al otro lado de la puerta, el pasillo cobra vida con el bullicio de la mañana. Voces entremezcladas, risas y el sonido de puertas abriéndose y cerrándose en un ritmo constante, y los pasos apresurados resuenan en el suelo de baldosas. El zumbido de conversaciones se eleva y martillea mi cabeza.
Leo abandona la estancia y yo sigo sus pasos por el pasillo, pensando cuál será la mejor manera de pasar inadvertido hasta que todo esto se aclare. No quiero mirar a nadie, no quiero que nadie note que no sé dónde estoy, ni siquiera que no sé quién soy, así que me entretengo con la cremallera de la chaqueta, ajustándola, evitando el contacto directo con el resto de la gente, hasta que alguien más se abre paso entre la multitud y se une a nosotros.
"¿Qué tal esa resaca, Xander?", pregunta rodeando mis hombros con un brazo.
Levanto la vista hacia el y me permito observarle detenidamente, sin contestarle. Es un chico de estatura media, con el cabello desordenado y una sonrisa traviesa que parece permanente en su rostro. Viste unos vaqueros desgastados y una camiseta blanca, con el logotipo de una banda de rock, con algunos agujeros que evidencian su afición a los porros y las noches de juerga. Y no puedo evitar preguntarme cuánto puede saber él de mi resaca y mi falta de memoria.
Avanzamos los tres hasta las escaleras que nos guían hasta la planta baja. Leo se muestra abierto y conversador con el chico, cuyo nombre aún ignoro, mientras que él no parece querer dejar de recostarse en mi hombro. Me siento un intruso en un cuerpo ajeno, pero no puedo tolerar ni un segundo más que me use de bastón, así que lo aparto con un gesto brusco, sin mediar palabra. Mientras Leo se ríe observando la escena.
"Eres muy valiente. Xander no es fan de los abrazos matutinos, y menos un lunes despues de un finde intenso ", dice con un guiño cómplice al otro chico. "Un día de estos, te vas a llevar un souvenir en forma de puño en la cara." Advierte.
Yo dejo que hablen adelantándome un par de pasos para deshacerme de ese pelma. Me acerco a la puerta que empieza a cerrarse y con un rápido reflejo la sujeto evitando que colisione con mi cara.
El aire fresco de la mañana, me golpea inesperadamente el rostro, despejando un poco mi mente. Miro al cielo, y un manto de nubes grises lo cubren todo, ocultando un sol que se niega a salir. Vuelvo entonces la mirada atrás, observando el edificio de tres plantas, de ladrillos rojos, que ha quedado a mi espalda. La fachada está cubierta por enredaderas verdes por uno de sus costados, que trepan hasta la segunda planta, y las ventanas, todas iguales, le aportan una imagen uniforme y cuadriculada.
Aflojo el paso, evitando que Leo y el desconocido se queden demasiado atrás, ya que no sé hacia dónde me tengo que dirigir. Me agacho, haciendo una lazada a la zapatilla tratando de disimular, dejando que ambos me adelanten.
"Creo que debería ponerme una minifalda la próxima vez. Nunca le he visto rechazar a una chica" contesta divertido ese chico, como si yo no estuviera ahí o no pudiera oírle.
¿Minifalda? ¿De qué está hablando este tio? Le miro de soslayo elevando las cejas en sorpresa frunciendolas en señal de frustración. ¿Es una broma? No tengo ni idea de quién soy, y ahora resulta que tengo que lidiar con comentarios absurdos sobre mi supuesta vida social. Las preguntas se agolpan en mi cabeza, mientras cruzamos uno de los senderos de grava que cruzan el jardín del campus.
Observo todo a mi alrededor, tratando de encontrar algún recuerdo entre los senderos que serpentean entre árboles frondosos y parterres llenos de caléndulas y pensamientos. El aroma a tierra húmeda y flores frescas llena el aire, y el canto de los pájaros añade una melodía suave al bullicio matutino, pero nada de eso trae recuerdo alguno a mí mente.
La majestuosa fachada del edificio principal se alza ante mi, imponente y llena de historia. Las columnas de mármol blanco flanquean la entrada, reflejando la luz del sol y creando destellos brillantes que casi me deslumbran. Los escalones de piedra, desgastados por el paso de miles de estudiantes a lo largo de los años, me conducen hacia las puertas automáticas que se abren con un suave zumbido, como si le dieran la bienvenida a un nuevo mundo.
Al cruzar el umbral, el ambiente cambia de inmediato. El eco de los pasos resuena en el suelo de mármol pulido, los pasillos se encuentran llenos de estudiantes que se dirigen a sus clases, algunos charlando animadamente, otros con la mirada fija en sus teléfonos.
Mientras camino hacia el aula, no puedo evitar admirar los detalles arquitectónicos que adornan el interior del edificio. Grandes ventanales de vidrio y acero permiten la entrada de luz natural, creando un ambiente luminoso y acogedor. Las paredes decoradas con inscripciones y emblemas que reflejan el legado académico de la universidad, recuerdan la rica historia del lugar en el que me encuentro.
En el aula, el tic- tac reloj, se mezcla con el murmullo de los lápices contra el papel. Mi mirada se pierde entre el blanco inmaculado del folio y la figura encorvada del profesor de historia. Sus palabras, vagas ecos en un sueño lejano, no hacen más que acentuar mi tedio. Su voz es monótona y carente de pasión. Sus relatos, pálidas imitaciones de la grandiosa historia, no hacen más que alimentar mi desdén, entre fechas y nombres. Reconozco la historia, la siento en mis huesos, como si hubiera vivido mil vidas, y hubiera sido testigo de mil batallas, de la creación de imperios y de cada revolución, y este hombre, con su pretensión de sabiduría, no es más que un actor en un escenario mediocre.
Finjo escuchar y tomar apuntes, pero mis dedos no dejan de tamborilear impacientes sobre la mesa, trazando figuras abstractas. Mi mente, inquieta ave enjaulada, anhela escapar de este tedioso letargo y emprender un vuelo hacia horizontes más vastos.
Las clases transcurren, una tras otra, extendiendo la jornada con una monotonía interminable. Cada lección la siento como un mero eco de saberes ancestrales. Recorro la habitación con la mirada, posando la vista en los rostros concentrados de los compañeros que toman notas y absorben con esfuerzo cada palabra, yo simplemente asiento, simulando que estoy prestando atención. Así, las clases concluyen y, aunque la necesidad de salir de ahí para aclarar las ideas se me hace imperiosa, me mantengo en el papel impuesto, siguiendo la corriente al resto.
Al sonar el timbre, me levanto sin saber realmente a dónde ir, pero sigo al grupo de compañeros hasta el comedor, como una oveja en un rebaño, porque eso es lo único que me queda en estos momentos. El bullicio al entrar es ensordecedor. El ruido de más de un centenar de chicos y chicas comiendo, riendo y gritando me envuelve. Todos parecen cómodos en ese bullicio humano, todos excepto yo, que me siento a la mesa, rodeado de compañeros que charlan animadamente sobre un partido de fútbol, que todos parecen haber visto la noche anterior.
Los chistes y anécdotas resuenan en mis oídos como ecos distantes. La comida en el plato pierde sabor con cada intento fallido de integrarme en este teatro social que me resulta agobiante.
"Tengo que irme, olvidé algo en mi casillero" murmuro, con la voz cargada de urgencia, soltando una excusa apresurada aunque nadie parece escuchar. Sin esperar respuesta, me levanto de un salto y salgo disparado del lugar.
Un alivio inmediato me envuelve al dejar atrás ese barullo y sentir el aire húmedo del exterior. El aire tiene un suave aroma a tierra mojada, haciéndome estremecer. Meto las manos en el bolsillo de la cazadora para resguardarlas del frío, y en el bolsillo derecho, noto el tacto de unas llaves de coche. Unas llaves que no había sentido antes. Me detengo un momento y las saco. Las observó incrédulo, mientras una sonrisa involuntaria se dibuja en mi rostro. ¿Qué más sorpresas me deparará este día?
Camino hacia el aparcamiento, con la curiosidad picándome las entrañas, preguntándome si recordaría cómo conducir. Pulsó el botón de las llaves y, a su derecha, un Aston Martin me devuelve el saludo con un parpadeo de luces. Me acerco al vehículo, con su corazón latiendo con una emoción que no esperaba sentir. Así que esto es lo que me espera, pienso, recorriendo con los dedos las líneas aerodinámicas de la carrocería, que más que metal, parecen esculpidas en el mismo aire.
Me deslizo dentro y el cuero negro de los asientos me recibe con un abrazo cálido. "¡Wow! No está nada mal. Debo de ser un tío con suerte" murmuro viéndome como un suplantador.
El motor que cobra vida con un ronroneo suave, una sinfonía mecánica que rompe el silencio de un día cada vez más plomizo. Dejo atrás el edificio de hormigón y cristal, que se desvanecen en el espejo retrovisor, mientras me sumerjo en el flujo de la ciudad.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro